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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

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Mensaje por Lucca Battista Ferrandi Dom Ene 20, 2013 2:51 pm


Abiccì: El comienzo
Lucca Battista Ferrandi & Anuar Dutuescu

Trece minutos para las diez. Esa era la hora que marcaba el reloj del Palacio de la Ciudad, a un lateral del Sena. Las calles no estaban completamente llenas, pero la afluencia de transeúntes había aumentado sin cesar desde el amanecer en esa jornada de verano. Pese a no presentarse un clima adverso, el sol ya había comenzado a reclamar su protagonismo, incidiendo con fuerza sobre París, y la gente evitaba la exposición directa, refugiándose en unas sombras que mermaban a ritmo paulatino. Sin embargo, una decena de hombres y dos mujeres rompían la norma, permaneciendo de manera curiosa en el mismo lugar durante demasiado tiempo como para tratarse de una casualidad. Tres desde antes de que la noche se despejara y los demás se habían ido uniendo con posterioridad. Evitaban intercambiar palabras entre ellos por mero disimulo, bastándose con serias miradas de complicidad para sobrellevar la espera.

Si alguien indagara sobre ellos, descubriría que cada uno tenía un motivo para encontrarse allí y que todos ellos convergían en una sola razón. La principal característica que compartían era su procedencia, Córcega, esa montañosa isla enclavada entre la costa provenzal y la toscana, un territorio agreste y no muy desarrollado, pero que siempre había conservado una particularidad que les había llevado a la independencia décadas atrás. Un territorio que, sin embargo, había sido anexionado por una Francia con propios intereses, logrando el apoyo de algunos dirigentes, pero sin erradicar el sentimiento nacionalista de la población. Y un territorio en el que muchos seguían luchando, en especial en el interior, pero donde otros habían visto que la guerra de guerrillas no era suficiente y que era necesario dar un paso más. Esa era la segunda peculiaridad que los unía. Todos formaban parte de los llamados standitus, exiliados en corso, personas de a pie que habían decidido emigrar al continente para progresar en el conflicto. Y ellos se encontraban donde más daño podían hacer: la capital. Su misión no era limitarse a llamar la atención y tampoco todos compartían la sed de venganza que era imperante en algunos, pero sí buscaban causar miedo, pánico en la población para que sus demandas fueran satisfechas. Al fin y al cabo, ¿qué pedían sino lo que era justo? Libertad y autonomía para un pueblo explotado desde hacía demasiado tiempo. Si con buenas palabras no había cesión, no había otro método que el juego sucio.

Uno de ellos, el penúltimo en llegar, era Lucca Battista Ferrandi, un hombre que no alcanzaba la treintena de edad, de estatura media, pero de un atractivo difícilmente evitable. Oriundo de Bastia, había vivido casi toda su vida en Corte, en el centro de Córcega, y procedía de una familia de comerciantes arruinada por las políticas francesas y que entonces había pasado a dedicarse a las labores de campo. Tras apoyar en armas a los antimonárquicos en los conflictos revolucionarios que sacudieron todo el país, había pasado a mirar con casi el mismo desprecio al nuevo régimen instaurado, curiosamente dirigido por una cónsul nacida en su propia isla. Por ello había viajado meses atrás a París con fin de unirse a la preparación de la primera acción de los rebeldes, dejando atrás a sus padres y hermanos para establecerse en terreno enemigo. Los motivos personales pesaban, pero el sentimentalismo y el deber patrio eran las principales motivaciones.

El día que habían esperado era ese. Las semanas escogiendo el lugar, estudiándolo y preparando el plan de ejecución tenían una única oportunidad de ser fructíferas, un momento para el que quedaban escasos momentos. Tras descartar otros blancos, se habían decantado por ese emplazamiento: el monumento del Pont au Change. Quizás no fuera, simbólicamente, lo más adecuado para representar su desprecio al gobierno galo, pues originalmente había sido erigido para homenajear a Luis XIII y a su esposa, pero estaba lo suficientemente cerca del corazón de París como para no pasar desapercibido. Antes del alba, varios compañeros habían depositado en la estructura varios sacos que contenía una mezcla compuesta por varios elementos, entre ellos pólvora negra y el recién descubierto fulminato de mercurio, con el cual les había costado hacerse; unidos todos ellos con mechas, sólo necesitaban una chispa para cumplir su objetivo.

