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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

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Mensaje por Bárbara Destutt de Tracy Miér Ene 01, 2014 9:13 pm

"Como el contagio de una enfermedad, el contagio de la confianza puede generar más confianza."
Marianne Moore


Si hubiera podido echar espuma por la boca, Bárbara se habría sentido más satisfecha. Era medianoche, no había asistido a una importante velada, gracias a un lamentable hecho producido dentro de su mansión. El collar y los aros de diamantes, que había comprado especialmente para el evento de ese día, habían desaparecido de su alcoba con total impunidad. Un maleante que, seguramente se encontraba dentro del personal doméstico, había entrado a su habitación, había abierto uno de sus cajones, tomado el estuche de terciopelo negro, y se había paseado por los pasillos, ocultando en sus ropajes el tan preciado aderezo. Aún le duraban las palpitaciones aceleradas que había sentido en el preciso instante que terminó de vestirse, peinarse y maquillarse, y abrió el sitio donde debería haber estado el conjunto, y se encontró con aire, nada más que aire… Había apretado los puños hasta sentir un intenso dolor provocado por las uñas hundiéndose en sus palmas, y había empalidecido de tal manera que su doncella lanzó un alarido de susto, creyendo que se desmayaría. Pero no, sólo se había puesto de pie, caminado hacia su ventana, y permanecido en silencio por poco más de media hora. Hasta que, con su compostura habitual, giró sobre sus talones y le pidió a la joven que enviara una nota avisando que no podría concurrir a la cena con los inversores del banco, luego pidió un té de jazmín, y se dedicó a revisar uno por uno sus cajones.

Bárbara bajó las escaleras, seguida por su doncella, que ante la noticia del robo había entendido que lo mejor era no hablarle a su patrona. Destutt de Tracy lo agradeció, pues estaba de pésimo humor, y era bueno saber que sus empleados sabían que no debían hablarle en momentos como ese. Ingresó a su despacho, le pidió a la muchacha una medida de brandy, y se sentó, apoyó los codos en el escritorio y juntó las yemas de los dedos hasta que le sirvieron la bebida. La habría tomado de un solo trago, pero recordó que no estaba sola, y sólo le dio un pequeño sorbo. Debía pensar qué hacer, si darle parte a la policía, lo cual le daría tiempo al ladrón de desaparecer junto con las joyas, o convocar a sus tres empleados de mayor confianza –uno de ellos estaba en esa misma habitación, y era su doncella- e intentar deducir entre los cuatro el mejor proceder. Quentin Debussy, su mayordomo y mano derecha, tenía una mente brillante; Edouard Carrouges, que extrañamente se había convertido en lo más parecido a un confidente, tenía instinto; y Jeanna Amdahl, que no sólo la acompañaba a todos lados, sino que con su simpatía lograba que todo el personal le confiara sus secretos. A veces le extrañaba que su círculo íntimo se circunscribiera a personas que mantenían una relación de dependencia, y a dos amigos que la vida le había regalado. Nadie más, no podía fiarse de nadie más. Y si bien no ponía las manos en el fuego por nadie, estaba convencida de que Carrouges, Amdahl y Debussy, no serían capaces de traicionarla, pues lo que le pidieran a Bárbara, ella se los daría, sin necesidad de hurtar. Eran demasiado dignos para semejante bajeza.

Jeanna —habló tras largos minutos de reflexión y brandy. La boca le sabía de maravillas, y eso le renovó, levemente, el humor— Necesito que, con total discreción, despiertes a Quentin y a Edouard —se apoyó en el respaldar de su silla— No les anticipes el asunto que trataremos, sólo que yo digo que los espero en mis despacho, lo antes posible —bajó los párpados— Hazlo rápido, por favor.

Cuando escuchó que la puerta se cerraba, abrió los ojos y pasó su mano por la suave madera barnizada de su escritorio. Bebió otro sorbo y retuvo el líquido unos instantes, hasta que pasó con suavidad por su garganta. Se puso de pie y encendió otro candelabro. Caminó hacia la biblioteca y acarició los lomos de libros viejos. La herencia de Turner también era intelectual, miles y miles de páginas con historias interesantes, con tratados, leyes, filósofos famosos, algunos no tantos, manuales de derecho, de economía, y todo lo que pudiera imaginarse posible. Bárbara jamás podría terminar de disfrutar de tan preciado tesoro, pero era reconfortante saber que allí estaba y que no corría peligro. Las joyas cotizaban, y a nadie se le ocurriría robar un libro, por más viejo que fuera, salvo que contuviera información que la perjudicara a ella o a sus finanzas, pero esos no estaban a la vista de todos. La viuda tenía una memoria infalible, y había memorizado los títulos de casi todos los libros que había en el despacho. Los de la biblioteca principal eran demasiados, y hasta su mente podía fallarle. Pero los que estaban allí, los que escuchaban sus reuniones, los que la acompañaban en las largas noches de análisis, los que amanecían junto a ella, eran su familia, y había aprendido a quererlos más que a muchas cosas. Se dijo que estaba comenzando a enloquecer, y se dirigió hacia las bebidas, para servirse más brandy. Volvió a sentarse, a la espera de la reunión.
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Mensaje por Jamile S. Czinege Sáb Ene 04, 2014 7:28 pm

Calma. Tranquilidad. Sosiego. Eso era todo cuanto trató de transmitirle a su Señora en cuanto se dio cuenta de lo sucedido. Si bien no dijo nada inoportuno en aquel momento, su actitud, comedida como nunca, dejó bien claro que también estaba preocupada. ¿Quién habría podido hacer algo así en la mansión Destutt de Tracy? El servicio era numeroso, y en el tiempo que llevaba como doncella de la Señora Bárbara, había podido conocerlos a todos con bastante grado de profundidad. Siempre había tenido aquella extraña -y útil- habilidad para hacer que todos confiaran en ella sin que tuviera que hacer demasiado para conseguirlo. Simplemente, siendo ella misma y sonriendo como acostumbraba, todos le contaban cuanto necesitaba saber. Y lógicamente, ella después se lo contaba a su Señora, para demostrarle que pese a la diferencia que había entre ambas, era alguien confiable. Pero al principio, al verla tan alterada, no supo muy bien qué tenía que hacer. Jeanna, siempre nerviosa y alegre, trató de volverse un pilar de seguridad para la Señora de la casa, aunque por dentro estaba tanto o más nerviosa que ella. Que hubiese alguien entre el servicio capaz de robarle sin más, aun cuando se trataba de una de las mujeres más consideradas que había conocido, le disgustaba profundamente.

Normalmente confiaba ciegamente en la bondad de las personas que la rodeaban, merecida o no, creyendo, tal vez inocentemente, que la maldad era sólo un estado pasajero y que ni de lejos era mayoritario en aquel mundo del que sólo quería ver la luz y el color. Precisamente por eso no estaba preparada para desengaños de aquel tipo, y pensó que tal vez fuese culpa suya. Desde que llegó a la mansión, su Señora estaba confiando tanto en ella que quizá se le hubiese pegado algo de su innata despreocupación. Porque Jeanna prefería ver sólo las cosas agradables de la vida, quitándole peso a las desagradables... Claro que ella nunca había tenido demasiado que perder. Como mucho podían robarle unas flores, o algunos pañuelos, pero nunca unas joyas u otros objetos que valían más que ella misma. Se pasaba todo el día con ella, la seguía a todas partes, intentando contagiarle un tanto de su entusiasmo desmedido, a cambio de aprender muchísimas cosas de la vida que por sí misma jamás hubiese conocido. Quizá algún día le pidiese que la enseñara a leer y escribir. Porque quería parecerse un poco a ella, y sabía que le gustaba leer. ¿Y si alguna de aquellas voces que escuchaba por la cocina tenían razón, y ella no era una buena compañía para alguien de su clase? Después de todo, sus servicios, torpes todavía por la falta de costumbre, era todo cuanto podía ofrecerle.

