Obligaré a que la bestia te ame también [+18]

Habían pasado tres meses desde que Basile había salido huyendo en la noche de la casa del hombre al que ahora le ataba una relación tan complicada. Tres meses con todos sus días y sus horas eternas, con sus idas y venidas. Tres meses de miedo, angustia y riesgos pero también de cambios que Grushenko no podía asegurar que fueran para peor. Odiaba su nueva condición y al mismo tiempo se maravillaba de ella, de sus capacidades de ahora y de la nueva persona en la que estaba aún mutando. ¿En qué se iba a convertir cuando toda esa vorágine se estabilizara? Le era difícil aventurar algo con precisión, el tiempo era ahora un concepto que se le hacía extraño y que se le antojaba tan pronto largo como demasiado flexible, una espiral, un ente abstracto que se inflamaba y se encogía. Ser un vampiro equivalía en su vertiente más técnica a estar muerto, así que los relojes y lo que marcaban ya no tenían el mismo sentido que antes de su transformación. Era un neófito y eso también contribuía a tenerlo confuso, o al menos eso le había asegurado Giselle, a la que había visto apenas un par de veces pero cuya presencia percibía como tranquilizadora. Era como saber que si te echas a navegar habrá un faro que guiará tus pasos aunque ahora no puedas verlo. Esa luz en la penumbra era al menos lo único fijo que tenía en ese momento, porque ya ni a su casa podía regresar.

Habitaba un lugar abandonado que había encontrado en una de sus correrías y vivía de impulsos, alimentándose cuando tenía hambre y cayendo sobre las muchachas como una bestia enfebrecida cuando una lujuria hasta entonces desconocida hacía acto de presencia nublándole la mente. No recordaba el nombre de una sola de esas mujeres y tampoco mucho de sus cuerpos u olores, solo eran piernas que se abrían y jadeos intensos que terminaban pronto. A las dos primeras las había matado después, con las otras ya se controlaba. Siempre eran humanas y nunca buscaba otra intención que la de aplacar algo que pertenecía a ese lado salvaje suyo, a esa nueva parte animal. Si algo había aprendido Basile en esos tres meses era que no podía domar a la fiera, tenía que aprender a convivir con ella, y si le concedía todo lo que le pedía la bestia le daba a cambio pequeñas treguas. Treguas como esas noches en las que había regresado...

- Ahora se sienta a cenar. - Se dijo para sus adentros.

Sabía de memoria la rutina de Vaël porque lo observaba. De vez en cuando, al sentirse más calmado, se daba el lujo de volver a la civilización que había dejado de lado para caer como un murciélado en las ventanas de aquella casa donde había conocido el amor y el gozo por un breve tiempo. Sin ser descubierto oteaba a través de las cortinas entreabiertas las idas y venidas de la única persona de quien ansiaba sentir un abrazo cálido y un beso tierno. Sabía que estaba cenando en la cocina porque oía la vajilla, e incluso se atrevió a inspirar una bocanada de aire manteniéndose en vilo y esclavo del miedo a sí mismo. Era embriagador pero soportable. Bien. Basile retuvo aquel aroma en sus fosas nasales, tembló por el deseo de beber su sangre y luego se calmó lo suficiente como para intentarlo de nuevo. Haberse alimentado justo antes de salir había sido una buena idea, y nadie iba a echar de menos a aquel mendigo igual a otros de los cientos que tenía París. ¿Estaba orgulloso de lo que hacía? No se podía permitir tener principios ni valores. En su escala de prioridades primero estaba mantener a Vaël a salvo, luego en el segundo escalón su propia integridad, que de momento se basaba solo en mantener cubiertas las necesidades básicas. Ya se preocuparía de recuperar su vida cuando resolviera el problema de sus ansias asesinas.

- Ahora se lava la cara.

