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Dame humo para respirar — Ruxandra (little flashback) 2WJvCGs


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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

¿Estás dispuesto a regresar más doscientos años atrás?



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Mensaje por Sjón Miér Oct 29, 2014 6:15 pm



— Dame humo para respirar

Welcome to the jungle | Café la Paix —
Despertó de su siesta cuando sintió repetidas veces algo peludo corretear alrededor de sus piernas. Abrió los ojos lentamente, preguntándose por un segundo dónde acababa el sueño y dónde comenzaba la realidad, pero lo dislucidó fácilmente cuando un chirrido, un suave chillido, llegó a sus oídos. Era una rata, le estaba royendo el pantalón. Se medio incorporó sobre sus codos para poder observar mejor la escena. Era gris, enorme y asquerosa, no pudo evitar un gesto de repugnancia, pero pronto el asco se convirtió en un desasosiego amargo. Con un profundo resoplido, se dejó caer de nuevo sobre el viejo colchón y simplemente con la suela del zapato apartó al roedor de su lado que presto se escabulló por un oscuro agujero en la pared que daba al pasillo, de donde supuso que había salido. Permaneció un rato así, tirado sobre la colcha que ni siquiera se había dignado a abrir, con la mirada fija en el techo desconchado de la habitación. Sentía un fuerte dolor de cabeza, como una resaca de whisky, producto del cansancio que le había provocado el largo viaje. Su cuerpo pedía reposo, pero la cabeza le instaba a salir de allí y despejarse. Miró a su alrededor, con los ojos aún entrecerrados, y la imagen que encontraba ya una vez caída la noche no era mucho más  alentadora que bajo la luz del sol, sólo más oscura, más pesada. Aquella mugrienta pensión era todo lo que su bolsillo se podía permitir por el momento. Sólo es algo temporal, se repetía a sí mismo en un intento escaso de autoconvencerse. Alargó una mano hacia la mesilla y alcanzó su paquete de tabaco casi vacío. Se fumó un cigarro, lentamente, con deleite, como si escapara del antro de la misma forma que lo hacía el humo. Mientras, el papel se consumía entre sus dedos. Si eso era lo único a lo que podía aferrarse, necesitaba obtener más. Era la excusa perfecta para salir a la calle y tomar un poco el aire, comenzar a tantear los secretos de la capital francesa. Se incorporó lentamente, deseando que el martilleo en las sienes cesara pronto. Se colocó un sombrero sobre la cabeza y, sobre la ropa de calle con la que ya había dormido, vistió la gabardina desgastada que llevaba arrastrando desde Suecia.
No era tan tarde cuando al fin puso un pie  en la calle. El cielo aún conservaba ese rojo violáceo del sol que se acaba de ocultar tras los edificios. Sin embargo, le fue imposible encontrar un estanco abierto pasadas las siete de la tarde. Aquello no le impidió fumarse un cigarro, y después otro, incluso a riesgo de quedarse sin existencias para lo que quedaba de noche. Una especie de rito suicida. Caminó por las calles con calma, aspirando el aroma del París nocturno, contemplando el reflejo de las luces en los charcos, respondiendo las miradas indiscretas  de los transeúntes al encontrarse ante quien, obviamente, era un nuevo extranjero. Y es que no podía ocultar su aura de recién llegado. Supuso que, incluso intentando disimularlo, su mirada perdida no era la de alguien que lleva toda su vida viviendo allí; sus rasgos, de algún modo, resultaban nuevos para algunos, y su evidente falta de conocimiento del idioma provocaba cierto rechazo de primeras. Era comprensible.
Comenzaba a vagar sin rumbo, dejando que sus pies le llevasen a donde placieran. La ceniza que caía a su paso, si la brisa estival  no levantaba para gastarle una broma, marcaría el camino de vuelta. Las luces de la ciudad se hacían cada vez más luminosas, o, al menos, más numerosas; las fachadas de los edificios habían cambiado notablemente, pasando a estar decoradas con intrincados adornos y grandes  balaustradas  abrazando los jardines de las entradas. Se respiraba elegancia desde cada ángulo. Supuso, pues, se adentraba en el centro de la ciudad.
Caminaba sosegado, sin perder detalle de lo que le rodeaba, observando  cuidadosamente bajo su sombrero de copa cada movimiento, cada rincón. Así llegó a toparse con la puerta de una pequeña cafetería que, a juzgar por el número de clientes, debía de llevar poco tiempo abierta. Se detuvo a estudiar brevemente la tabla de los precios. Acto seguido se llevó una mano al bolsillo, sacó la cartera, y comprobó que aún tenía suficiente dinero para permitirse el lujo. Una pequeña fiesta de autobienvenida a la gran ciudad, probablemente sería la única excepción que haría en meses, hasta que lograra levantar algo el negocio. Había mucho que hacer en poco tiempo, y no dudaba en aprovechar ese tiempo a solas, en un ambiente propicio como aquél, para poner sus asuntos en orden. Así pues, se introdujo en el pequeño café. Saludó alzando brevemente el sombrero y se sentó en una de las mesas  que daban a la ventana. Era una mesa para dos, pero preveía que aquella noche su única compañía serían sus propios pensamientos, como ya era costumbre. El camarero se acercó y con un gentil saludó, preguntó:
¿Qué desea, señor?
Un cortado, por favor. —Respondió con su fuerte acento. El camarero asintió y desapareció tras la barra. Abrió de nuevo su cajetilla, esperando encontrar al menos otro cigarro para aclarar la mente, pero allí ya no quedaba nada. Con un suspiro, lo dejó sobre la mesa y sacó una pequeña libreta que solía guardar en la gabardina. Los bordes estaban algo descoloridos, como si estuviesen húmedos y la atapa apenas pendía de un hilo. Rebuscó de nuevo en el bolsillo en busca de la pluma y se dispuso a escribir en lo que esperaba su café. Había demasiada gente a la que visitar en los próximos días, gente que esperaba le ayudara a asentarse como detective y salir lo más pronto posible de aquel dormitorio mugriento que podía considerar casa, debía organizar bien el tiempo y el espacio para cada cosa.






