AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Una máscara no oculta el alma | La caída del príncipe
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Una máscara no oculta el alma | La caída del príncipe
Los bailes son para divertirse y muchas veces para seducir
Violante despertó sediento, esto se debía a una noche de abstinencia de su parte. Porque lo había hecho, todo era para un sólo fin, una noche de diversión, esa noche. El palacio royal sería testigo de un gran baile de máscaras bien organizado por una importante figura francesa. Violante era el invitado principal al ser el único príncipe de la noche y por consiguiente la máxima celebridad. El palacio atraería a varios personajes de la realeza Europa, así como matrimonios de clase alta con mucha influencia, sin olvidar a las muchas arpías que intentarían atraer al príncipe en un absurdo sueño de que despose a sus hijas, lo que no irritaba a Violante, sino que le divertía.
Él fue el primero en llegar, no porque amara la puntualidad, era para ver a las bellas mujeres con las que se divertiría y por supuesto, se alimentaría.
Su máscara no tenía rival en belleza, con preciosos rubís y bordes de oro, lo acompañaba una capa roja sobre su traje de gala blanco. La postura, parada y poses del príncipe muchas veces eran suficientes para conquistar a las mujeres, pero sin dudar su atractiva máscara le daría un plus a su apariencia. Estaba más que listo para iniciar el baile, conquistar a tantas mujeres como pudiera y beber de cada una de ellas. Y al terminar la noche, poseer a la mujer más bella o con una historia interesante. Aunque claro, muchas veces eso no sucedía, sí la mujer demostraba ser más que interesante el juego podría ser otro.
Los halagos no se hicieron esperar, todos querían saludar al príncipe soltero, Violante había hecho correr el rumor de que él buscaba a su princesa por lo que había más mujeres que hombres. No solamente podía escuchar en palabras esa música que eran los halagos, sino también escucharlos en la mente de cada una de las jóvenes con el propósito de convertirse en princesa de los Países Bajos. Pero el vampiro también se aseguraba de identificar a las mujeres casadas y que en mente ellas mismas se jactaban de ser fieles, las que serían sus principales víctimas.
La música inició y el príncipe abrió el baile que sería tipo calabaceado con la hija del anfitrión, era bella y ella pensaba lo mismo de él, un Dios lo había llamado, Violante le sonrió, sus mejillas se ruborizaron y desvió sus ojos debajo de la máscara. El vampiro soltó una risilla coqueta, -no dejes de mirarme- le dijo en un tono sensual y la acercó aún más. El compás cambió y las parejas comenzaron a cambiar, - búscame más tarde querida- se despidió con un beso y con un giro se encontró a su nueva pareja.
Última edición por Violante Vilhjálmur el Lun Jul 29, 2013 8:32 pm, editado 1 vez
Violante- Vampiro Clase Baja
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Re: Una máscara no oculta el alma | La caída del príncipe
El paraíso lo prefiero por el clima; el infierno por la compañía
Mark Twain
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Si de algo estaba segura, era de que el cuento de la Cenicienta no existía. Por eso, le provocaba urticaria ver a todas las jóvenes mirando embobadas al invitado más destacado de la fiesta, el Príncipe de los Países Bajos. A sus oídos había llegado el rumor de que buscaba una esposa, le habían cuchicheado que se pusiera su mejor atuendo, quizá conquistara al tan importante homenajeado. Pero, lo cierto era que, a Madeleine, no le importaba demasiado ni un affaire ni un compromiso con un hombre tan codiciado. Aquello podía causarle demasiados problemas, y tarde o temprano, terminaba descubriéndose quién compartía