Cerró los ojos un instante y tocó el vidrio de la ventana con las yemas de sus dedos desnudos. En el cristal no hubo ningún cambio, nada de la huella que cabría esperar de una mano tibia como la de un humano, pero es que el boticario ya no pertenecía a ese grupo selecto de inconscientes afortunados. Habría suspirado de no ser por su reciente costumbre de no respirar para no provocar accidentes. Sabía que era la hora en que Sunderland se iba a la cama y por eso cambió de ventana, aguardando escondido lo suficiente como para percibir el cambio en su respiración, y entonces entró por la del salón - la que dejaba entreabierta - y se acercó al dormitorio. Nunca pasaba de la puerta y nunca se demoraba más de dos minutos allí: lo contemplaba, le daba a lo que quedaba de su corazón su dosis de esperanza necesaria para aguantar otro tiempo aislado, y luego se marchaba con igual sigilo que el que había empleado para introducirse en la vivienda. "Ya está, vete de aquí". Era la hora. Y sin embargo...

Envalentonado por el triunfo que le suponía ser capaz de respirar cerca de aquel hombre quiso tentar a la suerte y se acercó más. Dio un paso, luego dos, y pronto estaba al borde de la cama admirando la figura dormida con temor reverencial. Si aún hubiera podido impulsar la sangre en sus venas habría tenido palpitaciones nerviosas por la expectación, pero ahora era frío y quieto por fuera. Qué ironía, justo cuando más desatado se sentía en su interior. Los humanos eran mucho más fuertes de voluntad de lo que solían creer, y si no no había más que ver a aquel muchacho al que la vida había tratado de forma tan injusta: primero un amante que lo dejó herido, luego otro que murió en sus brazos y que le había pedido que no lo buscara. ¿Tendría a otro? A Basile no le preocupaba ahora mismo esa posibilidad, solo quería mirarlo de cerca. Ninguna otra persona con quien Vaël se emparejara podría deslizarse en su casa de noche sin ser percibido para verlo de aquella forma, así que Grushenko no les envidiaba. Aquel momento era suyo y su aprendiz le pertenecía, aún sin saberlo, mientras estaba en brazos de Morfeo. El vampiro envidió al dios del sueño y quiso emularlo, y acercándose más al lecho se atrevió a acariciar con las puntas de los dedos la mejilla del durmiente.

De momento Basile no se planteaba introducir sus colmillos en sus prácticas sexuales, si Vaël se lo planteara lo vería completamente imposible, porque ya encontraba demasiado difícil retenerse sin morderlo como para intentar beber su sangre pero solo un poco. Era una locura. Sabía por experiencia propia que si lo hacía, si se alimentaba de él, la bestia ya no encontraría una jaula con barrotes lo bastante fuertes para contenerla. Se volvía un animal y quería beber más, hasta que al inglés no le quedara ni una gota en el cuerpo, y en ocasiones anteriores únicamente la presencia providencial de otra vampiresa había evitado que el boticario hiciera algo que después lamentaría. Más que lamentar, algo con lo que no podría seguir existiendo. El miedo a dañar a su amante seguía haciendo presión en su pecho como una piedra y le generaba mucha ansiedad, pero debía de aprender a vivir con ello, a encontrar el equilibrio perfecto entre el deseo y el autocontrol, entre la dicha y el deber. Nunca podría abandonarse del todo en presencia de Vaël mientras éste siguiera siendo humano, pero confiaba en que lograría incorporar el arte de reprimirse a su personalidad y al final sería algo tan natural para él como respirar. Lo amaba y se esforzaría hasta el límite de sus posibilidades para que así fuera.

