Sin tener un norte... {Libre}

San Petersburgo, marzo de 1918


Había pasado un año desde la caída del Imperio. Rusia estaba lejos de recuperarse y ser la gran nación que había sido. El marzo ruso es como invierno penetrante, que se cala en los huesos. Las calles adoquinadas estaban sembradas por un hielo cortante y burlón, que está esperando atento a que algún despistado resbale. Las Nianushkas hacían cola en las calles de la que fue capital del país. Los hombres rudos, cubiertos con pieles y sus eternos ushankas volvían, con el rostro cubierto de hollín, de los trabajos en el ferrocarril. Otros del campo. Algunos, en grupos de cuatro o cinco, penetraban en las casas abandonadas en busca de algo que pudiera serles útil a sus familias.


Nastya guiñaba un ojo, estiraba con agilidad la cuerda de su tirachinas. Pucca, a su lado, permanecía en un silencio sepulcral, para no importunar a su dueña y sus labores. ”A la de tres”. A la de dos, la joven rusa soltó bruscamente su tirachinas. El guijarro voló y acertó a darle justo al cincho de uno de los trabajadores que hacían cola para el racionamiento de comida de aquel mes. El hombre pareció desconcertado, miró un par de veces a su alrededor, pero al no descubrir nada sospechoso, simplemente se encogió de hombros.

Con un desparpajo y habilidad sacadas de no se sabía dónde, Nastya corrió a por la bolsita de cuero que había caído del cincho del hombre. Procurando no levantar sospechas, salió de allí tranquilamente, a paso sosegado y silbando una vieja melodía.

-¡Eh! Ha sido ella. ¡Esa zagala!
Nastya escuchó las voces en ruso y, sin ni si quiera necesidad de mirar, sabía que la estaban apuntando con el dedo. ”Perfecto”. La joven rusa despegó los pies del suelo con una rapidez digna del propio dios Mercurio. Por las voces que había podido distinguir, eran unos tres las que la estaban persiguiendo por detrás. Si conseguía llegar hasta la tercera bocacalle...

De pronto, otros cuatro salieron a su paso, cortándole toda vía de escape. Con fuerza y desprecio, la empujaron hacia un lado, y la muchacha cayó de espaldas con un sonoro golpe, pringándose todo el abrigo mohoso de nieve y barro.
-Te hemos visto con el tirachinas. Muy hábil, ratilla de cloaca. Pero estoy seguro de que no te importará compartir eso con tus amigos camaradas, ¿no es así? -el hombre barbudo sonrió dejando ver una boca a la que le faltaban, al menos, cuatro dientes.

-¿Y por qué debería hacerlo? ¿Acaso estábais vosotros apuntando con el tirachinas o qué? -repuso la joven, haciendo un mohín con la boca. Se puso en pie y se sacudió los copos de nieve que se habían adherido a sus ropas-¿No preferís asaltar el Palacio de Invierno? He oído que eso se os da muy bien a vosotros, los comunistas.
Otro de los hombres rió con desprecio.
-¡Já! Así que nos ha salido zarista la mocosa.
-Igual está triste porque los camaradas les han roto sus vestidos de seda y gasa.
Nastya apretó los dientes y con un impulso, se abalanzó sobre el primero de ellos. Lo único que consiguió fueron burlas y risas por parte de todos los reunidos. Pronto, empezó a congregarse en la plaza un grupo de gente que observaba el espectáculo entre horrorizados y divertidos, pero ninguno se atrevió a intervenir para parar aquello.

De entre todas aquellas caras impregnadas por la rabia, la exasperación y la impotencia, Natasha Stroganóva distinguió una, en aquella marea colérica de hombres repudiados, donde la bondad -o al menos, cierta honorabilidad- se dibujaba en un rostro. Otro de los hombres allí congregados avanzó hacia el centro, y depositó cuidadosamente una mano sobre el hombro del individuo que había propinado un golpe a la muchacha, bajo la atenta mirada de un público impasible y flemático.

-Déjalo ya, Sasha. No merece la pena -trató de suavizar los ánimos. Nastya volvió a clavar la mirada en aquel hombre que había intercedido. Era joven, no tendría más de veinte años, y sus ánimos exaltados, de grandeza e igualdad, parecían haber caído en el olvido.

La rusa esperó que el otro hombre del ushanka soltara un bufido e ignorase las palabras del joven. Pero se equivocó en sus premeditaciones. El hombre viejo torció el labio, parecía querer decir algo, y sin embargo, se contuvo ante las palabras del joven, más razonables. Un brillo extraño se proyectó en los ojos, y con un gesto de la cabeza, se retiraron de ahí sin decir nada.


Natasha Stroganóva quedó otra vez tirada en el suelo. Cuando se puso en pie, las gentes empezaron a deshacer el círculo morboso que habían creado. En aquellos tiempos, parecía que la gente de Rusia sólo podían concebir sangre y desgracias. Nastya se llevó una mano al rostro. La sangre seguía fluyendo, pero no parecía ser nada grave. No era la primera vez que la veía. En cantidades incluso más grandes.
-Malditos desgraciados... -Pucca acudió a su lado ladrando y moviendo la cola, visiblemente contento porque su dueña hubiera salido ilesa de tal caos. La joven rusa volvió a girarse, allí estaba todavía la señorita de clase alta, con sus ropajes de seda y satén. Nastya le dirigió una mirada curiosa.