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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

¿Estás dispuesto a regresar más doscientos años atrás?



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Mensaje por Francine Capet Miér Oct 15, 2014 12:35 pm

<<¿Cuánto vive el hombre, por fin?
¿Vive mil días o uno solo?
¿Una semana o varios siglos?
¿Por cuánto tiempo muere el hombre?
¿Qué quiere decir "Para siempre"?
>>
Pablo Neruda

Allí estaba: la decadencia convertida en mujer. Humillada, denigrada y ebria, muy ebria; borracha casi hasta la inconsciencia. Su vestido –ya que su cuerpo estaba casi en su totalidad sobre la barra- colgaba de la butaca del pequeño, maloliente y sucio bar de Le Havre. Marinos, comerciantes, traficantes, piratas, todos aglomerados en aquella habitación repleta de humo de cigarrillo barato y ratas que no se esmeraban en ocultar su presencia. El cantinero ponía frente a Francine la cantidad de alcohol que ella quisiese, con el medallón de oro –regalo de su difunto esposo- que le había entregado a cambio de las bebidas espirituosas, ni el hombre ni la poca caballerosidad que poseía, se inmutaban. Ella apoyaba el vaso, y el tipo, le mostraba una sonrisa casi sin dientes –y los pocos que le quedaban los tenía podridos- mientras llenaba el envase, encantado de ver cómo lo vaciaba en cuestión de segundos y pedía más. La muchacha no hablaba, ni siquiera era capaz de mirarlo a la cara. Había entrado con timidez, había pedido un vaso de agua, mientras observaba con detenimiento todos los rostros, que se posaban en ella; algunos con recelo, otros con curiosidad, la mayoría con lascivia. Había que ser una verdadera estúpida para meterse en un lugar como aquel siendo mujer y estando sin custodia. No era la primera vez que lo hacía, en tiempos de su juventud, cuando su padre aún vivía, la llevaba a sitios como aquellos y le enseñaba cómo comportarse con esa clase de gente de dudosa moral. Pero el objetivo de Francine había cambiado, incluso estando dentro del lugar logró olvidar para qué había llegado.

Narcisse la había enviado en busca de referencias para la misión que habían emprendido de forma privada y secreta. Su hermana había confiado en su pericia y en su camaleónico entrenamiento, sin saber que la muchacha era una alcohólica empedernida. Los informes mal redactados, solía atribuírselos a su personalidad ahora triste, opaca y depresiva, no al vicio que le atiborraba los sentidos y le comía la dignidad. La menor de los Capet cuidaba de lavarse y llegar sobria a las pocas reuniones que tenía con su superior, y escuchaba con atención las indicaciones. Las manos solían temblarle, ansiosa de ingerir algún líquido poderoso que la sumiera en el olvido y la hiciera reír, reír de soledad, de angustia, dolor y vergüenza. La normalidad le sabía a basura, y ya se había acostumbrado a la taquicardia que le provocaba observar las botellas de alcohol, sin poder acercarse a ellas. Claro que aquel comportamiento nervioso, podía otorgársele a la gran pérdida que había tenido poco tiempo atrás, por lo que nadie se preocupaba; creían que Francine, debido a su estirpe de guerreros, pronto saldría a flote de tamaña tristeza, y volteaban su rostro, para no mostrar la lástima que sus ojos destilaban. Por eso le gustaban sus encuentros con Narcisse, ella no la miraba de aquella forma, sino con ira, de verla tan débil e inservible, pero, así y todo, seguía dándole trabajo y no ordenaba su internación en un sanatorio mental o su reclusión en un convento. Por supuesto que, de saber lo que, verdaderamente, ponía de aquella forma a su hermana, Francine sospechaba que habría enviado a cortarle el cuello para que el nombre de la familia no se tiñese con aquella mancha negra.

Oye, mujer —el cantinero le dio una suave cachetada. Francine se había incorporado, pero mantenía los ojos cerrados. —Esto te lo envía el tipo de aquel rincón —le señaló a un hombre guapo, dentro de sus posibilidades.

Gracias —balbuceó, sin dirigir sus ojos hacia el “caballero”. Tomó entre sus manos la botella de whisky, la abrió con timidez y olisqueó. Era bueno, muy bueno. Estiró su brazo para volcar el contenido en el vaso, pero al notar que el encargado de la barra le negaba con la cabeza, se la llevó a la boca y le dio un trago pequeño.

Dijo que quiere observarte beber así —comentó, antes de volver a sus tareas.

Francine no se tomó el tiempo para mirar de reojo a quien le invitaba, ella siguió dándole sorbos pequeños, medidos, como si se encontrase completamente en sus cabales, como si fuese la primera vez en la noche que bebía. Se había dado cuenta que, con el correr de los días, iba desarrollando mayor capacidad de resistencia con la bebida. Las primeras veces había vomitado y despertado en su propia suciedad, había tenido que bañarse y refregarse el cuerpo varias veces, hasta que la piel le quedase roja e irritada, y algunos de sus vestidos había tenido que donarlos a la caridad, incapaz de volver a usar a un testigo de su desidia. Pero ni el dinero, ni los vestidos, ni el alcohol le faltaban nunca; así que aprovechaba aquellas tres pertenencias y se alienaba de la realidad. Ya no quería ser dueña de sí, ya no deseaba ese mundo oscuro que le recordaba diariamente el ser marginado en el que se había convertido y las ausencias que nunca más volvería a cubrir. Quizá tenía suerte y su hermana se enteraba de su estado, de las condiciones lamentables en las que se encontraba en ese preciso instante, cómo estaba a punto de arruinar todo por lo que estaba luchando, y se solidarizaba con ella y contrataba un sicario, no la creía capaz de ensuciarse las manos, al menos no con alguien tan inferior. Pensar en Narcisse le hizo caer un par de lágrimas, y el trago violento que le dio al whisky le hizo arder la garganta, hecho que no le permitió percatarse de que la puerta del bar se abría de par en par, y los ojos de todos los presentes, se clavaban en la figura que ingresaba, incapaces de emitir un sonido. Francine no notó el silencio a sus espaldas, y siguió sumergida en su montaña de deshechos.
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Mensaje por Invitado Dom Nov 30, 2014 2:06 pm

Todo contacto de la isleta de tierra donde se encontraba el pueblo bretón, o quizás normando, de Mont Saint-Michel con el continente quedaba eliminado cuando la marea alta devoraba el istmo por el que todos los visitantes de aquel lugar, yo incluida, llegaban a adentrarse en aquel pequeño y hermoso pueblo. La visión resultaba siempre sobrecogedora, sin importar el siglo en que yo hubiera acudido a la extraña llamada de un lugar en la frontera natural entre dos territorios artificiales, y desde que lo había descubierto había disfrutado de la sobrecogedora visión de la luna reflejándose, como plata, en un mar que convertía la fortaleza en un bastión inexpugnable. Al igual que yo, durante milenios numerosos peregrinos se habían acercado a donde el mar dominaba al hombre, una realidad tan absolutamente distinta a la de los pólders de mi reino que resultaba incluso irónico que el motivo por el que me encontraba allí, reunida en el refectorio de la abadía reutilizada como prisión, fuera para tratar asuntos de la tierra donde se había dominado al mar. La ironía, no obstante, era uno de los recursos que mejor se me daban de entre la amplísima variedad de matices entre los que me movía, y por aquel motivo no me avergonzaba lo más mínimo encargarme de la liberación de un preso injustamente ajusticiado en Francia pese a que la potestad correspondiera a la justicia de los Países Bajos, mi reino. Pese a que pudiera haber delegado mi autoridad en materias de aquella ralea a cualquiera de las numerosas instituciones de justicia esparcidas por el territorio, aquí y allí, había preferido encargarme personalmente por un motivo muy sencillo, que era el motivo por el que incluso me enorgullecía de encontrarme allí: política. Aunque Dragos quisiera mostrarse como el rey y la figura visible de nuestro reino, la cruda realidad era que yo movía los hilos de lo que sucedía como se me antojaba, y para ello debía dedicarme a ganarme el favor de familias nobiliarias como aquella a la que pertenecía Anko de Nassau, el prisionero cuya seguridad y libertad me aseguré de proporcionar tras horas de arduas negociaciones en lo más profundo de la noche, rodeada de piedra milenaria.

Así, recostada en una silla en el centro del refectorio, aguardaba pacientemente a que el prisionero ya excarcelado terminara de recoger sus enseres personales, y fue aquel el momento exacto en el que un mensajero me trajo un mensaje llegado en el telégrafo instalado en la isla acerca de la localización de una antigua amiga, que a veces bien podría considerarse una obra de caridad más que una enemiga: Francine. Aparentemente, durante el tiempo en que no habíamos hablado la situación había cambiado, provocada por la muerte de su marido entre otros aspectos que de contarlos se convertirían en excesivos, ya que su vida parecía recién salida de un folletín por la cantidad de desgracia que la pobre mujer había debido asumir con el tiempo. En parte por ello no me sorprendió que me informaran de su localización en Le Havre, un puerto de los más importantes y transitados del reino galo, y cuna de los mayores tugurios de perdición precisamente porque allí era donde terminaban los marineros, carentes de moralidad alguna y peligrosos si no se sabía tratar con ellos. Y digo en parte porque, en cierto modo, sí que me sorprendió, aunque no tanto el hecho como la decepción que me produjo deducir a qué se estaba dedicando en su estancia allí, sin duda a embriagarse hasta que su pequeño y débil cuerpo lo aguantara con el objetivo de olvidarlo todo. Quién me iba a decir que, en el fondo, aquella inquisidora se había ganado un hueco en mi corazón de vampiresa, seco y parado desde hacía milenios... Quién me iba a decir que después de saludar a Anko y que él me demostrara su sincera gratitud ordenara a mis sirvientes que me prepararan un carruaje para acudir a Le Havre la noche siguiente, cuando la marea bajara y el Mont Saint-Michel volviera a estar comunicado con el resto de Francia. Resultaba sorprendente, hasta para mí, el alcance del efecto de la noticia en mi actitud, mas el propio viaje me dio tiempo para pensar en mis motivos y para aclararme las ideas respecto a ella, a nosotras y a su marido, a quien me había ofrecido pero a quien apenas había tenido tiempo de utilizar... Por eso, cuando finalmente llegué a Le Havre, mis ideas estaban claras y mi actitud volvió a ser segura, como la de una reina, la monarca que era y nunca había dejado de ser.

