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El arte se oculta tras una máscara de silencio | Privado 2WJvCGs


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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

¿Estás dispuesto a regresar más doscientos años atrás?



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Mensaje por Mathilde Höffer Jue Nov 28, 2013 6:35 pm

Se miró las uñas. Cortas al ras, y a pesar de ello, no había podido evitar no mancharse con pintura. Diminutas, y casi invisibles partículas de colores se pegaban a su pálida dermis. El mayordomo sirvió el plato principal, una carne mechada con papas al horno, que desbordaban aroma a hierbas frescas. La voz de su padre, llamándola suavemente, la obligó a levantar la vista. Ella alzó las comisuras en un asomo de sonrisa, que murió en el intento. La comida le revolvía el estómago, como todos los días. El cocinero sabía que detestaba la carne, pero su padre le tenía prohibido rechazarla, y día tras día la obligaba a ingerir ese alimento que la enfermaba. Le saldrían, nuevamente, manchas en la piel. Se le llenaron los ojos de lágrimas observando el menú intacto, hasta que el leve sonido del cuchillo cuando rasgó un trozo que Amadeo terminó llevándose a la boca. Odiaba aquella sensibilidad para los sonidos. La aturdía el ruido de los dientes de su padre mientras masticaba, y cuando el pedazo triturado corría por su garganta, se le revolvió el estómago.

¿No vas a comer? —preguntó Amadeo, tras apoyar la copa de vino en la mesa.

Sí, padre —murmuró.

Tomó los cubiertos de plata con delicadeza y comenzó a comer. Cada bocado se convertía en una acción tortuosa, en una lenta agonía. Sólo dejó dos zanahorias, y eso le arrancó a su padre una gran sonrisa acompañada de un apretón de manos. Él se esmeraba en que ella fuese una joven normal, que se alimentase bien, que cuidase su salud, que no le faltase ningún material de pintura y que jamás repitiera un atuendo. Él la seguía tratando como a una niña, y eso a Mathilde, muy en lo profundo, la reconfortaba. Pero le era inevitable no extrañar a su madre, no a la biológica, sino, a la difunta esposa de Amadeo. Ahora era ella la que ocupaba el lugar derecho de la mesa, que antes había pertenecido a Anette. Su constante aroma a alcanfor ya no flotaba en el aire, había sido reemplazado por el dulce perfume de las flores frescas que cada mañana las empleadas cortaban y reemplazaban al día siguiente. Hasta las rutinas de la casa habían cambiado, pues no se adaptaban más a los problemas de salud de Anette, y Mathilde se esforzaba en disimular sus dolores u ocultar sus padecimientos. Nadie entendía que ella también estaba enferma, tenía lo mismo que su querida madre adoptiva.

Terminaron el postre, bebieron un café, y se trasladaron a la sala de fumar. Allí Amadeo encendió un puro, se sirvió brandy, y Mathilde se dedicó a tocar las pocas piezas de piano que sabía. Las había aprendido por obligación, y si bien lo hacía muy bien, lo único que realmente le gustaba era pintar. Cuando Albert, el mayordomo, ingresó a la habitación, ella lo siguió por el rabillo del ojo. Se inclinó hacia su jefe, que estaba sentado disfrutando de la melodía, y escuchó claramente que habían recibido una visita. Se trataba de una coleccionista de pinturas, que deseaba ver a Mathilde. El dependiente pidió autorización para anunciar a la mujer, y cuando se acercó a la cambiante, ella cesó la música. Asintió con la cabeza, no sin mirar a su padre que la autorizó con un ademán de su mano.

Dígale que me espere en el salón blanco —que era la galería interna de la mansión, creada para todas aquellas pinturas y esculturas que Mathilde quisiera tener— Pronto me reuniré con ella.

Con ayuda de una doncella, se cambió rápidamente. Un atuendo en color magenta, mangas largas, puños de encaje y cuello alto, fue lo que eligió para su encuentro. Había olvidado por completo la visita de aquella dama pero, al parecer, su padre no, pues se lo vio muy tranquilo y…feliz. Quizá tenía la esperanza de que comprase alguna de las obras que, celosamente, Mathilde guardaba en su atelier y no se atrevía a exponer. Él le había contado a varios amigos suyos que eran coleccionistas, sobre el innato talento de la joven, pero ella se negaba rotundamente a hacerlo público, era suficiente con que sus padres los vieran. Le aterraba la idea de someterse a la crítica, de sufrir comparaciones y ser expuesta a un público que no quitaría sus ojos de su alma, pues sus creaciones, eran eso. Agradeció la pericia de su doncella para acomodarle el rodete, y que la tomase del brazo para bajar las escaleras.

El salón blanco brillaba espléndido gracias a la araña de cristal que su padre había hecho construir exclusivamente para ella. Las paredes eran de un blanco purísimo y el suelo de mármol, en clara alusión al nombre que se le había otorgado a la habitación. En el medio estaba la esbelta figura femenina de espaldas, contemplando una antiquísima pintura que Mathilde había logrado rescatar de un anciano coleccionista que había muerto. La había conseguido a un bajo costo, pues sus hijos querían deshacerse pronto de todas las pertenencias innecesarias de su padre. Ella la había enmarcado en oro. Pensó que no podía vender ninguna de todas las obras que había allí, todas tenían su carga emocional, formaban parte del universo íntimo de la muchacha. Aceptaba visitas, pero nunca compradores.

