AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Flaming June [Libre]
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Flaming June [Libre]
“También a ella le había llegado la hora de preguntarse con dignidad, con grandeza, con unos deseos incontenibles de vivir, qué hacer con el amor que se le había quedado sin dueño”
Gabriel García Márquez
Gabriel García Márquez
Junio había comenzado ventoso y encendido. Emerald, con sus mejillas arreboladas por el Sol del mediodía, había llegado a la Biblioteca con el fin de conseguir una historia, de esas que tanto adoraba, que la ayudara a salir de la monotonía en la que se había convertido su vida. Había creído que escaparse de la casa de campo que la había acogido desde el nacimiento, iba a llenarla de ricas experiencias, pero París no resultó ser ese centro divertido que había imaginado. No conocía a nadie, su hermana estaba poco con ella, y se aburría, además de que tenía una chaperona que la acompañaba a Sol y a sombra. Ese factor, el de la tutora, era especialmente molesto para su alma libre, la mujer de gesto adusto la intimidaba y cohibía, y ejercía sobre ella esa injerencia negativa que tanto su madre se había esmerado en prodigarle pero que desaparecía ante su primer puchero. La joven pensó que eso era lo que iba a sucederle con Marie, pero la señora era implacable, y no había habido ni capricho, ni lagrimeo, ni ruego que la convenciera de alejarse más de un metro de ella ¡Le estaban coartando la libertad! Era verdaderamente inadmisible que la indomable Emerald Lydia Bennet se hubiera convertido en el potrillo domesticado de la “señora verruga”, como íntimamente había apodado a su tutora, en clara alusión a la prominente protuberancia que llevaba en el entrecejo, pero que, mal que le pesara a la muchacha, Marie hacía olvidar a cualquiera con su porte de reina. En lo profundo la admiraba, y quería ser como ella, pues no había quien no se fascinase ante su inteligencia y su sapiencia, algo que jamás aceptaría, por supuesto.
Aún le resultaba increíble haber logrado escapar de la mirada de halcón de Marie. Y más inverosímil resultaba el hecho de haber conseguido saltar de la ventana de la sala a un árbol, y de allí descender por el ancho y astilloso tronco, sin que su costoso atuendo sufriera rasguños mayores. Las medias se habían llevado la peor parte, pero allí estaban, escondidas bajo la amplia falda de cantidad incontable de enaguas y en tono celeste, que, junto al lila, era su favorito. La corrida por los jardines sí que le había costado un pulmón, ella nunca había sido dada a las caminatas extensas como sus hermanas o su madre, le gustaba pararse a descansar e ingerir algún bocadillo. Su madre le recalcaba, a menudo, que era una glotona, y que la gula era un pecado capital, que ardería en el Infierno. Con esa amenaza lograba que la ingenuidad de Emerald le diera paso a la precaución, y redujera la cantidad de dulces…sólo por un escaso tiempo. Se había alejado de la residencia que la encarcelaba, pues había tenido que soportar la sorpresa de su hermana de ser perseguida por una adolescente de dieciséis años, y, como todo desde que había puesto un pie en el buque que la llevó de Inglaterra a Francia, no había sido como lo planeaba. El recorrido por las calles parisinas terminó resultando entretenido, y una nostalgia inusual la invadió al percibir la cantidad de parejas que se cortejaban. Le llegaban frases cortadas formuladas por voces masculinas en las cuales elogiaban los detalles de alguna dama, o las risas tímidas de las jóvenes casamenteras, todo era una maroma de deseos que había reprimido cuando su amor le dejó en claro que la veía como una pequeña hermanita, y a posteriori, tomó por esposa a otra. El pecho le dolía de recordar el momento de la boda, y había sacudido su cabeza para quitar las imágenes de su mente, en especial la mirada de él, que contemplaba a su reciente mujer con verdadera devoción, eso era lo más triste.
Alejada de los ruidos, los olores, las malas remembranzas, los estantes altos y vastísimos de la biblioteca le habían deleitado la vista y habían actuado como una caricia dulce. Sus dedos finos y de uñas pulcras habían recorrido los lomos de unos cuantos libros, y estuvo más de una hora decidiéndose por un título. Eligió a Ann Radcliffe, una novelista inglesa, londinense como ella, que había publicado su primera novela hacía pocos años, en 1789, y la había titulado “The Castles of Athlin and Dunbayne”, y que ella había descubierto tras inmiscuirse en las reuniones de sus hermanas mayores con amigas. Le había fascinado, a pesar de que la autora no había recibido la mejor crítica. París le estaba abriendo las puertas hacia el libro que colocó a la escritora en la cima, “The romance of the Forest”. Se abrazó a su nuevo amigo, y recorrió los largos pasillos decidiendo dónde ubicarse. Ninguna de las mesas disponibles fue de su agrado, y al verla tan desorientada, una empleada le sugirió el jardín trasero. Emerald le había susurrado un “merci”, acompañado con su sonrisa infantil. Pocas eran las personas que estaban ubicadas a los alrededores, y ella optó por situarse bajo un árbol del cual desconocía el nombre, pero que tenía una copa enorme y repleta de abundantes hojas y pequeñas flores blancas. El césped era un colchón verde, que invitaba a la inquieta pelirroja a sentarse sobre él, estirar sus piernas, y dejar que Ann Radcliffe le mostrara la vida de una heroína intrépida, como ella deseaba ser. No tardó en sentirse atrapada por la prosa subyugante y descriptiva, y así dejó que las horas pasasen, mientras ella, con su espalda apoyada en el tronco y la mejor compañía, se suspendían en el tiempo y el espacio.