Última edición por Sjón el Miér Nov 19, 2014 11:20 am, editado 1 vez
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Mensaje por Ruxandra D. Kornitsova Lun Nov 03, 2014 7:39 am



— Dame humo para respirar

Welcome to the jungle | Café la Paix —
Unas palabras soeces corrían en forma de eco por el laberinto de pasillos del burdel. Un hombre cabreado, borracho incluso, que ordenaba a una de las prostitutas que le devolviera su dinero por no haberle complacido como era debido. Todas las inquilinas, las que trabajaban allí, se mantenían expectantes y temerosas de que aquel hombre pudiese reclamar sus servicios a otra de ellas. Ese era el peor desasosiego allí. Que les tocase un hombre resentido con la sociedad y que lo pagase con ellas. Pero así era la vida de una prostituta, la última miseria de toda Francia. Una cruda realidad a la que tenían que enfrentarse día tras día aquellas que no pudieron acceder a una labor más grata, o las que por puro placer lo ejercían.

― Rouse…

Llamó la atención una de las compañeras de Ruxandra que había conseguido abrir una ventana de la habitación. Y con un gesto de mano silencioso le ofreció seguirla, y así lo hizo esta. Era la única manera de librarse de ese testarudo hombre, pero Ruxandra no sabía qué sería peor; si soportar a ese hombre encima de ella o aguantar los golpes que recibirían ambas si el dueño se enteraba de que se habían marchado. Por las mañanas apenas había hombres despiertos dispuestos a pagar por un revolcón, así que podrían usar esa excusa si llegaran a pillarlas, iba pensando Ruxandra mientras se alejaban corriendo por los callejones llenos de vagabundos y muertos de hambre reclamando atención.

