AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
Espacios libres: 11/40
Afiliaciones élite: ABIERTAS
Última limpieza: 1/04/24
En Victorian Vampires valoramos la creatividad, es por eso que pedimos respeto por el trabajo ajeno. Todas las imágenes, códigos y textos que pueden apreciarse en el foro han sido exclusivamente editados y creados para utilizarse únicamente en el mismo. Si se llegase a sorprender a una persona, foro, o sitio web, haciendo uso del contenido total o parcial, y sobre todo, sin el permiso de la administración de este foro, nos veremos obligados a reportarlo a las autoridades correspondientes, entre ellas Foro Activo, para que tome cartas en el asunto e impedir el robo de ideas originales, ya que creemos que es una falta de respeto el hacer uso de material ajeno sin haber tenido una previa autorización para ello. Por favor, no plagies, no robes diseños o códigos originales, respeta a los demás.
Así mismo, también exigimos respeto por las creaciones de todos nuestros usuarios, ya sean gráficos, códigos o textos. No robes ideas que les pertenecen a otros, se original. En este foro castigamos el plagio con el baneo definitivo.
Todas las imágenes utilizadas pertenecen a sus respectivos autores y han sido utilizadas y editadas sin fines de lucro. Agradecimientos especiales a: rainris, sambriggs, laesmeralda, viona, evenderthlies, eveferther, sweedies, silent order, lady morgana, iberian Black arts, dezzan, black dante, valentinakallias, admiralj, joelht74, dg2001, saraqrel, gin7ginb, anettfrozen, zemotion, lithiumpicnic, iscarlet, hellwoman, wagner, mjranum-stock, liam-stock, stardust Paramount Pictures, y muy especialmente a Source Code por sus códigos facilitados.
Victorian Vampires by Nigel Quartermane is licensed under a
Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 3.0 Unported License.
Creado a partir de la obra en https://victorianvampires.foroes.org
Últimos temas
El azar no existe; Dios no juega a los dados. | Privado.
Página 1 de 1.
El azar no existe; Dios no juega a los dados. | Privado.
“No creo que Dios quiera exactamente que seamos felices, quiere que seamos capaces de amar y de ser amados, quiere que maduremos, y yo sugiero que precisamente porque Dios nos ama nos concedió el don de sufrir; o por decirlo de otro modo: el dolor es el megáfono que Dios utiliza para despertar a un mundo de sordos; porque somos como bloques de piedra, a partir de los cuales el escultor poco a poco va formando la figura de un hombre, los golpes de su cincel que tanto daño nos hacen también nos hacen más perfectos.”
— Clive Staples Lewis.
— Clive Staples Lewis.
Detrás de aquella pared, ahí donde pocas velas quedaban encendidas y donde muchas otras seguían derritiéndose como muestra latente de que el tiempo avanza, está la oficina de quien por ese día se ha convertido en el encargado de su nueva misión. Desde en el momento en que Albert leyó el mensaje por primera vez un nudo se asentó en su estómago sin dejarlo ni siquiera tomar sus comidas con la tranquilidad con que suele hacerlo. No es el hecho de que sea un sacerdote lo que lo tiene preocupado, sino mas bien el saber que si fue llamado directamente a la iglesia para escuchar las instrucciones es porque está haciendo algo mal o por el contrario, aquella será la ocasión para felicitarlo por su trabajo. Y francamente, esa última opción es la que desea con mayores fuerzas. Pero, tal como ha venido haciendo desde que recuerda, esos deseos seguirán ocultos guardando la emoción para sus momentos a solas donde pueda volver a evaluar sus acciones y el modo para mejorarlas, porque de lo que sí está seguro, es de su propia mediocridad y del hecho de que con la ayuda de Dios, podrá dejarla atrás en algún momento, aún cuando esto no fuera a ocurrir pronto.
La decisión de dejar en casa el bastón responde a un sentimiento de soberbia del que no está muy orgulloso. Si bien la rodilla ha estado molestándole más que de costumbre y ahora, luego de la extensa caminata desde donde lo dejó el carruaje hasta la cúpula central de la iglesia, siente que la pierna podría partírsele en dos en cualquier momento, prefiere evitar demostrar de algún modo esa debilidad que le recuerda a cada instante que si bien su trabajo es el que desea, no es aquel que eligió desde su infancia. La hora acordada con el sacerdote no llegará hasta dentro de treinta minutos, pero su prisa se condice a la distancia que ha mantenido con ese lugar en los últimos meses. Ir a misa diariamente no es posible cuando tienes una hija que criar y demasiadas tareas que sólo pueden ser realizadas mientras el resto de quienes habitan su casa duermen. La misma noche anterior estuvo desarrollando un dispositivo que permitiera que la plata se mantenga líquida más tiempo y de ese modo pueda causar más daño a los licántropos. A su punto de vista, lo que él hace es un favor para ellos y por lo mismo es que le cuesta bastante comprender que ellos no se entreguen libremente a las manos de su institución.
— Dales señor el don del entendimiento, dame la sabiduría para comprender de mejor modo tus señales… dame Dios mío, hombros fuertes para soportar el peso de las cargas que pones sobre mí… dame… — pero su plegaria, que se sentía como un murmullo apenas perceptible, es interrumpida por un ruido del que desconoce la procedencia. Albert está de rodillas frente al altar mayor, a esa hora de la noche la iglesia se encuentra vacía y por lo que sus ojos entregaron antes de ese modo se había mantenido durante toda su estancia ahí. ¿Y desde cuándo puede confiar en sus sentidos? Sólo lo hizo una vez y los resultados se demuestran una vez más cuando intenta ponerse de pie y la punzada de dolor no le permite hacerlo tan rápido como pretende. A punto de cumplir 30 años, se siente muchas veces como un anciano atrapado en un cuerpo menor y otras veces con la energía de un adolescente al que le permiten jugar sin tener restricciones. Necesita tiempo, un par de minutos para recuperarse y emprender una caminata hasta donde cree está la fuente de que su paz fuera interrumpida. Se mueve con una lentitud que le ayuda a ir creando escenarios posibles y mientras más se aleja de la cúpula, menor es la luz y menor su conocimiento de lo que las sombras puedan esconder.