las sábanas con los personajes de renombre. Maddie había sido muy bien recibida, tanto por las damas como por los caballeros, y evitaba los escándalos sexuales, no sólo por encontrarse comprometida –algo que no le impedía tener una buena compañía-, si no, porque no quería avergonzar el apellido que portaba, motivos por los cuales, era exquisita y selectiva a la hora de escoger el amante de turno. Y a pesar de que el Príncipe Violante era dueño de una excéntrica e hipnótica masculinidad, y de que se hubiera encamado con él sin chistar, prefería no propiciar un encuentro íntimo, empero, no significaba impedimento para haberse ataviado con un espléndido vestido color carmesí de seda. La tela caía con gracia a pesar de la cantidad interminable de enaguas utilizadas para darle volumen, el escote corazón del corsé realzaba sus atributos femeninos y se añadía a la perfección moldeándole las curvas. El color lo era todo, y sólo llevaba unos pendientes de oro blanco, pequeños, que se escondían detrás del cabello que llevaba sujeto a los costados con dos diminutas hebillas del mismo material que los aros; el resto, le caía larguísimo y en naturales bucles que le acariciaban la parte baja de la espalda. Una fina pulsera, también de oro blanco, le decoraba la muñeca izquierda, mientras que en la mano derecha, llevaba el solitario de compromiso, con incrustaciones de zafiros. Había llegado al Palais Royale cuando la recepción había comenzado, y así se había evitado tener que saludar a todos los que iban llegando. La ventaja de llevar un antifaz decorado con pequeñas esmeralda, una pluma de faisán y salpicado en polvo de oro le conferían el aire de espectacularidad que deseaba.
Cuando el baile comenzó, recibió infinidad de invitaciones, las cuales rechazó cortésmente una por una. Cuando la pieza grupal dio comienzo, se quedó a un costado, observando con su halo de suficiencia cómo las presentes intentaban quedar lo más cerca posible del príncipe. Deseaba admirar la estúpida actuación de las jóvenes desde un lugar que le otorgara una mejor visión, y subió las escaleras, tomándose con una mano el vestido para no tropezar y con la otra sostenía el antifaz. Se ubicó tras un cortinado y vio la cara de niña tonta que ponía la hija del anfitrión. Se notaba, a leguas, que aquellos movimientos de pestañas y miradas inocentes no hacían más que provocar la burla del homenajeado. Conocía lo suficiente de hombres para saber que, lejos de buscar una mujer para compartir la vida, aquel caballero sólo quería llevarse a la cama a una, dos o incluso tres damas capaces de aceptar tal comportamiento a cambio de unos cuantos beneficios como unas joyas o regalos exóticos. Por el costado, sin que advirtieran su presencia, pasó una pareja, que, aprovechando la distracción que suponía el baile, se coló en una de las habitaciones. La hipocresía de lo más alto de la esfera social no dejaba de sorprenderla. En su pequeño pueblo las cosas habían sido mucho más simples, sin demasiados preámbulos ni apariencias engañosas, sin embargo, Madeleine sabía que la única manera de sobrevivir en aquel mundo –si es que quería conservar su buena fama y fortuna- era la de hacerse un personaje florido que encantara a la mayoría. Le llegaron risas provenientes del salón y un cambio de música, la pieza grupal había llegado a su fin mientras ella se perdía en sus pensamientos. Caminó por un largo pasillo hasta quedar ajena al ajetreo de la festividad. Una de las ventanas estaba abierta, y se apoyó en ella. La Luna resplandecía, e iluminaba los jardines esplendorosos. Maddie estiró su mano y dejó que la tenue luz hiciera brillar su anillo de compromiso. Se mordió el labio inferior, debía acabar con esa farsa de una vez, no quería amarrarse a nadie, nunca.