Además de su sed de sangre el neófito tenía también otra necesidad que el cuerpo de su ayudante podía saciar mejor que ningún otro. Nada de lo que hacían entre las sábanas podía ser desagradable para él o considerarse una obligación para Basile, que dándole placer al otro encontraba placer él mismo sin ningún esfuerzo. Los suspiros del chico parecían su propio aliento y el pulso acelerado del mortal le devolvía vitalidad al vampiro. Volvió a acostarse a su lado cuando Vaël así lo demandó, poniendo las dos manos en los costados del inglés, a la altura de su cintura, cuando se sentó sobre él. Tratar de controlarse no era fácil en ninguno de los sentidos, pero puestos a dejar libres sus instintos prefería que fuera en el campo carnal al alimenticio. Siendo sinceros nadie podía reprimirse tanto durante tanto tiempo, así que si se iba a permitir licencias era mejor que no fueran demasiado graves.

Rebelándose contra su nuevo papel sumiso dejó al animal que tomara el control por un momento, agarrando a Vaël de las muñecas y aprisionándolo contra el cabecero de la cama para después apretarse contra él. Quería hacerlo suyo a toda costa y no se percató de que estaba haciendo demasiada fuerza y de que seguramente al inglés le dolería su agarre, pero necesitaba tenerlo con urgencia. No podía demorar aquel encuentro demasiado por si terminaba cediendo a sus impulsos, así que volvió a besarlo y luego dirigió una de sus manos entre las piernas de su amante buscando prepararle con dos dedos antes de entrar en él.

Acabó soltando sus muñecas sin darse cuenta de que le había hecho daño, no era por delicadeza, es que necesitaba apoyarse sobre el colchón para moverse. Seguramente de haber habido más luz en la estancia o de haberse encontrado en circunstancias más ociosas Vaël habría podido darse perfecta cuenta de los cambios físicos que se habían operado en Basile, tan sutiles que sin embargo probablemente pasaron desapercibidos entre la penumbra y la excitación. Las pupilas del neófito se habían contraído y sus ojos se veían por tanto más grises que nunca, con un tinte casi sepulcral, acerado y tan frío como su piel. Sus músculos tensados resaltaban más que cuando era humano porque eran más elásticos y fuertes, y sus colmillos - que de forma natural quedaban semiocultos tras su labio superior - se perfilaban ahora con total claridad. Parecían de marfil, como los cuernos de algunos animales, y definitivamente su dueño tranquilizaba en ese momento tan poco como pudiera hacerlo un rinoceronte desbocado.

Su respiración no estaba agitada porque, al igual que los latidos de su corazón, había desaparecido hacía tiempo. Era una ventaja poder contenerla porque cuando una persona se excita segrega feromonas, y lo último que el vampiro necesitaba era oler las de su amante. Ya le parecía demasiado apetecible para su pobre raciocinio, que arrinconado en alguna parte de su mente intentaba resistir como un valiente ante los embistes que le asestaba la furia de la bestia, que quería echarlo abajo. Vaël le pedía que le dejara disfrutarla pero Grushenko sabía que solo podría mostrársela hasta cierto punto, al menos de momento. Tal vez cuando regresara de Londres las cosas fueran distintas y pudiera mostrarse al inglés tal y como era ahora, el nuevo híbrido entre hombre y animal, y aprender a amarlo como tal. De momento tenía que enjaular una de las dos mitades de su ser para que la otra, la más civilizada, pudiera hacerle el amor al moreno sin que éste terminara destrozado.