Una vez en la ciudad, no me instalé en una posada cualquiera, sino que fui acogida por una condesa viuda de edad avanzada que si bien sospechaba mi secreto no era capaz de deducir exactamente por qué solamente nos veíamos de noche, nunca cuando el astro rey en su máximo apogeo podría sacar hermosos reflejos cobrizos en mis cabellos, como ella decía. Aquella mujer, pura amabilidad con una reina extranjera como lo era yo, me permitió descansar durante el día que siguió a la noche en la que concluí mi viaje y llegué a la ciudad, e incluso me permitió utilizar algunas de sus prendas de cuando era más joven y atrevida, todo ello por la profunda simpatía que me profesaba. Así, la noche siguiente, la tercera desde que había averiguado la localización de Francine, por fin me dirigí hacia la taberna donde se podría como el resto de la escoria humana que allí se reunía, excrementos con ojos que se quedaron fijos en mí cuando crucé el umbral de la puerta, pálida y extremadamente elegante. Incapaces de emitir sonido alguno, me siguieron con la mirada desde mi ingreso hasta mi llegada a la barra, junto a una ya muy perjudicada por la bebida Francine, aún más decadente que el ambiente que la rodeaba. Con una mueca, aparté la botella de sus manos, que la apresaban como si fueran garras, y gracias a ello me gané su atención, por primera vez desde que había ingresado en aquel local maloliente. Cuando sus ojos vidriosos se clavaron en mí le dediqué una mirada desdeñosa, que repetí con los que aún nos observaban y bastó para que todos volvieran a meterse en sus asuntos y yo, por mi parte, me centrara en ella de nuevo.
– ¿Vas a obligarme a convertirme en tu nodriza, dado que eres incapaz de cuidar de ti misma, o esto es simplemente un caso de histeria transitoria que estás matando con alcohol suficiente para abrumar a un curtido marinero? – inquirí, alzando una ceja y cogiéndola de la barbilla para que no se atreviera, ni por un instante, a dejar de someterse a la furiosa prueba que suponía mi fría mirada clavada en ella.
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Mensaje por Francine Capet Jue Ene 29, 2015 5:59 pm

¿Cuán bajo puede caer una persona? ¿Cuándo toca el final del pozo? ¿Cuándo llega el momento de dar el impulso para emerger? Francine, aún, seguía en caída libre, ahogándose en su mustia existencia, coronada por un vicio que la controlaba y la absorbía por completo, enajenándola. Cuando bebía, el mundo dejaba de gritarle que se levantara; las voces que la perseguían en los momentos de sobriedad, se acallaban cuando el alcohol ingresaba a su organismo y, uno a uno, sus músculos iban relajándose, y la ayudaban a sumergirse en una humillación de la que era merecedora. Era un simple despojo humano, un envase para huesos y órganos cada vez más maltrechos y descuidados. Comía en contadas ocasiones, no salía de su habitación salvo para conseguir una botella de alguna bebida espirituosa o para darle una sorpresa a su hermana, que solía convocarla a reuniones, para las que se preparaba con días de anterioridad, porque no quería que Narcisse se diera cuenta de lo que le pasaba. Quizá era la última gota de orgullo que le quedaba, pero estaba segura de desear que ninguno de sus conocidos la viese en ese estado calamitoso. Por eso, decidía encerrarse entre las paredes de la suite del hotel y hartarse de las borracheras, amanecer sucia en su propio vómito y con la vista nublada y los objetos girando a su alrededor. Había decidido matarse lentamente, pues no encontraba motivación alguna para dar un paso hacia adelante. Cada vez que lo hacía, retrocedía tres; así desandaba su vida de éxitos, llenándola de escombros sucios. No había horizonte, no había aspiraciones, no había nadie a quien amar, no había nadie por quien luchar. Ya acusaba algunas manchas en la piel, y era posible contarles las costillas a pesar del corsé y la ropa que la cubría. Vivía ojerosa, con los labios secos y las uñas de las manos rotas, pues había adquirido la costumbre que mordisquearlas hasta que le saliera sangre de las cutículas. No hacía mucho, había despertado con la almohada manchada de rojo y la mitad de una uña. Había gritado del susto, hasta que la empleada que se encargaba de la limpieza de su cuarto –y que tenía una discreción sin igual- entró sin pedir permiso y la socorrió. Aún no le crecía del todo, y su dedo flacucho y de esfinges exageradas, se había deformado levemente.

No… —murmuró, con el entrecejo fruncido, cuando alguien alejó la botella de sus manos. Se giró levemente para enfrentar al malnacido, y al ver a Amanda Smith, enmudeció. Abrió los ojos de par en par, y tragó con dificultad. Lo último que hubiera esperado era volver a verla. Recordaba vagamente el pacto que habían hecho; pacto que ella había roto el día que asesinó a su esposo. —A…Amanda… —musitó. Se aferró a la barra con una mano, mientras con la otra se despejaba el pelo de la frente transpirada. Sentía la garganta seca, invadida por una intempestiva oleada de nerviosismo, que le había despejado la cabeza y le había devorado los alcoholes. Miró hacia a un lado, y hacia el otro. ¿Qué hacer? ¿Qué decir? Se sentía más humillada que nunca; porque si no quería que Narcisse la viese en aquel estado calamitoso, mucho menos deseaba que la vampiresa la encontrase así. A pesar de que su estado natural era la ebriedad, no era algo de lo que Francine estuviese orgullosa. Lloraba a mares o reía histéricamente, golpeaba los muebles y hablaba con seres imaginarios que se le aparecían en el espejo o en el reflejo de algún objeto de plata. Había decidido olvidar a sus antiguos enemigos, quienes la habían respetado; por la sola y sencilla razón de que no recordaba nada que la hiciese sentir satisfecha consigo misma. Había resuelto sólo tener pensamientos negros, que la abrumasen de oscuridad y la instigasen a continuar con su suicidio.

No necesito una nodriza —habló con la boca pastosa, intentando erguirse, aumentando más su momento de degradación personal. De un manotazo, se liberó de la mano de Amanda, con tanta mala fortuna, que se tambaleó hacia atrás, chocó con un mesero, el cual terminó cayendo, dejando en el suelo un regadero de vidrios rotos y cervezas que ya no servían. La insultó e, inmediatamente, Francine le dio un anillo de oro puro, que compensaba con creces la pérdida. —Vámonos de aquí —estuvo a punto de tomar a la vampiresa del brazo, pero tuvo un pequeño instante de lucidez y se arrepintió. Atravesó el bar caminando en zigzag, mientras los presentes la observaban; no faltó el que gritó una propuesta indecente o un insulto. Ella lo ignoró, abrió la puerta y el aire fresco de la noche le provocó náuseas, que logró controlar. De manera inconsciente, movía la cabeza de un lado a otro, algo perdida; no lograba ubicarse ni temporal ni espacialmente, ya no sabía dónde estaba. Divisó un barril a unos pocos metros y se apoyó en él. Un gato se echó a sus pies y jugueteó con sus cordones sucios. Ella hizo de cuenta que no existía. Se tapó el rostro con ambas manos, intentando volver en sí; refregó la piel hasta sentir un tibio ardor, que le devolvió momentáneamente el color y le avivó las pecas. — ¿Qué haces aquí, Amanda? ¿Qué quieres? No tengo nada, nada, nada… —se quejó. —No cumplí con mi parte, lo sé. Pero ya no puedo entregarte algo, lo perdí todo. Y yo no sirvo para mucho… —continuó, mientras se mordía el labio inferior para frenar las lágrimas que amenazaban con enturbiar aún más aquella engorrosa y denigrante escena. Lo último que haría sería llorar en su presencia, suficiente con que la viese ebria, algo sucia y en un bar, bebiendo con hombres de dudosa moral y reventándose el hígado con alcohol. Como ya era costumbre, las manos le temblaban de manera preocupante, pero le era imposible controlar aquel impulso. Estaba tan nerviosa que deseaba seguir tomando hasta que, por fin, la muerte se la llevase. <<Quizá tengo suerte, y Amanda me mate de una vez>> reflexionó con completa resignación, aunque dudaba de que la reina le hiciese tamaño favor.
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Mensaje por Invitado Jue Feb 19, 2015 11:34 am

Hacía mucho más que una vida que entre mis labores se había encontrado ser la nodriza de alguien, incluso aunque yo no me hubiera ocupado de dar el pecho ni siquiera a mi propia criatura. El recuerdo de aquel hijo que, por esclava, se me arrebató, no me dolía tanto como cabría esperarse, sencillamente porque cuando fui transformada en un ser eterno e inmortal seguí la línea de sangre que había comenzado accidentalmente y no había dejado de hacerlo, ni siquiera en momentos en los que otras circunstancias se antojaban más acuciantes. Aquello, no obstante, no me había hecho recordar tanto el trato que había que profesar a las criaturas indefensas como lo estaba haciendo el estado de embriaguez de Francine Capet, antes Gallup, y ni siquiera con sus palabras sino con sus hechos. ¿En qué momento había renunciado a la madurez que le habían dado los años y había decidido convertirse de nuevo en un infante? ¿Había sido antes o después de que la desesperación de perder a su hijo la hubiera vuelto loca? Probablemente aquella había sido la causa que había propiciado su comportamiento, y si así era podía llegar a comprenderlo si hacía un ejercicio de empatía que no deseaba poner en práctica con ella, pero eso no evitaba que continuara sintiendo una curiosa mezcla de decepción, desprecio y preocupación por ella, culpable sin duda de que la siguiera a través de la sucia taberna hasta el fresco aire exterior. Ella probablemente no se dio cuenta del efecto que la brisa marina, salada pese a que a mí me supiera dulce en contraposición al aire viciado de humanidad del tugurio de podredumbre donde la había encontrada, tuvo, pero a mí no me pasó desapercibida la reacción de su cuerpo ante un estímulo demasiado intenso: malestar. Probablemente estaba muy cerca de expulsar hasta la primera papilla que le habían dado de niña, y aun así intentaba mostrar la suficiente fortaleza para convencerme de que no necesitaba mi presencia ni, tampoco, la del gato sarnoso que empezó a frotarse contra ella, mezcla de frío y necesidad de contacto.

