Libre albedrío [Francesca]

Era una noche de finales de verano. Un aire frío y cargado de humedad procedente del Sena recorría las callejuelas parisinas. En el cielo las nubes negras y cargadas presagiaban lluvia y ocultaban las estrellas y la luna menguante. Era Domingo y la poca gente que había fuera de casa iba con el cuello de la capa vuelto y el sombrero calado hasta las orejas.

Así iba Sebastian por las calles. Como buen prusiano estaba acostumbrado al frío, pero le gustaba la sensación de ir abrigado. El abrigo, bastante largo, le llegaba hasta las rodillas. El humo del cigarrillo se arremolinaba al rededor de su cabeza. De vez en cuando silbaba unas notas inconexas.

Iba a llegar tarde, tal y como pretendía. Le apetecía crear un poco de expectación y que su objetivo se fuera poniendo aún más nerviosa. Oh, porque sí, ya debía de estar tirándose de los pelos y subiéndose por las paredes. No todos los días una vendía su virginidad a un completo desconocido. Por una cantidad nada despreciable, claro, pero no dejaba de ser una forma de prostituirse. Y por lo poco que Sebastian había ido averiguando sobre la tal Fracesca... Bueno, iba a ser algo especialmente traumático para la chica.

Y eso le gustaba. La sensación de poder que recorría en aquellos momentos al filósofo era indescriptible. Tal vez fuera la mejor definición de los “sublime” que había intentado explicar Kant. Se alejaba de lo “bello” en tanto en cuanto no parecía algo “bueno”. Pero precisamente porque parecía ser lo opuesto a lo “bello” se convertía automáticamente en algo “sublime”. En algo más allá de lo “bello”.

O bueno, en eso había estado pensando desde hacía dos días, cuando a través de segundas, terceras y cuartas personas le había llegado la oferta. Se iba a gastar una buena cantidad de dinero pero, mierda de Dios, iba a merecer la pena, estaba seguro. Aquél ejercicio de poder debía llevarlo a cabo, aunque sólo fuera como experimento. Como una prueba empírica de lo que podía hacer o no.

Y así, perdido en sus ideas, llegó casi sin darse cuenta a la casa de Francesca. Alzó el puño y llamó a la puerta con fuerza. Allí fuera hacía frío.

La idea del individuo era relativamente reciente. Más o menos. Quiero decir, se había hablado de ella hacía unos años y en torno al ciudadano-individuo se había dado la revolución en las colonias que Inglaterra tenía en América. Pero esa idea de individuo se centraba en la del “propietario” varón, siguiendo un poco lo que decía Hobbes. Se argumentaba que uno de los derechos básicos del individuo era el de la propiedad privada, que sólo a través de la propiedad de los objetos o la tierra se podía poseer a uno mismo. Eso descartaba inmediatamente a los negros, a las mujeres, a los pobres... El ciudadano con derechos era sólo el hombre blanco y rico. Al burgués. Al comerciante. Y, la mayoría de las veces, también al calvinista o al protestante.

Sin embargo, y aquél era un concepto en el que Sebastian había empezado a trabajar hacía poco junto con otros filósofos, la idea de que todo ser humano fuera un individuo le parecía fascinante. Como individuo podía ser libre, sí... Pero, ¿también tenía poder sobre otros individuos? ¿Había individuos más poderosos que otros? Su experiencia así se lo había demostrado. Aquella noche sería un prueba más, otro análisis empírico.

-Buenas noches, Freu Francesca...-se había plantado en medio del salón, donde también estaba el tío de la muchacha, así como otra mujer (¿su esposa?) y algún críado. El licántropo tomó la mano de la chica y depositó un suave beso en el dorso de la misma-. Lamento el retraso, he tenido que atender algunos negocios...

A pesar de que hablaba con un marcado acento prusiano y de que sólo llevaba unas pocas semanas en París, Sebastian actuaba como si fuera el dueño de todo aquello. Manaba de él una seguridad en sí mismo inquebrantable. Poseía un olor fuerte y peculiar, pero no desagradable. En su rostro aún se percibían las marcas de algún golpe que no se había terminado de curar bien.