Cuando el baile comenzó, recibió infinidad de invitaciones, las cuales rechazó cortésmente una por una. Cuando la pieza grupal dio comienzo, se quedó a un costado, observando con su halo de suficiencia cómo las presentes intentaban quedar lo más cerca posible del príncipe. Deseaba admirar la estúpida actuación de las jóvenes desde un lugar que le otorgara una mejor visión, y subió las escaleras, tomándose con una mano el vestido para no tropezar y con la otra sostenía el antifaz. Se ubicó tras un cortinado y vio la cara de niña tonta que ponía la hija del anfitrión. Se notaba, a leguas, que aquellos movimientos de pestañas y miradas inocentes no hacían más que provocar la burla del homenajeado. Conocía lo suficiente de hombres para saber que, lejos de buscar una mujer para compartir la vida, aquel caballero sólo quería llevarse a la cama a una, dos o incluso tres damas capaces de aceptar tal comportamiento a cambio de unos cuantos beneficios como unas joyas o regalos exóticos. Por el costado, sin que advirtieran su presencia, pasó una pareja, que, aprovechando la distracción que suponía el baile, se coló en una de las habitaciones. La hipocresía de lo más alto de la esfera social no dejaba de sorprenderla. En su pequeño pueblo las cosas habían sido mucho más simples, sin demasiados preámbulos ni apariencias engañosas, sin embargo, Madeleine sabía que la única manera de sobrevivir en aquel mundo –si es que quería conservar su buena fama y fortuna- era la de hacerse un personaje florido que encantara a la mayoría. Le llegaron risas provenientes del salón y un cambio de música, la pieza grupal había llegado a su fin mientras ella se perdía en sus pensamientos. Caminó por un largo pasillo hasta quedar ajena al ajetreo de la festividad. Una de las ventanas estaba abierta, y se apoyó en ella. La Luna resplandecía, e iluminaba los jardines esplendorosos. Maddie estiró su mano y dejó que la tenue luz hiciera brillar su anillo de compromiso. Se mordió el labio inferior, debía acabar con esa farsa de una vez, no quería amarrarse a nadie, nunca.
Madeleine Fitzherbert- Realeza Inglesa
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Re: Una máscara no oculta el alma | La caída del príncipe
Anfitrión, antes de suspender el fruto de una pasión asegurate de tener con que remplazarlo
El vampiro se molestó cuando la música terminó. –¿Cómo se habían atrevido?–, pero lo comprendía. Aquella niña, la hija del anfitrión había sido la causante. Obviamente no podía esperar más. Violante había captado sus celosos pensamientos. Estaba aferrada a él, realmente pensaba que ya era la futura princesa. Era una joven ambiciosa que pensaba más en el título de nobleza que en él mismo, algo que por supuesto Violante no podía pasar desapercibido.
Cuando la mujer con la que bailó por última vez sintió el abandono de la mano del príncipe emitió un pensamiento agresivo al que el vampiro no prestó atención. Estaba irritado. Normalmente se sentía muy a gusto con sus poderes, los amaba, pero había ocasiones que añoraba uno en particular, la persuasión. En esta ocasión le serviría bien para que la hija del anfitrión hiciera su voluntad, alejándola de él.
El anfitrión y su hija caminaron a él, sabía cual era el motivo y no estaba dispuesto siquiera a escucharlo. —Moniseur, mademoiselle espero me disculpen, no me encuentro en buena disposición en estos momentos. Creo que saldré a su jardín a tomar un poco de aire fresco— dijo cuando llegaron hasta el, la irritante joven lo tomó del brazo, —permita que lo acompañe Moniseur— había dicho en un tono un tanto inocente, aunque los pensamientos de ella eran totalmente diferentes. —Prefiero ir solo— acompañó su tono cortés con una sonrisa y salió entre cuchicheos a los jardines traseros.
Al salir la luna pareció iluminarlo, los rubís de su máscara resplandecieron de forma atractiva, en ese momento y creyéndose solo guardó su máscara en el bolsillo de su saco, perdido en una contemplación maravillosa que la luna proyectaba en los jardines. El vampiro sonrió antes de captar un pensamiento, era una mujer que pensaba en... Y que se había percatado de la presencia de Violante. El príncipe giró hacía la entrada pero no vio a nadie, prestó más atención al ambiente agudizando sus sentidos. Escuchó los latidos del corazón y estrujo los pensamientos femeninos. Ésta era una mujer diferente, sabía quien era y sin embargo, no mostraba interés en abalanzarse hacía él. Ese simple hecho despertó en el vampiro un deseo de jugar. Al demonio las demás mujeres que ostentaban su título.