– Incumpliste tu parte del trato, desde luego. Tengo entendido que asesinaste a tu marido, ¿no? Te has convertido en una viuda gracias a ti misma... No puedo decir que no te envidio, en este instante, y no se me escapa la ironía que resulta hacerlo cuando te encuentras en estas condiciones. – expuse, ofreciéndole la posibilidad de que me explicara algo que las dos sabíamos perfectamente que conocía. No se trataba simplemente de pretender que era estúpida y que solamente escuchaba rumores cuando tenía una red de informadores superior a la de muchos reinos europeos juntos; se trataba de darle la oportunidad de que afrontara sus actos, clarificara sus causas y, quizá, fuera capaz de afrontar las consecuencias sin tener que convertirse en una destilería en el proceso. Yo reconocía que disfrutaba del ocasional trago de jerez y también que era una aficionada al vino con posesiones en viñedos de la zona de Bordeaux e incluso del norte de España, pero cuando la justa medida de la que yo disfrutaba se convertía en una bofetada alcohólica contra mi nariz, incluso yo corría el riesgo de perder los buenos modales y desear arrojarla al mar para que se librara del mal olor. El riesgo que corría si cumplía mis deseos, por supuesto, era evidente: ella buscaba la autodestrucción, y el cántico del mar en la oscuridad, a donde nadie se arrojaría para rescatarla y salvar su vida, era una melodía que prefería que ni siquiera escuchara, por su propio bien. Una vez más, me sentí la nodriza que había sido y que creía que jamás volvería a ser con aquella humana hundida y marchita como una flor que está a punto de morir, pero que no consigue hacerlo, y solamente el aprecio que había nacido del respeto que un día sentí por ella me impidió girar sobre mis propios talones e irme de allí de vuelta a la civilización, cuanto más lejos de Le Havre mejor.

– Eres estúpida, Francine. – espeté, y únicamente la tranquilidad de mi tono y de mi cuerpo impidió que sonara como el insulto que había sido, era consciente de ello. – Perdiste un hijo, pero puedes tener otros. Eres joven, humana y fértil, no tienes mi imposibilidad para atarte de pies y manos. Y antes de que me acuses de ser cruel, piensa muy bien tus palabras y cualquier cosa que puedes decirme. Recuerda que he vivido mucho, pero también que he sido humana. Recuerda que yo también fui madre, y no me hundí como te estás hundiendo tú cuando me arrebataron a mi criatura. Y recuerda que he asesinado más de lo que puedo recordar, también a seres a los que amaba. Tenlo en cuenta, y dime, atrévete a decirme que soy injusta si deseo exigirte que te recompongas de una buena vez y que dejes de apestar a tugurio de perdición. A este paso, empezaré a marearme. – concluí, con una voz tan severa como probablemente ella jamás me había conocido. Pese a nuestras desavenencias, con ella siempre había sido la Amanda juguetona, la dueña de la situación pero desde una perspectiva que casi parecía poco seria, una herencia que sin duda debía agradecerle a mi extraño creador. En aquel instante, sin embargo, fui severa; fui la reina autoritaria que me estaba negando a ser desde que había accedido al trono pero que aun así sabía que era perfectamente capaz de ser cuando mi humor se tornaba agrio, como en aquel instante. Mi relación con mi humanidad era complicada, cuando menos, y aún lo era más con los recuerdos que guardaba de entonces, mas ver a alguien como ella, joven y en la flor de la vida, destrozarse por elección propia... Eso era superior a la capa de civilización con la que me obligaba a cubrirme para no revelar que, en el fondo, era exactamente el mismo monstruo que ella cazaba, por mucho que ella hubiera decidido apreciarme y, por tanto, hacer una excepción conmigo.
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Mensaje por Francine Capet Vie Jul 10, 2015 2:49 pm

¡Qué difícil era soltar! Soltar un vaso de whisky, soltar el pasado, soltar el dolor, soltar la decepción, soltar la propia miseria. Soltar y dejar partir. Ofrecerle la humanidad al mar y que éste se la llevase a su bravura, la diese contra un arrecife para terminar absorbiendo los vestigios y nunca más volver a sentir, ni amor ni odio, ni frío ni calor, ni alegría ni tristeza. Francine no quería sentir más, quería que las heridas desapareciesen y formasen costras hediondas, duras como rocas, incapaces de romperse para que volviese el dolor. Quería que el mundo dejase de girar, que el Sol se apagase, que el viento no soplase más. Quería que el mundo se muriese y ella con él. No soportaba la presencia de Amanda, le recordaba todo lo que no volvería a ser; tenía un cierto parecido con su hermana que la asustaba, y eso le provocaba un rechazo aún mayor. Narcisse se había erigido sobre su persona como un dedo acusador, como su Inquisición personal. Pensar en Narcisse era pensar en la forma en que su misión, la que la había llevado a Le Havre, estaba siendo arruinada por su espíritu débil y amorfo. ¡No se toleraba! Ya no aguantaba el cuerpo que encerraba su alma negra, su corazón roto; el peso de la vida era demasiado para poder continuar con el camino. A su humillación se le había sumado una Amanda Smith convertida en ángel custodio, y era la paradoja más ridícula y patética que alguien hubiese podido crear. ¡Dios era un maldito cabrón! Le encantaba jugar con ella y con su mugre, y había decidido poner a su antagonista eterna para presenciar su caída sin fin. Ah… Cómo costaba soltar…

Sí, lo asesiné —murmuró, segura de que sólo la vampiresa la escucharía. Las imágenes de aquella noche fatídica revivieron como si hubiesen sido minutos atrás. El panteón familiar, la tumba de su hijo y la tumba falsa que llevaba su nombre. El frío de la noche, el silencio, unos pasos… Girar sobre sus talones y verlo, verlo tan hermoso que dolía, tan perfecto que el amor le desbordaba el alma. Sonrió, producto de aquella alegría primera que le significó el reencuentro, el saberlo vivo, ver en su mirada atravesada por el dolor, el amor que aún le profesaba, la devoción que siempre habían sentido el uno por el otro. Su abrazo. ¡Oh, por Dios! Sus brazos, su pecho, sus músculos tensionándose alrededor de su cuerpo menudo para apretarla hasta el dolor. Su aroma inolvidable, el contacto con su piel fría… Oh, el frío. Ya no había sentido su calor, y su reacción fue acusar a la helada que se había cernido sobre París, pero no, no era eso. No era el clima, no era la naturaleza. Era el Diablo metiéndose una vez más para asestarle el golpe final. La confesión. ¡Imbécil! ¿No podría habérselo ocultado? ¿No podría haberla encantado, engañado? No, le había dicho la bruta verdad, esa que nunca hubiese querido escuchar. Era un vampiro, ¡un maldito vampiro! Y él, el hombre de su vida, su primer, único y último amor, había asesinado al hijo de ambos para que no fuese una bestia más. Se había sacrificado por los tres, cargando con el dolor de la familia, creyéndola muerta. ¿Y Francine qué había hecho? Incapaz de controlar el ataque de moral, le dio el beso de la viuda negra al mismo tiempo que le asestaba un golpe mortal. Nikôlaus murió sobre sus labios, con su sangre que se pensaba inmortal, escurriéndole por los dedos. Sin darse cuenta, había relatado cada hecho de aquella noche fatídica, mientras las lágrimas le empañaban la visión. —Aún esto no cicatriza —dijo al tiempo que se corría el cuello del vestido para mostrarle las marcas de los colmillos de su difunto marido. —Se alimentó de mí, bebió mi sangre. Jamás me había pasado algo así… —reflexionó.

¡No quiero otros hijos! ¡No quiero otro hombre! —exclamó, ofendida, mientras se tambaleaba hacia atrás. —Somos diferentes, tú eres fuerte, tú tienes otro coraje para enfrentar todo, yo no. Yo lo único que quiero es morirme y no me dejan. El alcohol no me mata y soy incapaz de acabar conmigo misma, hasta para eso soy una cobarde —continuó con más tranquilidad. —Sinceramente, de todo lo que imaginaba que podía ocurrirme, que te convirtieras en mi chaperona era lo último. ¿Por qué haces esto? ¿Qué ganas? Ya no soy esa Francine que conociste, ya no queda nada de mí, y tampoco nada hay que me haga desear recuperar algo de mi vida anterior. Ya destruí todos tus archivos en la Inquisición, eres una total desconocida, al menos en los papeles. Nada nos une, ni tampoco nos separa. No tengo venganza para llevar adelante, no tengo anhelos, no tengo fuerzas —inspiró profundo y entrecortado, soltó el aire con dificultad. —Tú naciste para ser grande, Amanda, naciste para triunfar y sobreponerte, yo no. Quienes obtuvieron ese don en mi familia fueron mis hermanos. Yo nací para que me consientan, no para que me arrebatasen a los que amo, nací para darle cariño a todos y no para que me quitasen lo que más he amado en ésta vida. Siempre fui débil, a pesar del manto de arrogancia que me dio la juventud. ¡Ni siquiera quería entrar a la Inquisición! Lo único que quería era casarme con Nikôlaus, darle muchos hijos y envejecer a su lado, ¡y mírame! —exclamó, apretando los puños y clavándose las uñas en las palmas hasta lastimarlas. —Mira lo que he conseguido. ¡Nada! Absolutamente nada… Ni mi vientre fue capaz de contener la única esperanza que me quedaba. Dos hijos, mi esposo, mis padres, mi hermano, no tengo nada. Ni siquiera me queda el orgullo. ¿Qué pretendes que haga? Dime tú, que pareces preocupada por mi futuro, ¿qué hago? —la increpó, aunque no tenía ni la corpulencia ni la fortaleza para enfrentarla.
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Mensaje por Invitado Vie Sep 04, 2015 11:07 am

La ofensa que estaba sufriendo su cuerpo alimentó una parte cruel de mi persona, la misma que disfrutaba de ver la sangre deslizarse de las heridas de mis colmillos en un cuello ajeno y que anhelaba dar una lección a un ser que, amén de pusilánime, anhelaba hundirse aún más en la propia inmundicia que ella había creado por culpa de lo que quería, y no de lo que deseaba. Ah, cuán difícil resultaba que los mortales aprendieran a diferenciar entre sus simples ganas pasajeras de algo y los deseos reales que escondían sus oscuros corazones, aún más podridos que el de un ser capaz de toda la dureza que le había descrito a Francine con una considerable parquedad en detalle. Ella, que antaño se había mostrado moralmente superior a mí y en una posición que aparentemente le daba permiso para juzgarme, se encontraba ahora en la posición opuesta, siendo criticada duramente por el mismo ser cuya confianza había traicionado al quebrar el acuerdo al que habíamos llegado hacía, para ella, una maldita eternidad. Y aunque su marido realmente no me importaba lo suficiente para que me molestara la ruptura de su promesa, lo que realmente me ofendía a mí, y la mía era una ofensa que podía tornarse sumamente peligrosa para una simple humana demasiado cegada por su propio dolor. Ante tal coyuntura se presentaba una duda razonable que me cruzó rápidamente por la mente, como un cometa que ilumina un segundo el cielo nocturno para, después, esfumarse por la dirección contraria a la que había venido: ¿estaba intentando molestarme a propósito para que la liberara del sufrimiento, de forma suicida, o realmente lo estaba haciendo sin darse cuenta? La respuesta a tal dicotomía diría mucho del estado mental de Francine en aquel instante en el que me increpaba ante mi mirada indiferente, con la ceja izquierda alzada como única muestra de expresividad en un rostro que mantenía la molestia bien oculta de su vista. Eso si, claro, tenía a bien intentar leer las reacciones de su interlocutora, y francamente lo dudaba.