Aún le resultaba increíble haber logrado escapar de la mirada de halcón de Marie. Y más inverosímil resultaba el hecho de haber conseguido saltar de la ventana de la sala a un árbol, y de allí descender por el ancho y astilloso tronco, sin que su costoso atuendo sufriera rasguños mayores. Las medias se habían llevado la peor parte, pero allí estaban, escondidas bajo la amplia falda de cantidad incontable de enaguas y en tono celeste, que, junto al lila, era su favorito. La corrida por los jardines sí que le había costado un pulmón, ella nunca había sido dada a las caminatas extensas como sus hermanas o su madre, le gustaba pararse a descansar e ingerir algún bocadillo. Su madre le recalcaba, a menudo, que era una glotona, y que la gula era un pecado capital, que ardería en el Infierno. Con esa amenaza lograba que la ingenuidad de Emerald le diera paso a la precaución, y redujera la cantidad de dulces…sólo por un escaso tiempo. Se había alejado de la residencia que la encarcelaba, pues había tenido que soportar la sorpresa de su hermana de ser perseguida por una adolescente de dieciséis años, y, como todo desde que había puesto un pie en el buque que la llevó de Inglaterra a Francia, no había sido como lo planeaba. El recorrido por las calles parisinas terminó resultando entretenido, y una nostalgia inusual la invadió al percibir la cantidad de parejas que se cortejaban. Le llegaban frases cortadas formuladas por voces masculinas en las cuales elogiaban los detalles de alguna dama, o las risas tímidas de las jóvenes casamenteras, todo era una maroma de deseos que había reprimido cuando su amor le dejó en claro que la veía como una pequeña hermanita, y a posteriori, tomó por esposa a otra. El pecho le dolía de recordar el momento de la boda, y había sacudido su cabeza para quitar las imágenes de su mente, en especial la mirada de él, que contemplaba a su reciente mujer con verdadera devoción, eso era lo más triste.
Alejada de los ruidos, los olores, las malas remembranzas, los estantes altos y vastísimos de la biblioteca le habían deleitado la vista y habían actuado como una caricia dulce. Sus dedos finos y de uñas pulcras habían recorrido los lomos de unos cuantos libros, y estuvo más de una hora decidiéndose por un título. Eligió a Ann Radcliffe, una novelista inglesa, londinense como ella, que había publicado su primera novela hacía pocos años, en 1789, y la había titulado “The Castles of Athlin and Dunbayne”, y que ella había descubierto tras inmiscuirse en las reuniones de sus hermanas mayores con amigas. Le había fascinado, a pesar de que la autora no había recibido la mejor crítica. París le estaba abriendo las puertas hacia el libro que colocó a la escritora en la cima, “The romance of the Forest”. Se abrazó a su nuevo amigo, y recorrió los largos pasillos decidiendo dónde ubicarse. Ninguna de las mesas disponibles fue de su agrado, y al verla tan desorientada, una empleada le sugirió el jardín trasero. Emerald le había susurrado un “merci”, acompañado con su sonrisa infantil. Pocas eran las personas que estaban ubicadas a los alrededores, y ella optó por situarse bajo un árbol del cual desconocía el nombre, pero que tenía una copa enorme y repleta de abundantes hojas y pequeñas flores blancas. El césped era un colchón verde, que invitaba a la inquieta pelirroja a sentarse sobre él, estirar sus piernas, y dejar que Ann Radcliffe le mostrara la vida de una heroína intrépida, como ella deseaba ser. No tardó en sentirse atrapada por la prosa subyugante y descriptiva, y así dejó que las horas pasasen, mientras ella, con su espalda apoyada en el tronco y la mejor compañía, se suspendían en el tiempo y el espacio.
Emerald L. Bennet- Humano Clase Alta
- Mensajes : 13
Fecha de inscripción : 03/05/2013
Re: Flaming June [Libre]
"TODO CUANTO CODICIÁIS ES MI ENEMIGO,
PUES SÓLO YO OS CONSUMIRÉ"
PUES SÓLO YO OS CONSUMIRÉ"
No disfrutaba nada más que un buen día empleando a sus sirvientes, ellos estaban hechos para servirle y en aquel lugar no se prescindía de sus servicios, pero la soledad en lugares como aquellos era en verdad un regalo. Las mujeres parlanchinas y los caballeros que les alzaban el ego a más no poder ¿y para qué? A final de cuentas sólo obtendrían una sonrisa venidera de sueños muy escrupulosos en los que prácticamente ya estaban contemplando una boda con mil invitados ¡y ni que decir de los herederos que tendrían con ellos! Planeaban sus vidas, la ciudad del romance le hacía gala a su etiqueta, una que no estaba hecha para el ruso. Una voz femenina y suave dio formalmente la bienvenida a Stiva, con una sutil inclinación de su cabeza ofrecía una disculpa por su demora; la mujer no lucia mayor a los cincuenta y cinco años, pero con la sola mirada podía devorar por completo el cuerpo del joven quien determinadamente sonreía, procurando desafanarse lo más rápido posible de la anciana, que no le brindaba ni oficio ni beneficio, lo cual mientras más lejos estuviera de ella y sus pensamientos pecaminosos era mucho mejor.