Fue entonces que alzó la vista a uno de los balcones, ahí estaba, la autora de esos provocadores pensamientos. Aquella mujer con anillo de compromiso perfectamente mostrado. Como si quisiera decirle «estoy comprometida, nada de lo que hagas funcionará», ambos se miraron sin apartar los ojos uno del otro, mas ninguno de los dos sonrió. Él no quería parecer interesado aún en ella, pese a ya estarlo.
Lo que hizo Violante fue desviar la mirada y fue directo a sentarse. La banca forjada en hierro y pintada de blanco estaba ubicada frente al balcón por lo que el vampiro tuvo a la vista a la mujer.
—¿Por qué no bajas y le haces compañía?— fue un mensaje que le transmitió directamente a su mente gracias a su telepatía, por supuesto que la entonación estaba realizada a que creyera que era un pensamiento suyo. La confundiría y generaría intriga, esa intriga se volvería en un deseo de conocer una explicación lo que finalizaría con ella frente a él, en una charla que podría encaminarse a cualquier parte. Sólo era cuestión de esperar una reacción.
Violante- Vampiro Clase Baja
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Re: Una máscara no oculta el alma | La caída del príncipe
“Cubre la memoria de tu cara con la máscara de la que serás y
asusta a la niña que fuiste”
Alejandra Pizarnik
asusta a la niña que fuiste”
Alejandra Pizarnik
La noche invitaba a la reflexión. Extrañamente, se sentía desanimada. Quizá se debía al hecho de que era el aniversario de la muerte del hombre que había oficiado como su padre durante toda su infancia. Recordaba ese día como si fuera el anterior, y el alma se le oprimía de evocar sus padecimientos. Él fue el único que le demostró amor verdadero, y por eso lo recordaría toda la vida. Con todo el dinero que tenía, podría darle una tumba digna, con una lápida acorde a su grandeza, pero eso significaría tener que volver a Gales, y no había nada más distante de sus planes. La música le llegaba lejana, y recordaba que en el sitio donde había crecido, no había nada ni remotamente parecido a aquello. Gales siempre era gris, de superficie plana, de personajes aburridos y con una vida social inexistente. No, definitivamente, no volvería, pues terminaría absorbida por el tirabuzón de mediocridad que envolvía a todos los que pisaban la región. Así le había pasado al Barón de Fitzherbert, que cayó presa del engaño que ella, junto a otra prostituta, idearon para sacarla de la mala vida. Grace se sentiría orgullosa de la mujer en la que Madeleine se había convertido, ella había deseado algo mejor para esa pequeña que fue violada a tan corta edad y prostituida en las narices de una madre que omitió su dolor. Maddie siempre recordaría la mirada impenetrable que su progenitora tuvo al verla salir de la habitación en la cual le robaron la inocencia, en ella no había remordimientos, no había ni un ápice de culpa, y eso era algo que jamás le perdonaría.
Se detuvo a observar la figura que emergió en uno de los tantos caminos del patio. Primero se asustó, luego le sostuvo la mirada, lo identificó, y por último, lo ignoró. No iba a negar que un resquicio de curiosidad se despertaba en su inconsciente, pero nada importante, comparado a otras personalidades, además, él no estaba comprometido, lo que le restaba interés. Madeleine había desarrollado el extraño gusto por los hombres casados, ellos no reclamaban y sólo querían complacer y ser complacidos, para después internarse, nuevamente, en la fachada de moralidad que los caracterizaba y que a ella tanto le convenía, pues sabía que ellos no hablarían sobre ninguno de sus encuentros. Y así se manejaba desde su primer evento en sociedad, cuando un marqués español la invitó a dar un paseo, y al descubrir que éste estaba casado, decidió abrirle las piernas. Tampoco lo hacía gratis, hacía años que era una ramera, y su nueva condición social no había modificado en nada ese aspecto. Le encantaba recibir joyas, adornos y todo tipo de regalos costosos, que justificaban el poner en riesgo su reputación. Sin embargo, a veces sentía un vestigio de pudor, seguramente, contagiado por las constantes enseñanzas de la institutriz que su “padre” había puesto para ella. Madeleine desvió su mirada, ocupándose, nuevamente, del anillo que brillaba en su anular derecho.