Cuando el aire le abandona los pulmones y sus ojos se abren al nivel de convertirse en dos esferas gigantes, desprovistas de otras emociones distintas a la sorpresa, en aquel momento es cuando sus labios se transforman en una línea fina apenas perceptible, una que se cierra como las fauces de un animal sobre su presa y no le permite expulsar palabra alguna. Su mano libre se cierra en un puño, las venas de su cuello palpitan en un ritmo superior y se ensanchan haciéndose más notorias. El corazón comienza a correr aún cuando nadie lo persigue y el nudo, que hasta entonces se mantenía situado en sus entrañas, se desata con la adrenalina de tener al frente a la imagen misma de la motivación de su vida. ¿Cómo puede estar seguro si todo lo que vio fue una silueta moverse? Su instinto no falla, la piel le indica todo lo que el resto de si mismo no es capaz de captar y en ese momento sabe que sin tener la información completa, aquel ser lo está mirando y probablemente burlándose de él. Albert entonces prefiere creer que si tuvo un vislumbre del sobrenatural es por sus años de entrenamiento y no porque aquel otro deseara mostrarse para molestarlo. — Usted… usted no debería estar acá… — otro error, la voz pierde seguridad, se escucha como un ermitaño que pronuncia por primera vez una frase luego de estar en silencio mucho tiempo. Si creyó antes que podía ser intimidatorio ahora no le queda más que confiar en que este no es mas que otro de los golpes bien dados del cincel de Dios.
La decisión de dejar en casa el bastón responde a un sentimiento de soberbia del que no está muy orgulloso. Si bien la rodilla ha estado molestándole más que de costumbre y ahora, luego de la extensa caminata desde donde lo dejó el carruaje hasta la cúpula central de la iglesia, siente que la pierna podría partírsele en dos en cualquier momento, prefiere evitar demostrar de algún modo esa debilidad que le recuerda a cada instante que si bien su trabajo es el que desea, no es aquel que eligió desde su infancia. La hora acordada con el sacerdote no llegará hasta dentro de treinta minutos, pero su prisa se condice a la distancia que ha mantenido con ese lugar en los últimos meses. Ir a misa diariamente no es posible cuando tienes una hija que criar y demasiadas tareas que sólo pueden ser realizadas mientras el resto de quienes habitan su casa duermen. La misma noche anterior estuvo desarrollando un dispositivo que permitiera que la plata se mantenga líquida más tiempo y de ese modo pueda causar más daño a los licántropos. A su punto de vista, lo que él hace es un favor para ellos y por lo mismo es que le cuesta bastante comprender que ellos no se entreguen libremente a las manos de su institución.
— Dales señor el don del entendimiento, dame la sabiduría para comprender de mejor modo tus señales… dame Dios mío, hombros fuertes para soportar el peso de las cargas que pones sobre mí… dame… — pero su plegaria, que se sentía como un murmullo apenas perceptible, es interrumpida por un ruido del que desconoce la procedencia. Albert está de rodillas frente al altar mayor, a esa hora de la noche la iglesia se encuentra vacía y por lo que sus ojos entregaron antes de ese modo se había mantenido durante toda su estancia ahí. ¿Y desde cuándo puede confiar en sus sentidos? Sólo lo hizo una vez y los resultados se demuestran una vez más cuando intenta ponerse de pie y la punzada de dolor no le permite hacerlo tan rápido como pretende. A punto de cumplir 30 años, se siente muchas veces como un anciano atrapado en un cuerpo menor y otras veces con la energía de un adolescente al que le permiten jugar sin tener restricciones. Necesita tiempo, un par de minutos para recuperarse y emprender una caminata hasta donde cree está la fuente de que su paz fuera interrumpida. Se mueve con una lentitud que le ayuda a ir creando escenarios posibles y mientras más se aleja de la cúpula, menor es la luz y menor su conocimiento de lo que las sombras puedan esconder.
Cuando el aire le abandona los pulmones y sus ojos se abren al nivel de convertirse en dos esferas gigantes, desprovistas de otras emociones distintas a la sorpresa, en aquel momento es cuando sus labios se transforman en una línea fina apenas perceptible, una que se cierra como las fauces de un animal sobre su presa y no le permite expulsar palabra alguna. Su mano libre se cierra en un puño, las venas de su cuello palpitan en un ritmo superior y se ensanchan haciéndose más notorias. El corazón comienza a correr aún cuando nadie lo persigue y el nudo, que hasta entonces se mantenía situado en sus entrañas, se desata con la adrenalina de tener al frente a la imagen misma de la motivación de su vida. ¿Cómo puede estar seguro si todo lo que vio fue una silueta moverse? Su instinto no falla, la piel le indica todo lo que el resto de si mismo no es capaz de captar y en ese momento sabe que sin tener la información completa, aquel ser lo está mirando y probablemente burlándose de él. Albert entonces prefiere creer que si tuvo un vislumbre del sobrenatural es por sus años de entrenamiento y no porque aquel otro deseara mostrarse para molestarlo. — Usted… usted no debería estar acá… — otro error, la voz pierde seguridad, se escucha como un ermitaño que pronuncia por primera vez una frase luego de estar en silencio mucho tiempo. Si creyó antes que podía ser intimidatorio ahora no le queda más que confiar en que este no es mas que otro de los golpes bien dados del cincel de Dios.
Albert Ollivier- Inquisidor Clase Alta
- Mensajes : 39
Fecha de inscripción : 07/11/2012
DATOS DEL PERSONAJE
Poderes/Habilidades:
Datos de interés:
Re: El azar no existe; Dios no juega a los dados. | Privado.
“La religión es el suspiro de la criatura oprimida, la conciencia de un mundo sin corazón, así como ella misma es el espíritu de una situación sin espíritu. Es el opio del pueblo; es decir, algo así como una droga, una evasión de la realidad...”
