Confesiones post mortem [Privado]

La llovizna intermitente recaía sobre la ciudad a temprana hora de la mañana. Recién amanecía, pero el segundo aniversario de la muerte de Lord Turner obligó a Bárbara a asistir a una pequeña ceremonia íntima que se celebraba en el cementerio. Acompañada por dos doncellas y un par de lacayos, la muchacha presenció el rito con sincera conmoción. A pesar de haber compartido con su esposo poco menos de un día de casada, en esos dos años que llevaba viviendo en su propiedad, manejando sus asuntos, moviéndose en su círculo íntimo y conversando con los empleados, descubrió que el inglés era un hombre de principios, honesto y buen patrón, que llevaba una vida sin excesos, que tenía buen trato con todas las personas, sin importar su clase social, eso había que ella le terminara tomando cariño y en ocasiones hasta pensaba que no hubiera sido un mal marido. La cocinera, en una ocasión, le confesó que Lord Turner había contraído matrimonio con una muchacha tan joven, no por una perversión, si no, porque no quería terminar solo sus días, quería tener una compañía llena de vida y vigor para no sentirse angustiado al dejar ésta vida. Ese pensamiento la había dejado sin palabras, y en ese momento, frente al panteón donde descansaban sus restos, no pudo evitar un par de suspiros que angustia que escaparon de su boca, queriendo anticipar un llanto que jamás llegaría.

Los amigos de Turner se despidieron de la muchacha. Como indicaba el protocolo, ella debía esperar a que todos se retiraran. La doncella que le sostenía el paraguas negro, la misma tonalidad de su atuendo, comenzaba a temblar de frío, por lo que Bárbara le indicó amablemente que podía volver al coche, que ella permanecería allí unos minutos más. Recordó el testamento del hombre, que especificaba querer ser enterrado en París para que su mujer pudiera ir a visitarlo y llevarle flores, y manifestaba que ella comandaría sus negocios. Era tan extraño que él confiara en ella sin haberla conocido… a pesar de haber sido una persona de una educación privilegiada, tuvo que aprender a lidiar con cuentas y términos que involucraban tanto a la política como a todo lo relacionado a las finanzas y diversas empresas, no había sido tarea fácil, pero su juventud mentía sobre su capacidad, fue una ágil y eficaz alumna de abogados, contadores y escribanos, que día a día la instruyeron e instruían en sus actividades.

—¿Por qué, Lord Turner, por qué? —preguntó en un susurro que podría haberse confundido con un sollozo.

Una leve ventisca le corrió la mantilla que le cubría los hombros y espalda, la piel se le erizó y tomó consciencia de que quizá se estaba demorando demasiado. Acomodó la tela, cerró la sombrilla y entró al panteón para dejar la rosa que había cortado del jardín de su residencia, la posó sobre el ataúd, donde dejó apoyada su palma. Escuchó un ruido de crujir de hojas secas, sin voltear, habló con voz suave.

—Ya me retiro, disculpe que demore tanto —dijo, segura de que era el encargado del cementerio el que ingresaba.

Inmediatamente se dio cuenta de que no era el encargado del cementerio quien había acudido, si no, una persona joven, lo notó por su timbre medido de voz y por lo correcto de sus palabras. Quizá alguien más quería dejar una flor para Lord Turner, aunque ella había visto a todos retirarse. Volteó lentamente y vio que la persona salía del panteón, lo reconoció, era el joven estudiante de leyes que había comenzado a trabajar para ella hacía poco tiempo. Ese muchacho…no podía recordar su nombre, le había simpatizado desde el principio, muy dedicado a su labor y autoexigente, dos cualidades que ella admiraba en las personas. A pesar de Bárbara era un poco menor que él, se notaba que él irradiaba juventud, mientras que ella era una señora, apagada, amargada y solitaria, en ocasiones, detestaba esa vida, aunque era consciente de que era la única que podía llevar. Disipó rápidamente esa marea de pensamientos contradictorios, supuso que si el futuro abogado recurría a ese lugar, era porque tenía algún asunto urgente que tratar con ella. Se volvió al féretro, le echó un último vistazo y salió tras…Thibaut Beaudelaire, ¡al fin recordó su nombre!

Cruzó el umbral y notó que las nubes cargadas ya había comenzado con su incipiente chisporroteo. Abrió el paraguas y buscó al joven, y lo encontró de espaldas. Se acercó lentamente a él y colocó la sombrilla sobre él, para que no se mojara. Se ubicó a su lado y con la mano libre, tomó parte de su vestido para que no se ensuciara con la tierra húmeda. Miró de soslayo al Sr. Beaudelaire, era bastante más alto que ella, aunque siempre pensó que no era necesario tener una gran estatura para sobrepasarla, puesto que era muy baja y menuda. Evitó rozar su brazo con el de él, su aprensión al contacto físico con el sexo opuesto, no dejaba de existir, por más que estuviera en un lugar público. En momentos como esos, tomaba consciente de lo mucho que su triste y aberrante pasado la había marcado.

