El filo de la navaja [Libre]

No podía entender cómo podía sentirse tan solo en una ciudad como París, pero así era. Parecía como si la soledad se empeñara en acosarlo, en reclamarlo como suyo; y él seguía tan frágil como un niño, tan fácil de atrapar en las redes invisibles de un dolor que ya había agotado todas sus fuerzas, que no importaba cuánto buscara, el alivio para su corazón huía constantemente. Y aquella noche no era una excepción.

Estaba harto de probar suerte con los viejos remedios que antes le habían funcionado: el vino era como agua y la embriaguez no llegaba, el opio sólo le proporcionaba su sabor acre sin sumirlo en los anhelados sueños, ya nada conseguía agitar sus sentidos o maravillar su fantasía con bastante fuerza como para alejar de su mente la idea de que sólo la muerte conseguiría liberarlo de lo que fuera que quisiera liberarse y había llegado a considerar probar distintos venenos sólo para experimentar sus efectos. Cualquiera hubiera dicho que estaba loco, y tal vez así era precisamente.

Tan sólo unas horas antes había estado paseando sin sentido y al pasar por un puesto callejero, no más inmundo que el resto del barrio, vio entre las baratijas exhibidas una bella daga con empuñadura de lapislázuli a la cual no pudo quitar los ojos de encima. Cuando el vendedor se dio cuenta, se la ofreció por un precio hilarante e irresistible. “Es de plata, monsieur, no podrá encontrar una pieza igual… es una auténtica antigüedad”, le dijo el hombre, pero no era necesario pues había pensado en tomarla desde el primer momento. Sin mayores rodeos pagó lo acordado, la envolvió en su pañuelo y la guardó en su bolsillo. Pensó que si en verdad era plata lo mejor era no arriesgarse, al menos no en un lugar público. Se marchó otra vez sin rumbo fijo, pero como movido por una fuerza más grande que él.

Mientras caminaba se percató de que pasaba justo frente al cementerio y decidió refugiarse en su quietud. La oscuridad de la noche cayó sobre aquel hermoso lugar, dándole justo ese aire lúgubre que tanto gustaba al perpetuamente atormentado Rocamadour, quien se sentó al pie de un gran mausoleo y sacó el precioso objeto para observarlo con calma. Lo colocó sobre el piso frente a él, sin atreverse a tocar la afilada hoja. –Para ser una antigüedad, está muy bien cuidada- dijo en voz alta, sabiendo que nadie podía escucharlo y a continuación dejó que su lado más suicida lo guiara. Tocó levemente el filo de la daga, pero enseguida retiró la mano, como si el metal le hubiera quemado y mejor lo tomó por la exquisita empuñadura. De repente se le ocurrió que no había un instrumento más bello para arrancarse la vida y se hizo un leve corte en la palma de la mano izquierda. La sangre brotó enseguida y el dolor invadió todo su brazo, obligándolo a gemir más fuerte de lo que hubiera querido; pero aun así no soltó el arma… tal vez al final no se acobardara como siempre hacía.

Hacía más de tres meses que la joven Della Rovere no ponía un pie fuera de su palacio. Tras la angustiosa y trágica separación entre ella y el conde Emanuelle, se había entregado casi por completo al alcohol y todas las hierbas y hongos que llegaban al mercado francés desde Oriente. Pasaba días enteros festejando su desdicha entre amigos y algunos familiares, que más que intentar traerla de nuevo al mundo real, la arrastraban aún más profundamente en su miseria. ¿Seguía enamorada de aquel bastardo?... pues, mejor ni pensar en ello. Y por eso necesitaba que todas aquellas sustancias que le proporcionaran una realidad diferente, una donde fuese más feliz.

Aquella noche alguien la había invitado a una fiesta, una de esas orgías en la casa de algún excéntrico adinerado, que quién sabe donde y en que circunstancias había conocido. Estaba decidida a salir de aquel encierro, aunque fuese para perderse entre el humo y los brazos de algún desconocido. Por primera vez en mucho tiempo Renata se miró al espejo y sintió lástima de si misma. Aquellos ojos azules, tubios, lejanos, no eran sus ojos. Instantáneamente se enfureció y golpeó con el puño la pared. No podía dejar que aquel maldito vampiro se llevara su vida tras de si. Rápida como un rayo se acomodó el cabello y escogió un vestido simple pero bonito. No era oportuno llamar la atención después de haber desaparecido tanto tiempo y mucho menos manchar el nombre de su familia con el patético tinte del desamor.

La oscuridad de la noche la engulló como las fauces de una bestia gigante, mientas su coche se dirigía al centro de parís. Sin embargo, mientras miraba las luces amarillas de la ciudad brillando a lo lejos, se dió cuenta de que aquella noche -una más entre las tantas que había vivido- no sería como cualquier otra, y no solo porque por fin se había decidido a enfrentar cara a cara su presente y su futuro sin Emanuelle, sino porque tenía una corazonada, aunque no estaba segura de que se trataba.

Iba abstraída en sus pensamientos, cuando el coche paró bruscamente. Renata miró por la ventana. Un hombre completamente ebrio intentaba llegar al otro lado de la calle. La calle que daba al cementerio de la ciudad. Entonces, como presa de la más irracional intuición, la joven se bajó del coche e hizo un rápido gesto a sus sirvientes para que la dejaran sola. Caminó deprisa hasta la enorme reja del portón principal, y entró. Cientos de lápidas la rodearon de inmediato y el olor a humedad y a muerte la embriagó. ¿Por qué estaba allí?, ¿Sería aquel acto enloquecido el deseo más urgente de su inconciente pidiéndole a gritos que reaccionara?.