– Karl Marx
– Karl Marx
Llevaba sin respetar la religión desde que era una esclava britanna en el corazón del Imperio Romano, cuando me había visto obligada a pasar de los dioses en los que siempre había creído, porque así me lo habían enseñado, a un panteón inmenso, con emperadores a los que adoraban como divinidades y deidades descaradamente importadas de otras partes del solar imperial en las que me resultaba imposible creer. Entonces, me había dado cuenta de que cada cual creía en lo que le faltaba en la vida, de que cada uno de los dioses que se adoraban representaba alguna de las características que las personas querían tener o alababan representadas en una imagen irreal, nacida de ellos mismos. Con la llegada de otras religiones, la impresión había sido la misma; se había tomado lo que más interesaba de lo ya existente para, así, formar una amalgama que no fuera lo suficiente rupturista para que a nadie le interesara pero que, al mismo tiempo, ofreciera algo que no tuvieran las demás... A mi modo de ver, toda religión era como un artesano vendiendo sus productos, puesto que lo engalanaba y decoraba para hacerlo atrayente y para alentar la psique de aquel que quisiera comprarlo, que se imaginaba la mercancía de una manera determinada, y por eso no había sido capaz de creer. ¿Qué pruebas se me habían dado para hacerlo? Si es que existía un dios, fuera su aspecto cual fuera, me había abandonado siendo una niña que nunca había herido a nadie, nunca había respondido a mis plegarias y me había hecho desarrollarme sola, sin ayuda alguna, a lo largo de toda una vida en la que finalmente había abrazado su ausencia. Sin una figura divina que guiara mis pasos, sólo me quedaba yo misma para hacerlo, y ¿no era eso lo que había hecho siempre, a fin de cuentas...?
Admitir la ausencia de un dios significaba admitir la total libertad de la que disponían los seres, en la medida que sus capacidades se lo permitieran, de ejercer su libre voluntad, y con esa mentalidad me había regido durante muchísimo tiempo... hasta, al menos, que la Inquisición tuvo que meter sus narices donde no le importaba. Era bien sabido por todo aquel que me conociera que no era amiga del Tribunal del Santo Oficio, ni siquiera veía su función como algo necesario que justificara su existencia, especialmente a partir de que se hubieran lanzado hacía, literalmente, siglos, a mi persecución. Aquello había incendiado la mecha de mi odio hacia todo lo que tuviera que ver con el brazo armado del catolicismo, y con la propia religión también, puesto que me resultaba imposible comprender, por mucho que lo hubiera intentado, qué clase de sistema podía elevarse sobre unas falacias tan descaradas como las que poseía ese dogma en particular, así que los sacerdotes y demás personas que se encargaban de promulgar la supuesta palabra de un dios inexistente solían estar entre los primeros candidatos a la hora de elegir mi cena cada noche. El ritmo con el que los elegía, no obstante, se había visto enormemente reducido desde que me habían nombrado reina de los Países Bajos, ya que mis nuevas ocupaciones sociales habían reducido enormemente mi tiempo, para mi desgracia, así que aquella noche, en la que en principio no tenía nada que hacer, sería la velada en la que continuaría con aquella particular costumbre mía.
Uno de los sacerdotes de la catedral de Notre Dame estaba profundamente vinculado a la institución que yo tanto odiaba, hasta tal punto que tenía la potestad de dirigirse a los inquisidores de varias facciones para comunicarles mensajes, ya fueran de enhorabuena o de crítica por sus actuaciones. Él fue mi elegido para ser el postre, tras la cena de un par de monaguillos que eran quienes me habían dado la información, encandilados por mi apariencia, pues aquella noche iba vestida no solamente como una dama de alta sociedad, sino más bien como una de las diablesas contra cuyas tentaciones han de protegerse los virtuosos. La seda del vestido negro que llevaba era transparente en algunos puntos y sutil en otros, de tal manera que se ejercía un juego de imaginación de las formas que se ocultaban bajo él mucho más sensual que la simple y gratuita venta de carne en un mercado que sería un escote considerable o escasez de materiales. No llevaba joya alguna, puesto que las esmeraldas que se habían tornado mis ojos ya hacían esa función, y mis cabellos, ya más castaños que pelirrojos como antaño habían llegado a serlo, caían en suaves ondas alrededor de mi rostro, poseedor de una vitalidad sólo obtenible tras la ingesta de sangre. De aquella guisa, me trasladé a la hermosa catedral gótica de la ciudad de París, la joya de la corona del gótico inicial, y pese a la hora nocturna me adentré en su seno, traviesa... desafiando a Dios a que bajara y me lo impidiera, aunque sabía que no fuera a hacerlo.
Un error, pese a todo, me aguardaba en el seno del blanco recinto, apenas iluminado por unas velas bien localizadas. El olor de la senectud perteneciente al sacerdote hacía tiempo que se había difuminado, indicando que no estaba en aquel momento en terreno sacro, pero sustituyéndolo había uno mucho más joven y atrayente, que enseguida cambió mis planes de la noche. Sonreí, medio escondida tras una de las gruesas columnas con baquetones de la nave central, y aguardé hasta captar la posición de la que venía su delicioso aroma. Cuando lo hice, comenzó una danza de luces y sombras, una en la que me oculté de su visión pero lo observaba igualmente, una en la que mi risa, jovial y divertida, resonaba con los ecos de la piedra y el espacio interior que esta definía con su curiosa forma, hasta que al final me cansé de la partida que nos había movido a los dos por todo el recinto y opté por ponerle un fin. En un abrir y cerrar de ojos, no literalmente pero casi, me encontré sentada sobre el altar con las piernas cruzadas y uno de mis dedos jugando con la cera de una vela, que recogía para luego, cuando se solidificaba, quebrarla y echarla sobre la llama, que la unía a la cera ya existente y así sucesivamente. Dirigí la mirada, indolentemente, hacia mi acompañante, uno que no creía serlo, y entonces esbocé una sonrisa ladina y pícara que le dediqué exclusivamente.