Tras los largos minutos de mutismo de su Señora, supo que mencionar palabra sólo haría que la rabia por el hurto sólo volviese a salir a flote, así que optó por callar. Hizo cuanto le requirió con una velocidad bastante poco usual en su persona, a fin de que la mujer se calmase nuevamente. No le gustaba verla enfadada ni alterada. No había nada más lindo que una sonrisa verdadera, y más si era suya. Aunque el pedido del brandy no hizo más que alimentar su preocupación, decidió dejar los consejos para otro momento y lo sirvió sin chistar, para luego esperar unas órdenes que, por suerte, no tardaron demasiado. No soportaba estar mucho tiempo en silencio, ni quieta en un mismo sitio, y ella lo sabía. Y menos mal. Asintió sin decir ni mu, con los ojos iluminados. Que les mandase a despertar sólo podía significar una cosa: que su Señora tenía un plan para desenmascarar un culpable, y una "misión" para ellos. Algo que, si bien no era algo bueno en sí mismo, a ella siempre le conseguía ilusionar de una forma que pocos entenderían. Los encargos de ese tipo para ella significaban que Bárbara confiaba en ella tanto como en sus otros dos sirvientes, pese a ser casi una recién llegada. ¿No era eso fantástico? Después de tanto tiempo vagando por las calles sin ningún propósito, ahora tenía alguien que confiaba en ella. Y no iba a fallarle.

No habían pasado ni dos segundos cuando el huracán de la casa volvía a corretear por los pasillos felizmente, saltando de un lado a otro y saludando a todo aquel con quien se encontraba. Muchos podrían pensar que era una experta en fingir que nada pasaba, pero aquel era su carácter real, y estaba tan contenta porque su Señora confiase en ella que casi había olvidado el motivo que la llevaba a aquellas horas a despertar al señorito Carrouges. Casi, porque aún sentía en el estómago una ligera punzada de frustración que no se iba por nada del mundo. Golpeó a la puerta con nerviosismo, aunque sin llegar a ser brusca del todo. Si bien era un tanto sospechoso que fuese a la habitación del muchacho a esa hora, nada era demasiado extraño si era Jeanna quien lo hacía. No era la primera vez que despertaba a alguna de las cocineras para que fuese a mirar las estrellas a la calle, aun estando nevando, sólo porque no podía dormir. No eran pocos los que la adoraban por aquellos pasillos... aunque había algunos que se guardaban su opinión recelosamente. Aunque no lo suficiente para que ella no se enterara.

- ¡¡Señorito Carrouges!! ¡¡Señorito Carrouges!! ¡¿Quiere venir conmigo al jardín un momento?! ¡Un gato se subió a un árbol y no lo alcanzo! ¡Ya me caí tres veces! -Un par de risas afloraron en el pasillo, que al poco tiempo se quedó desierto. Cuando no había chismes interesantes, la gente se acostaba pronto. Y las locuras de la niña no eran cotilleos demasiado jugosos. Cuando la última de las doncellas hubo desaparecido tras una esquina, introdujo bajo la puerta una nota en la que las instrucciones de la Señora quedaban reflejadas. Además de dejar claro que rompiese la nota una vez leída. Una sonrisilla maliciosa se dibujó en su semblante, por lo que se limitó a esperar. Una vez saliera le pediría que buscase a Quentin, despertarle a él no sería tan lógico si iba ella. Era el mayordomo jefe, ¿qué haría Jeanna buscándole tan tarde? Podría esconderse mientras Edouard lo llamaba y le entregaba una nota idéntica a la que le había dado a él. ¡Qué plan más genial! Parecían espías infiltrados en una misión altamente peligrosa y secreta... Y comenzó a posar, presa del repentino aburrimiento, como si realmente fuese una y tuviese "licencia para matar".
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Mensaje por Edouard F. Carrouges Mar Ene 07, 2014 1:35 am

Aquella noche la casa estaba tranquila porque Madame Destutt de Tracy acudía a una cena en otro lugar. No es que las labores de Edouard, así como del resto del servicio, se limitaran a seguirla por la casa cuando estaba presente, pero su volumen de trabajo se reducía notablemente cuando ella se marchaba fuera. Al principio no había sabido bien a qué atenerse en la mansión puesto que su antiguo trabajo, el único que había tenido, era bien diferente al que desempeñaría ahora; por suerte Bárbara no necesitaba un muchacho al que llevar a todas partes conjuntado con sus ropas y de todos modos Carrouges ya estaba mayor para eso, sus días de muñeca de trapo habían terminado. Ahora la doncella particular de la viuda de Tracy era una jovencita llamada Jeanna por quien el sirviente había sentido una instantánea corriente de simpatía. Esperaba que esa chiquilla supiera lo afortunada que era por tener un ama así, él la ayudaría en lo que pudiera a conservar el puesto. Por su parte se avino cómodamente a ejercer de camarero, de lacayo y de todo lo que se le pidiera, feliz por no tener ninguna posición de verdadera responsabilidad desde la que verse obligado a organizar a otros. En aquel lugar había demasiado personal y Quentin era eficiente, así que menos quebraderos de cabeza para él. Estaba unido a su Señora por algo más que el deber profesional, ya que cuando su vida había dado un giro completo sabía que había estado a punto de perderse para siempre, y solo a dos personas les debía el milagro de estar ahora allí, de una pieza y mucho más feliz de lo que fue nunca antes. Una de esas personas era Bárbara.

Sin tener motivos para sospechar que la salida de la Señora se había cancelado acudió a cubrir un problema en las cocinas, y allí estuvo con la cubertería de plata y con una mujerona que no le quitaba los ojos de encima - como si él la quisiera robar - hasta que se fue a dormir. Se dio cuenta demasiado tarde de que, por ser esa una velada más tranquila, podría haber pedido permiso para volver a su casa. No obstante ahora ya era demasiado tarde, Madame Destutt no estaba, y de ningún modo iba a marcharse sin avisar para volver al día siguiente como si estuviera en aquella mansión de paseo y recreo. Se resignó a no ver a Anuar hasta el fin de semana, como de costumbre, y subió a su cuarto a acostarse. Y así transcurrió cosa de una hora hasta que unos golpes insistentes en la puerta lo despertaron.

Mentiría si dijera que en el primer momento se alegró de oír la voz de la muchacha. ¿Un gato? ¿En plena noche? La habría sermoneado a través de la pared con su tono de hermano mayor de no ser porque pensó que si él no salía a ayudarla ella lo intentaría de nuevo. La imaginó cayéndose del árbol y lastimándose, y con objeto de impedirlo salió de su lecho calentito, se puso unos pantalones encima de la camisa de dormir y avanzó con el cabello revuelto a tiempo de ver una nota deslizarse sobre su alfombra. Bendijo a Dutuescu por haberle enseñado a leer, sobre todo cuando se dio cuenta del cariz que adquiría el asunto. Alcanzó una chaqueta que se echó sobre la ropa, porque una cosa era salir en pijama al patio a rescatar a un minino con una criada y otra muy diferente presentarse de esa guisa ante su Señora. Después abrió la puerta al fin y encontró a Jeanna fingiendo que sostenía un trabuco y haciendo algo con las piernas que quedaba a medio camino entre mujer fatal y pato a punto de despegar del agua. - Pero niña, ¿qué haces? - A su pesar tuvo que reírse, sacudiéndose parte del sueño de encima. - Voy a buscar una escalera, tú espérame allí. - Esperaba que ella comprendiera que iba a por Quentin y que se adelantara al despacho.