– No me hagas reír, Francine, no creo que sea esa la reacción que buscas en mí al contarme todas las desgracias que dices que te han ocurrido. – repuse, esbozando una sonrisa maliciosa simplemente para provocarla, por si mis certeras palabras no habían sido suficiente para que ella reaccionara y me increpara. Si tanto deseaba molestarme y que fuera yo quien la asesinara dada su incapacidad para arrojarse por un acantilado hacia el Océano Atlántico, no lo conseguiría sin que yo le devolviera parte de su actitud como desafío. A fin de cuentas, nunca habíamos sido grandes amigas, y aunque una vez el respeto hubiera fluido entre nosotras como lo hacía el río Sena a través de la capital del reino francés, tal parecía que el cauce se había secado y lo único que existía era su debilidad y mi molestia, no la consideración que había llegado a sentir por la joven tan quebrada como ella deseaba estarlo.
– No quieres otros hijos, no quieres otro hombre. Tu familia es grande, yo soy grande, pero tú no, sólo eres un insecto que al menor descuido todos pisan si no van mirando por dónde ponen los pies. Eres cobarde, estás vacía, y quieres dar cariño pero no quieres buscar a nadie a quien dárselo... ¿Empiezas a ver por qué me resultas hilarante? Te contradices tanto con lo que dices que quieres y lo que realmente deseas que resulta insultante ser testigo de este espectáculo patético de cómo intentas convencerte a ti misma de que la oscuridad es dulce y te tratará mejor que la luz. – resumí, y esta vez no fui desdeñosa con mi tono de voz ni con mi mirada, sino crítica como ella sabía desde el principio, desde que nos habíamos encontrado en una sucia posada portuaria, que iba a serlo en cuanto viera el deplorable estado en el que se encontraba una mujer antaño merecedora, si no de mi loa, al menos sí de mi consideración.

– Si no queda nada de ti de la Francine anterior, termina de enterrar a esa zorra frígida y amargada y plantéate que eres una mujer nueva, dueña de su vida y sin nadie a quien tener en cuenta aparte de a sí misma. – propuse, encogiéndome de hombros y, después, acariciándole el rostro desde la barbilla hasta la mejilla. Hasta su piel, antaño sedosa, parecía ajada por el alcohol que había estado ingiriendo en demasía para tratar de ahogar las penas con un líquido fermentado. – Te sugiero también que permanezcas sobria porque me da auténtico asco tener que compartir el mismo aire que tú... Es una bendición llevar guantes, porque no quiero ni imaginar qué se sentiría tocarte ahora mismo. – increpé, sonriendo pese a que lo había dicho absolutamente en serio, y acercando su rostro aún más al mío, de manera que ante los ojos de cualquiera pudiera parecer que estábamos compartiendo una confidencia, incluso si estábamos muy lejos de compartir cualquier tipo de secreto.
– Hazte dueña de tus actos, Francine. ¿Crees que no sé lo que es saberte alguien no destinado a la gloria? ¿Crees que yo no he caído nunca bajo? Pero me he incorporado, y tú también lo harás. En realidad, no tienes más opciones que esa: o te alzas o caes y te partes el cráneo en el intento. Nada más, ni nada menos, es lo que tienes que hacer, y si quieres que sea más prosaica, de acuerdo, lo puedo ser. Búscate nuevas esperanzas, anhelos, y aficiones. Conviértete en una mujer que puedas admirar si la conocieras desde el punto de vista de otro. Recupera esa arrogancia de la que me hablabas y con la que solías tratarme antes. Y, por el amor de todos los dioses, deja de pensar que eres la única a la que el dolor ha postrado de rodillas. Todos hemos sufrido, pero sólo tú eres lo suficientemente cobarde para intentar darme pena y que te mate por piedad. – concluí, con los ojos entrecerrados y expresión sombría como única muestra de mi frustración con ella, y tras mi monólogo apreté su mejilla con saña y me aproveché de la posición para empujarla y que dejara de ensuciar mi aire.
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Mensaje por Francine Capet Dom Dic 27, 2015 10:25 pm

Su abúlica existencia la había convertido en un ser inconstante y sin rumbo, incapaz de sentir algo más que no sea dolor. Sus días transcurrían en el letargo del sueño oscuro y en el sopor del alcohol, convertido en bálsamo para tamaña pena. Francine ya no quería ni podía luchar contra sí misma. Era hora de aceptar que había perdido la batalla. La frustración le exudaba por los poros, así como las bebidas que con tanto esmero ingería. Se preguntaba cómo era que aún no había caído muerta por tanto maltrato. Era inconcebible que sus padres y su hermano mayor, que eran verdaderos guerreros, hubieran caído en la batalla y su cuerpo frágil, no sucumbiera a la vejación que la bebida hacía en su organismo. No sólo era inconcebible, sino injusto. Mirara a donde mirase, todo era oscuridad. En su pasado, en su presente y en su futuro. La frustración le corría por las venas suplantando la sangre. ¿Cómo había llegado a ese punto muerto en su vida? Si le preguntaban, hacía un año era una mujer feliz, que todo lo tenía, que era capaz de comerse al mundo de un solo bocado; siempre erguida, sonriente, responsable. Si le preguntaban, hacía un año no podía siquiera imaginarse la posibilidad de encontrarse en aquel estado de enajenación, de humillación. Se vio a través de los intensos ojos de Amanda, y lo que el reflejo le devolvió la paralizó.

Era la escoria víctima de sí misma. Víctima y victimario. Al destruir lo que amaba, se había destrozado a sí misma. Tóxica, venenosa, inmunda. No le alcanzarían jamás los adjetivos para describirse, para descalificarse. Aquello que tocaba, lo destruía. Nada tenía, y nada tendría jamás. ¿Alguna vez tuvo algo? ¿Y si todo fue una ilusión? Estaba volviéndose loca, y se preguntó si la vampiresa era real, si no era producto de su demencia. Estuvo tentada a tocarla, a extender su mano y rozar con los dedos la piel de porcelana. Debía estar helada, pero parecía tan pura como la de un ángel. A las palabras de Amanda, las recibió como una bofetada. Conocía su ferocidad, la serpiente que se enroscaba en su lengua y que se despertaba para destilar su veneno, pero no estaba lista para escuchar de otro que no sea ella misma, verdades tan dolorosas. Era cierto y tampoco era una novedad. Se lo recordaba el espejo cada día al despertar; se lo recordaba su locura a cada momento.

Sí, era un insecto. ¡Un feo, sucio y asqueroso insecto! Hipó, para sumarle más degradación a su actuación, que caía como una roca al acantilado. Frunció el ceño cuando la vampiresa se le acercó. Francine era incapaz de emitir sonido, a pesar de que las lágrimas caían por sus mejillas. Simplemente, había dejado de reprimir el llanto. Éste emanaba como un autómata, como si un mecanismo se activase diariamente para sumergirla en el salobre líquido. Iba encogiéndose con cada frase, cada sílaba se convertía en la aplastante pared que la asfixiaba. Y si bien deseaba salir corriendo, la tortura que significaba seguir escuchándola, tenía una perversa satisfacción. Disfrutaba de los golpes, había aprendido a gozar en su propia humillación. Había encontrado en el dolor su lugar de confort, la comodidad de no tomar por las riendas absolutamente nada y, simplemente, dejarse morir… Del acopio de fortaleza de minutos atrás, nada quedaba. La reina había barrido los rastros del orgullo de Francine, si era que quedaba algo de éste en algún sitio oscuro de su pecho.

La suavidad del guante se convirtió, rápidamente, en el filo de una daga. ¡Y el golpe final! La inquisidora cayó sobre su propio trasero, dándose un golpe en la cabeza con uno de los barriles, que no hizo más que aumentarle el mareo. Abrió los ojos hasta el ardor y parpadeó desesperadamente, esperando que los objetos a su alrededor retornasen a su lugar, algo que parecía no iba a suceder. Alzó levemente la vista, y se enfocó en Amanda. Nunca le había parecido más espléndida que en ese momento. La oscuridad le sentaba bien. Aún sus palabras rebotaban en sus pensamientos, iban de un lugar a otro, y el vértigo de la realidad que reflejaban, le provocó náuseas. No, no vomitaría, se recordó. Necesitaba otro trago; sí, eso ayudaría. Intentó levantarse en vano, le dolían las articulaciones y el suelo se había convertido en un oleaje que le impedía erguirse.

¿A qué viniste? —preguntó como un murmullo. — ¿Sabías que te encontrarías con esto? Dime, Amanda, ¿por qué te tomaste la molestia de venir hasta aquí? ¿Qué necesitás de mí? —no se dio cuenta que balbuceaba. No era capaz de continuar con el mentón en alto, por lo que separó las piernas, las alzó y colocó la cabeza entre las rodillas. Aquello parecía tranquilizar el universo, y el mareo comenzaba a ceder. Cerró los ojos, y le habría gustado dormirse. — ¿Has venido a matarme? —preguntó con voz gangosa. Parecía que el discurso que con tanto esmero la vampiresa había expuesto, se había terminado evaporando. Nada quedaba de el, o eso era de lo que Francine quería convencerse. Era una cobarde, ¡por supuesto! En su juventud, habría respondido con ingenio, ahora con la ignorancia propia de aquellos que ya no tienen nada que perder.

El silencio parecía haberse apoderado de la atmósfera, y la mujer creyó, por un instante, que Amanda se había retirado. Pero al levantar el rostro, ella seguía allí, observándola con su mirada en forma de puñal. Cuánto había disfrutado de aquella dama espléndida, y cuánto la envidiaba en aquel momento. Sí, la envidia era uno de los sentimientos nuevos que se habían alojado en su débil personalidad. Odiaba la felicidad de todos, detestaba las risas, le parecían insoportables. Francine se había vuelto sombría y solitaria. Pero, al parecer, aún tenía algo que a la reina de los Países Bajos podía serle de utilidad, pues dudaba que su actitud de compañera espiritual se debiese a una vocación cristiana.