– ¿Y por qué vos sí, caballero? Yo pensaba que la Casa del Señor estaba siempre abierta para todos... Si no es así, vaya vergüenza de dios, qué comportamiento más sectario y restringido es el suyo, ¿no creéis? – repliqué, un tiempo después, a su afirmación inicial, fruto de una mente con la que, aparentemente, me resultaría divertido jugar...
Admitir la ausencia de un dios significaba admitir la total libertad de la que disponían los seres, en la medida que sus capacidades se lo permitieran, de ejercer su libre voluntad, y con esa mentalidad me había regido durante muchísimo tiempo... hasta, al menos, que la Inquisición tuvo que meter sus narices donde no le importaba. Era bien sabido por todo aquel que me conociera que no era amiga del Tribunal del Santo Oficio, ni siquiera veía su función como algo necesario que justificara su existencia, especialmente a partir de que se hubieran lanzado hacía, literalmente, siglos, a mi persecución. Aquello había incendiado la mecha de mi odio hacia todo lo que tuviera que ver con el brazo armado del catolicismo, y con la propia religión también, puesto que me resultaba imposible comprender, por mucho que lo hubiera intentado, qué clase de sistema podía elevarse sobre unas falacias tan descaradas como las que poseía ese dogma en particular, así que los sacerdotes y demás personas que se encargaban de promulgar la supuesta palabra de un dios inexistente solían estar entre los primeros candidatos a la hora de elegir mi cena cada noche. El ritmo con el que los elegía, no obstante, se había visto enormemente reducido desde que me habían nombrado reina de los Países Bajos, ya que mis nuevas ocupaciones sociales habían reducido enormemente mi tiempo, para mi desgracia, así que aquella noche, en la que en principio no tenía nada que hacer, sería la velada en la que continuaría con aquella particular costumbre mía.
Uno de los sacerdotes de la catedral de Notre Dame estaba profundamente vinculado a la institución que yo tanto odiaba, hasta tal punto que tenía la potestad de dirigirse a los inquisidores de varias facciones para comunicarles mensajes, ya fueran de enhorabuena o de crítica por sus actuaciones. Él fue mi elegido para ser el postre, tras la cena de un par de monaguillos que eran quienes me habían dado la información, encandilados por mi apariencia, pues aquella noche iba vestida no solamente como una dama de alta sociedad, sino más bien como una de las diablesas contra cuyas tentaciones han de protegerse los virtuosos. La seda del vestido negro que llevaba era transparente en algunos puntos y sutil en otros, de tal manera que se ejercía un juego de imaginación de las formas que se ocultaban bajo él mucho más sensual que la simple y gratuita venta de carne en un mercado que sería un escote considerable o escasez de materiales. No llevaba joya alguna, puesto que las esmeraldas que se habían tornado mis ojos ya hacían esa función, y mis cabellos, ya más castaños que pelirrojos como antaño habían llegado a serlo, caían en suaves ondas alrededor de mi rostro, poseedor de una vitalidad sólo obtenible tras la ingesta de sangre. De aquella guisa, me trasladé a la hermosa catedral gótica de la ciudad de París, la joya de la corona del gótico inicial, y pese a la hora nocturna me adentré en su seno, traviesa... desafiando a Dios a que bajara y me lo impidiera, aunque sabía que no fuera a hacerlo.
Un error, pese a todo, me aguardaba en el seno del blanco recinto, apenas iluminado por unas velas bien localizadas. El olor de la senectud perteneciente al sacerdote hacía tiempo que se había difuminado, indicando que no estaba en aquel momento en terreno sacro, pero sustituyéndolo había uno mucho más joven y atrayente, que enseguida cambió mis planes de la noche. Sonreí, medio escondida tras una de las gruesas columnas con baquetones de la nave central, y aguardé hasta captar la posición de la que venía su delicioso aroma. Cuando lo hice, comenzó una danza de luces y sombras, una en la que me oculté de su visión pero lo observaba igualmente, una en la que mi risa, jovial y divertida, resonaba con los ecos de la piedra y el espacio interior que esta definía con su curiosa forma, hasta que al final me cansé de la partida que nos había movido a los dos por todo el recinto y opté por ponerle un fin. En un abrir y cerrar de ojos, no literalmente pero casi, me encontré sentada sobre el altar con las piernas cruzadas y uno de mis dedos jugando con la cera de una vela, que recogía para luego, cuando se solidificaba, quebrarla y echarla sobre la llama, que la unía a la cera ya existente y así sucesivamente. Dirigí la mirada, indolentemente, hacia mi acompañante, uno que no creía serlo, y entonces esbocé una sonrisa ladina y pícara que le dediqué exclusivamente.
– ¿Y por qué vos sí, caballero? Yo pensaba que la Casa del Señor estaba siempre abierta para todos... Si no es así, vaya vergüenza de dios, qué comportamiento más sectario y restringido es el suyo, ¿no creéis? – repliqué, un tiempo después, a su afirmación inicial, fruto de una mente con la que, aparentemente, me resultaría divertido jugar...
Invitado- Invitado
Re: El azar no existe; Dios no juega a los dados. | Privado.
“Dios no manda cosas imposibles, sino que, al mandar lo que manda, te invita a hacer lo que puedas y pedir lo que no puedas y te ayuda para que puedas.” — San Agustín.