Cuatro minutos. Lucca atravesó el puente invadido por el nerviosismo mudo, esa tensión contenida que sólo aguantaba en silencio para desatarse en el instante oportuno. Miró por última vez a sus compatriotas, uno a uno, comprobando que todo el plan siguiera como lo habían marcado, como si así pudiera adivinar un desenlace favorable. Y, entonces, alguien dio la señal.

De pronto, un sordo sonido inundó el espacio, haciendo que todos los corazones presentes se encogieran en los pechos de sus propietarios sólo para que estos girasen la vista al lugar de la explosión. Una lluvia de piedra y polvo surgió de allí, expandiéndose y sólo presentándose como el preludio de lo que iba a suceder, pues la construcción comenzó a ceder lentamente. El corso estaba conmovido, embriagado por el sabor de la pequeña victoria, pero también por la impresión sublime de aquella destrucción. Se encontró inmóvil por unos instantes, sin ser capaz de moverse, hasta que alguien le empujó. Miró a su derredor y pudo percatarse de varios cuerpos, muertos o inconscientes, en el suelo, seguramente fruto de los proyectiles procedentes de las detonaciones. También comprobó que varios escuadrones de guardias nacionales se estaban acercando al lugar, bloqueando las salidas, tanto hacia el río, como hacia el norte. Sabía que no debía ser visto para evitar que le relacionaran, por lo que rápidamente buscó un lugar donde ocultarse. Dando cuenta de su agilidad, pasó corriendo al lado de la vacilante estructura para abrir una puerta y esconderse tras de ella. Fue lo último que pudo hacer. A continuación, el monumento cayó y bloqueó la entrada a aquel edificio.




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Mensaje por Anuar Dutuescu Mar Feb 19, 2013 7:54 pm

Avanzaba sobre el puente con una pieza de pan entre los dedos, degustaba el sabor del mascabado permitiéndole a los gránulos de azúcar deshacerse sobre su lengua. Engullía trozos de aquel manjar mientras las personas a su alrededor avanzaban con rapidez de aquí a allá, sin detenerse en aquellos placeres imperceptibles para los demás. El motivo de su estadía en aquel instante, en aquel lugar, involucraba tantos acontecimientos que no podía ser cuestión del destino que fuese así, decisiones. Decisiones y no azares era lo que movía a las personas durante su trayecto por la vida, la idea de la existencia de seres superiores que dominaban el actuar humano como un titiritero a un muñeco había quedado obsoleta siglos atrás suplida por pensamientos y teorías que parecían agradar más a la actual población. En algunos años seguramente algún otro hombre decidiría iluminar al mundo con su definición, como si en realidad necesitasen todos desprender alguna invisible venda de sus ojos.

Inspiro profundamente deteniéndose cuando el paisaje le resulto encantador, tranquilizador, como aquella paz interna que solía desistir a acudir a él durante las noches en vela que solía pasar, alumbrando tumbas ajenas sin mayor afán que el de conseguir algunos francos para subsistir. Se relamió los azucarados dedos mientras las voces de una melosa pareja que se encontraba a un lado de el llegaban con claridad a sus oídos, el rumano no se consideraba a sí mismo un hombre que pecase de indiscreto y si bien la curiosidad lo orillaba en incontables ocasiones a meter las narices donde no le llamaban aquel no era el caso. La voz acalorada del hombre podría ser audible a varios metros de distancia de aquel lugar, arruinaba su tranquilidad. Decidió, alejarse algunos pasos del centro del puente, seguir caminando hasta el extremo contrario para poder terminar la pieza de una buena vez.

Ni los hombres, ni los sacos, ni el silencio común pudieron haberle hecho pensar que algo andaba mal ni siquiera sospechar lo que estaba a punto de tener lugar. Fue el grito desgarrador de una mujer acompañado, o quizás anterior, a la detonación lo que turbo su tranquilidad. Giro el rostro con rapidez solo para encontrarse con una ventisca de escombros y polvo que lo cegó, las sombras devoraban al sol, los gritos desgarraban sus tímpanos acompañados de un zumbido que lo desestabilizo. Se arrastro entre la obscuridad, palpando con sus manos los restos de edificios y personas que se encontraban como empedrado en el lugar. Escuchaba el desquicio de las personas queriendo huir del lugar, sentía sus cuerpos pasando a un lado de él, el calor que de a poco se extinguía. Y debió haber estado lejos del punto de explosión, lo suficiente para no morir al momento.