Vaya que gozaba pavonearse entre los pasillos repletos de libros, exceptuando a su mala compañía, los dientes rechinaban ante la falsa sonrisa que sostenía y su galantería se iba extinguiendo a medida que sentía la cercanía de la bibliotecaria ¿Acaso no tendría un momento de paz? ¡Si era eso lo que buscaba en la zona! Y para colmo de sus males, se había topado con la quimera más extraña y horrible del lugar. Admiraba su exceso de carácter cuando las viejas tenían dinero de sobra, por lo menos resultaba ventajoso no tener que tocar sus rostros arrugados, sus cuerpos delgados y ásperos gracias a sus bajas autoestimas ¿Qué hacia un hombre tan atractivo pretendiéndolas? El brujo, por supuesto, no dudaba en utilizar sus mejores armas de seducción y presunciones para conquistarlas tomando todo lo que le convenía tomar y robarles hasta abandonarlas.
-Monsieur Záitsev, aquí tiene su libro “Jardín Multicolor” de Simeón Pólotski-
Daba justo en el clavo, era el libro ideal para desmembrarse la cabeza antes de continuar su travesía por los caminos que Odín le mostraba, encontrarlo en Rusia se había complicado pese a que el escritor tenía una estrecha relación con uno de los antiguos zares. Deslumbrarse entre sus poemas con dobles sentidos y la sátira, era de por sí una segunda lengua para él; pues en ellos había encontrado los primeros destellos del futuro que le esperaba si lograba sacrificar sus males –Muerto el perro se acababa la rabia- o muertos sus padres devenía la libertad de Stiva y su melliza. Su rostro lucia desconcertado, era una lástima que Simeón Pólotski, no hubiese nacido en el siglo en el hallaban, algo similar a Tomas Moro. Entrelazando sus dedos en el rustico comenzó a hojearlo con el cuidado que puede tener en tratarse al cristal, inclusive con mucha más sutileza, las hojas lucían tan viejas de lo que parecía en realidad el ejemplar, quizá se debía a que muchos de ellos habían sido escondidos bajo títulos falsos, pues hace ya más de cien años era castigada la herejía con la hoguera y no porque Simeón lo fuese, pero el pensamiento revolucionario, aquel que incita el avance del hombre e implementa la cultura del pensamiento, no siempre había sido bien vista por todas las dinastías rusas, tampoco por otros reinos o cortes nobles. Enseñar a manejar e idear sus propios pensamientos al hechicero había llevado a su padre a ponerse la soga al cuello, pactando así la expiación de sus pecados, la condena de muerte más terminante, como resultaba serlo un sacrificio humano. Sus huesos habían sido esparcidos por toda la cadena de montañas de Ekaterimburgo, siendo así algo imposible de recuperar exceptuando por esos autores intelectuales del hecho.
-Deseo de un poco de privacidad…las lecturas que llevaré a cabo son para amplificar la conciencia. El ruido, los murmullos y los ojos que me acechen no me dejarán realizar mi actividad ¿Podría mostrarme un lugar más…privado?-
Le sonrió pero evitó terminantemente el contacto a los ojos, pues si lo hacía parecería que deseaba encontrarse a solas con su quimera, su voz modulada, cortante casi rozando el tono punzante despertó del sueño a la mujer, quien, agrandó los ojos convirtiéndolos en un par de platos, plenamente abiertos. No había ningún tipo de señal en la que el hechicero le hiciera ver que le apetecía estar sólo con ella, por lo que opto por borrarse esa idea adolescente de la cabeza. Fue ahí en que la bibliotecaria devolvió con una sonrisa al educado gesto forzado de Stiva, señalándole el camino que debía de tomar con su mentón, éste señalaba la puerta abierta de par en par que daba hacia otro lugar; a lo lejos un jardín amplio con verdes prados, boscosos arboles de hoja ancha y un color olivo que brillaba con los rayos del sol los cuales golpeaban las gotas de rocío. Entonces, caminó hasta encontrarse con el lugar ideal justo debajo de un frondoso árbol que ofrecía una sombra exquisita para descansar y que a simple vista lucia tan alejado como para ser interrumpido por cualquier otra persona. No obstante justo cuando se encontraba sumergido en los párrafos y relatos de su lectura, el sonido de unas pisadas cautelosas llamó su atención, sacándole del trance en el que se confinaba, pues la presencia a su espalda poseía un olor dulzón y juvenil similar al de su joven hermana Valentina.
Stiva Záitsev- Hechicero/Realeza
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Fecha de inscripción : 25/02/2013
Localización : Castillo de Windsor, Berkshire, Reino Unido
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