¡Qué descaro! ¡Qué falta de respeto! ¡Qué…! ¿Qué es ella? ¿Quién es ella? El corazón de Albert late desbocado, un corazón humano con un pulso creciente y sangre aumenta su temperatura con la rabia que comienza a sentir. Sus palabras eran fuertes, demasiado fuertes para el lugar donde ellos se encontraban, pero eso le ayudó a identificar ahora con total claridad el sitio de donde provenían. Fue así entonces como dirigió su mirada hacia la figura sobre el altar. ¿Cómo podría una criatura como ella lucir tan perfectamente correcta en el sitio donde menos debería estar? Y es que el debería no siempre se condice con el hacer y mucho menos con el pensar con el actuar. Pero la sonrisa nerviosa del pequeño inquisidor no tarda en aparecer, una sonrisa falsa y sobreactuada que intenta dar una impresión de relajo y capacidad. Ya le han dicho antes que no importa si es superado en número, si tiene las manos vacías y su contrincante lleno de armas, nada importa porque el Señor estará siempre de su lado. Después de todo esta lucha es por él ¿no? Pero Albert vuelve a preguntarse en qué momento Dios pidió todo eso y si le molestaría realmente ver a la vampiresa sobre lo que sería la mesa principal de su casa. Es probable que no, es muy posible que Jesús les recordara que creó a todos por igual y que las distinciones no fueron si no hechas por los mismos humanos en su afán de perseguir y diferenciarse los unos con los otros. ¿Dónde queda entonces la teoría de la falta del alma? Justo al frente, reflejada en la imagen de unos dedos pálidos que juegan con la cera de una vela que está destinada a otro propósito.
En su cabeza repite el manual de lo que debería hacer, también las inoportunas palabras que acaban de ser pronunciadas. ¿Por qué justo ahora olvida todo el conocimiento que ha recabado en los años de estudio? Su mente es un lienzo en blanco preparado para el trabajo del artista, esperando para que al fin tome el pincel y comience a crear, lo que sea, pero algo que pueda servirle. — Yo tampoco debería estar aquí… — cuando al fin responde la voz continúa teniendo un tono rasposo y molesto, apenas perceptible para el resto pero totalmente un fastidio para él, — soy un pecador al igual que usted lo es, nos diferencia la voluntad… usted posee la intención de perturbar este sagrado lugar y yo poseo la intención de protegerlo con mi vida… ¿lo entiende usted? — Aquella última pregunta se siente más aguda, parece haber sido formulada por un niño pequeño al que nadie le daría importancia. El camino se hace complejo. — ¿Tiene usted un hogar? ¿Posee algo que pueda ser llamado propio? — no espera respuesta, por el contrario, sólo son preguntas retóricas que le dan el tiempo de acercarse al altar y quizás evitar que note su modo de andar. Pretende mantenerla enfocada en aquel punto y no en su tan evidente discapacidad. — Nuestro Señor también posee un hogar y es este. En él recibe a justos y pecadores, hombres de buen corazón y aquellos que sólo aparentan serlo… no es Jesucristo quien le cierra las puertas a aquellos que olvidan el buen camino, son ellos mismos quienes poseen la llave y eligen usarla para no abrirse a lo que Dios tiene para ellos… —
Ha alcanzado al fin la primera línea de asientos, con la mirada que intenta ser de un asesino se mantiene impasible, totalmente concentrado y dispuesto a pelear la lucha que sea. — Al igual que usted con su morada, Él también tiene permitido decidir quién entra y quien sale de ella, también posee el derecho a disfrutar de sus invitados… Dios nos extiende invitaciones a todos, su comportamiento no es vergonzoso, por el contrario… el mío lo es al desear con todas mis fuerzas que usted se retire de acá… ¿lo hará? ¿O seguirá comportándose como una niña caprichosa que pretende sólo llamar la atención para seguramente satisfacer sus muchas carencias? — Las palabras salen atropellas y no reconoce a quien las ha dicho. Se siente poseído por alguien más que no teme hacer enojar a ese sobrenatural ser que de seguro estará como mínimo cabreado. ¡Cuan ingenuo es Albert! Siempre creyendo que lo peor puede convertirse en mejor y que lo mejor sólo puede volverse supremo.
¿Qué podría motivar a una mujer, que desde esta distancia se ve hermosa y elegante, a convertirse en una despiadada manifestación del demonio? Porque no existen términos medios cuando se trata de perder el alma, ninguno de ellos perdonará el cuello ni de un miembro de su familia si ese día se levantan de mal humor. Así de inestable es la maldad y así lo es seguramente con ella. Cuando Albert la observa se detiene en el modo en que se encuentra ubicada, en intentar captar algún atisbo de lo que sea que la defina como… como persona. Intenta encontrar en ella la respuesta a esa gran pregunta que continúa haciéndose, pero los motivos siempre son distintos y las motivaciones también lo son, pero nada obtiene, es como un ente vacío o muy bien protegido. ¿Cuántas de sus nuevas armas harían efecto en alguien así? El descaro demostrado al elegir el mueble principal del templo para demostrar su punto logra que descarte al menos a la mitad de ellas. Si posee la determinación de realizar semejante acto es porque no actúa a través de la infantil impulsividad de aquellos que pocos años llevan cargando con aquella maldición. El tono claro de sus palabras es también un indicador de que la batalla no será fácil y que está apenas comenzando. La derrota amenaza con apoderarse de sus hombros, el humano en él pide correr antes de que sea demasiado tarde y el frustrado soldado desea que la pelea se desate cuanto antes. Está cansado, tiene dolor en la pierna pero cualquier pequeño movimiento de quien ahora es su contrincante eleva la adrenalina que le corre por las venas y permite que comience a soñar. Un pequeño Albert que sueña con combatir para la causa en la que cree, aún si esto trae consecuencias fatales.