Se levanto con los rojizos y opacos cabellos cubiertos de polvo, la piel antes perlada poseía un tapiz gris que de a poco se teñía de carmín en las zonas próximas a su cuello. Una herida, causada por el golpe de alguna piedra que había causado un corte superficial sobre su piel. Avanzó con el piso inestable debido a la explosión o a su desorientación, se dejo llevar junto con la marejada de personas que ansiaban dejar atrás los cuerpos ensangrentados y bajo ellos se formo un espejo de sangre, los observaba a la lejanía y le pareció reconocer entre los cuerpos a la pareja que antes había escuchado discutir. Apilados ahora uno sobre el otro, con su clavícula incrustada en alguna parte de su esternón. Su humanidad respondió a la escena contrario a lo que hubiese creído, vomito el pan en compañía de jugos gástricos y nada más.

Podría haber permanecido lamentando las muertes de los extraños, podría haberse detenido a limpiar sus heridas, a detener su propia sangre más sus piernas se negaban a detener su andar y el estruendo tras de sí le impedía llevar otra dirección que no fuese el camino para alejarse, como todos los demás. Más la gente se aglomeraba en varios puntos impidiendo que pudiese pasar, se empujaban unos a otros sujetando a sus seres queridos para sacarlos del desastre. Una puerta lejana se le antojo como su salvación, una decisión irracional que opto por tomar mucho antes de siquiera concebirla. Abrió la puerta entrando sin saber a dónde, avanzando a tientas cegado por el temor. Un terror que no había llegado a experimentar con anterioridad.

El sudor había comenzado a correr el polvo de su rostro, dejando finos senderos que dejaban entrever el color de su piel y no supo con claridad el tiempo en que la puerta continuo cerrada o el momento exacto en que se abrió dejando colarse, por escasos segundos, los últimos rayos de sol que se extinguieron como engullidos por la obscuridad. Y el monumento se colapso con una última sacudida que le produjo arcadas contenidas, viro el rostro vislumbrando una figura ajena, una persona que había decidido buscar refugio en aquel lugar -¿Estás bien?- y aunque sus manos temblaban su voz emergió con claridad, sin atisbo alguno del temor que se anidaba en su interior.


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Mensaje por Lucca Battista Ferrandi Miér Feb 20, 2013 7:13 am

Oscuridad. Eso fue lo primero que sintió Lucca una vez pudo superar la conmoción y recuperar la racionalidad que aquel momento de pánico que le había lanzado a encerrarse en aquel lugar le había robado. Eso y las magulladuras que ahora comenzaban a escocerle. Había tenido suerte, pues éstas no eran más que superficiales, rasguños de los fragmentos de piedra que habían rasgado el aire bien en la propia explosión o a consecuencia de la caída del monumento. Y por aquella fortuna, precisamente, decidió no darlas importancia.

Según sus ojos se adaptaban a los bajos niveles de luz, provenientes de una pequeña ventana en la pared contraria, intentó mirar la entrada por donde había entrado y que, ahora, no se presentaba como una salida. Maldijo en un susurro en corso sólo para, entonces, llegar a él una voz ajena, no del exterior, sino de la misma sala en la que se encontraba. Dirigió la mirada a él, pues el timbre le había delatado como varón, y, a causa de la sorpresa que le supuso encontrarse en compañía, tardó varios segundos en contestar.

- Sí, sí. – indicó entre la respiración agitada que era imposible no presentar - ¿Tú? – su francés era fluido, pero su acento podría llegar a delatarle en algún momento. Por suerte para él, podría alegar ser italiano, pues su lengua materna se asemejaba a la lengua de éstos y no a la propia de esa malnacida y tirana Francia.