Las instrucciones eran precisas: tenía que romper el trozo de papel que se había metido en el bolsillo. Mientras bajaba la escalera oscura hacia la planta donde dormía el mayordomo - que dada su posición estaba un nivel más inferior a la de los sirvientes sin título - esperó que no importara mucho si se demoraba un poco en ese último cometido. Era un asunto feo ese de las joyas, sin duda, y aunque Edouard esperaba estar equivocado se apostaría algo a que el ladrón no lo había hecho por necesidad. Si uno quería comer no echaba el guante al juego de pendientes que su ama iba a llevar esa misma noche, era de ser necio, cuando sería mucho más disimulado contentarse con cualquier otro ornamento que ella no fuese a usar en mucho tiempo. El pasillo donde estaba la estancia de Debussy estaba vacío, pero aun así Carrouges no se iba a arriesgar a decirle el motivo de su visita a voces desde fuera, así que llamó a la puerta con la esperanza de que eso bastara para despertarlo. Después, emulando a Jeanna, le pasó el papelito por debajo de la madera. - Señor Debussy, ya estoy aquí, he venido a ver su chimenea tan pronto como me ha pedido. - No podía negar que, al igual que la joven doncella, se sentía en el fondo orgulloso de que la Señora le hubiera mandado llamar.
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Mensaje por Quentin Debussy Sáb Mar 08, 2014 12:55 pm

Algo no andaba bien. Era la sensación de quien se preocupaba de que cada cosa estuviese en su sitio en el momento que correspondía y que tenía la impresión de que algo, una prácticamente dispensable pieza, no encajaba. Resultaba sinrazón estar así de atento cuando el día había pasado con total tranquilidad, sin grandes eventos que cubrir más que el que tenía planeado su ama para esa noche junto a los poderosos que le sonreían de frente y que la abucheaban por la espalda, como lo hacía todo grupo podrido en su gloria. Desgraciadamente Bárbara tenía que llevarse con ellos para demostrar que no era una tonta viuda influenciable como decían en aquel rubro, como casi todos, dominado por hombres. Podía ser que en aquella mansión laborase a diario un personal no perfecto, pero sí excepcional, pero ninguno podía llevar a cabo esa faena en lugar de la dueña. Al fin y al cabo, cada pieza tenía su función.

Quentin, que no era de confiar tareas de tal magnitud a otros, le hubiese gustado quedarse hasta más tarde para verificar que la salida de Madame Destutt de Tracy fuese la que ella buscaba, pero entendía la importancia de calmar los nervios antes de entrar a la boca del lobo, cosa que, a corto plazo, sólo podía darle la niña Amdahl con su avenencia, así que lo dejó ir en consideración a los deseos de su ama. Nada que hacer más que los empleados se quedaran dormidos, la chimenea apagada, y los pensamientos que lo volvían un mueble más dentro de la mansión fuesen idos.

Después de la jornada laboral, que sólo se pausaba cuando dormía, pero que nunca acababa, ingresó a su habitación decidido a cerrar los ojos y no ser un mayordomo sino hasta cuando su ama lo ordenara. Se quitaría el uniforme, y con ello Quentin saldría a la luz, o mejor dicho, a las sombras de la clandestinidad que le proporcionaban esas cuatro coautoras paredes. Por desgracia para él, aquel negativo presentimiento no se alejaba.

Ella se irá, cenará con los puercos aperlados, tratará los temas que tenga que tratar y volverá triunfante para comentarnos cómo acabó la reunión en la mañana —se repetía el hombre mientras deshacía el nudo de su corbatín.
Se detuvo a medio camino, suspirando de fastidio. Si había algo más molesto que la molestia misma, era no encontrar su causa. Volvió a anudar la corbata de lazo, resignado a pasar una noche sin dormir, como si no tuviese suficientes motivos ya para perder el sueño. Se acostó boca arriba sobre las sábanas, viendo hacia un techo que no le correspondía la mirada. Se mofó de sí mismo con ironía; parecía que hasta la materia inerte conspiraba para hacer que se volteara a ver dentro de sí mismo, cosa que siempre le traía problemas, pero que en esa ocasión, le alcanzó a dar una sonrisa; cerrar los ojos unos instantes le hizo encontrar, en medio de sus penumbras, el semblante de su hermosa Doreen.

Y entonces despertó de su breve sueño despierto. Edouard Carrouges estaba allí, hablando en un tono demasiado enfático y a la vez pausado como para referirse literalmente a lo que estaba hablando. Cuando el papel estuvo en sus manos, la mirada de Quentin se ensombreció de determinación. No le abrió la puerta al joven, ni siquiera le contestó; eso sólo los evidenciaría. En cambio, dejó que Edouard acudiera de inmediato al encuentro de la escena del insólito mientras acomodaba sus ropas y ajustaba sus guantes como el maestresala que era. Quentin podía esperar.

Con el silencio de una catedral en pleno invierno, Debussy atravesó los pasillos hasta llegar a su destino. El cuadro visible era idéntico a las pinturas de Briton Riviere, con todos y cada uno de sus personajes con la mirada perdida y a la vez concentrada en una interrogante distinta a la que se exhibía sobre el lienzo. El ambiente que los rodeaba constituía únicamente un adorno al centro del problema. Apreciando eso, el observador inclinó a su cabeza a Jeanna y a Edouard antes de acercarse adonde se encontraba su ama y hacerle una reverencia acorde al estatus de ella. No indagó en lo obvio; por algo se encontraba allí y no en el sitio de su compromiso, con sus ojos inyectados en mortalidad.

Lamento la tardanza, Madame. Procuraré igualar la presteza del resto de vuestros siervos —inició con su característica formalidad antes de dilatar sus pupilas, buscando detalles en la habitación, una manta fuera de lugar un documento arrugado por la impotencia, cualquier cosa que le indicase de qué se trataba el asunto, pero al ver nuevamente a Bárbara sosteniendo esa copa como si la fuera a romper, se dio cuenta de que ella necesitaba contarlo por su cuenta, o de otra manera el continente se haría pedazos al mismo tiempo que su paz.— Por favor, permítanos escuchar su menester. El resto duerme… lejos; no serán testigos.

Con un gesto sutil de su mano derecha, invitó a Jeanna y a Edouard a que se acercaran, ojalá a paso débil y mudo, hasta una distancia prudente. Bárbara no debía sentirse agredida; a las mujeres como ella las atacaban de todos los flancos, y la dueña, si bien se hallaba acostumbrada a eso, no quería decir que le gustara. Como sirvientes, además de buscar y ejecutar soluciones, debían estar atentos a propinar los medios para que así sucediera. Y eso hacían.
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Mensaje por Bárbara Destutt de Tracy Mar Jul 15, 2014 11:15 am

Deseaba arrancarse la sensación de traición que tenía en el cuerpo. Estaba acostumbrada a los reveses que le propiciaban en sus negocios, a las miradas filosas que recibía en los pocos eventos a los que asistía; de hecho, aceptaba esas vicisitudes del destino porque sabía que hacían a su posición. Pero, lo que no podía soportar, era el hecho de que, bajo su mismo techo, hubiese una persona capaz de un acto de deslealtad semejante. Su paga era de las mejores, las condiciones en las que los empleados vivían eran inmejorables, sus exigencias no eran muchas y su trato era bueno, ¿cómo alguien de su confianza –como así consideraba a sus sirvientes- podía arremeter contra su persona de aquella manera? No era perder una pieza como la sustraída, si ella lo quería, tenía cien más y mucho mejores, era la actitud de total falta de respeto hacia su persona y hacia su hogar. Lo peor era que no podía aventurar a los sospechosos. Repasaba una y otra vez el rostro de todos y cada uno de sus trabajadores, y en ninguno de ellos encontraba un atisbo de maldad. Se sentía una niña ingenua que no ve el lado oscuro de las personas y que, sólo cuando el puñal atraviesa su espalda, puede percatarse que hay personas que no son buenas. Y si había una palabra con la cual no podía calificarse a Bárbara, era “ingenua”. La cuota de ingenuidad la aportaba su doncella predilecta, y aunque no le gustaba atarse a las personas, ella le inspiraba lo más parecido al cariño.

Se puso de pie, incapaz de contener su indignación. Caminó de un lugar a otro, recorrió cada rincón de la habitación y a punto estuvo de beberse la botella de brandy entera y otro tanto la de whisky, pero se moderó. A pesar de la ira que la envolvía, era consciente de que debía estar lúcida, y el alcohol sólo lograría anular su percepción, y era lo menos que necesitaba. Intentaba recordar si había visto a alguna persona que no correspondía en el ala de las habitaciones. Cada empleado tenía su sector asignado, y nadie podía andar recorriendo la residencia porque tenía ganas de dar un paseo. Los únicos autorizados para estar en cualquier sector eran Debussy y Carrouges. A Jeanna prefería tenerla cerca, no por una cuestión de desconfianza de su moral, pero la joven doncella tenía una terrible e incontrolable capacidad para meterse en líos, y prefería mantenerla resguardada bajo su protección. Sabía que su indisimulado favoritismo hacia ella podía generar envidia entre el resto del personal, y no creía que en su corta edad tuviera las herramientas necesarias para defenderse. No así Edouard y Quentin, los cuales, en primer lugar, corrían con la ventaja de ser hombres, y en segundo, porque tenían personalidades lo suficientemente firmes para soportar cualquier embate de sus colegas.