En su cabeza repite el manual de lo que debería hacer, también las inoportunas palabras que acaban de ser pronunciadas. ¿Por qué justo ahora olvida todo el conocimiento que ha recabado en los años de estudio? Su mente es un lienzo en blanco preparado para el trabajo del artista, esperando para que al fin tome el pincel y comience a crear, lo que sea, pero algo que pueda servirle. — Yo tampoco debería estar aquí… — cuando al fin responde la voz continúa teniendo un tono rasposo y molesto, apenas perceptible para el resto pero totalmente un fastidio para él, — soy un pecador al igual que usted lo es, nos diferencia la voluntad… usted posee la intención de perturbar este sagrado lugar y yo poseo la intención de protegerlo con mi vida… ¿lo entiende usted? — Aquella última pregunta se siente más aguda, parece haber sido formulada por un niño pequeño al que nadie le daría importancia. El camino se hace complejo. — ¿Tiene usted un hogar? ¿Posee algo que pueda ser llamado propio? — no espera respuesta, por el contrario, sólo son preguntas retóricas que le dan el tiempo de acercarse al altar y quizás evitar que note su modo de andar. Pretende mantenerla enfocada en aquel punto y no en su tan evidente discapacidad. — Nuestro Señor también posee un hogar y es este. En él recibe a justos y pecadores, hombres de buen corazón y aquellos que sólo aparentan serlo… no es Jesucristo quien le cierra las puertas a aquellos que olvidan el buen camino, son ellos mismos quienes poseen la llave y eligen usarla para no abrirse a lo que Dios tiene para ellos… —
Ha alcanzado al fin la primera línea de asientos, con la mirada que intenta ser de un asesino se mantiene impasible, totalmente concentrado y dispuesto a pelear la lucha que sea. — Al igual que usted con su morada, Él también tiene permitido decidir quién entra y quien sale de ella, también posee el derecho a disfrutar de sus invitados… Dios nos extiende invitaciones a todos, su comportamiento no es vergonzoso, por el contrario… el mío lo es al desear con todas mis fuerzas que usted se retire de acá… ¿lo hará? ¿O seguirá comportándose como una niña caprichosa que pretende sólo llamar la atención para seguramente satisfacer sus muchas carencias? — Las palabras salen atropellas y no reconoce a quien las ha dicho. Se siente poseído por alguien más que no teme hacer enojar a ese sobrenatural ser que de seguro estará como mínimo cabreado. ¡Cuan ingenuo es Albert! Siempre creyendo que lo peor puede convertirse en mejor y que lo mejor sólo puede volverse supremo.
¿Qué podría motivar a una mujer, que desde esta distancia se ve hermosa y elegante, a convertirse en una despiadada manifestación del demonio? Porque no existen términos medios cuando se trata de perder el alma, ninguno de ellos perdonará el cuello ni de un miembro de su familia si ese día se levantan de mal humor. Así de inestable es la maldad y así lo es seguramente con ella. Cuando Albert la observa se detiene en el modo en que se encuentra ubicada, en intentar captar algún atisbo de lo que sea que la defina como… como persona. Intenta encontrar en ella la respuesta a esa gran pregunta que continúa haciéndose, pero los motivos siempre son distintos y las motivaciones también lo son, pero nada obtiene, es como un ente vacío o muy bien protegido. ¿Cuántas de sus nuevas armas harían efecto en alguien así? El descaro demostrado al elegir el mueble principal del templo para demostrar su punto logra que descarte al menos a la mitad de ellas. Si posee la determinación de realizar semejante acto es porque no actúa a través de la infantil impulsividad de aquellos que pocos años llevan cargando con aquella maldición. El tono claro de sus palabras es también un indicador de que la batalla no será fácil y que está apenas comenzando. La derrota amenaza con apoderarse de sus hombros, el humano en él pide correr antes de que sea demasiado tarde y el frustrado soldado desea que la pelea se desate cuanto antes. Está cansado, tiene dolor en la pierna pero cualquier pequeño movimiento de quien ahora es su contrincante eleva la adrenalina que le corre por las venas y permite que comience a soñar. Un pequeño Albert que sueña con combatir para la causa en la que cree, aún si esto trae consecuencias fatales.
PS: Lamento mucho, mucho, MUCHO la demora u.u
Albert Ollivier- Inquisidor Clase Alta
- Mensajes : 39
Fecha de inscripción : 07/11/2012
DATOS DEL PERSONAJE
Poderes/Habilidades:
Datos de interés:
Re: El azar no existe; Dios no juega a los dados. | Privado.
“El Hombre, en su orgullo, creó a Dios a su imagen y semejanza.”
– Friedrich Nietzsche
– Friedrich Nietzsche
Los latidos de su corazón entonaban una canción rápida, con un ritmo que iba in crescendo a medida que iba dándose cuenta de qué clase de criatura era yo, algo que, para los eclesiásticos como parecía serlo él, debía de ser una aberración de la naturaleza tal que habían dedicado el Tribunal del Santo Oficio a nuestra caza, entre otros asuntos de menor importancia. ¿Sería él uno de ellos? Aquel hombre nervioso, aparentemente justo, que actuaba de una manera que no se correspondía en absoluto con lo que se podía llegar a esperar del clero en aquel siglo en el que me encontraba, me cautivaba con sus palabras por mucho que algunas intentaran ser insultos. No me ofendía que me llamaran pecadora, porque creía que el pecado era un invento demasiado humano que trataba de castigar ciertos actos inherentes a sus propias naturalezas con el objeto de hacer sentir una culpa que justifique la naturaleza de la oración, del perdón de un ser superior y, sobre todo, de la confesión. La base del perdón de los pecados se encontraba en quienes actuaban de intermediarios entre un dios y los hombres, y la capacidad de albergar esos terribles secretos y de aliviar el dolor que causan, en el alma, era lo que los había hecho convertirse en seres tan poderosos. Todo su reino se alzaba sobre una falacia, una concepción de que ciertas acciones eran pecaminosas, punibles, y en base a la capacidad de otorgar un perdón que ni siquiera era necesario se habían, manipulando las débiles mentes de los que les rodeaban, alzado como sus superiores. Por eso no creía en el pecado y tenía su cierta gracia que me llamara pecadora. ¿A sus ojos? Desde luego, lo era, ya que de los siete pecados capitales los había llegado a cumplir todos. ¿A los míos? Si le restaba toda entidad a la concepción misma de pecado, era evidente que ni me iba ni me venía.