Un pensamiento que no le pareció propio se abrió paso en su mente. Se quedó observando su mano sin realmente hacerlo, y negó varias veces con su cabeza. <<No, Madeleine, tu no bajarás. Si él está interesado, que suba>> Si, esa era su verdadera voz. A ella poco le importaba si era el prestigioso príncipe de los Países Bajos, un mendigo o el mismísimo Rey de Inglaterra, había aprendido que a los hombres no les gusta notar que una mujer les besa los pies, ellos quieren ganárselo, y mientras más les cueste, más lo disfrutan. Extrañamente, los masculinos funcionaban siendo maltratados, no conocía a uno que se encantara con lo fácil. Y si, Maddie podía no tener pruritos a la hora de elegir con quién compartir las sábanas, pero no le rogaría a ninguno que la acompañase en el lecho. Suficientes años de humillación había padecido para que, luego de convertirse en una miembro de la nobleza inglesa, tuviera que arrastrarse para conseguir el favor de alguien. Ahora eran los otros los que imploraban, y ella quien tomaba las decisiones. Y se sentía en su mejor momento.
Se detuvo a observar la figura que emergió en uno de los tantos caminos del patio. Primero se asustó, luego le sostuvo la mirada, lo identificó, y por último, lo ignoró. No iba a negar que un resquicio de curiosidad se despertaba en su inconsciente, pero nada importante, comparado a otras personalidades, además, él no estaba comprometido, lo que le restaba interés. Madeleine había desarrollado el extraño gusto por los hombres casados, ellos no reclamaban y sólo querían complacer y ser complacidos, para después internarse, nuevamente, en la fachada de moralidad que los caracterizaba y que a ella tanto le convenía, pues sabía que ellos no hablarían sobre ninguno de sus encuentros. Y así se manejaba desde su primer evento en sociedad, cuando un marqués español la invitó a dar un paseo, y al descubrir que éste estaba casado, decidió abrirle las piernas. Tampoco lo hacía gratis, hacía años que era una ramera, y su nueva condición social no había modificado en nada ese aspecto. Le encantaba recibir joyas, adornos y todo tipo de regalos costosos, que justificaban el poner en riesgo su reputación. Sin embargo, a veces sentía un vestigio de pudor, seguramente, contagiado por las constantes enseñanzas de la institutriz que su “padre” había puesto para ella. Madeleine desvió su mirada, ocupándose, nuevamente, del anillo que brillaba en su anular derecho.
Un pensamiento que no le pareció propio se abrió paso en su mente. Se quedó observando su mano sin realmente hacerlo, y negó varias veces con su cabeza. <<No, Madeleine, tu no bajarás. Si él está interesado, que suba>> Si, esa era su verdadera voz. A ella poco le importaba si era el prestigioso príncipe de los Países Bajos, un mendigo o el mismísimo Rey de Inglaterra, había aprendido que a los hombres no les gusta notar que una mujer les besa los pies, ellos quieren ganárselo, y mientras más les cueste, más lo disfrutan. Extrañamente, los masculinos funcionaban siendo maltratados, no conocía a uno que se encantara con lo fácil. Y si, Maddie podía no tener pruritos a la hora de elegir con quién compartir las sábanas, pero no le rogaría a ninguno que la acompañase en el lecho. Suficientes años de humillación había padecido para que, luego de convertirse en una miembro de la nobleza inglesa, tuviera que arrastrarse para conseguir el favor de alguien. Ahora eran los otros los que imploraban, y ella quien tomaba las decisiones. Y se sentía en su mejor momento.