Al fin, Jeanna, pensé que no regresarías más —se quejó cuando regresó la muchacha— Sírveme otra copa, por favor. De whisky, ésta vez de whisky —sabía que a Amdahl no le gustaba cuando bebía, pero en ese momento no se encontraba en condiciones de hacer caso de algún posible prurito de la joven. Muchas veces la había visto torcer la boca en señal de disgusto cuando le pedía que le llevara los puros. No era una gran fumadora, pero le gustaba ponerse de igual a igual con ciertos hombres con los que se reunía. —Edouard, gracias a Dios —ni se molestó en saludarlo. Su mal humor crecía conforme pasaban los instantes. — ¿Y Debussy? ¿Dónde está Quentin cuando lo necesito? Constantemente lo tengo pisándome los talones y en éste momento decide demorarse o no estar escondido tras las cortinas —necesitaba descargar su enojo contra alguien, jamás podría quejarse de la labor de su mayordomo. —Consultaba por su persona, Debussy —dijo cuando lo vio entrar. No se detuvo a escuchar sus disculpas.

Se preguntarán para qué los he citado. Claramente, no es por un antojo nocturno. Debería estar en una reunión, como saben, sin embargo, heme aquí, con una copa de whisky en la mano y el rostro desencajado —alzó su mano izquierda para estirar uno de sus bucles, que en nada se parecían al bien formado y prolijo peinado que había llevado horas atrás. —Ha ocurrido un desafortunado suceso. Alguien ha sustraído el aderezo de diamantes de mi propia recámara —hizo una pausa e inspiró profundo. Le costaba asimilar el hecho. —Claramente, no me gustan los escándalos, y por ningún motivo llamaré a las autoridades para reportar el hurto. Por ello recurro a ustedes, para que me ayuden a arrojar luz sobre esto. Ninguno de los aquí presentes es profesional en cuestiones de éste tipo, pero conocemos a todos los que están viviendo en ésta residencia, y quizá, de esa manera, podremos encontrar al responsable. —Dejó el vaso que contenía el líquido ambarino sobre su escritorio y se puso de pie.

Un acto tan vil me ha dejado visiblemente desconcertada —se sinceró y sus ojos recorrieron el rostro de los presentes. —He pensado en la hipótesis de un ladrón que se aventuró en la mansión, y es lo que más quisiera, pero es, verdaderamente imposible que, a plena luz del día, un desconocido haya pasado inadvertido para todos nosotros y haya logrado quedarse dando vueltas hasta ésta hora. No me queda más que asegurar que, el delincuente o la delincuente, es alguien que comparte con nosotros y que nos ha engañado con su hipocresía inescrutable —estiró la mano para tomar el recipiente, pero lejos de acercarlo a sus labios, lo puso en las palmas de la doncella. —Aleja eso de mi, Jeanna —volvió a tomar asiento. —Me gustaría conocer su opinión, si pueden empezar, se los agradecería.

Off: Perdón, perdón, perdón por tanta demora.
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Mensaje por Jamile S. Czinege Jue Sep 11, 2014 10:58 pm

Sonrió a Edouard de oreja a oreja a pesar de que el hecho de que la pillara haciendo tonterías propias de una niña pequeña -¡que ella no lo era, porque era muy mayor!- la hiciera enrojecerse desde la cabeza hasta la punta de los pies. Ambos se conocían y sabían que la joven era incapaz de quedarse quieta en el sitio por más de treinta segundos, pero ello no quitaba que dentro de su cabecita alocada no quisiera dar una buena imagen. Había demostrado en más de una ocasión que era bastante útil para según qué trabajos. Una vez cumplido su noble cometido de joven espía super secreta, el huracán Jeanna volvió a corretear por los pasillos como si no hubiera un mañana, no sin antes echar un vistazo al exterior para asegurarse de que ningún pobre gato yaciera atrapado en ningún árbol. ¡Era lo menos que podía hacer! Sentía debilidad por aquellos animales peluditos y cariñosos, aun cuando sabía perfectamente que le causaban alergia y que no podía quedárselos mientras estuviera bajo un techo que no fuera el suyo propio. Porque sí, aunque considerara la mansión Destutt de Tracy como su hogar a todos los efectos, la casa, en sí, no le pertenecía, y había unas normas que tenía que respetar. ¡No sería ella quien hiciera enfadar a su Señora!

Cuando se hubo cerciorado de que no había ningún gato atrapado en ningún árbol, volvió a respirar tranquila y salió disparada en dirección al despacho, como si el hecho de llegar antes o después le garantizase algún tipo de premio. Obviamente, no era así, pero a esas edades casi todo adquiere forma de competición, y más cuando se trataba de contentar a su ama. ¡Su sonrisa era tan preciosa que haría cualquier cosa por hacerla aparecer! Entró a la sala de forma precipitada, como solía hacer, y a punto estuvo de caerse al chocar con una de aquellas dichosas sillas que le parecían tan hermosas como incómodas. Tras disculparse por la demora injustificable -porque vigilar que no hubiera gatos en las inmediaciones del jardín no estaba precisamente entre sus tareas-, se apresuró a servir la copa de whisky a la Señora Bárbara, no sin antes fruncir el ceño debido a la preocupación. Sólo la veía beber así cuando ocultaba una ansiedad aún más grande de la que demostraba externamente. Y si su exterior en aquellos momentos parecía todo menos tranquilo, no quería imaginar cómo se sentiría realmente. - Hum... el alcohol no os sentará bien, mi Señora... -Dijo en voz tan baja que apenas era audible. No quería molestarla con sus tonterías de siempre, pero realmente estaba preocupada por ella. Entendía perfectamente que tener ladrones bajo tu techo no resulta agradable para nadie. ¡Pero su salud seguía siendo más importante! Y su labor era recordárselo, aunque no le pagaran exactamente para ello.

Y como si por alguna razón la preocupación de la niña hubiese ahondado en la mente de la mujer, ésta depositó el vaso sobre sus manos antes de pedirles su opinión. Más que satisfecha, lo colocó sobre una mesilla alejada de ella, como esperando que la distancia calmara la tentación, y se detuvo un momento a analizar las palabras de su Señora, ahora que su mente estaba más centrada. Ciertamente, el que alguien hubiese podido entrar en la casa en siendo de día, y estando todos dentro, era bastante poco probable. Más que nada porque ella misma siempre estaba de un lado para el otro, cuando no siguiendo a Bárbara, correteando por los pasillos para tratar de encontrarla. En cierto modo, se sentía perdida en una casa tan grande cuando su ama no estaba cerca. En parte por eso se dedicaba a hablar con todo el mundo cuando ella se marchaba: necesitaba el contacto con la gente o acabaría volviéndose loca, desubicada, frustrada. Si hubiera visto algo extraño o a alguien desconocido, se hubiera dado cuenta de inmediato, y aquella curiosidad innata que la caracterizaba probablemente le hubiese hecho preguntar por ese posible nuevo sirviente. No había sido así. La casa funcionaba cada día de forma casi perfecta, tan estructurado era el trabajo para sus sirvientes. Todos sabían qué hacer y cómo hacerlo, y simplemente hacían sus tareas con la precisión de un reloj suizo. No solían haber percances casi nunca, y cuando los había, Jeanna siempre acababa enterándose de una u otra forma. Y por supuesto, comentándoselo a su Señora. Ese era su cometido, después de todo.