Qué amable eres al cuidarme en mi borrachera, Amanda. Repito, no tengo nada, pero quizá crees que hay algo que sí puedo darte. No continúes con el suspenso, ya estoy asqueada de tus consejos —estaba más repuesta, como si el suelo fuese un lugar donde apoyarse. No, el suelo era el lugar donde vivía, y era su comodidad.
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Mensaje por Invitado Lun Dic 28, 2015 7:12 am

Al contrario de lo que ella pudiera pensar, su sumisión y su caída en picado al Hades no me provocaban el placer que, tiempo ha, las primeras veces que nos habíamos encontrado y ella me había desbordado con su arrogancia, quizá habría pensado que me supondría. Sentía cierta decepción y algo de pena, la que se siente cuando un conocido sufre una desgracia, sólo que ampliada por el hecho de que, aunque no pudiéramos considerarnos amigas, sí que éramos algo más que simples conocidas. Y, por supuesto, junto a todo ello se encontraba el desprecio que me era imposible quitarme porque sabía que la única culpable de su situación era ella misma, no el mundo al que tan desesperada e inútilmente trataba de enfrentarse en una batalla perdida de antemano. Aunque a mí no se me pudiera unir al mundo militar per se, había nacido en un clan guerrero y mi propio hermano era un fiero soldado que había seguido la tradición de mi pueblo y de mi propia familia: entendía, pues, de estrategia bélica lo suficiente para saber cuándo era necesario prestar batalla y cuándo el conflicto era de proporciones tan gigantescas que debía abandonarse de antemano, sin causar bajas. Tal vez otros lo consideraran cobardía; yo, por mi parte, lo consideraba una forma óptima de racionalizar un enfrentamiento para que las consecuencias no fueran tan sangrantes que no mereciera la pena siquiera conseguirlas. Francine y yo teníamos en común esa procedencia, aunque a distinta escala, y el hecho de que provenir de una familia inquisitorial y serlo ella misma no le permitieran tener la perspectiva suficiente para saber que su batalla tenía posibilidades de ser vencida me provocaba una frustración tal que mis movimientos eran ya bruscos, como cuando la había arrojado al suelo a sabiendas de que, en su estado, se golpearía y lo añadiría a los motivos por los que sentía desprecio de sí misma. Como si necesitara mi ayuda para detestarse...

– Vine porque escuché que te estabas destrozando. Vine porque pensaba que una antigua aliada mía merecía mi atención y, quizá, mi ayuda para salir de una situación problemática. Lo creas o no, no buscaba ningún favor en específico con el que pudieras pagarme por mi intervención, pero a estas alturas considero que quizá empiezas a deberme uno muy grande. – repliqué, manteniéndome todo lo indiferente que era capaz ante semejante espectáculo patético que estaba teniendo lugar frente a mí, y después me acerqué a ella y la levanté con la fuerza que me había regalado mi condición sobrehumana. Esta vez, no obstante, tuve más cuidado a la hora de manejarla para que su falta de equilibrio no supusiera un inconveniente a la hora de permitirme guiar sus movimientos como pensaba hacerlo, casi como la madre que, realmente, nunca había llegado a ser, incluso aunque, como humana, hubiera cargado con una criatura de mi amo en el vientre. Cuán irónico resultaba que los papeles se hubieran invertido con nosotras... Ella era la madre amantísima que aún lloraba la pérdida de sus hijos y su esposo; yo, la vampiresa yerma y estéril que, salvo el don de la muerte, no podía otorgar ningún regalo vital a otra criatura. Y sin embargo las dos habíamos intercambiado nuestros roles porque yo la sostuve, yo la conduje por los callejones de Le Havre y yo la deposité finalmente en una habitación de la posada donde había estado buscando su propia destrucción, sobre la cama y con un aguamanil cerca para que se despejara ella misma, pues aunque la había ayudado, me negaba a descender al nivel de una ayuda de cámara para alguien que no merecía tanto de mí. El orgullo de mi condición se mezclaba con el orgullo de mi posición y con el que yo misma había tenido desde siempre, hasta cuando ni siquiera había sido dueña de mi destino; todos los orgullos se me reflejaban en el rostro en vivo contraste con el de ella, que sólo mostraba lástima y autocompasión.

– Y yo estoy asqueada de ti, mi estimada Francine, pero aquí estamos. ¿Crees que he viajado desde Mont Saint-Michel para pedirte un favor y que después de todo este tiempo soportando tu pena aún no te lo he pedido? Me conoces lo suficiente para saber que si tengo necesidad de algo, me encargo de conseguirlo. No, esta vez he venido para ayudarte, aunque te reconcoma saber que no soy el monstruo por el que me tienes. – espeté, sin despeinarme ni alzar más de lo necesario el tono de voz. Un instante después, cogí una sucia palangana de porcelana barata que se encontraba en la pulgosa habitación y se la puse en el regazo, aprovechando que la había dejado sentada en la cama por el momento, hasta que se recuperara del mareo del que estaba dando constantes muestras. Al ver que no reaccionaba demasiado, me dirigí hacia la ventana y la abrí para que la suave brisa marina consiguiera lo que yo no estaba siendo capaz de obtener de ella, su despeje, la bajada de la constante alcoholización en la que llevaba meses sumida, por lo que tenía entendido. A mí también me beneficiaba el aire, por supuesto, pero lo mío era desde un punto de vista puramente hedonista y estético, mientras que en el caso de ella era algo necesario desde cualquier punto de vista que se le pudiera aplicar a una mujer en su situación de patetismo.
– Por supuesto, es bien posible que te pida un favor a cambio de cuidarte esta noche, y de nada me sirve que mi aliada esté por los suelos. Pero he llegado a apreciarte, Francine, y aparte de que me debes una deuda porque me impediste disfrutar de lo que llegaste a regalarme la última vez, considero que mereces que gaste una noche de mi valioso tiempo contigo. Más allá de eso, me temo, es cosa tuya, así que tú decides lo que quieres hacer hasta que amanezca. Tienes de plazo, en esta tregua nuestra, hasta la salida del sol; a partir de ahí, mi generosidad terminará y me retomaré el favor que me debes de antes, no por esta noche. – aclaré, cruzando los brazos sobre el pecho y sin mirarla, con la vista clavada en las luces del puerto que se veían a lo lejos.
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Mensaje por Francine Capet Miér Ene 27, 2016 9:40 pm

Si alguien, alguna vez, en sus casi veintisiete años, hubiera tenido la osadía de decirle que sería testigo de la compasión de Amanda Smith, habría reído a carcajadas, hasta dejar de sentir el estómago y la mandíbula. Pero, si a ese, ya de por sí insólito hecho, se le habría añadido que sería ella la merecedora de tal bondad, seguramente habría desenfundado una arma y habría hecho callar a esa persona, por insultar su inteligencia. Pero allí estaba, en el piso, como un trozo de basura, siendo levantada por la indulgencia de la Reina de los Países Bajos, que se había degradado a chaperona de su antigua rival; porque Francine, claramente, ya no era digna de tal mote. Había perdido toda capacidad de sentirse y ser una enemiga para la vampiresa, y lo sabía. Era una alcohólica lamentable que, en ese momento, no sería capaz de blandir un cuchillo sin pasar por el degradante acto de cortarse un dedo. Era una mujer que ya no se reconocía en aquel pasado glorioso que la unió a Amanda era la clase de persona a la que, alguien como la monarca, no le dirigiría siquiera una mirada plagada de desdén. Sin embargo, los atisbos de violencia que hubo en el accionar de la mujer, desaparecieron, para darle paso a una increíble suavidad que, aún en el estado etílico que se encontraba la inquisidora, era capaz de percibir.

Como si sus sentidos no tuvieran oxidada la capacidad de reacción, escuchó atentamente las palabras que la vampiresa emitió, no sin hipar ni moverse en su lugar, producto del mareo. Pero la oyó, la oyó con el alma marchita que poseía, y no fue incapaz de frenar las lágrimas que le empaparon las pestañas y las mejillas, y le nublaron la visión. Había derribado las barreras que Francine había impuesto, y la joven se permitió llorar, no con un llanto desgarrador y lastimoso, sino uno tranquilo, como un río que ha encontrado su curso finalmente, y sólo debe fluir. No pudo replicar; no pudo y no quiso. Se limitó a asentir, como si fuese una niña a la que su madre regaña por alguna travesura menor. Sabía, perfectamente, que la vampiresa le cobraría aquella atención, era consciente de que estaría endeudada por siempre. En el pasado, no habría creído ni en una sola de sus frases, pero pudo sentir la sinceridad. Pensó que, a pesar de todo, la mujer que tenía frente a ella, no era un monstruo retorcido. Amanda Smith tenía alma, y se la estaba mostrando. ¿Tan digna era ante sus ojos?

Se dejó guiar en silencio, intentando no tropezar, sopesando sobre lo insólito de aquella situación. Sin dudas, la vampiresa estaba llena de sorpresas; y ni en todos sus años de investigación, había logrado descifrar, realmente, quién era Amanda Smith. Era un misterio que le abría una ventana hacia un universo desconocido y nuevo, donde las perspectivas se invertían y donde, todo lo alguna vez afamado, carecía de valor, como si nunca hubiera existido. Era la primera vez, en mucho tiempo, que no era tratada de aquella forma. Si estuviera avispada, le habría agradecido y dicho que no necesitaba su condescendencia, pero, en aquel estado, que la hacía más receptiva, habría jurado que, de decir algo semejante, habría estado insultando a la mujer. Y no quería perder aquella soga. Amanda se había convertido en su último bastión, en la única luz de su oscuridad, por más paradójico que pareciese para una dama que se movía entre las fauces de la muerte y su lugar era la noche. Tan diferentes no eran… Francine siempre la había respetado; ahora la admiraba, ya no con la envidia que da la desgracia, sino con la tibieza que le salía del corazón.

No te considero un monstruo. Al menos, ya no… —se defendió, mientras se acomodaba en la cama. Seguía sintiendo la boca pastosa. Tomó la palangana y la estudió, como si le hubiera entregado una obra de arte. El trayecto hasta allí la había ayudado a despejarse, y la piedra que le oprimía la boca del estómago había desaparecido, y junto con ella, las náuseas. —No estoy en condiciones de juzgar a nadie, ¿no crees? —hizo su cabeza hacia atrás, apoyándola en el respaldar. Cerró los ojos, pero las diminutas luces de colores que titilaban, le volvían a provocar ese insoportable mareo, por lo que se instó a fijar la vista en un punto ciego en el alto techo. Un suave chillido se le había asentado en los oídos, como si le atravesasen la cabeza con un delgado alfiler. Íntimamente, agradeció que abriese la ventana, y el aire que renovó la habitación, también la ayudó a reaccionar. Depositó el recipiente en la mesa de luz vacía que tenía a su lado, y el mero movimiento le provocó vértigo. Respiró profundo, una, dos, tres veces, mientras la escuchaba, y se puso de pie. Le costó llegar junto a Amanda, pero lo logró.