Off: ¡Perdón por tanta demora!
Madeleine Fitzherbert- Realeza Inglesa
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Re: Una máscara no oculta el alma | La caída del príncipe
En la lujuria el camino más difícil es el más placentero.
Sentado y sin mirarle, el príncipe no pudo apreciar las expresiones de la mujer del balcón. Tan sólo tuvo que imaginarlo luego de escuchar ese pensamiento seguro que tomó las riendas de la situación. Aquel primer acercamiento mental no había funcionado, aquella mujer había demostrado ser una mujer decidida y la cual no sería fácil persuadir. Pues bien, lo único que ella había obtenido era volverse un capricho del vampiro, un juego que el príncipe siempre ganaba.
Se levantó y volvió a caminar al interior, no se apresuró, caminó como un mortal, paciente y atento a esos rítmicos latidos del corazón que le informaban que ella seguía sin hacer nada. Al ingresar al salón la música aún sonaba y la hija del anfitrión lo acosó cómo lo hace un buitre a su carnada. Así le parecía al vampiro lo que era tan despreciable que ni siquiera se molestó en ingresar a la mente femenina a afirmar sus deseos de que fuera elegida la prometida del príncipe, já cómo si eso fuera posible.
Tan pronto como se dio cuenta, el anfitrión se acercó a la pareja conformada por el príncipe y su hija para manifestar su gozo de tener a Violante en su baile. El vampiro se limitó a sonreír mas no dijo nada. Entonces la mujer le tomó de las manos y juguetónamente quiso remover los guantes de la vestimenta de Violante, lo que facilitó al príncipe a alejarla. —¿Cómo se atreve a violar mi intimidad?— se expresó ofendido, la mujer se sonrojó de vergüenza y se alejó junto al padre. —Disculpe príncipe no fue su intención— añadió el anfitrión apenado perdiéndose entre la multitud, Violante sonrió satisfecho y se encaminó al balcón donde la mujer continuaba divagando en sus pensamientos. Pensando en todo menos en él.
Subió por las escaleras hasta que la contempló a lo lejos, la figura femenina metida en ese seductor vestido rojo de amplias faldas le excitó al príncipe. Cuando estaba abajo tan sólo pudo contemplar su rostro y sus tersos brazos, ahora en cambio, la espalda le hacía imaginarse un cuerpo atractivo, esbelto y curveado. Los bucles bien definidos que caían tan naturalmente generaban un aspecto cautivante. Y sin embargo, ella seguía allí, seguramente con los ojos perdidos y ajena a que un monstruo se acercaba.
Cuando lo consideró oportuno, Violante hizo que sus pasos resonaran por el suelo de fino mármol. La mujer no volteó pero si noto la presencia, el vampiro comenzó a espiar los pensamientos para recaudar cualquier dato que le facilitara a seducción, o más bien le ayudara a crear un juego más interesante y provocador, después de todo era una mujer comprometida, según lo anunciaba el anillo.
El vampiro se aseguró que sus guantes estuvieran bien enfundados en esos dedos fríos, no pretendía exhibir su naturaleza inmortal. No iniciaría revelando su monstruosidad, eso vendría después, sí ella se lo pedía mas no antes. Llegó hasta ella colocándose a un lado pero sin dedicarle una mirada. Ella ya lo había enterado de su nombre gracias a sus pensamientos, mas él jugaría el papel de desconocer todo sobre ella. —El baile no aspiró a cumplir las expectativas de los invitados... ¿no es así mademoiselle?— dijo en un francés elegante pero con un tono holandés, lengua que no hacía mucho había dominado. Violante al fin la miró, el perfil generoso le resultaba simplemente espléndido, parecía tallada a la antigua, en mármol en estilo clásico. Así de bella era Madeleine. —Espero no ser un inoportuno, creo obvio gozaba de esta soledad, pero muchas veces ignoramos o no creemos que una compañía puede ser grata en ese momento de aislamiento... por favor permita que sea su acompañante— solicitó en un tono amable, aún mantenía sus poderes retenidos, no quería mostrarse interesado en una seducción, aún no.