Pronto notó una presencia. Un corazón que latía, rápido... sintió la excitación y como una súbita oleada pudo saborear su sangre, su desesperación. Se acercó despacio, casi sin hacer ruido, tan imperceptible como el murmullo apagado del viento entre las ramas más altas de los viejos cipreses.

Para cualquier otro – para una persona “normal”, si se prefiere ese término- el silencio del cementerio hubiera parecido absoluto, pero él no era como cualquiera y a pesar del dolor punzante en la mano, a sus oídos llegó el ruido sutil de unos pasos, de las piernas rozando las telas al desplazarse. Se obligó a guardar silencio pues supo que la presencia se acercaba y se arrastró hacia el lugar más sombrío que encontró, dejando a un lado el precioso objeto, sin embargo sus sentidos no dejaban de recibir las señales del otro visitante nocturno y ahora sabía que se trataba de una mujer, delatada por el suave perfume que emanaba de su cuerpo.

Aunque ese pequeño descubrimiento no significaba nada. Las preguntas comenzaban a llenar su cabeza. ¿Qué hacía una mujer sola en ese tétrico lugar?, por ejemplo. Y la curiosidad no fue motivo suficiente para que se decidiera a abandonar su precario escondite. Esperó un rato cualquier indicio, pero la mujer no parecía tener intenciones de marcharse. “Tal vez sólo ha venido a visitar una tumba”, pensó, por más inverosímil que le pareciera esa posibilidad y siguió esperando hasta que sus piernas comenzaron a entumecerse por permanecer en la misma posición.

Así, cansado de ocultarse sin más motivos que una cautela que contradecía sus poco sólidos impulsos suicidas, Rocamadour se levantó sin olvidarse un segundo del dolor, sin estar muy seguro de cómo debía actuar, si es que acaso la situación requería que hiciera algo.

Entonces la vio de pie entre las lápidas y mausoleos, con un gesto que parecía reflejar grandes tormentos en su corazón y aun así mostrando un aire tan inequívocamente digno independientemente de su aparente indefensión… tan extraña en ese entorno sombrío que la confundió con una aparición espectral. Pero aquella idea no era sino producto de su turbación, pues sus sentidos no lo engañaban, se hallaba frente a un ser de carne y hueso. Ladeó la cabeza sin terminar de salir de su estupefacción (sí, eso era) y la saludó como si no hubiera nada extraño en el hecho de que dos extraños se encontraran en unas circunstancias tan poco comunes, a media noche, en el camposanto. –Bonsoir- dijo conteniendo un nuevo gemido e inclinando la cabeza cortésmente al tiempo que ocultaba su mano sangrante en el bolsillo del pantalón.

Caminó despacio, rodeando a la mujer, cuando de pronto recordó que había dejado la daga en el suelo, descuidadamente, como si no fuera un arma capaz de acabar con su vida; pero no se atrevó a recogerla, por si acaso el encuentro no era ninguna casualidad y se trataba de alguien que lo perseguía por lo que era, limitándose a echar un rápido vistazo a la hoja que resplandecía débilmente entre el fango.

La soledad ya no le hacía trizas el corazón, y había aprendido -desde hacía tiempo- que las penas comenzaban a mitigarse en el silencio. Sin embargo no era la mera búsqueda de un lugar solitario lo que había llevado a la joven condesa a abandonar la seguridad y el calor de su coche aquella noche y adentrarse en los oscuros dominios del cementerio de la ciudad.

¿Qué era, entonces?. Lo pensó durante un instante y comprendió que esa pregunta no podía responderse con palabras, era algo más fuerte que eso, era la conjunción de una multitud de sensaciones y percepciones nuevas y diferentes, algo que comenzaba a tomar forma en su mente, pero que aún no podía describir mediante el lenguaje.

Soplaba una ligera ventisca, levantando las hojas secas de entre las tumbas. Renata sintió un ruido a lo lejos, y se volvió con una rapidez sobrehumana, -algo o alguien- se movía en la oscuridad del follaje. Debajo de su tapado de piel la carne se estremecía -quizá por temor, quizá por el frío-. La mujer se frotó los brazos con las manos, intentando en vano ver quién la acompañaba aquella noche en tan insólita situación. Poco a poco distinguió una figura humana, un hombre alto que salía por detrás de los arbustos y se dirigía en su dirección. ¿Qué haría un caballero escondido en la maleza del cementerio aquella noche?. Renata rió para sus adentros al imaginar que él se preguntaría exactamente lo mismo y se inquietó al darse cuenta de que aquella era una potencial situación de peligro, pero que algo más fuerte que el miedo y la desconfianza la mantenía allí parada, en su encuentro.

El apuesto caballero la rodeó rápidamente, observándola con curiosidad y con sus sentidos en alerta máxima. Tenía un andar y una mirada casi animal. Y aunque parecía bstante turbado y confuso por todo aquello no tardó mucho en romper aquel incómodo y extraño silencio:

-Bonsoir-dijo mientras inclinaba la cabeza. -Buenas noches, extraño-respondió la joven con interés y viéndolo directamente a los ojos. Quería decir algo más, pero el brillo de una hoja metálica perdida entre el fango captó su atención primero. Pronto se sobresaltó y mientras clavaba su mirada en aquel mortífero objeto comprendió -o al menos eso creía ella- la razón por la que el joven se hallaba allí esa noche, y se estremeció al pensar que quizá hubiese sido mejor reprimir aquel impulso desde el primer momento.