Creo que te estás escapando —soltó con suavidad, mirándola de reojo. Desde abajo, el canto de unos borrachos le arrancó una sonrisa. —Sé que estoy en deuda contigo, no sólo por el pacto que rompí, sino también por ésta noche. Me parece que ese…marido que tienes te está haciendo la existencia difícil. Sé la clase de… —buscó la palabra adecuada— ser que es. No corriste con mi suerte; me casé con un buen hombre y lo maté. Tú estás con una bestia y no puedes deshacerte de él —se sentía animada para conversar, y había encontrado una excusa para dejar de hablar de sí misma. Se sentía incómoda siendo el foco de atención. En su juventud, adoraba ser el centro de admiración. —Pero, te conozco. Sé que encontrarás la forma de librarte de tu Rey —lo último lo dijo con sorna. —Estás ideando alguna jugarreta, si es que no lo has hecho ya. Pero no deja de sorprenderme que te hayas sometido a una unión semejante sin saber, previamente, los beneficios que obtendrías. Te gusta el poder, Amanda. Pero el poder es capaz de cegar; las grandes tragedias de la humanidad han sido disputas de poder. ¿Estás dispuesta a arriesgarlo todo sólo para sentirte omnipotente? —se colocó de costado, apoyando el codo en la ventana, y mirándola directo al hermoso rostro, directamente a sus orbes penetrantes.
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Mensaje por Invitado Jue Feb 11, 2016 6:33 am

La desesperación de Francine me había llevado a mostrarme amable; mi amabilidad, a que ella ya no me considerara un monstruo, pese a que supiera cuál era mi naturaleza y de lo que yo era capaz. Me había estudiado antes de conocerme para tratar de averiguar más sobre mí y mi paradero, había seguido mi rastro e investigado mi pasado, de lo que tenía informaciones al menos, para tratar de conocerme más, y a lo que había tenido acceso era sin duda lo más grotesco de todo mi historial. Ella, a sabiendas de lo que hacía, se había enfrentado cara a cara con mi peor cara, la bestial, y se había formado una imagen de mí que un par de actos amables habían terminado de eliminar por completo. Pobre diabla, tan desesperada que estaba por su situación y su hundimiento personal que había optado por desdeñar lo que sabía para centrar su atención en lo que estaba descubriendo en un instante de tanta debilidad por su parte que algo me había incluso contagiado a mí, como si de una enfermedad se tratara. Y quizá, en parte, lo era, pues si así se consideraba la ceguera, ¿por qué no una deliberada falta de visión y de memoria hacia lo que había llegado a aceptar como una certeza inamovible? Yo no había cambiado, los hechos que ella había averiguado de mí y de mi pasado seguían siendo los mismos, tan bestiales como certeros, pero ella había optado por creer lo mejor de mí a sabiendas, o quizá no, de que podía estar equivocándose por completo. Se me antojaba similar a aquellos cazadores que jugaban demasiado con fuego, con el fuego de aquellos que consideraban sus víctimas potenciales, y terminaban quemándose y lamentándose después por las quemaduras. Era un síntoma de desesperación, y una muestra de la bajeza a la que había llegado hasta que yo había aparecido y, efectivamente, la había ayudado.

– Él y yo tenemos una cierta historia detrás. No es todo tan sencillo como casarme con un monstruo solamente por obtener el poder que él ha recibido, de manera un tanto cuestionable, pero no por ello menos efectiva. Si me casé con él fue por obtener algo, la satisfacción de verlo humillado, y todo lo demás que vino con el matrimonio fueron dulces consecuencias de una acción un tanto precipitada. – le expliqué, aunque realmente no le debía tantas explicaciones como le había dado, y después ladeé la cabeza para examinarla mejor. No, ella no lo comprendería… Había catado las dulces mieles del amor y después su amargo tormento, pero lo había concluido asesinando al responsable del mismo. Yo, como ella bien había afirmado, estaba atrapada por un monstruo al que podía y sabía domar, pero que me presentaba resistencia porque no se encontraba en su naturaleza dejarse someter, al igual que tampoco lo estaba en la mía: de ahí había nacido el conflicto. De ahí y de sus celos enfermizos, eso por descontado, pero tampoco creía que Francine fuera a comprender las sutilezas de un lazo que ni siquiera yo entendía del todo muchas veces. – Porque me gusta el poder, Francine, pero no el que tú entiendes de reinar sobre una nación, sino el poder sobre él. Es parte de mi estrategia, por supuesto, y las circunstancias dirán si es correcta o no, pero nada es tan sencillo como simplemente haberme unido a él por el trono. Consideré ampliamente los riesgos antes de decidir unirme a una bestia, porque aunque tú ya no me consideres un monstruo, querida, sigo estando a la altura de sus peores bestialidades. – añadí, sonriendo y con cierto deje de orgullo que, dadas las circunstancias, no estaba muy segura de si ayudaba o no a mi causa de que ella no me idealizara por un simple acto de bondad aleatoria.

– El tiempo me ha enseñado que la mejor manera de acaparar poder es permanecer en la sombra y que nadie sepa que eres tú quien maneja los hilos. Hacerme un personaje conocido e influyente tiene sus riesgos, eso lo sabía antes incluso de zambullirme en las aguas tormentosas de este matrimonio, pero admito que en ciertos aspectos hasta a mis más locas previsiones las ha sobrepasado. – comenté, casi de pasada, y más pareció una simple mención al tiempo suave que hacía en la ciudad portuaria que una auténtica confesión, como lo que realmente había sido. Pero en aquella situación de cierta intimidad, lo cierto era que había lugar para las confidencias, sobre todo a sabiendas de que ella me debía ya mucho y no tendría mayor dificultad a la hora de obligarla a mantenerme un secreto que, si se me conocía, era bastante a voces. – Dime una cosa, Francine, y dímela con sinceridad. Sabes bien que el poder ejerce un embrujo similar al canto de una sirena, y también que puede destruir a un ser, pero también puede alzarlo a los cielos. Tú pudiste ascender, y en lugar de eso permitiste que la vida te hundiera en el fango sin ser capaz de salir. ¿Lo hiciste por miedo a lo que te podía hacer el poder o simplemente por miedo a brillar como lo hiciste antaño, cuando eras joven, y feliz? – pregunté con curiosidad, sin variar lo más mínimo el tono de voz que había empleado con ella anteriormente, pero con cierto brillo de peligrosidad que incluso yo notaba en los ojos. Si bien no me molestaba responder a sus intrigas sobre mí, no quería que se desviase del tema importante de conversación aquella noche: su hundimiento y su potencial ascensión, eso en caso de que mi influencia fuera en ella tan importante como hasta aquel instante lo había sido.
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Mensaje por Francine Capet Mar Ago 16, 2016 10:46 pm

¿De verdad había creído que podría escapar al interrogatorio de Amanda Smith? Era una completa ilusa. Cada día que pasaba, se percataba, con mayor intensidad, que no había aprendido nada. Que ninguno de los Inquisidores alcanzaría, jamás, a desdeñar el secreto para acabar con esa raza asquerosa y asesina. No importaba el tiempo que pasasen estudiándolos, cuántos de sus recursos invirtiesen en la investigación, la cantidad que lograsen encerrar en sus mazmorras o unir a sus filas. Nunca lograrían exterminarlos; la tarea era vana. Por eso, el Santo Oficio, era un cúmulo de humanos vengativos, que se saciaban con sólo destrozar a aquel que había llevado desgracias a su círculo cercano. A Francine, ya ni el deseo de venganza la motivaba. Era un punto perdido en un mapa sin rumbo, con caminos entreverados que en ningún lado desembocaban. Entendía que había estado invirtiendo su vida en la nada, que por más que ella y su hermana se esforzasen, nunca saciarían el espíritu oscuro que las movía. Si llegaban a encontrar al asesino de sus padres y de su hermano, ¿qué harían? Lo acabarían. ¿Y luego qué? ¿Y si perecían? Todo el esfuerzo sería un montón de basura, no habría quién las heredase.

Tienes una extraña concepción del matrimonio, Amanda —reflexionó, y luego se percató que su comentario podría haber tenido cierto tono burlesco. Pero confiaba en la ausencia de susceptibilidad de la vampiresa, y no se molestó en aclarar. El poder era el gran mal de los hombres; al parecer, ningún ser estaba exento de las engañosas mieles en las que sumía. Todo se regía por él, todo giraba en torno a él. Se volvía adictivo y, a su vez, destructivo. Por poder, se destrozaban familias, ciudades, imperios. A ella nunca le había atraído, pero su rival debía estar al tanto de eso. —A mí lo único que me hizo sentir poderosa fue tener a mi hijo. Nunca, en mis veintiséis años, me sentí tan fuerte como cuando traje a Noah al mundo. Fue el mayor placer de mi vida. Si cierro los ojos, puedo rememorar, perfectamente, cómo mi cuerpo se preparaba para expulsarlo, cómo él emergió de mi interior. Ese fue el único dolor que me hizo fuerte, ¿sabes? —ya no podía mirarla, y apoyó ambos codos en la ventana. Perdió la mirada en un punto lejano, pero aún continuaba allí. —Me he vuelto una pésima compañía, siempre con sentimentalismos y cursilerías. Admiro tu capacidad para quedarte aquí —y lo decía con la mayor de las seriedades.

Era insólita aquella intimidad que habían conseguido. De pronto, Francine supo que podría hablar de cualquier cosa. Amanda no era su juez, no era Narcisse, no era su confesor. Era nadie y, al mismo tiempo, era todos. Era una estratega, una emperatriz, una mujer que había transitado siglos y siglos forjándose, que estaba muy por encima de ella y que, a pesar de poder destrozarla, había optado por sacarla del pozo y que, por muy desconcertante que pareciese, se estaba abriendo con ella. Quizá a todos les contaba la misma historia, quizá hasta podía ser una mentira perfectamente armada, pero no por eso, la hizo sentir menos especial. Francine necesitaba, de forma desesperada, sentirse especial. Y de quien menos lo esperaba, le estaba otorgando aquel don. Hacía mucho que alguien no confiaba verdaderamente en ella. Ni su hermana le había otorgado tanta confianza al permitirle formar parte de la misión que habían emprendido. Sabía que Narcisse, aunque lo ocultase, dudaba de que tuviese la capacidad para no arruinarlo todo. Sin embargo, Amanda Smith, le entregaba una muy pequeña porción de importancia; y, para alguien que ya no tenía nada, eso era demasiado.