—Señor Beaudelaire, qué agradable sorpresa encontrarlo por aquí. Ha sido muy amable de su parte venir a la ceremonia de mi difunto esposo —le habló en un tono pausado, amable, pero meramente formal.

No habían sido muchas las ocasiones en que había cruzado palabras con él. En realidad, sólo una, la vez que se lo presentaron, hacía muy poco tiempo. Había recibido una carta de la hermana de Lord Turner y otra de su abuela, solicitándole un lugar para él, como había tenido asuntos muy importantes que tratar, había olvidado responderles, pero el destino parecía empecinado en que él trabajara para ella, y uno de los abogados de su marido, había llegado un día con el petitorio de integrarlo como secretario. Aseguró que era una persona de confianza, y a pesar de que Bárbara era desconfiada por naturaleza, aceptó, recordando las solicitudes de las mujeres. Su trabajo, había notado, era de lo más organizado, llevaba el papelerío con mucho orden, algo que era esencial para que las cuentas estuvieran claras. Además, había redactado unos contratos, que habían estado muy bien. Estaba satisfecha con haberlo tomado como empleado, aunque sabía que estaba siendo un poco explotado, ya que era el único que se encargaba de esos roles.

El joven era extremadamente amable. Irradiaba una calidez que la sorprendía. Acostumbrada a tratar con hombres fríos y calculadores, el encontrarse en presencia de una persona como Monsieur Beaudelaire la tranquilizaba y liberaba de sus tensiones. Hasta el timbre de su voz se le hizo agradable, que le hablara con respeto aún más. No había equivocado el camino al contratarlo, se felicitaba por su intuición. Recordaba que las pocas veces que se detuvo a observarlo, había sido cuando se encontraba en la biblioteca de la residencia Turner, sumergido en papeles y libros, tomando notas, era sigiloso y discreto, por lo menos en su trabajo, que era lo que verdaderamente le interesaba. Era una tranquilidad contar con alguien como él, los abogados de su difunto esposo, a pesar de se habían acostumbrado a ella, todavía la miraban de soslayo. Pero Bárbara había aprendido a imponerse.

Asintió con una leve sonrisa para demostrar que las disculpas del joven eran aceptadas. Le parecía cómica la situación, a decir verdad; pocas circunstancias le transmitían esa sensación. Ella no estaba dolida por la muerte de su esposo, había estado con él tan sólo unas horas, ni habían llegado a consumar el matrimonio, algo que le parecía perfecto. Algunas damas se empecinaban en decirle que se dejara cortejar por un caballero, que era joven, que no se debía quedar para vestir santos, que debía tener niños; algunas más audaces le aconsejaban que era hora de dejar el luto, que era una niña para llevarlo tanto tiempo. Terminaba escapando a las conversaciones de manera sutil y educada, pero dejando en claro que el tema le incomodaba, así que aquellas que la frecuentaban un poco más –si podía decirse frecuentar a verlas dos o tres veces en un periodo de seis meses- habían comprendido que ella no era como sus hijas o nietas, no era una casamentera, no le interesaba nada de ello.

—A mi me comentaron lo mismo —se permitió bromear. Le pareció realmente extraño que nadie le hubiera comentado que su esposo falleció en el transcurso de la celebración de la unión.

Observó que el caballero tenía una rosa en su mano, y de pronto, tras unas palabras, se encaminó rápidamente hacia el panteón en el que descansaban los restos de Turner. Era un muy buen gesto, sin lugar a dudas. Se quedó observando una piedrecilla que descansaba justo al frente de su zapato, la corrió con lentitud, no fuera a tropezarse. La copiosa lluvia había aumentado su intensidad, de todas formas, el paraguas, por el momento, resistiría. Un trueno le siguió a otro, se avecinaba una tormenta, lo mejor era que su acompañante se apurara, si no quería que terminaran empapados y muertos de frío. Volvió a acomodar la mantilla negra que le cubría la espalda, y con maniobras que sólo las mujeres pueden conseguir, ajustó el broche que la mantenía sujeta en su pecho.

—Merci —dijo Bárbara con una leve sonrisa, mientras le entregaba el paraguas al aspirante a abogado que acababa de regresar, entregándole el objeto —Yo también lo lamento, Monsieur, es usted muy considerado —respondió con amabilidad —¿Caminamos? —preguntó finalmente.

Tomó el faldón con ambas manos para encaminarse. La fachada del lugar era lúgubre, ese sector no tenía los típicos ángeles o santos que pululaban por algunos mausoleos de personas importantes, eran todas estructuras frías y hasta toscas. La del difunto inglés no podía decirse que fuera grotesca, cayó en la cuenta de que era la que mejor se conservaba y la que más suaves lineamientos tenía. Claro que ella mantenía el sitio de reposo de los restos en perfectas condiciones, cada dos días, uno de los empleados de la mansión llevaba flores nuevas, limpiaba algunas hojas secas que hubieran entrado y controlaba que todo estuviera en orden. No había cerrado con llave la reja que protegía la entrada, más tarde iría uno de los domésticos a acomodar los arreglos florales que le habían hecho llegar a la mansión o los que habían dejado los asistentes a la ceremonia.