Al neófito no le estaba permitido, por sus circunstancias, plantearse la duda filosófica de si se dejaba llevar o no: tenía que hacerlo. No podía ser delicado, acariciar a Sunderland, besarle los párpados y susurrarle cosas tiernas. Deslizó las manos con celeridad por los muslos del otro y le separó las rodillas como llevaba queriendo hacer desde que se convirtió, desde que lo visitaba cada noche y lo veía dormir. Disfrutó unos segundos de la visión del sexo erecto de su aprendiz y de la región entre sus nalgas, y un instante después dejó que el suyo propio se adueñara del cuerpo del inglés como si de un explorador se tratara, descubriendo un terreno inhóspito en la selva y clavando en el suelo la bandera de su patria. Basile se encontró por primera vez en mucho tiempo donde quería estar, entre las piernas de Vaël, y supo que había hecho bien todo ese tiempo en no sucumbir a los instintos salvajes de su lado vampiro. Se alegró de haberse mantenido fiel dentro de lo posible, pues si era verdad que solía tomar por sorpresa a las muchachas que se encontraba por las noches, también era cierto que en todos y cada uno de esos encuentros no había pensado más que en el hombre que ahora tenía delante. Sin entretenerse en preliminares aumentó el ritmo de sus caderas, que en cada golpe se estrellaban como el mar embravecido contra las rocas de un acantilado, que era la pelvis de Sunderland. Comenzó a gruñir complacido con el placer que recibía y apoyó los codos sobre las sábanas, quedando así piel con piel contra su amante. El calor que irradiaba Vaël le daba nuevas energías, era lo más parecido que tendría a partir de ahora a ser bañado por un rayo de sol.

Pareciera que tendría que ser justo al revés, pero cuanto más se descontrolaba la situación mejor se sentía Basile. Le resultaba más fácil contener sus ansias de beber su sangre si estaba satisfaciendo otra de sus necesidades acuciantes de animal. ¿Quién lo iba a decir? El cuerpo de Vaël entrañaba parte de la solución a todos sus problemas. Podría dejar de maltratar a las pobres muchachas extraviadas si se proponía ir a visitar a su amante más a menudo. Tal vez había estado evitándolo en vano. Pero ahora justamente iba a marcharse... No, no quería pensar en eso mientras lo abrazaba tan estrechamente después de tanto tiempo de ausencia. Sus pieles estaban juntas otra vez y el vampiro - como un músico experimentado - disfrutaba de arrancarle al inglés esos gemidos que sonaban como música en sus oídos. Era como su instrumento, y le llevaría varios encuentros volverlo a afinar a su gusto, pero la esperanza le hizo creer que lo conseguiría. Lo amaba, se amaban, eso tenía que bastar.

Su excitación fue in crescendo hasta llegar al final, justo al mismo tiempo que Vaël terminaba, y después le acometió una paz que jamás creyó que volvería a experimentar una vez transformado. Miró al joven a la cara y buscó un reconocimiento en la mirada que consiguió encontrar sin ningún esfuerzo. Allí, reflejado en sus ojos, seguía siendo Basile. La emoción lo embargó y le besó dulcemente la punta de la nariz.

- Te amo. - Le recordó. - Dime que lo sabes.

Era importante para él, sobre todo ahora que partía de viaje. No sabía cuánto tiempo pasaría fuera, ni siquiera estaba seguro de que regresaría, pero el neófito llevaría siempre su imagen, su olor y su tacto grabados en el corazón. En el mismo momento que comprendió eso pudo dejarlo marchar con mayor facilidad. Se separó de encima de él y se acostó a su lado en la cama, en silencio, acogido por la oscuridad de la habitación como un manto espeso.

- Tengo que irme ahora. - Le anunció.

Los dos sabían por qué, y sabían que no había alternativa. Si se quedaba a su lado más tiempo le volvería la sed, y estaba cansado como para hacerle frente en esas circunstancias. Se puso sobre un costado y acarició el cabello negro de su ayudante con ternura. Dejó después sobre sus labios un beso largo y se levantó sin querer demorarlo. Si lo miraba una vez más no tendría valor para dejarlo ir, ¿y quién era él para impedirle nada? No podía retenerlo a su lado, no sería justo, sobre todo sabiendo que en realidad no era lo mejor para él. Cuando un tiempo después volvió a salir por la ventana y se alejó sobre los tejados de París, cuidando de que nadie le viera, supo que iba a necesitar mucho a Giselle en lo sucesivo, y también a la pequeña Paulette. La niña le había dicho una vez que los vampiros no tenían lágrimas, pero ahora Basile sabía que no era verdad.