– Vos lo llamáis sagrado, yo lo llamo profano. Para quienes creían en las bondades de Júpiter y en sus actos, este lugar no tiene ningún carácter sobrenatural, y lo mismo se aplica a todos aquellos que no comparten vuestra idea de Dios. Me temo, pese a eso, que os equivocáis diciendo que mi deseo es perturbarlo. Puede que no respete su idea de lo sagrado, pero sí respeto su valor artístico, y esta, monsieur, es una de las catedrales góticas más impresionantes que he tenido la oportunidad de ver incluso aunque los revolucionarios hayan dañado elementos como la fachada, apenas unos años atrás. – aclaré, aunque en realidad no tenía ninguna obligación de hacerlo, pues dudaba que él lo entendiera. Era un hombre joven, sí, pero también era miembro de la Iglesia en alguna de sus numerosas ramificaciones, quizá incluso en la propia Inquisición, y mis palabras bien podían significar un juicio por herejía, sumada por supuesto a mi naturaleza inmortal y al hecho de que fuera una vampiresa, algo que no les debía de hacer demasiada gracia a ninguno, pero especialmente a los mayores. Él no era a quien estaba buscando cuando me había dirigido a la iglesia, pero si se encontraba allí en medio de la noche bien podía significar que era uno de los inquisidores a los que se dirigía el viejo sacerdote que se me había escapado y simplemente había postergado su muerte una noche más. El joven, no obstante, no se comportaba como aquellos a los que yo creía que pertenecía; no era de aquellos que antes ejercían la violencia y solamente después preguntaban y se planteaban si lo que habían hecho estaba bien o no, sino que se había tomado la molestia de engarzarse en una conversación conmigo. ¿Lo habría hecho para ganar tiempo o sencillamente porque no se veía en posición de atacar a un ser tan antiguo como lo era yo? No lo sabía, pero fuera cual fuese su motivo lo honraba, al menos dentro de los límites del desprecio que sentía por su profesión.
– ¿Creéis que debería retirarme? Mis motivos para estar aquí son tan justificados como son los vuestros, ya que pese a que seguramente no los aceptaríais si los escucharais, yo tampoco aceptaría los vuestros si los escuchara, y eso nos deja en tablas. ¿Por qué no creer simplemente que estoy aquí para admirar los arcos que se elevan sobre nuestras cabezas y sostienen el techo? ¿Por qué no creer que mi interés aquí radica en la forma de los nervios de las bóvedas y en las plementerías que las unen? No creo que a Dios le parezca mal que una que antaño fue criatura suya aprecie la belleza de un templo dedicado a alabarlo, ¿no? – provoqué, despacio y arrastrando incluso las palabras. Había juego en mi actitud, sí, pero también había cautela, puesto que sabía que un inquisidor, aunque no lo pareciera, seguía pudiendo ser una molestia peligrosa si no se mantenía, al menos, la guardia un poco alta. Tampoco iba a darle el enorme privilegio de considerarlo mi enemigo y de dedicarle mi atención de manera pormenorizada, pero ese punto de interés que había despertado en mí lograba que, cuando menos, lo tuviera en cuenta, y eso era algo que no muchos podían decir que provocaban en mí.
– Desde el principio, vos sabéis lo que yo soy y yo intuyo lo que sois vos. Podéis dejar de hablar en términos de pecadores y de invitados al umbral de la casa del Señor, y también podéis dejar de hablar en términos que no comprendéis, pues llamarme niña caprichosa implica que no sabéis el significado ni de una ni de la otra palabra. Ahora, aclarado esto, os pregunto: ¿por qué exactamente debería haceros caso e irme? – inquirí, cruzando las piernas de manera indolente y, de manera accidental, provocando que la tela del vestido mostrara más de mi piel que lo que debería.
A diferencia de otras mujeres que hacían esa clase de gestos a propósito, yo no tenía el menor interés en enseñar mi cuerpo a un inquisidor como él, al menos más de lo necesario. Pese a ello, no me avergonzaba tampoco de mi físico, y por eso el acto accidental se convirtió en uno deliberado en el momento en que decidí no prestar atención a la caída de la tela y a cómo se había dispuesto sobre mí. Tenía cosas más interesantes en las que pensar que en un simple acto involuntario de provocación, y por eso mi vista estaba fija en él, estudiando sus ojos tan verdes como lo parecían los míos desde hacía ya un tiempo frente al azul que originalmente los había tintado.
– Si no deberíais estar aquí, ¿qué es lo que os ha traído aquí? Estoy segura de que yo no he sido la causante de vuestra decisión, dado que vuestro desconocimiento de mí resulta sumamente genuino, eso o sois muy buen actor, y a juzgar por lo que he visto de vos hasta ahora francamente dudo que sea esto último. ¿Hay algo pecaminoso que queráis admitir? Podemos intercambiar los papeles por una noche, yo puedo ser vuestra piadosa confesora y vos podéis ser el pecador que anhela la salvación de su alma. – propuse, mordiéndome el labio inferior suavemente y, después, medio sonriendo con picardía. Quizá él se lo tomara en serio, quizá no lo haría, pero mi proposición había sido más o menos sincera, ya que pese a no tener ninguna intención de perdonar unos pecados que no creía que hubiera cometido, sí quería escuchar sus palabras por la curiosidad, esa bendita maldición que me caracterizaba, que desde el principio él había sido capaz de provocarme.
– Vos lo llamáis sagrado, yo lo llamo profano. Para quienes creían en las bondades de Júpiter y en sus actos, este lugar no tiene ningún carácter sobrenatural, y lo mismo se aplica a todos aquellos que no comparten vuestra idea de Dios. Me temo, pese a eso, que os equivocáis diciendo que mi deseo es perturbarlo. Puede que no respete su idea de lo sagrado, pero sí respeto su valor artístico, y esta, monsieur, es una de las catedrales góticas más impresionantes que he tenido la oportunidad de ver incluso aunque los revolucionarios hayan dañado elementos como la fachada, apenas unos años atrás. – aclaré, aunque en realidad no tenía ninguna obligación de hacerlo, pues dudaba que él lo entendiera. Era un hombre joven, sí, pero también era miembro de la Iglesia en alguna de sus numerosas ramificaciones, quizá incluso en la propia Inquisición, y mis palabras bien podían significar un juicio por herejía, sumada por supuesto a mi naturaleza inmortal y al hecho de que fuera una vampiresa, algo que no les debía de hacer demasiada gracia a ninguno, pero especialmente a los mayores. Él no era a quien estaba buscando cuando me había dirigido a la iglesia, pero si se encontraba allí en medio de la noche bien podía significar que era uno de los inquisidores a los que se dirigía el viejo sacerdote que se me había escapado y simplemente había postergado su muerte una noche más. El joven, no obstante, no se comportaba como aquellos a los que yo creía que pertenecía; no era de aquellos que antes ejercían la violencia y solamente después preguntaban y se planteaban si lo que habían hecho estaba bien o no, sino que se había tomado la molestia de engarzarse en una conversación conmigo. ¿Lo habría hecho para ganar tiempo o sencillamente porque no se veía en posición de atacar a un ser tan antiguo como lo era yo? No lo sabía, pero fuera cual fuese su motivo lo honraba, al menos dentro de los límites del desprecio que sentía por su profesión.
