AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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¿Qué ves cuando te miras al espejo?
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¿Qué ves cuando te miras al espejo?
¿Qué ves cuando te miras al espejo?
¿Te has observado al espejo? ¿Qué ves? ¿Quién es esa persona que está parada ahí devolviéndote la mirada? ¿Ese eres tú, es quién quieres creer o es quién quieres aparentar? ¿Alguna vez te has parado ahí, sincerando tu mirada hasta encontrar tu alma?
Tal vez no, porque todos en alguna parte de nuestros corazones tenemos miedo de nosotros mismos, de decepcionarnos al descubrir quienes somos, de saber que no hemos alcanzado ninguna de las metas que nos hemos propuesto... porque muchas veces nos cuesta mucho desnudarnos hasta encontrar aquella alma tan cubierta de vendas y disfraces.
En el fondo todos somos frágiles, solo que algunos les gusta ver menos o más esa fragilidad.
¿Y quién es Lu? ¿Qué ve ella cuando se mira al espejo? Eso... es algo que solo sabremos nosotros, los lectores, porque ella jamás se atreverá a contárselo a alguien más... ni siquiera a un diario de papel.
Lucius Webber- Cambiante Clase Alta
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Re: ¿Qué ves cuando te miras al espejo?
01.- ¿Qué ves cuando te miras al espejo?
Lucius cerró la puerta de su habitación y caminó directo hacia la cama. Evitó de cualquier manera observar el espejo de cuerpo entero que se encontraba en un rincón de la habitación, pero era algo inútil, aún cuando no quisiera acercarse sabía que vería allí y siempre, siempre, era mejor verlo con sus propios ojos... ojos que ahora veían todo en blanco y negro.
Con el tiempo ya se había acostumbrado a su propia presencia, a los ojos que, según su padre le había contado y ella suponía que mantenía, eran cafés, al duro cabello en su largo hocico y todo el resto de su cuerpo.
Se dio una vuelta, intentando mirarse al espejo, observando su cuerpo, sus patas, su cola. Ella misma era el perro más grande que había visto alguna vez, de mirada tan sosegada como fiera, de lengua delgada, colmillos grandes, orejas largas... imponente, mucho más imponente de lo que era en vida humana, pero ciertamente lo agradecía.
Como humana intentaba a toda costa ser una más del montón, pasar desapercibida entre la sociedad, vivir sin pena ni gloria, rodearse únicamente de la gente más rica e influyente en la ciudad para saber de quienes debía fiarse y de quienes no, pero ser invisible a cualquier mirada más exhaustiva... precisamente por esto, por esta maldición peluda con la que debía cargar con tanto secretismo, con tanta reserva.
En algunas oportunidades ya se había transformado sin querer aunque de eso hace ya muchos años, siempre en un bulldog francés. La primera vez fue al ver el cadáver de su padre ya sin alma, sin estar segura de si este había ido al cielo -si acaso se había ganado las puertas al creer y proclamar tan fervientemente la palabra de Dios- o al infierno -lo más seguro, considerando que también estaba maldito-. La segunda vez que se transforó involuntariamente ya ni la recordaba... pero había pasado, también una tercera y una cuarta, por eso es que ahora, como un ritual que mantenía desde hace muchos años, siempre a altas horas de la madrugada y en noches poco concurridas, se las ingeniaba para transformarse sin que fuese notorio, se desnudaba del todo y cerraba los ojos, sintiendo como la transformación poco a poco rasgaba las carnes para dejar salir desde abajo de su piel un torrente de pelos que parecía que siempre estaban allí aunque no fuera cierto (alguna vez lo había comprobado quitándose una lonja de su propia piel), tornado sus pálidas palmas y plantas en almohadillas, sus uñas en garras, reamoldando cada hueso, estilizando y alargando todo su esqueleto, incluyendo la columna que crecía más allá de su propia espalda para convertirse en una cola. Todo era tan rápido que ni siquiera alcanzaba a quejarse o gritar... un momento era humana, al siguiente era un animal.
Lo había observado todo de pequeña al ver a su propio padre transformarse ya que ella, aún hasta hoy, sólo podía cerrar los ojos y apretar la mandíbula cuando su propia transformación ocurría... aunque no era igual cuando lo hacía a la inversa.
Esta vez, como muchas veces, frente al espejo esperó el cambio a humana, la destransformación lo llamaba ella, observando como su figura ensanchaba y se achicaba lentamente, permitiéndole pararse en dos pies cuando su pelaje aún no terminaba de desaparecer del todo y sus formas más sugerentes terminaban de adecuarse a su cuerpo.
Siempre evitaba mirar su rostro en el reflejo pues ver como cambiaba este era motivo de constantes pesadillas (algunas donde se veía con el cuerpo humano y el hocico de perro), por ello es que, pese a que tenía tanto miedo como odio de su condición, seguía cumpliendo el mismo ritual de forma esporádica, temiendo que si dejaba pasar mucho tiempo entre una transformación y otra esta aparecería de repente, con su parte animal reclamando por sobre la humana frente a quién fuera que estuviese... porque por lo visto Dios funcionaba de esa manera: castigando al puro, perdonando incluso al impío que asesinaba bajo su nombre, discriminándolos únicamente por una condición que no habían elegido.
Suspiró, sus formas ya eran claramente visibles frente al espejo, probablemente su rostro también, así que con miedo, el mismo de siempre, de seguir manteniendo el hocico, subió su mirada hasta encontrarse con su rostro una vez más, sonriendo con alivio al comprobar que todo seguía ahí mismo y su piel incluso más lozana que antes de la transformación (no todo lo de ser cambiaformas eran desventajas).
Aún así estaba bañada en sudor, ahora que todo había terminado una fina humedad bañaba cada centímetro de su cuerpo y separaba su enredado cabello en mechones.
Se dio la vuelta y tomó el camisón que había preparado con anterioridad, cubriendo así su desnuda figura antes de sentarse en la cama a desenredar con mucha paciencia su cabello mientras este se secaba poco a poco. Era un trabajo largo y tedioso, pero era ciertamente obligatorio el hacerlo. Sabía que al día siguiente tendría ojeras, pero ese era el mal menor.
Bostezó mientras desenredaba una de las últimas hebras, maldiciendo por lo bajo cuando el cepillo resbaló de sus manos y le tiró el cabello. Sólo quedaba este último mechón y a la cama.
Finalmente se metió bajo las sábanas y cerró los ojos, únicamente llenándose del recuerdo de la transformación, del asesinato de su padre, de su terror a transformarse frente a la gente, del miedo que le causaba quedar a medio camino entre su forma canina y humana.
Se acurrucó en posición fetal y lloró en silencio. Odiaba a Dios y a aquellos que habían provocado la muerte de su padre, de algunos conocidos... y de ella misma si acaso no se cuidaba. Odió su maldición y odió a todos aquellos que no entendían que no era mala, que no estaba poseída... simplemente tenía un animal atrapado dentro de ella que ni siquiera bajo transformación perdía el sentido común. Odió a quienes le obligaban a esconderse como la peor de las criaturas.
Finalmente se quedó dormida así, sudando, asustada, llorando, para al otro día amanecer como cualquier otro día, reponiendo las fuerzas en un baño caliente especialmente preparado y lista para, una vez más, volver a pasear por las calles y mercados de Paris, visitar la iglesia y dedicarse a leer, a pintar, a tocar el piano o cualquier actividad que una mujer de su estatus social hiciera. Nada que mostrara que en lo más profundo de su corazón el miedo había tomado una parte importante.
Lucius Webber- Cambiante Clase Alta
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