- Yo no he visto a nadie nuevo ni extraño rondar por la casa... De modo que aunque me resulta difícil pensar que nadie que conozca haya podido hacer algo así, me temo que estoy de acuerdo en que ha debido ser alguien que ya trabaje dentro de casa. -Las palabras salieron tan atropelladamente de sus labios que no sabía si se habría entendido nada. Le resultaba muy difícil pensar en acusar a ninguna persona, y menos, de algo tan grave como un robo. Se sentía mal por el simple hecho de pensar quién podría haber sido... pero le resultó imposible no hacer un recuento mental de todas las personas que trabajaban cerca de la habitación de la Señora de la casa. Y no habían precisamente pocas. Cualquiera podría haber aprovechado algún descuido de Bárbara para colarse. Y entonces, llegó. Una punzada de culpabilidad. Ella era una de las razonas por las que la Señora más se distraía a lo largo del día, por aquella capacidad que tenía para meterse en líos, y por qué no, de hacerla perder un poco de vista sus obligaciones. Definitivamente, era una mala influencia. - ¡Es mi culpa! Debí vigilar mejor y no andar buscando gatos por el jardín... -Aventuró, aunque más hablando para sí misma que para los otros.
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Mensaje por Edouard F. Carrouges Sáb Oct 04, 2014 5:44 am

Se calló prudentemente cuando Bárbara preguntó por su mayordomo con ese deje de irritación. Edouard sabía perfectamente qué estaría haciendo Quentin: asegurándose de que tenía planchada hasta la última arruga de la levita y de que ni un pelo se le movía del sitio. Daba lo mismo que le llamasen a las tres de la madrugada por un ladrón o a las cinco por un incendio, Carrouges apostaría lo que fuera a que Debussy no se dejaría evacuar sin antes ponerse los guantes y limpiarse los zapatos. En cambio él llevaba una chaqueta echada de cualquier manera sobre la camisa de dormir, pues en un principio creyó que solo se trataría de salir al jardín a rescatar un gato. Sintió algo de vergüenza y se pasó disimuladamente las manos por el cabello para adecentar aquella mata rizada que empezaba a parecerse preocupantemente a un jardín sin podar. Solo esperaba que Madame estuviera demasiado ocupada con el dilema como para detenerse a mirar bien si sus empleados cumplían el protocolo del uniforme a esas horas.

No le pasó por alto la diatriba de Bárbara con el whisky pero no le importaba, sabía que ella no bebía demasiado a no ser que estuviera nerviosa. Tampoco tendría reparos en servir para un amo que estuviera ebrio la mitad del tiempo si con ello no descuidara sus labores, porque el chico era ante todo muy respetuoso con la vida privada y los vicios de los demás mientras no dañaran a terceros. Su señora era una mujer inteligente y justa, y era perfectamente comprensible que ese asunto la sacara de sus casillas. Pensar que el ladrón había estado en su propia habitación, quizá revolviendo entre sus cosas, hacía que incluso Edouard se enojara por dentro.

Su petición no iba a ser fácil de acatar. Tal vez Jeanna y Quentin tuviesen más información que aportar, pero él ciertamente no sabía nada y odiaría acusar sin motivos. Tenía claro que no habían sido ellos tres, eso sí, pero con gran parte del personal de la mansión apenas había cruzado algunas palabras en el tiempo que llevaba allí. Esa misma tarde la cocinera lo había estado vigilando como si en cualquier momento fuese a salir corriendo con los cubiertos de plata metidos en los bolsillos, así que no se podía hablar precisamente de confianza entre todos los que vivían allí. Esperó a que los otros dos comenzaran a hablar, pero tuvo que interrumpir cuando la más joven comenzó a culparse. - Tú no has hecho nada. - Atajó. - No puedes estar siempre escondida debajo de la cama de Madame esperando para sorprender a alguien. - Era una tontería, y a Edouard no le gustaba nada que ella se menospreciara de esa forma. Era una doncella de primera, y el hecho de que Bárbara la hubiera preferido para el puesto pese a su edad y a su ligera tendencia a despistarse con el vuelo de una mosca debería hacerle comprender que tenía muchas cualidades positivas que no debería pasar por alto tan a la ligera.

- Me temo que estoy de acuerdo con usted. - Comenzó, cruzándose bien la chaqueta sobre el pecho como las ancianas cuando refrescaba el clima. Odiaba estar en pijama en un momento así, pero por motivos lógicos no iba a ir a cambiarse y ponerse de gala. - Tiene que haber sido alguien de dentro, pero no me parece una persona necesitada. Si quisiera el dinero para dar de comer a sus hijos habría sustraído algo que no se fuera a notar en un tiempo. Haberse llevado el aderezo que sabía perfectamente que se iba a poner esta noche denota que ha sido un robo sin pensar, en el momento, probablemente por codicia. - O tal vez no y estaba hablando demasiado. - Esa es mi opinión. - Recalcó, porque por supuesto podía estar equivocándose.
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Mensaje por Quentin Debussy Dom Nov 09, 2014 9:38 pm

Inalterable, justo como no se podía llamar a la mansión, se mantenía el semblante de Quentin Debussy. Continuaba con la mirada sobre su ama, sin mover un músculo del rostro. Así y todo escuchaba atentamente a sus compañeros, enfocándose en memorizar las pausas y énfasis que ubicaban inconsciente en la frases. No sentía culpa alguna de ser así de calculador con quienes , en un notorio ejemplo de lo que implicaba la confianza, compartían sus inquietudes y sospechas abiertamente entre algo más cerrado que cuatro paredes. La verdad para el mayordomo era que la frialdad servía; la preocupación de Bárbara no lo distraería, la amabilidad de Edouard pasaría inadvertida, y la joven inocencia de Jeanna no nublaría sus sentidos afilados.

El maestresala se reincorporó en silencio, cuidando que lo último en subir fuera su cabeza, cosa que no fuese una ofensa para quien le daba de comer. Dejó ir un largo suspiro, recriminándose por dentro lo más duro que pudo por dos segundos; después de todo, lo que acontecía dentro de la residencia era su responsabilidad, y eso incluía vigilar los movimientos del personal. Después de ese escaso tiempo, se frenó en seco y dejó el martirio guardado dentro de su cajón mental. Más tarde sus ensoñaciones lo harían añicos. No ahí, no esa noche. El juego aún no terminaba; acababa de comenzar.

Nadie entra ni sale sin reportarse. Es un sistema de contrapesos es el que impera aquí dentro; nadie por sobre el otro. Eso a excepción de los presentes. —señaló sin afán de acusar a nadie, aunque si fuese él el amo, sospecharía de él— Pero hasta el más nuevo en el inmueble sabe que aquí que lo único que no es privado es lo que pertenece a vuestra merced. Sería imposible para un individuo cubrir tamaña hazaña.

Algo le molestaba, y lo manifestó.

A menos… —susurró antes de volver a hablar con claridad, cruzando las manos tras su espalda— Que solamente esté bajo nuestras narices el autor intelectual y que el ejecutor sea otro, allá afuera. Podemos considerar la posibilidad. La mansión, con su permiso y el respeto que usted merece, ama, es bastante grande, pero no lo suficiente como para esconder algo así. Tendría que ser un botarate con mucha suerte, pero hasta la suerte abandona. Si vieran a cualquiera de los empleados con un tesoro así en una casa de empeño, no alcanzaría ni a respirar su oro antes de que lo esposaran contra las rejas. Pudo ser hasta un grupo, uno muy bien organizado. Sí, me atrevería a decir que no fue una sola persona. Y si lo fue, la seguridad de este lugar está en grave riesgo: tenemos a un ladrón inteligente entre nuestro personal y ni siquiera lo sabíamos.
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Mensaje por Bárbara Destutt de Tracy Sáb Ene 10, 2015 11:38 pm

Rodeada de aquellos tres personajes, tan disímiles entre sí, y con la cualidad en común de la lealtad, comenzó a relajarse. Los latidos de las sienes comenzaron a ceder, y Bárbara decidió que debía reconstruir sus nervios crispados y volver a enfundarse en el disfraz pétreo con el que acorazaba su cerebro y sus emociones. En otra situación, y de ser otra clase de mujer, hubiera reído ante las insinuaciones de su doncella; estuvo a punto de decirle que jamás encontraría gatos en ninguno de los jardines, porque los perros se encargaban de espantarlos o descuartizar a los más valientes, que se atrevían a desafiar a los canes posando sus patitas mullidas en alguno de los espacios verdes de los que disponía en su residencia. Habían sido varias las ocasiones en que al asomarse por la ventana, había presenciado cómo alguno de sus animales, que algunos catalogaban como bestias por su tremendo tamaño y por la fiereza de sus instintos, hacía añicos los frágiles huesos de los felinos, de los ratones o de algún que otro pájaro que no alcanzaba a levantar vuelo. Ciertamente, no le agradaba el espectáculo, pero era sumamente alérgica al pelo de los gatos, por lo que agradecía la ayuda de sus fieles mascotas. Pero aquello era harina de otro costal, y se conmino a enfocarse nuevamente en el asunto que los convocaba, y no en salvar la inocencia de Jeanna que, claramente, no hubiera soportado el hecho de presenciar un acto de tal crueldad. Le agradaba la sensación de proteger a alguien, y ello le devolvió cierta compostura, recordándose quién era y por qué y cómo había llegado tan lejos, sorteando obstáculos de género y discriminación.

