The night is dark and full of terrors (Dante Trahern)

El despacho estaba repleto de libros, desde el suelo hasta el techo, a lo largo de tres de las cuatro paredes de la habitación. Había leído todos y cada uno de ellos a lo largo de los siglos, algunos los conocía de memoria; la tranquilidad que encontraba en las páginas añejas, sin embargo, le había abandonado hacía muchos años. Era un naufrago a la deriva, desasosiego y aburrimiento eran sus puertos. El disgusto le carcomía las entrañas, dándole la bienvenida a la serpenteante ira mientras la soledad se burlaba de la resolución a la que su mente llegaba. Despacio, con infinito cansancio, cerró el libro y lo dejó a un lado. Las reliquias en su colección habían intentado ahuyentar la infinita soledad de su existencia pero, evidentemente, habían fallado. Sus orbes, carentes de alma, se posaron sobre el antiguo encuadernado mientras se levantaba con calma. Luchar contra la impaciencia era toda la diversión que le quedaba, la única contra la que podía mantenerse en pie para demostrarse que aún quedaba algo de voluntad en su ser. Esos movimientos perezosos engañaban a sus víctimas, la mayoría solo veía al predador emerger cuando se encontraban frente a la muerte. Era viejo, poderoso, astuto. Nadie podía acercársele sin que lo notara. Había abrazado la inmortalidad cuando ésta se le había presentado. Maldita sea. Ni siquiera había dudado. A sus treinta años había creído que el tiempo iba en su contra, que las juergas y el placer aún tenían mucho por ofrecer. Los estúpidos pensamientos ahora se carcajeaban de las decisiones tomadas. Su alma había estado mancillada incluso entonces. La necesidad, esa dependencia a herirse brutalmente para saborear su propia sangre, solo lo había orillado a buscar la satisfacción de su libido al escuchar la cacofonía de gritos que una víctima era capaz de crear en el delirio. Desafortunadamente, su placer había quedado en el pasado. Los humanos ya no le producían ninguna fascinación y los inmortales como él, cegados por el poder, por la arrogancia, no veían mas allá de lo que otra noche significaba. Un año. Un siglo. Un milenio. Solo tenía que sentarse y esperar… esperar a que la soledad se alimentara también de ellos.

Una fuerte ráfaga abrió la ventana, como si jugase a recordarle que el seguro – roto hacía meses – necesitaba ser reparado. No le importaba. No le molestaba. El idiota que se atreviese a profanar sus dominios no saldría de ahí con vida. Nadie entraba y/o salía sin su consentimiento. Dante cuidaba de sus tesoros, y sus libros, ciertamente, lideraban esa categoría. Un rayo iluminó el firmamento. La furia que Zeus desataba esa noche era equiparable a su aburrimiento. Recordó vagamente que, su primer asesinato, había sido bajo una tormenta en Rumanía. La sangre se había diluido demasiado rápido de su ropa y había descubierto que le molestaba no tener rastro de la lucha que su víctima había presentado. ¿Le molestaría aún? Parecía incapaz de encontrar alguna similitud con el hombre que había sido en el pasado, solo la guerra que Evangeline había declarado le había mantenido anclado. Fatídicamente, la vampiresa había desaparecido hacía trece años sin dejar rastro. ¿La habían aniquilado? No le sorprendería si así hubiese sido, su naturaleza ya le habría hecho ganar muchos enemigos. Se negaba a creer que, simplemente había desistido continuar con su venganza. Una sonrisa despótica curvó su boca. Tenía que admitir que la hembra había respondido a su agresión con bastante ahínco. ¿Encontraría a otra potencial enemiga en las calles parisinas? Antes de que la idea de salir lo venciera, saltó desde la ventana, cayendo sobre un charco de agua. Pronto, la torrencial lluvia le dio la bienvenida. Caminó, contagiado por el frío que se acoplaba al vacío en su interior. El castillo que parecía abandonado y era en realidad, su lugar de descanso, quedó atrás. Anduvo por las calles parisinas. Escuchó cómo algunos humanos se quejaban de tener que quedarse en casa. “Ignorantes.” Gruñó su mente. Se detuvo abruptamente. La lluvia amortiguaba cualquier sonido. Subió al techo de una mansión, por la fachada bien podría permanecer a algún conde. Sería tan sencillo obligar a uno a que le permitiese la entrada. Tentado estuvo a acribillar a una inocente familia, cuando observó, por el rabillo del ojo el callejón tras la mansión. La incredulidad asomó en su rostro. “Parece que disfrutáis del banquete.” Proyectó en su mente, sin revelar su posición desde las sombras, oculto por la torrencial lluvia.