Violante- Vampiro Clase Baja
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Re: Una máscara no oculta el alma | La caída del príncipe
La pasión femenina es una selva oscura nunca explorada del todo, selva hecha a la vez de desinterés infinito y de ímpetu celoso de la posesión exclusiva.
Gregorio Marañón
Gregorio Marañón
Desde pequeña había desarrollado una habitual memoria para los olores. Reconoció quién se acercaba, antes de sentir sus pasos, pues la suave brisa le llevaba el aroma del caballero. Le había bastado un instante de saludos formales para grabar en su memoria el perfume del Príncipe de los Países Bajos. Sabía que la estaba buscando, lo había percibido en aquel intercambio fugaz de miradas. No creía que la había seguido, el primer encuentro podría haber sido casual, sin embargo, a Madeleine comenzaba a gustarle aquel jueguito del gato y el ratón, aunque, todavía, no lograba dilucidar en qué rol estaba ella. Espero con paciencia, sin moverse de su postura relajada y contemplativa. Cuando el sonido de la caminata se hizo cercano, colocó el anillo, nuevamente, en el anular de la mano derecha. La tenue luz le arrancó, una vez más, un destello a la pieza. No optó por la mirada romántica de quien observa el símbolo del matrimonio, simplemente, la indiferencia la abordaba cada vez que lo sentía en su mano. Le parecía hermoso, pero sólo para lucirlo como toda la otra cantidad de diamantes, rubíes y demás joyas de su colección, no para que representase la cadena que la ataría a un ser desconocido.
Acomodó su cabello con despreocupación, concentrándose en lo que pudiera captar para mostrarse impertérrita. Una sonrisa estuvo a punto a bailar en sus labios al pensar en las puertas que podrían abrírsele si caía bajo los encantos del tan afamado príncipe. Se imaginó como su querida, podría complacerlo, claro que si, ¿pero lo deseaba? La etapa en la que era un trozo de carne que los hombres utilizaban y descartaban con facilidad, ya estaba enterrada en el lejano pasado. En su presente, era ella quien elegía con quién compartir el lecho, a quién darle de beber de su elixir, a quién negarse, a quién mandar. Ese poder que le había dado el apellido y el dinero, era lo que la separaba de aquella niña pobre que fue durante la mayor parte de su vida, lo que la diferenciaba y la hacía Madeleine Fitzherbert, y no la simplona Williams. <<Soy feliz>> pensó con determinación, quizá intentándose convencer de que esa era la realidad o, quizá, afirmando lo que realmente era. A Maddie le faltaban muchas cosas para alcanzar eso a lo que aspiraba, pero, íntimamente, sabía que debía sacrificar sus privilegios en pos de sentimientos que ya no servían.
Lo observó, fugazmente, por el rabillo del ojo. El príncipe se había colocado a su lado, regalándole una panorámica de su perfil. <<Tan hermoso que lastima>> pensó con picardía sin cambiar su gesto que rozaba la apatía. Volvió a fijar su vista en algún punto lejano de uno de los jardines del Palacio. Algo en él le intrigaba y le generaba un estado de precaución, conocía los peligros a los que los simples humanos como ella y tantos otros, estaban expuestos en la noche. No prestaba atención a los rumores, y la figura tan importante de quien ahora era su acompañante, jamás había sido objeto de atención debido a su estado civil. Daba por sentado que él era todo lo que las muchachas deseaban como marido: un miembro de la realeza, guapo y misterioso. Claro, todas menos ella. Lo escuchó con atención, y le regaló una sonrisa ladeada, sin mirarlo.