Agradeció la ayuda inconmensurable del consuelo que Edouard le dirigía a la muchacha, y le dirigió una mirada casi imperceptible de gratitud, que esperó que su empleado hubiese captado. Atenta a las palabras que los dos caballeros habían emitido, tamborileaba los dedos sobre el escritorio de madera maciza, y se dio cuenta que el sonido sólo la alteraba aún más. La frialdad de Carrouges la sorprendió, aquel muchacho tranquilo había dado una pequeña muestra de destreza mental, de la cual Bárbara siempre lo había creído capaz, pero que no había tenido la suerte de presenciar hasta ese momento. Se sentía satisfecha de haberlo contratado, su olfato no le había fallado. Toda la tranquilidad que estaba adquiriendo, comenzó a pender de un hilo, una vez más, cuando Quentin expuso su parecer. No podía estar siendo víctima de una red de delincuentes, ¡no en su propio hogar! Y si bien los pensamientos comenzaban a entrar en proceso de ebullición, respiró profundo, para que la calma volviese a su ser. Se sobresaltó cuando una rama golpeó contra el vidrio a sus espaldas, pero se cuidó de no demostrar nuevamente el estado calamitoso de crispación que había presentado minutos atrás, y se preguntó en qué momento había comenzado a desatarse aquel vendaval en el exterior, podía recordar que la noche tenía estrellas. Algunas gotas golpearon contra la ventana. No podía ser un escenario más tétrico.

Ningún desconocido entraría a mi habitación sin pasar por las fauces de… —se detuvo antes de mencionar a uno de sus perros, porque le atrapó la atención uno de los cuadros torcidos que se encontraba de frente a ella, justo al lado de la puerta. Todos conocían la obsesión de Bárbara por el orden, y jamás una obra o un adorno se encontraba desprolijo o fuera de lugar. Se puso de pie, recordando lo que había detrás de aquella pintura, la cual no era importante, ni siquiera famosa, y por eso la había utilizado para esconder la escritura de la reciente propiedad adquirida en la Toscana. Sin pedir ayuda de sus empleados, descolgó el cuadro, el cual no pesaba mucho, lo giró y, para su terrible y espantosa sorpresa, el sobre que contenía el papelerío, ya no se encontraba allí. —Claramente, el aderezo ha sido una distracción… —dejó caer la pintura, la caída sonó estrepitosa. —Era la única persona en ésta casa que sabía que, detrás de esto —señaló con desprecio el arte barato hecho añicos— estaba la escritura de mi más reciente posesión inmobiliaria. Hay alguien que ha estado observando mis movimientos, que conoce palmo a palmo ésta mansión y que quiere verme arruinada —con una compostura de la cual no había hecho gala hasta el momento, repasó las oportunidades en las cuales había visitado esa habitación durante el día, y el cuadro siempre se había encontrado en perfectas condiciones. —Estoy segura que el lapso de tiempo entre que desapareció mi aderezo y la escritura, ha sido… —observó el reloj de pared— tres horas, exactamente tres horas. ¿Llamamos a la policía, revisamos a todo el personal (lo cual no nos garantiza que eso no advierta al ladrón y decida huir por alguna de las tantas salidas que hay en ésta bendita casa) o actuamos con sigilo de alguna forma que no logro dilucidar aún? Pero, antes que nada, deseo un té de jazmín —finalizó, para sentarse nuevamente y admirar el instante en que un refusilo iluminaba el rostro de todos sus empleados, otorgándoles por un instante un brillo casi espectral.
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Mensaje por Jamile S. Czinege Dom Ene 18, 2015 4:59 pm

Reprimió las ganas de dar un abrazo a Edouard por sus bellas palabras dándose un mordisco en el labio, al que respondió con un espontáneo "¡Ay!" que rompió el leve silencio que se había formado en la estancia. Sabía que las muestras de aprecio no eran del todo adecuadas, y menos en una situación como esa y en presencia de su señora, así que esperaba que con una mirada de infinita gratitud bastara para que el muchacho se percatara de lo que sentía. En muchas ocasiones la idea de que quizá no era del todo adecuada para ese puesto le acudía a la cabeza, obligándola a replantearse si debería seguir ofreciendo sus servicios a la señora Bárbara. Ella era una mujer fantástica, y se sentía muy bien trabajando y viviendo en aquella casa, más grande de lo que ella había soñado nunca, pero a veces pensaba que era como si la estuviese engañando. Ella no era doncella, ni buena ni mala, nunca había hecho un trabajo como ese y su actitud muchas veces dejaba mucho que desear. Quizá lo único bueno que tenía era que la quería muchísimo, desde ese corazón aún infantil pese a las muchas miserias que había vivido en su corta vida. La quería porque era paciente pese a su hiperactividad, y porque trataba de enseñarle cómo convertirse en una buena chica, en una mujer. ¡Incluso la estaba enseñando a leer! Era lo más parecido a una madre que había tenido desde la muerte de la anciana que la cuidaba. Y siempre le estaría agradecida por ello. Por eso no podía soportar la idea de hacer mal los encargos que la señora le daba. Tenía que demostrarle que podía hacer ese, y que robaran en su casa no daba muy buena imagen de ello.

E inmersa en sus pensamientos estaba, para variar, cuando la señora Destutt de Tracy dejó caer sobre el frío suelo aquella maravillosa pintura que nunca había entendido, pero que siempre le había parecido hermosa. - ¡Señora! ¿Os habéis hecho daño? ¿Estáis bien? -Corrió hasta su lado, horrorizada porque un traicionero trozo de cristal hubiera podido dañar a la dama. Recogió los cristales como pudo, empujándolos contra la pared, cuando sintió el inconfundible escozor de una herida abierta. Miró el dedo con el ceño fruncido, entre molesta y avergonzada, pero fue fuerte y valiente y no derramó ni una lágrima. Habían cosas más importantes, y había sido culpa suya por tocar los cristales directamente con la mano. Siempre le habían advertido que no lo hiciera. Se levantó de un salto se metió el dedo en la boca, tratando de calmar el dolor punzante, sin dejar de prestar atención a lo que decía la mujer. ¿Alguien había estado vigilándola? ¡Imposible! Si ella siempre estaba correteando detrás suya, sin perderla de vista por más de una hora, y además, ¿quién sería tan terrible para querer hacerle algún daño? ¡No había mujer más amable, hermosa y generosa que su señora! El criminal debía no tener escrúpulos, o ser un demonio. Observó con preocupación a la mujer, para luego asentir a su petición.

Salió de la habitación a toda prisa, tras pedir permiso para ello, y cuando estuvo fuera de la vista de todos, dejó escapar algunas lagrimitas. Le dolía el dedo, pero más aún no haber sido lo bastante atenta como para percatarse de algo como eso. ¿Quién andaría rondando a su señora, y cómo había logrado evitarla a ella? Porque si algo tenía Jeanna, pese a esa fachada de locura, era que siempre había sido muy avispada, sobre todo para intuir las malas intenciones. Correteó por el pasillo, dándole vueltas al tema y recriminándose mentalmente por sus múltiples torpezas. Aquel había sido un día realmente terrible. ¿Estaría disgustada su señora con ella? No se lo reprocharía, desde luego, ella misma lo estaba. Al llegar a la cocina hirvió el agua y preparó el té con devoción. Era una de las pocas cosas que le dejaban hacer sola dentro de aquella estancia, y siempre le había gustado prepararlo. Le agradaba pensar que a su señora le gustaba el té porque lo preparaba precisamente ella, ya que desde el inicio aquella había sido la más frecuente de sus peticiones. Una vez aquel encantador aroma le invadió las fosas nasales, supo que estaba listo. Tomó una bandeja con tres tazas, por si Quentin o Edouard deseaban té, y regresó a la habitación, no sin antes envolver su dedo en un trozo de tela, que encontró tirado sobre la encimera. Aún le escocía un poco.