– ¿Creéis que debería retirarme? Mis motivos para estar aquí son tan justificados como son los vuestros, ya que pese a que seguramente no los aceptaríais si los escucharais, yo tampoco aceptaría los vuestros si los escuchara, y eso nos deja en tablas. ¿Por qué no creer simplemente que estoy aquí para admirar los arcos que se elevan sobre nuestras cabezas y sostienen el techo? ¿Por qué no creer que mi interés aquí radica en la forma de los nervios de las bóvedas y en las plementerías que las unen? No creo que a Dios le parezca mal que una que antaño fue criatura suya aprecie la belleza de un templo dedicado a alabarlo, ¿no? – provoqué, despacio y arrastrando incluso las palabras. Había juego en mi actitud, sí, pero también había cautela, puesto que sabía que un inquisidor, aunque no lo pareciera, seguía pudiendo ser una molestia peligrosa si no se mantenía, al menos, la guardia un poco alta. Tampoco iba a darle el enorme privilegio de considerarlo mi enemigo y de dedicarle mi atención de manera pormenorizada, pero ese punto de interés que había despertado en mí lograba que, cuando menos, lo tuviera en cuenta, y eso era algo que no muchos podían decir que provocaban en mí.
– Desde el principio, vos sabéis lo que yo soy y yo intuyo lo que sois vos. Podéis dejar de hablar en términos de pecadores y de invitados al umbral de la casa del Señor, y también podéis dejar de hablar en términos que no comprendéis, pues llamarme niña caprichosa implica que no sabéis el significado ni de una ni de la otra palabra. Ahora, aclarado esto, os pregunto: ¿por qué exactamente debería haceros caso e irme? – inquirí, cruzando las piernas de manera indolente y, de manera accidental, provocando que la tela del vestido mostrara más de mi piel que lo que debería.
A diferencia de otras mujeres que hacían esa clase de gestos a propósito, yo no tenía el menor interés en enseñar mi cuerpo a un inquisidor como él, al menos más de lo necesario. Pese a ello, no me avergonzaba tampoco de mi físico, y por eso el acto accidental se convirtió en uno deliberado en el momento en que decidí no prestar atención a la caída de la tela y a cómo se había dispuesto sobre mí. Tenía cosas más interesantes en las que pensar que en un simple acto involuntario de provocación, y por eso mi vista estaba fija en él, estudiando sus ojos tan verdes como lo parecían los míos desde hacía ya un tiempo frente al azul que originalmente los había tintado.
– Si no deberíais estar aquí, ¿qué es lo que os ha traído aquí? Estoy segura de que yo no he sido la causante de vuestra decisión, dado que vuestro desconocimiento de mí resulta sumamente genuino, eso o sois muy buen actor, y a juzgar por lo que he visto de vos hasta ahora francamente dudo que sea esto último. ¿Hay algo pecaminoso que queráis admitir? Podemos intercambiar los papeles por una noche, yo puedo ser vuestra piadosa confesora y vos podéis ser el pecador que anhela la salvación de su alma. – propuse, mordiéndome el labio inferior suavemente y, después, medio sonriendo con picardía. Quizá él se lo tomara en serio, quizá no lo haría, pero mi proposición había sido más o menos sincera, ya que pese a no tener ninguna intención de perdonar unos pecados que no creía que hubiera cometido, sí quería escuchar sus palabras por la curiosidad, esa bendita maldición que me caracterizaba, que desde el principio él había sido capaz de provocarme.
Invitado- Invitado
Temas similares
» Juegos de Azar (Privado)
» Azar o destino [Multiple/Privado/+18]
» Juega Bien Tus Cartas [Privado Dominique]
» A veces el destino juega una buena pasada [Privado]
» Esas son las lagrimas de dios...[Privado]
» Azar o destino [Multiple/Privado/+18]
» Juega Bien Tus Cartas [Privado Dominique]
» A veces el destino juega una buena pasada [Privado]
» Esas son las lagrimas de dios...[Privado]
Página 1 de 1.
Permisos de este foro:
No puedes responder a temas en este foro.
Miér Sep 18, 2024 9:16 am por Afiliaciones
» REACTIVACIÓN DE PERSONAJES
Mar Jul 30, 2024 4:58 am por Frederick Truffaut
» AVISO #49: SITUACIÓN ACTUAL DE VICTORIAN VAMPIRES
Miér Jul 24, 2024 2:54 pm por Nigel Quartermane
» Ah, mi vieja amiga la autodestrucción [Búsqueda activa]
Jue Jul 18, 2024 4:42 am por León Salazar
» Vampirto ¿estás ahí? // Sokolović Rosenthal (priv)
Miér Jul 10, 2024 1:09 pm por Jagger B. De Boer
» l'enlèvement de perséphone ─ n.
Sáb Jul 06, 2024 11:12 pm por Vivianne Delacour
» orphée et eurydice ― j.
Jue Jul 04, 2024 10:55 pm por Vivianne Delacour
» Le Château des Rêves Noirs [Privado]
Jue Jul 04, 2024 10:42 pm por Willem Fokke
» labyrinth ─ chronologies.
Sáb Jun 22, 2024 10:04 pm por Vivianne Delacour