—Alteza, su presencia jamás sería poco grata para una dama —su voz cadenciosa salió en una cascada de sensualidad innata. Giró e hizo una leve reverencia. Los buenos modales ante todo. —Y, puedo apreciar, que no soy la única que no está disfrutando de la velada —sus comisuras se levantaron, sin llegar a formar una curva. Levantó la máscara con un destello de picardía en sus ojos y se cubrió el rostro. —No estoy cumpliendo con la consigna en su honor, sepa usted disculparme. Me presentaría, pero eso le quitaría sentido a ésta obra de arte —movió con suavidad la careta. —Sin embargo, pensándolo bien, se quién es usted, lo que me otorga una cierta ventaja, ¿no lo cree? —ladeó su cabeza, y sus bucles se movieron con delicadeza— Imagino que con tantas personas que lo han saludado ésta noche, no recordará a ésta humilde jovencita que soy —llevó la mano derecha a su pecho, y el anillo de compromiso brilló sin rastros de vergüenza. ¿Estaba marcando una distancia? Pronto lo sabría.
Acomodó su cabello con despreocupación, concentrándose en lo que pudiera captar para mostrarse impertérrita. Una sonrisa estuvo a punto a bailar en sus labios al pensar en las puertas que podrían abrírsele si caía bajo los encantos del tan afamado príncipe. Se imaginó como su querida, podría complacerlo, claro que si, ¿pero lo deseaba? La etapa en la que era un trozo de carne que los hombres utilizaban y descartaban con facilidad, ya estaba enterrada en el lejano pasado. En su presente, era ella quien elegía con quién compartir el lecho, a quién darle de beber de su elixir, a quién negarse, a quién mandar. Ese poder que le había dado el apellido y el dinero, era lo que la separaba de aquella niña pobre que fue durante la mayor parte de su vida, lo que la diferenciaba y la hacía Madeleine Fitzherbert, y no la simplona Williams. <<Soy feliz>> pensó con determinación, quizá intentándose convencer de que esa era la realidad o, quizá, afirmando lo que realmente era. A Maddie le faltaban muchas cosas para alcanzar eso a lo que aspiraba, pero, íntimamente, sabía que debía sacrificar sus privilegios en pos de sentimientos que ya no servían.
Lo observó, fugazmente, por el rabillo del ojo. El príncipe se había colocado a su lado, regalándole una panorámica de su perfil. <<Tan hermoso que lastima>> pensó con picardía sin cambiar su gesto que rozaba la apatía. Volvió a fijar su vista en algún punto lejano de uno de los jardines del Palacio. Algo en él le intrigaba y le generaba un estado de precaución, conocía los peligros a los que los simples humanos como ella y tantos otros, estaban expuestos en la noche. No prestaba atención a los rumores, y la figura tan importante de quien ahora era su acompañante, jamás había sido objeto de atención debido a su estado civil. Daba por sentado que él era todo lo que las muchachas deseaban como marido: un miembro de la realeza, guapo y misterioso. Claro, todas menos ella. Lo escuchó con atención, y le regaló una sonrisa ladeada, sin mirarlo.
—Alteza, su presencia jamás sería poco grata para una dama —su voz cadenciosa salió en una cascada de sensualidad innata. Giró e hizo una leve reverencia. Los buenos modales ante todo. —Y, puedo apreciar, que no soy la única que no está disfrutando de la velada —sus comisuras se levantaron, sin llegar a formar una curva. Levantó la máscara con un destello de picardía en sus ojos y se cubrió el rostro. —No estoy cumpliendo con la consigna en su honor, sepa usted disculparme. Me presentaría, pero eso le quitaría sentido a ésta obra de arte —movió con suavidad la careta. —Sin embargo, pensándolo bien, se quién es usted, lo que me otorga una cierta ventaja, ¿no lo cree? —ladeó su cabeza, y sus bucles se movieron con delicadeza— Imagino que con tantas personas que lo han saludado ésta noche, no recordará a ésta humilde jovencita que soy —llevó la mano derecha a su pecho, y el anillo de compromiso brilló sin rastros de vergüenza. ¿Estaba marcando una distancia? Pronto lo sabría.
Madeleine Fitzherbert- Realeza Inglesa
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