- S-siento mucho la demora, mi señora. Aún no llego bien al estante donde están las tazas. Aquí tenéis el té, espero que sea de su agrado. -Dijo con un deje de orgullo, para luego dejar la bandeja en la mesita que había junto a Bárbara. Era evidente que Jeanna no había entendido qué eran unas escrituras, ni por qué eran tan importantes, todo cuanto había en su cabeza era dónde podría estar aquel bonito collar que tan bien le sentaba a su señora.
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Mensaje por Edouard F. Carrouges Sáb Feb 07, 2015 3:49 am

No cabía duda que aquel era un robo cometido con inteligencia, o al menos con algo de método, por alguien que conocía bien la casa y las costumbres y horarios de quienes la habitaban. Si se unían todas esas características y se buscaba a alguien que las reuniese no era descabellado considerar al propio Debussy como autor del delito. El mayordomo estaba en una posición privilegiada dentro de la jerarquía de la mansión y por eso mismo sería un tanto absurdo sospechar de él, ésa era su coartada más firme. Era detallista, discreto y parecía poseer cierta intuición para leer las mentes de los demás. ¿Sospechaba por tanto Edouard que Quentin había robado el aderezo? La respuesta, paradójicamente, era que no. En absoluto. Él lo sabía y desde luego la señora Bárbara también, por eso les había llamado a los tres y a nadie más para confiarles el asunto del hurto. No sabría decir por qué, pero había personas en las que simplemente Carrouges confiaba, y el hecho de que en toda su vida esa gente se pudiera contar con los dedos de una mano hacía que los merecedores de tal lealtad pareciesen más dignos de ella. Su teoría del grupo de ladrones era interesante y desde luego muy plausible. El muchacho se quedó pensativo un momento, reflexionando sobre aquella hipótesis.

Percibió las miradas de gratitud de ambas mujeres, y aunque no lo demostró se sintió bien. Hacía tiempo que había perdido lo más parecido a una familia que había tenido desde que su madre - una prostituta adolescente - le abandonara en la puerta del hospicio siendo un niño de pecho, y aunque obviamente Madame Destutt de Tracy no era su pariente y tampoco Jeanna habían construido un núcleo agradable en esa casa. Al criado le dolía de veras que alguien hubiese sustraído las joyas y causado un disgusto a la pobre mujer cuyo único pecado era ser rica, como si por eso ya tuviera que soportar envidias y rencores que no merecía. - Cuidado. - Se escapó de sus labios cuando a Bárbara dejó escapar el cuadro de entre sus manos. Dio un paso adelante , dispuesto para ir en su ayuda por si se había cortado con uno de los cristales rotos, pero Jeanna se avanzó y corrió hacia su ama.

Lo de las escrituras era mucho más que un contratiempo, era una operación organizada con un objetivo mucho más ambicioso que un simple collar de brillantes. Incluso Edouard, que tenía las mismas nociones de economía que el día en que nació, comprendía el duro golpe que constituía eso para cualquiera. La niña se fue a hacer té, feliz de sentirse útil, y no tardó en regresar con una bandeja y tazas. - Yo propongo que registremos las habitaciones mientras están dormidos. - Era una idea poco ética pero el sirviente siempre se había regido por la moral de la calle, en donde uno no podía permitirse tener tantos valores. Un pillo granuja tenía más posibilidades de encontrar algo que echarse a la boca que un tonto honrado. Era sigiloso y sabía que podía escurrirse dentro de los cuartos de los demás sin que se enterasen. - Aunque sinceramente... dudo mucho que el ladrón haya guardado los papeles bajo la almohada y se haya echado un sueñecito. - Bien pensado aquello parecía absurdo, pero Carrouges no iba a apoyar la moción de avisar a la policía. Detestaba a la llamada autoridad, siempre eran abusivos con los pobres y despiadados, no le agradaban.
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Mensaje por Quentin Debussy Mar Mar 17, 2015 9:29 pm

Se estaba moviendo esta máquina perfecta, justo como el mayordomo lo intuía. A Bárbara no se la podía retener cuando sentía sus cimientos vulnerados, así que no se esforzó en retenerla cuando tomó el cuadro alterado. Lo peor que podías hacer contra la fuerza de los rápidos era intentar retenerlos; sólo dejándolos fluir se drenaba esa furia. Eso y dejar que el aroma del jazmín endulzara la amargura.

La joven doncella era ideal para que el río siguiera su curso sin desbordarse. Jeanna era como el láudano, mucho más que un placebo y menos que un sedante, pero hasta de las necesarias atenciones se tenía que prescindir para hallar una solución. Ahí era donde entraba Edouard, que se asimilaba más a la luz del sol matutino que levantaba a las almas al alba. Pero a pesar de lo útil que era, no podía confiar en él ni en su plan. ¿Quién le decía que no hubiera conspirado con los demás empleados desde el principio y que despertarlos fuera otro paso más en su maquinación? Tenía sentido que a alguien que dependía completamente de Bárbara para comer hiciera el montaje de un hurto millonario para luego hacerse el héroe recobrando la joya con fines de recibir una jugosa recompensa que repartiría entre el resto de los dependientes; conveniente por donde se le mirase. ¿Rebuscado y desconfiado? Así era Debussy, quien mantenía esa formal sonrisa en su rostro sereno. No confiaba ni en su sombra, mucho menos con quienes compartía techo, porque era la confianza el comienzo de todos los peligros. Y no era que quisiera desconfiar por gusto: desconfiaba porque para eso le pagaban.

Ahora bien, ese no podía ser su discurso, por ser demasiado honesto. Pero eso no quería decir que no pudiera hacer la máquina funcionar con otro método. Dio una mirada de aprobación a Edouard y prosiguió.

Podemos hacer eso. No hay nada más ligero que tus pies, Edouard. Es cierto lo que dices, que desgraciadamente ninguno será lo tan tonto o necio como para ocultar su tesoro bajo la almohada, pero a veces una migaja es más que suficiente para derribar las paredes que mantienen oculto el camino. Toda acción y hasta las omisiones dejan huella. Algo cambia: un aroma, un rostro compungido, un mueble fuera de lugar. —echó un vistazo a la pintura antes de seguir— Supervisaré tu actuar. Si vas solo es muy peligroso. Se cae antes un mentiroso que un cojo, con la diferencia de que si un mentiroso es atrapado en el acto, corres un grave riesgo. —sólo ahí abajo tomaría el siguiente paso. Ya vería.

Pero antes de bajar junto al otro hombre, quiso el cuarto. Bárbara esa su ama, el centro de la mansión y de sus servicios, pero no estaba en plenas condiciones para defenderse. Tendría que ser precavido. Se plantó frente a Jeanna y le cedió un objeto en su mano: un fusil.

Está cargado —anunció por su propia integridad— Recuerde que solamente rinde un tiro y que la carga es demorosa, así que procure ser precisa tomando el arma con las dos manos. Y mire antes de disparar, no deje que el miedo la consuma. Algunas medidas de seguridad son lamentables, pero necesarias. No bajes la guardia. Quien arriesga su propia vida para robar un tesoro ten por seguro que no titubeará en robarse vidas ajenas con tal de defender su botín. —y con una reverencia se disculpó— Madame.
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Mensaje por Bárbara Destutt de Tracy Vie Jun 12, 2015 11:30 pm

Bárbara sintió una punzada de orgullo cuando Jeanna se comportó como toda una muchacha madura y reprimió el llanto cuando se provocó un pequeño corte. Le habría gustado consolarla, pero se sentía responsable de la educación de la doncella, y lentamente, iba quitándole las mañas de niña que tantos problemas le traían. No era que fuera la clase de muchacha que perdería su esencia, pero la viuda había desarrollado un cariño especial por ella, y quería convertirla en alguien respetable. Tenía planes para Jeanna, pero esa era harina de otro costal, y aún no había llegado el momento de llevarlos a cabo. Faltaban muchos detalles que ajustar, y no quería precipitar los hechos. Luego la observó irse y habría apostado la mitad de su fortuna que, tras cruzar el umbral, se habría permitido un par de lágrimas inocentes. El instante de distracción le refrescó las ideas, y volvió su atención a los dos caballeros que continuaban con ella, dando sus opiniones y analizando la situación. Para Bárbara, lo mejor era llamar a alguien especializado, pero no contaba con el tiempo suficiente para dejarle el encargo a las autoridades; además, estaría dándole una ventaja, que podía convertirse en infranqueable, al criminal. Le agradeció con la cabeza a Jeanna cuando ésta regresó. El jazmín le provocaba un instantáneo cambio en el humor, que se vio cristalizado en la relajación de su expresión.