El licántropo había estado observando parte de la conversación y el tono con que trataban a la chica no le gustaba. Acababa de vender su himen por una buena suma... Lo menos que podía hacer era tranquilizar a la joven, que para hacer que lo pasara mal ya estaba el propio Sebastian. No es que sintiera lástima por ella, es que había una serie de modales que había que seguir.

-Tenéis una casa preciosa, casi tanto como usted...-le hablaba directamente a Francesca y evitaba el trato con aquél hombre tan desagradable y maleducado-. ¿Algo de beber? Sí, claro... pero bueno, lo que deseo es, sobre todo, algo de intimidad... Ya saben... ¿Y si marchamos a su habitación y tomamos -se giró hacia a aquél hombre que tan mal le había caído y su mirada hubiera bastado para que la mayoría, cuando menos, se amilanaran-. Yo tomaré whisky. Escocés si tiene. Si no me conformaré con algún cognac francés...-el tono fue seco y duro-. Llévenlo a la habitación...

Luego fue hasta Francesca y la tomó del brazo. Actuaba con cierta delicadeza, quizás sólo para remarcar el desprecio hacia el tío de ella. Así era Sebastian, un hombre que actuaba por impulsos. Y los que empezaban a concentrarse en su interior era de todo menos delicados para con Francesca. Pero no tenía ninguna prisa...

-Por favor, guíame... Y no temas en llamarme sólo Sebastian. Los formalismos no son lo más sensato para ésta noche... Ah, y hermoso vestido.

Sebastian se dejó guiar por Francesca. Mientras lo hacía iba observando la casa que, sin duda, había  pasado por tiempos mejores. Algún desconchado en la pintura, maderas algo astilladas, humedades por aquí o por allí... Pero se notaba que eran una familia con dinero en el pasado. Las maderas, los cuadros, las obras de arte. Chasqueó la lengua. Tal vez se llevara con él algo más que la virginidad o las lágrimas de aquella hermosa joven de tan frágil aspecto.

Además,  ella olía bien. La tenía cogida del brazo y el aroma de la chica llegaba a él. Era limpia y delicada. Con un toque de lila y lavanda. Se había lavado, claro. Y temblaba como una chiquilla. Que precisamente es lo que era.

¿Pero por qué estaba haciendo aquello Sebastian? Iba a pagar una cantidad de dinero absurda por la virginidad de Francesca. Si lo que quería era acostarse con alguna mujer no tendría más que ir a cualquier burdel parisino y dejar que alguna experta y preciosa profesional le aliviara las penas. Si tantas ganas tenía de desvirgar a nadie podría hacerlo por mucho menos de la mitad de lo que había acordado con el tío de Francesca.

Bueno, Sebatian tenía sus motivos. El delicioso terror que manaba de ella era uno de ellos.

El licántropo no dijo nada ni siquiera cuando llegaron a la habitación. Sólo tomó asiento en una silla mientras observaba a la chica jugar nerviosa con sus manos a la altura de la cintura. Apoyó el codo sobre el apoyabrazos y el mentón sobre el puño levantado. No apartó la vista ni siquiera cuando le estaba sirviendo el whisky.

-Gracias...-tomó el vaso con la mano libre y al hacerlo le acarició el dorso de la mano-. Está bueno...

Era verdad a medias. Su paladar se había acostumbrado, de su época de estudiante, a cosas horribles , como vodka destilado en la bañera del viejo tendero de la esquina. Así que cualquier licor le valía. Pero cualquiera con un poco de gusto (y ahora que tenía dinero Sebastian lo iba desarrollando poco a poco) sabría que aquél no era lo mejor que podías echarse al coleto. Aunque claro, no estaba allí para beber.

-Alto-seguía sentado, pero ahora estaba recostado y con las piernas abiertas. Se adivinaba un pequeño bulto-. Primero enciende más velas, que haya mucha luz. Si hay chimenea préndela. Luego ponte frente a mí, más cerca. Y entonces desnúdate. Quiero ver cómo te quitas la ropa-el tono era imperativo y algo cortante. Se le notaba el acento alemán-. Ahora.[/color]