¿Cómo logras lidiar con esa inteligencia? —le preguntó, levemente sorprendida. Ella había sido una dama brillante, pero su cabeza ya no le respondía como antaño. —Todo lo que hice, desde el día que mi hijo murió; o, en realidad, todo lo que no hice, fue por culpa —la miró de reojo. —Siento un gran remordimiento. Siento que no puedo continuar con mi vida cuando las únicas personas que he amado ya no están en éste mundo, no después de la forma tan espantosa en la que se han ido —barrió una lágrima que emergió por sorpresa. —Simplemente, no tengo fuerzas. Mi hijo, mi hijo nonato y mi esposo, se llevaron con ellos mi alma. A mí nada me quedó, y tampoco quiero tener algo. He decidido esperar el final de mis días. Mi hermana pretende que encontremos al asesino de nuestra familia —sonrió con cansancio. —Ustedes dos se parecen bastante. Dos mujeres que anticipan los movimientos de los otros, que han trazado un plan para cada día de sus vidas —agachó la cabeza, abrumada por el dolor del alma y el del cuerpo. —Yo…no soy así. Soy débil, nací con el corazón blando. Puse mis capacidades al servicio de la Inquisición, porque fue lo que mi padre me pidió antes de morir en mis brazos, pero yo lo único que quería, era tener una familia. La tuve. Y no fui capaz de protegerla. He fracasado por completo.

A ti el tiempo te ha enseñado a ser fuerte. Has sabido aprovechar tus herramientas —volvió a alzar el rostro, y lo giró para mirarla. —A mí no. Lo único que el tiempo ha hecho conmigo, ha sido destruirme y darme mil y un motivos para morir. Ya no quiero vivir, Amando. No soporto la vida sin Noah, sin Nikôalus —había logrado serenarse, y a pesar de la intensidad de sus palabras, las pronunciaba con calma, con la tranquilidad que da el haberlas asimilado.
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Mensaje por Invitado Lun Ago 29, 2016 2:35 pm

No la comprendía, me era absolutamente imposible entender cómo el acto de parir como si fuera una vaca preñada le daba fuerzas a alguien, y más a alguien tan débil como lo era ella y como constantemente demostraba y hasta había admitido ante mí. Cuando yo había quedado embarazada de mi dueño, del hombre que me había esclavizado gracias a que sus padres habían decidido comprarme, y él decidió que no quería matarme y que tendría a la criatura, yo no me había sentido bien, y en el momento del alumbramiento lo único que había sentido era alivio, nada de fuerza ni de poderío. Ella era una mujer que podría tenerlo todo si quisiera: era hermosa, era inteligente, era capaz de valerse por sí misma si realmente lo intentaba, pero le faltaba la fuerza de voluntad que a mí me sobraba, y esa era la principal diferencia entre nosotras dos, más allá de que yo fuera una vampiresa forjada por el paso de los siglos y ella una simple humana cuya vida era poco más que uno de mis parpadeos. Era esa pasividad precisamente lo que no entendía, las ganas de morir que parecía tener a juzgar por sus palabras, y que me llevaban a poner los ojos en blanco (metafóricamente, por supuesto; ante ella, simplemente me limitaba a fingir educado y frío desinterés, eso cuando no me preocupaba realmente por ella, una batalla perdida de antemano porque parecía ser la única que lo hacía) y a respirar hondo, pidiendo paciencia. ¿Cómo demonios podía pretender que la respetara si creía que porque no le quedaba nadie a quien amar merecía morir y no seguir adelante...? Oh, era cierto, no esperaba que lo hiciera, la sorpresa era tan palpable en su actitud por el hecho de que hubiera decidido regalarle una porción, aunque escasa, de mi tiempo que no necesitaba ni adentrarme en sus pensamientos para saberlo. Aunque, en realidad, tampoco querría adentrarme en su mente, pues sería capaz de arruinar el relativo buen humor que, milagrosamente, había sido capaz de mantener hasta aquel punto de la conversación, pese a sus intentos por arrastrarme a su melancolía existencial.

– Matrimonio, hijos, ¡bah! Es todo lo que se espera de una mujer. Sé sumisa, se obediente, ten unas cuantas criaturas, sé piadosa y no seas feliz. Y, sobre todo, deja que tu marido decida por ti, que lo haga todo por ti, por si hacerte criaturas y destrozar tu figura no fuera suficiente. Dejé de permitir que cualquier hombre me diera órdenes hace más de un milenio, y ni siquiera estar casada va a hacerme cambiar eso. Supongo que por eso te parece tan raro mi matrimonio: en él, mando yo. – aclaré, y aunque intenté con todas mis fuerzas no echarle en cara que el suyo, como el de la gran parte de las mujeres de la ciudad, se había caracterizado por la sumisión, probablemente mi tono sirvió para dejar claro lo que opinaba al respecto. Además, no contenta con ello, creía que el tiempo, en lugar de darle las herramientas para rehacerse a sí misma, se había limitado a quitarle los motivos para vivir, y por eso se limitaba a seguir existiendo, día tras día, buscando que algo hiciera el trabajo sucio por ella. – Remordimiento... ¿por qué? ¿Por seguir viva? ¿Te culpas por algo que no depende de ti? Si no has muerto, digo yo que será por algo, ¿no? Serás más fuerte de lo que crees, o de lo contrario no estaría hablando contigo sino con tu lápida, y mira, aquí estamos. Y en cuanto a lo demás... Por favor. Me vendiste a tu marido al mejor postor, me niego a creer que su muerte te haya quitado los motivos para vivir. Lo de tus criaturas lo creo más, sí, pero eres fértil, puedes tener más hijos. Puedes encontrar el amor. Francamente, Francine, convertir el amor en lo único que te obliga a seguir adelante... Hay muchas más cosas por las que merece la pena seguir. Muchas cosas por descubrir, lugares que conocer, personas encantadoras a las que quizá querer... No lo sabes. Y nunca lo sabrás mientras sigas en tus trece, erre que erre, siempre con la misma historia y dando lástima hasta cuando pretendes no darla. – critiqué, esta vez abiertamente, y me encogí de hombros, segundos antes de poner los brazos en jarras y, de aquella guisa, acercarme a ella para que mis palabras tuvieran el énfasis que deseaba que tuvieran.

– Además, no has perdido todo el amor. Tienes a tu hermana, ¿no? Y, dime, ¿por qué no ibas a querer encontrar al asesino de tu familia? No pudiste proteger a tu marido y tus hijos, pero dime, ¿sólo son ellos tu familia? ¿No lo es Narcisse, acaso? Sí, sé sobre ella, no demasiado porque siempre te presté más atención a ti, pero algo conozco. – razoné, y solamente entonces solté los brazos de su posición para colocarlos sobre los hombros de Francine. Tuve que resistir, lo admito, la tentación de zarandearla con todas mis fuerzas para que reaccionara, porque sabía que quizá no lo resistiría en su estado alcoholizado y debilitado, y también sabía que no era la mejor manera de convencerla, aunque me serviría para canalizar mi frustración por su testarudez. En lugar de sacudirla, por ello, me limité a aproximarme a ella para que no tuviera manera de rehuir mi mirada, cosa que solía funcionar cuando se trataba de ella y de seres aún más débiles que la marchitada Francine Gallup, una criatura que aún no tenía muy claro qué significaba para mí pero a la que, contra todo pronóstico, había optado por ayudar. ¿Quién me lo iba a decir a mí...? El único ser que se había encontrado en una situación semejante, hacía ya también muchos  siglos, era Ørn, y ante tal precedente no cabía sino preguntarme si no sería mejor persona de lo que realmente creía que era. – Aprende a soportar la vida por la familia que te queda viva. No seas egoísta, además de cobarde, porque ¿dejarte morir? Si tanto lo quisieras te matarías tú misma, porque sabes como hacerlo, eres inquisidora. O lo eras, ahora no eres ni una sombra de lo que fuiste antaño. Deja los sentimentalismos, abandona las cursilerías, porque empiezo a perder la paciencia y los motivos para quedarme aquí contigo si no entras en razón. Para eso sirve mi inteligencia, ¿ves? Para malgastarla discutiendo incluso si sé que no te convenceré. – suspiré, y sólo entonces la solté.
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Mensaje por Francine Capet Lun Ene 16, 2017 9:10 pm

Por momentos, la observaba con los ojos bien abiertos, casi sin parpadear. A pesar del tiempo que llevaban conversando, le costaba creer que la mujer frente a ella se resultase de la misma vampiresa que había perseguido hasta no hacía demasiado tiempo. Había llegado a obsesionarse con la figura de Amanda Smith, la había odiado y admirado en igual medida, con la vana esperanza de, algún día, contar con su cabeza como trofeo de batalla. Desde que se la asignaron, como consecuencia no sólo del apellido que portaba, sino también de las habilidades que había demostrado, había hecho hasta lo imposible por llegar a ella. Abiertamente le había declarado la guerra, se había plantado ante esa temible mujer sin soberbia, pero repleta de valor. Francine siempre había sido pequeña, menuda, delgada, pero tenía un carácter capaz de convertirla en un gigante. Lo decía esa mirada que tanto la había caracterizado, firme, intensa, profunda. No había tenido la necesidad de artimañas, desde el comienzo entendió que a aquella vampiresa no podía engañarla. Se dijo que entrenaría muy duro hasta lograr estar a un nivel que le permitiese no humillarse ante ella. Y estuvo a punto de lograrlo, pero en su camino se cruzó su marido y le dio lo que siempre había deseado: una familia.

Esa familia que, en ese momento, la Reina de los Países Bajo criticaba con total desparpajo. La inquisidora odiaba su franqueza, la manera en que se dirigía a ella. La odiaba porque era capaz de convencerla, porque tenía cierto tono de voz, cierta manera de expresarse, como si pudiese meterse en los propios recovecos de su mente e instalar aquellas ideas perturbadoras. Jamás se había planteado su concepción del amor de una forma tan reprobable. Especialmente, porque su esposo había entendido su labor y jamás la había reprimido en ello. Todo lo contrario. Nikôlaus la había alentado y apoyado en su carrera dentro de la Inquisición, la había aceptado con toda esa carga y los peligros que conllevaba, el tiempo que no podría dedicarle al matrimonio y la poco tradicional relación que le proponía. Él hubiera merecido una mujer diferente, de esas que Smith intentaba ver en ella. Francine no había sido sumisa, no se había dedicado a su hogar ni a parir niños sólo por un mandato social. Existió en ella, aún en su infancia, aquel instinto, el de ser una esposa, una madre. Lo había deseado con mucha fuerza, quizá porque ella no tuvo una familia típica.