Buenas noches —habló en voz baja, temiendo romper el encanto que había allí dentro.
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Mensaje por Cora A. Samaras Dom Mar 23, 2014 7:56 am

Estaba cansada de las antiguas reliquias que guardaba recelosamente en una mansión muy lejos de parís, en otra parte de Francia, un pueblo olvidado, al que alguna vez fui, solamente por interés de un viejo pretendiente, que al morir, me heredo la casa, normalmente vendo las propiedades luego de unos años, pero necesitaba un lugar para guardar todas mis bellas pintura y esculturas, así que esa mansión fue destinada a eso, cada cuarto tenía un movimiento artístico diferente, las paredes estaban llenas de cuadros de tal genero que correspondiera a esa habitación. Aunque mi afinidad llegaba a hacer por los cuadros antiguos, de épocas ya olvidadas por muchos jóvenes, comencé a meditar sobre la época en que actualmente estaba, la cual, algún día también sería como las época que amó con tanto fervor.

No deseaba las aristas más aclamadas del momento, esos eran fáciles de agarrar, dar una suma de dinero, para que llegara a darte un buen cuadro, que podría llegar a ser un excelente recuerdo para las generaciones posteriores, pero en esos momentos estaba buscando algo más personal, mas intimo, una obra que me llenara de los sentimientos olvidados por el tiempo. Esa era la razón de estar en aquella casa, humilde, para mis gustos, mi vestimenta se caracterizo por los tonos oscuros, entre negro y rojo oscuro, en algunos bordados de aquel ostentoso vestido, mantenía mis manos cubiertas por dos guantes blancos, mi cabello, había sido decorado por un sutil adorno de plumas y joyas, mientras unas ondulaciones artificiales se disponían a caer con cierta naturalidad hasta llegar a mi hombros.

Había llegado a mis oídos, susurros habladurías, pero muy interesantes, una jovencita, muy talentosa o eso alardeaba su padre, que guardaba sus pinturas con tanto recelo, que casi nadie había logrado verlas, eso llegaba a mí como una oportunidad, pero también se convertía en un capricho, lograr lo que nadie más pudiera haber logrado, era mi superioridad innata, mi alter ego se alimentaba de mis victorias, de los logros, que solamente yo habría podido hacer. Sentada en los mullidos sofás, me disponía a esperar a la pintora, mi piel siempre con ese aspecto de mármol, pero tenía un color aceptablemente humano, me había cerciorado de eso antes de tocar aquella casa, aun así, comenzaba a perder como a poco, la viveza de los labios, lo que me molestaba un poco, ciertamente.

La paciencia no era una de mis virtudes, mis piernas comenzaban a gritarme que me moviera, así que me levante, con delicadeza, para rondar un poco con la mirada los diferentes cuadros que había, además de cualquier otra cosita, que pareciera antigua o de su época o alguna otra siguiente a esta. Sentí como una corriente que hizo que mis oídos temblaran un poco, al captar las vibraciones de la voz de la jovencita. No me moví o eso pareció, pero en realidad, mi cuerpo, de forma microscópica, se había exaltado, por la onda sónica que había provocado su voz. — Que hermoso hallazgo hizo usted — inquirí con tranquilidad, refiriéndome a la pintura. Gire mi cuerpo, para encontrarme con la bella mujer, entrecerré mis ojos, por solamente segundos, lo que hizo parecer que solamente hubiera sido un parpadeo mas de los necesarios para mantener humedecidos y protegidos a los ojos, pero la verdad era que me acostumbraba a la presencia de aquella jovencita, que parecía llenar toda la habitación, con cierto aire de recelo por cada una de los cuadros que había allí.

— Me llamo Anastajia, actualmente eso está traducido a Anastasia — explique tranquilamente. Comenzaba a apetecerme utilizar ese nombre para identificarme, aunque eso, la verdad, no cambiaría nada. Desvié mi mirada hacia la doncella que estaba detrás de ella, con la cabeza agachada, ladee mi rostro un poco, detallado, las arrugas prematuras de sus ojos y las bolsas que se acumulaban debajo de ellas. Los detalles, me perturbaban, aun siendo tan mayor, pero era por algo ya diferente, me gustaba cada uno de aquellas singularidades que podría apreciar, los veía como algo mágico, irreal — Le diré la verdad, soy coleccionista, tengo una gran colección, no se imagina cuán grande es, pero siento que me faltan cuadros que muestren la magia de esta época, si me podría recomendar alguno, seria de gran ayuda para mí y mi bella colección — cuando había terminado de hablar, había vuelto la mirada hacia la pintora, esperando que tomara la decisión correcta, no estaba de humor como para venir otra vez, cubierta de sombras, para elegir lo que yo quisiese sin permiso alguno.
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