Me parece que es demasiado para Jeanna —comentó, sin disimular su asombro, cuando Quentin colocó un arma de fuego en manos de la joven. —Es tan sólo una niña, y no quiero que ocurra una tragedia por negligencia —tomó el fusil entre sus manos y lo descargó con pericia. Al fin de cuentas, era hija de un militar, y había visto aquella acción cientos de veces; en alguna que otra ocasión, cuando la presión de las circunstancias la habían llevado al fondo del pozo, había probado con cargar un arma y luego quitarle las balas. Sabía que tenía un blanco fijo, pero había decidido no mancharse las manos con la sangre mugrienta de su abuelo. —Juzgo apresurado que registremos todas las habitaciones de los empleados. Si alguno llegase a despertar, podrá sospechar, y lo que menos necesitamos en éstas circunstancias es que el personal esté advertido.

Sorbió un corto trago del té de jazmín, que su doncella había aprendido a preparar casi tan bien como su mayordomo. Claro, nadie le preparaba esa infusión como Debussy, pero la muchacha adquiría conocimientos con gran facilidad. Bárbara confiaba en las aptitudes físicas e intelectuales de Edouard, había algo muy especial en él que a la empresaria le inspiraba una confianza que nadie le generaba. Sabía que sería leal hasta la médula, pero aún era muy joven, y no quería ponerlo en un riesgo innecesario. La persona que se había hecho con el título inmobiliario, sabía muy bien que entre esos documentos se ocultaban unas claves de las cajas de seguridad del Banco, pero esa era una información que no podía revelar. Sabía que no estaba tratando con un novato; era un completo experto, que había convivido con ella hacía más tiempo del que habría podido calcular, y que estaba poniendo en riesgo su imperio. Pero su instinto le dictaba que permanecería allí para despejar sospechas, pero ella lo atraparía antes.

Considero más apropiado que hagamos una tarea de observación. Esperar hasta el amanecer y estar atentos a todos los que aquí trabajan. Podríamos excusar la prohibición de la salida con algún pretexto que, nuestro ladrón, sospechará, pero que lo hará dudar. Necesitamos tener todos nuestros sentidos puestos en esto, y estar atento a cambios en el patrón de comportamiento. Edouard, Quentin, ustedes conocen mejor que Jeanna y yo al servicio, serán los encargados del trabajo fino. ¿Están de acuerdo? —intercambió su mirada entre uno y otro. —Y tú, Jeanna, con tu capacidad para estar en todos lados al mismo tiempo, le prestarás completa atención a todo. Estoy segura que puedes con eso —se preguntó si no estaba colocando demasiada responsabilidad en la doncella. Confiaba en que tanto Carrouges como Debussy, no tendrían problemas para encontrar a un responsable. Pero primero debían descartar y acotar el campo de acción.
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Mensaje por Jamile S. Czinege Jue Jul 09, 2015 5:25 am

La joven doncella no pudo evitar soltar un gritito de absoluto pavor cuando Quentin, aquel hombre siempre recatado y de apariencia eternamente indiferente, depositó sobre sus diminutas manos un arma que casi se le cae de la impresión. Abrió los ojos como platos, y aparte del alarido, no pudo decir palabra alguna hasta minutos después, cuando su Señora le arrebató el artefacto y lo descargó con presteza. Los hombros de la chiquilla se relajaron visiblemente, y una sonrisita nerviosa acudió a su semblante. - P-perdón... no me esperaba algo así... -Se excusó por su comportamiento. Mil veces le habían dicho que reaccionar de forma tan desproporcionada no le traería nunca nada bueno, pero era algo que no podía evitar. Del mayordomo se hubiera esperado casi cualquier cosa, pero jamás que se le ocurriera la idea de darle un arma a alguien como ella. Jeanna era confiable para muchas cosas, pero no podía decirse que fuera lo bastante mayor ni responsable como para hacerse cargo de algo así. Sabía que las armas no eran juguetes, por supuesto, pero siempre le habían causado demasiado respeto y sabía que ella no estaba hecha para tener una. Y mucho menos, tan pronto.

La siguiente cuestión que acudió a su cabeza, que pese a lo loca, resultaba ser bastante analítica, fue de dónde demonios habría sacado el joven semejante objeto. No es que fuera asunto suyo, pero le sorprendía que alguien tan serio y formal hubiera decidido esconderlo dentro de la mansión. ¿Quizá aquel joven tranquilo y aparentemente inalterable, escondía algo más de lo que parecía? Como por ejemplo, una absoluta desconfianza hacia cualquiera que no fuera él mismo. Si algo sabía Jeanna, y más después de todos los años que había pasado, para su desgracia, viviendo en la calle, era que hay varios tipos de criminales. Los vulgares, que podían ser ladrones o simples bandidos, que lo único que buscaban al final era enriquecerse a costa de sustraer dinero u objetos valiosos de otros. Y luego estaban aquellos que no tenían escrúpulos. Éstos últimos, más peligrosos, no tenían demasiado reparo en agredir o incluso asesinar a aquellos que se interpusieran en su camino. Pero lo que acababa de ocurrir, parecía más bien obra de un simple ladrón, que probablemente no sospechara que habían descubierto su hazaña. A menos que hubiera algo acerca del robo que ella no hubiera comprendido del todo, y que, de hecho, explicaría el nerviosismo y la rabia demostrada por su siempre calmada Señora. ¿Qué es lo que se estaba perdiendo? ¿Por qué Quentin creía que era conveniente que Jeanna, una chiquilla que se entretenía trepando por los árboles en busca de gatos, debía tener un arma? ¿No sería aquello más peligroso de lo que había pensado?

La doncella se mordió el labio con nerviosismo, y un escalofrío la recorrió de arriba abajo. Ahora ya no se sentía tan animada, y mucho menos, capacitada, para intentar ayudar en aquella situación de “crisis”. Se moría por preguntarle a Quentin qué creía que estaba ocurriendo, pero tenía demasiado miedo para dejarse llevar por la curiosidad. Sabía que él no le mentiría. No tenía reparos en ser honesto, y también era el único que no la trataba como a una simple cría. Pero no pudo hacer nada. Por primera vez en su vida, se calló y se quedó pensativa, mientras su Señora daba instrucciones tanto a ella como a los otros dos muchachos. Estaba paralizada. No había escuchado ni una sola palabra, pero se imaginaba lo que tenía que hacer. Correr de un lado a otro, como solía hacer normalmente, prestando atención a todos los detalles, a los comportamientos que le resultaran sospechosos. Y aunque albergaba serias dudas acerca de si podría cumplir con su cometido.

- S-sí, mi Señora, intentaré no decepcionaros... -La tez de la joven había empalidecido notablemente, aunque intentó maquillar sus temores con una de esas sonrisas que solía dibujar cuando sentía que nadie quería oír lo que tenía que decir. Aquello le venía grande, y lo sabía, pero lo último que necesitaba ahora su Señora Bárbara era cargar también con las preocupaciones de una joven que de pronto se había dado cuenta de que había cosas en el mundo que no comprendía, y que no sabía cómo manejar. Le quedaba mucho por aprender, y aunque agradecía enormemente que fuese Bárbara y no otra quien le enseñara cosas acerca de la vida, empezaba a sentirse más como un lastre que como una ayuda. Tenía que madurar. Debía madurar. Si quería seguir siendo digna de aquel puesto de confianza. Cuando los dos jóvenes se dispusieron a marchar, ella hizo lo mismo, volteándose y excusándose, para luego abrir la puerta de la habitación. Dio un último vistazo a su Señora, y sonrió con timidez. Esperaba que al menos se le hubiera contagiado un poco de su fortaleza.
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