Pronto, llegaron a la ciudad repleta de gente de distintas clases y especies. La olor a humanidad se respiraba en el ambiente y los plácidos, pero tímidos, rayos de sol, comenzaron a asomarse allá por el horizonte. Ambas muchachas decidieron entonces separarse. La compañera de Ruxandra fue a la búsqueda de nuevos clientes al embarcadero, y Ruxandra, indecisa, buscó con la mirada qué hacer con tal de no volver a aquel burdel. Pasó por la feria de gitanos, por el circo a ver los tigres y nuevamente volvió al centro de París. Lo único distinto esa semana eran los cargamentos de extranjeros que llegaban por el embarcadero y en carruajes de distintos puntos del mundo. Eso le recordaba a Ruxandra el día en que tomó el primer  ferrocarril para viajar a Italia junto su madre. Unos recuerdos que conforme iban avanzando en edad iban volviéndose más toscos y duros de recordar, pero que en sí habían creado lo que era Ruxandra en ese momento: una joven sensata y precavida hasta cierto punto.

Así, tan sumida en sus recuerdos estaba que no se dio cuenta de que estaba siguiendo a un hombre joven inocentemente. Frenó cuando este lo hizo con tal de no toparse con él y ladeó el rostro hacia la pequeña cafetería parisina. La examinó y tomando sus largas faldas, subió el pequeño escalón que había hacia el interior. Miró alrededor como una pequeña niña que acaba de entrar en una tienda de muñecas, observando cada cuadro con la curiosidad impresa en sus pupilas. Pero pronto aquella visita turística finalizó cuando escuchó al mismo hombre que había seguido por accidente pedir un café. Se le veía un hombre adinerado, o eso decían sus ropajes. Y Ruxandra vió una oportunidad en él de conseguir cierta cantidad dineraria. Anduvo hasta la encimera de madera y con una tímida sonrisa deleitó al camarero.

― Yo se lo llevaré, si me permitís.

Dijo cuando ya había puesto sus desnutridas manos sobre el plato que sostenía el café. El camarero lo único que hizo fue asentir y seguirla con la mirada mientras Ruxandra hacía malabares con el café que alarmaba con derramarse si no ponía bien un pié. Pero llegó a la mesa sano y salvo ese cortado. Lo dejó frente al hombre y tendió enseguida su mano frente a él, con la palma mirando hacia arriba en forma de cazo.

― Son cinco francos, sir.

El camarero no pareció alertarse de la tiranía de Ruxandra puesto que estaba en otros quehaceres, y esta aprovechó la situación para rodear al hombre, recorriendo con los dedos sus hombros hasta encontrarse a su izquierda.

― ¿Escribís, Monsieur?

Siseó mientras que tomaba un frasco de azúcar colocado en el centro de la mesa y se disponía a romper con la cucharilla los grumos creados por la solana.

― Permitidme que os azucare el café.

Ese marcado acento ruso era imperturbable, su francés sonaba tan patético y bruto como cuando un japonés hablaba español. Era imposible deshacerse de aquella lengua bífida y tosca que le dieron los genes. Y a veces, eso le daba problemas, por eso, con la misma timidez que tantas veces había fingido, formuló una pregunta intentando recrear el mejor acento francés que pudo:

― ¿Le parece?




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Mensaje por Sjón Miér Nov 19, 2014 10:45 am





Forget what you don't know yet | Café la Paix —

El aroma del café recién hecho llegaba a su nariz con deleite, expectante; era incapaz de volver a centrarse en el papel. Un par de garabatos más y abandonó su libreta, apartada a un lado de la mesa para dejar sitio a su esperada merienda de señor, la única que se podría permitir en los meses venideros según las previsiones. Estiró la espalda en el sitio y enderezó su atuendo al tiempo, en un rito, como si fuera a recibir a una bella dama en lugar de una simple taza de café. Lo curioso del asunto fue cuando unos cabellos rubios cruazaron la puerta y alborotaron la estancia casi vacía, dirigiéndose con desgastada elegancia a la mesa de madera en la que el camarero acababa de dejar la taza, como quien paseaba por su casa. Sjón entrecerró los ojos para contemplar la escena mejor, en lo que la muchacha se acercaba portando su bandeja. Por un instante se preguntó si trabajaría en el local, una camarera auxiliar que justo había entrado a trabajar en el momento oportuno, aunque, a juzgar por la sorpresa del dueño, dedujo que su propósito era otro distinto. De cerca pudo observar con exactitud la claridad de sus ojos y sus finos rasgos norteños confirmaron su procedencía cuando abrió la boca para reclamar un dinero que ni correspondía al precio real ni iba a ser suyo. Sus intenciones quedaron al descubierto sobre la palma de su mano, ávida de unas pocas monedas. Sjón esbozó una sonrisa desdeñosa.