Sus pupilas debieron haberse adaptado a la penumbra, pues ya distinguía mejor las formas, así como, levemente, las figuras del muchacho, por mucho que aún no fuese capaz de dar una descripción exacta de él. En cambio sí pudo descubrir, en medio de los escombros que habían irrumpido por lo que debía de haber sido el ventanal delantero del establecimiento, una mano que sobresalía, sucia y ensangrentada, en medio de las rocas. Suspiró sin apartar la mirada de ella, siendo consciente de cuánta muerte se había provocado en aquella jornada y siendo invadido por una culpa incipiente que terminó por desechar. ¿No tenía ya conocimiento de que iban a morir inocentes? Aunque, a su parecer, y el del resto de compañeros, ninguno de aquellos quedaba exento de culpa. Eran franceses y, por lo tanto, el enemigo. Su causa estaba encima de sus propias vidas, por lo que la de aquellos que permitían la esclavitud de su nación debía importarles aún menos. Evitó, por lo tanto, centrarse en aquel cuerpo.

- Deberíamos buscar una salida; tardarán horas en despejar la fachada. – indicó él, si es que pretendían hacer aquella labor en aquel día. Pero, la realidad era que quería evitar ser encontrado y relacionado con aquel suceso. Los standitus no tardarían en reclamar el atentado y, si se descubría su procedencia, se convertiría innegablemente en un claro sospechoso y eso era algo que debía evitar a toda costa.

Las escaleras de subida al piso superior se encontraban en la misma zona que ahora evitaba mirar, se encontraban porque en ese instante eran poco más que un recuerdo del aspecto que debían presentar, siendo ahora prácticamente intransitables. Tendrían que encontrar otra forma de huir.




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Mensaje por Anuar Dutuescu Sáb Mar 02, 2013 5:40 pm

¿El? Su mano viajo temerosa a su cuello con la promesa de encontrar alguna herida abierta que vertía desde sus adentros la sangre escarlata que calentaba su hombro, una sensación viscosa que no le alentó –También estoy bien- contestó sin mayor amago que el de volcar su atención en algo más importante que una superficial herida que ardía por la suciedad. Buscar una salida parecía en aquellos instantes primordial, tan esencial como antes lo había sido buscar refugio de los pedazos del monumento que caían a mendrugos como lluvia sobre las cabezas de los desafortunados transeúntes del lugar, se sintió de pronto abrumado por lo que sucedía a su alrededor.

Desorientado, avanzo algunos pasos hasta quedar lo suficientemente cerca del diminuto agujero como para inspirar el aire saturado del exterior, la fresca brisa parisina fue suplida por una nubarrón de polvo que se mantenía en constante movimiento -¿Qué demonios ocurrió?- el cuestionamiento emergió con lentitud, como un intento de mantener su mente ocupada, necesitaba saber que seguía en pie. Su melosa mirada cayó en cuenta de la mano que pedía un auxilio silencioso, uno que al parecer no importaba más. Contuvo las arcadas en su estomago sin ser capaz de apartar la mirada, esperaba, que aquellos polvorientos dedos se llegasen a mover y entonces sabría que hacer, ahora, todo parecía demasiado confuso.

Se meso los cabellos una y otra vez, intentando encontrar entre la los escombros y obscuridad alguna dirección factible para andar. Una salida que quizás se escapaba de su mirada por la rapidez con que estaba avanzaba de aquí a allá ¿Qué había sido el detonador del atentado? Un conflicto militar, social o de la iglesia ¿Tendría algo que ver con los revueltos que Bonaparte producía aquí y allá enervando a la población? ¿O era la iglesia la que tenía algo que ver? Las posibilidades se dispararon en direcciones tan contrarias que pronto no tuvo otra opción que dejar de pensar en tales cuestionamientos a los que, de momento, no había manera de darles una solución.

Se inclino sobre la pila de escombros para buscar entre los restos un pulso débil que le incitara a escarbar para encontrar entre la nada y el olvido la vida de alguna persona. Alguien aparte de ellos que pudiese decir con seguridad había salido con vida de aquello. La búsqueda trajo consigo una respuesta, una desalentadora falta de todo, la piel fría como el marfil demostraba con hechos y no suposiciones que aquella desdichada o desdichado no estaba solo muerto sino que su sangre se esparcía bajo aquellas piedras grises sin vida ni color como ahora tantos cuerpos más y la pregunta que evadía seguía en el aire, pesada, oprimiendo.

-¿Estaba solo cuando ocurrió?- recordó a la joven pareja, que fatídico era que ambos hubiesen muerto pero más aun que desgracia hubiese sido que solo uno lograse sobrevivir. Se pregunto si aquel hombre había perdido a alguien ahí afuera.


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