Te equivocas —la corrigió, con la voz levemente pastosa. —Yo fui feliz, Amanda. Fui demasiado feliz. Fui feliz cuando Nikôlaus me aceptó, cuando nos casamos, cuando hicimos el amor por primera vez, cuando me enteré que estaba embarazada, cuando nuestro hijo llegó al mundo. Fui feliz esos años junto a él, como nunca lo había sido y como nunca volveré a serlo —juró que no lloraría. —Fui feliz, realmente lo fui. No porque alguien me lo impuso, sino porque me gustaba la Francine que era junto a él, junto a nuestro Noah… Sentía que, finalmente, lo único que había valía la pena, lo tenía para mí, lo había construido. No me sentía merecedora de eso, pero lo tuve —apretó los puños, conteniendo la furia y la angustia. —Lo tuve y lo perdí. No supe cuidarlo —ante su mirada atónita, la tragedia había erigido sus muros de terror y la había encerrado para siempre. No pretendía que la vampiresa la entendiese, ella estaba en un nivel superior, un nivel que para la inquisidora era inalcanzable, y al que tampoco aspiraba. Porque no lo hacía. Prefería su mundano mundo de amor ideal a vivir sin creer en nadie más que en sí misma. Vio un gran vacío en la existencia de Amanda.

Narcisse es harina de otro costal —respondió, aún intentando deshacerse de la sensación de cercanía que la mandataria había dejado en su espacio personal. Le pareció increíble el peso de su mirada y la fortaleza de sus manos, no porque nunca las hubiera sentido encima, sino porque no había violencia como en otras oportunidades. Seguía preguntándose qué ganaba Amanda con todo aquello. —Ella me odia desde el día que nací. Nunca nos llevamos bien, ahora sólo tengo su compasión, que me da tantas nauseas como las porquerías que bebí ésta noche —estiró su mano hacia atrás, justo donde había una pequeña mesa y donde descansaban unos cigarrillos dejados a la mitad. Había comenzado a fumar hacía poco tiempo. Con manos temblorosas, lo encendió y le dio una larga pitada. —Creo que intenta limpiar su consciencia conmigo. No deja de ser una afrenta a los Capet la… —aún le costaba nombrarla— la muerte de Nikôlaus y de Noah. Pero no somos familia. Es mi hermana, le tengo cariño; es mi superior, le tengo respeto. Pero nada más. Ella siempre compitió conmigo, creyó que les quitaba el amor de nuestros padres y nuestros hermanos —o eso era lo que siempre había creído—, era una muchacha sombría. Y yo era la preferida de papá —una sonrisa le alivió la expresión compungida. Cuánto añoraba a ese hombre maravilloso… —y él no hacía demasiado para disimularlo. Murió en mis brazos, ¿sabes? Agonizante me pidió que entrara a la Inquisición… —y nunca estaría completamente segura de que esa fuese la decisión correcta.

No quiero otros hijos, Amanda. No quiero a otro hombre en mi vida. Estoy intentando entender por qué no me morí, por qué no fui asesinada, por qué no me desangré cuando perdí el embarazo. Y a pesar de que he intentado acabar conmigo misma, continúo aquí, sintiendo que vivo una vida que no me pertenece, pretendiendo ser alguien que nunca más volveré a ser —otra pitada, corta. Expulsó el humo mientras hablaba. —Porque ya no soy esa Francine que alguna vez fui. Ahora soy esto, éste despojo de vicios que intenta ponerse de pie con una falsa dignidad. No entiendo por qué, aún, me consideras digna de perder tu tiempo conmigo. Mira lo que eres, mira en lo que te has convertido —no había envidia en su voz, sólo un leve reproche. Estiró su mano para acariciar la punta de un mechón cobrizo que caía sobre su hombro. —Jamás podría levantarme como lo hiciste tú, Amanda. Tú naciste para triunfar.
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Mensaje por Invitado Mar Ene 24, 2017 4:03 pm

No la comprendía, sencillamente era incapaz. Si algo tenía claro cuando se trataba de Francine Gallup era que probablemente esa mujer, pusilánime y adicta a la autocomplacencia, se encontraba en las antípodas de todo lo que yo era, me consideraba y representaba, y por mucho que intentara ayudarla, siempre encontraría el modo de resbalarse de la mano que le extendía para dejarse caer contra el suelo embarrado. Daba igual cuánto intentara convencerla de que si la había convertido en una rival, en su día, era porque lo merecía, ella prefería ser como la mayoría de mujeres de las que nos teníamos que rodear por pura obligación y sufrir de amor por un hombre y por una familia, como si su propia personalidad no valiera para nada. La sola idea me llenaba de rabia, igual que lo había hecho, mitigada no obstante por mi humanidad y mi posición, cuando había sido humana y me habían criado con el único objetivo de desposarme y parir hijos como si fuera un animal, con el añadido de que, gracias a mí, se mantendría el linaje. Desde que tenía consciencia de mí misma, me había rebelado contra la idea de que solamente servía para engendrar vida de mi interior, de ahí que apenas hubiera transformado a ningún vampiro (aunque eso era otra historia, motivada también por la intuición de que siempre solía elegir a los más problemáticos como candidatos) en mi larga eternidad. Por ello, que Francine se mostrara ante mí con una estúpida rebeldía y defendiendo con uñas y dientes esa identidad que había asumido de madre y esposa, siempre supeditada a otros y nunca como dueña de su propio destino, me enfurecía y me hacía plantearme, incluso, qué demonios hacía perdiendo mi tiempo con ella. Atrás había quedado la rival fuerte y dura, digna de tenerse en cuenta, que ella había llegado a ser; ante mí, sólo se encontraban restos que se me resbalaban entre los dedos, testarudos, cuando intentaba sostenerlos, así que probablemente hubiera llegado el momento de plantarme y de decir, finalmente, basta.

– Puedes ser esa Francine sin estar casada, simplemente deseándolo. Fuiste feliz porque eras una versión de ti que te gustaba, no porque existía un hombre que te abría las piernas con palabras de amor y plantaba semillas en ti para que formarais una familia. Esa es la diferencia, eso es lo que tú no entiendes: asocias tu felicidad con el medio que necesitaste para conseguirla, pero no con lo que realmente es la causa, querida. Tú. – reprendí, cruzándome de brazos, porque tal vez, de ese modo, pudiera dejar de apretar los puños hasta que se me quedaran aún más blancos que el resto de la palidez habitual de mi piel, incansablemente asociada con el mármol más puro, el de Carrara. El riesgo que corría, y que efectivamente sucedió porque era cuestión de lógica que así fuera, era que empecé a clavarme los dedos en los antebrazos, mas era preferible eso que estrangularla por pura frustración, o al menos eso me repetía mientras miraba ese rostro, antaño hermoso, pero que ya no me lo parecía, y no precisamente por la suciedad del llanto, sino por la resignación que la caracterizaba. La mujer que se encontraba frente a mí no tenía ya ni un ápice de la fuerza de la mujer que había conocido antaño, una hembra digna de compartir mis enfrentamientos y mis batallas dialécticas, no como la de ahora, que renunciaba a cualquier ayuda exógena que no pasara por lo que ella deseaba escuchar. Al final, Francine se estaba retratando como una mujer egoísta, como alguien pueril e infantil que, escudándose en un dolor que todos habíamos sentido (y quizá, incluso, en mayor medida), rechazaba escuchar la voz de la razón, y prefería ahogarse en la bebida para afrontar sus miedos o para que éstos la mataran. Y ante tal actitud, mi paciencia, que ya de por sí consideraba que tenía unos límites sumamente marcados en lo que se refería a las causas perdidas, pues era muy consciente de cuándo una batalla debía de darse por derrotada, se había terminado por agotar completamente, por desgracia para ella y para la única oportunidad real que tendría, al menos de momento, de que alguien la obligara a ser la mejor Francine que podía ser, quizá esa que ella había amado cuando había estado casada, o quizá alguna otra que ambas desconocíamos.

– No te moriste porque estás equivocada. Porque bajo ese despojo de vicios que dices que eres, y que cada vez me demuestras más que efectivamente eres, yo tengo razón y posees una fuerza que te da miedo admitir que tienes. Porque tu problema es ese: tienes miedo, y no a mí, aunque deberías porque cada vez estoy más próxima a perder el control, sino que tienes miedo de ser quien realmente puedes ser. Tienes miedo de Narcisse, porque consiguió sobreponerse a tu estrechez de miras y alcanzó una posición alta; tienes miedo de la Inquisición, porque temes que no encajas y que no es la elección correcta. – espeté, y ante la mirada que me lanzó, esbocé una sonrisa torcida. – No, no necesito leerlo en tus pensamientos para saberlo. No encajas en la Inquisición, y eso es un hecho, aunque antes… antes lo hacías. Antes tú también habías nacido para triunfar. Ahora, te estás dejando morir, y eso es enteramente responsabilidad tuya. – concluí, descruzando los brazos y colocándolos en una quietud que no sentía a ambos lados de mi cuerpo, tratando de mantener la escasa calma que sentía desde que me había dado cuenta de que, con ella, jamás podría avanzar ni hacia delante ni hacia atrás. No a menos que hiciera un cambio real de corazón, pero sentía que yo no era el detonante para que ello sucediera, así que no estaba dispuesta a seguir intentándolo: ya no. Por ello, me dirigí despacio hacia la puerta, pero antes de abrirla, apoyé la mano en el pomo y le dediqué una última mirada, con los ojos entrecerrados, aún juzgándola con la dureza habitual. – Antes te habría dicho que te equivocas, que sí eres digna de mi tiempo y de mis atenciones. Sin embargo, después de este patético espectáculo que me has regalado, ya no estoy tan segura. Como sabes, soy una mujer ocupada, y tengo una serie de asuntos pendientes a los que debo atender que se encuentran por encima de ti. Simplemente acéptame este aviso antes de despedirnos, Francine: si no puedes levantarte, es porque a ti no te da la real gana, no porque no puedas. Y es precisamente por esa actitud que ya no te considero digna de mi ayuda. – sentencié, y manejé el pomo para abrir la puerta que me conduciría hacia la frialdad de la noche, húmeda, de Le Havre, aunque no pude resistirme a una última despedida. – Buenas noches, Francine. Si sigues sin querer avanzar, haznos un favor a todos y mátate rápido. Si hasta de eso tienes miedo, madura de una vez y asciende. La elección, me temo, es tuya.
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