Si me lo permitís, mademoiselle, pagaré la cantidad correspondiente cuando el café me haya complacido, no antes. —Replicó con dureza.

Su tono era áspero. La impertinencia de la joven le había molestado en cierto modo. Al fin y al cabo ambos estaban en la misma situación, pese a lo que ella pudiera imaginar, y si apenas tenía dinero para sí mismo, menos tendría para una pequeña cara dura. Lanzó una mirada inquisitiva al dueño de la cafetería, requiriendo alguna explicación, pero éste lo ignoró por completo. Como si pudiera leer su pensamiento, se repetía para sus adentros "son cosas de extranjeros", tratando de convencerse de que lo mejor sería no intervenir. Ya tendría unas palabras con él más tarde. Por su parte, el pronóstico de la tarde se había visto totalmente truncado por el abordaje de la joven, nada de tener un tiempo a solas en la gran ciudad, aquello, sin lugar a dudas, no era Suecia. La miró con cierto recelo, firme en su postura, pero ella trató de hablandar su expresión sentándose a su lado, azucarando el café de la misma forma que intentaba hacer con su alma. Toda sospecha quedó confirmada. Definitivamente no se trataba de una camarera, ni de una simple muerta de hambre que trataba de sacar provecho del bolsillo de otro hambriento, sin duda alguna se trataba de una prostituta que había visto en él un potencial cliente. El cansancio producido por el largo viaje incapacitaba toda capacidad de reacción ante cualquier estímulo, especialmente sexual; por no hablar de la falta de dinero. No, yo no soy esa clase de hombre, se dijo.

Bruscamente, la agarró de la muñeca, lo cual hizo que la cucharilla del azucarero cayera sobre la mesa, titilante. Con un gesto de cabeza, le ordenó que se sentara en la silla, frente a él. No tenía humor para ambigüedades.

Förlåt, no era mi intención ser grosero, pero mucho me temo que os habéis equivocado de persona. —Su semblante aún desprendía una seriedad exhausta, pero su tono era mucho más apacible.— Pese a lo que podáis creer, vuestras circunstancias y las mías son similares, y esto va a seguir así si no termino de hacer lo que me encontraba haciendo. Organizando negocios, vos sabéis. Acabo de llegar a París sin prácticamente nada y debo ordenar ciertas cosas si pretendo volver a comer mañana, sabéis a lo que me refiero.

Le dedicó una mirada exhaustiva, preguntándose si la muchacha habría entendido su fuerte acento. Los huesos de su clávicula, de los hombros y de los brazos, se marcaban bajo la piel que quedaba al descubierto. Su palidez acusaba la falta de alimento y el maquillaje no era suficiente para ocultar la crudeza a la que era sometida día tras día. Era buena actriz, sin embargo, y de algún modo le agradaba su compañía. Las prostitutas siempre tenían ese halo de autenticidad, de saber lo qué es el mundo, no como las burguesas, que vivían en su burbuja de lujo. Ella era real, de carne y hueso. Sobre todo hueso. Tras el rechazo inicial, tenía que confesar que, pese a todo, hizo la velada mucho más interesante.

Mirad, vamos a hacer una cosa. —Le tendió la carta de productos de la cafetería.— Elegid lo que queráis para comer y os invito por esta vez. Después, sois libre de ir a dónde plazcais, no necesito que os abráis de piernas para mí. Celebremos que dos extranjeros se encontraron en París y aún siguen perdidos.

Esbozó una leve sonrisa y elevó su taza de café a modo de brindis vano, antes de pegar el primer sorbo. El sabor era increíble, el punto perfecto de amargura y calor.  Se relajó sobre el respaldo.

Podéis probarlo si deseáis, os sentará bien. Si me disulpáis, hay un par de cosas más que desearía anotar antes de que me olvide, enseguida estoy con vos. Id eligiendo. Sin prisa.

Y volvió a coger la pluma, centrando la vista en las líneas de su libreta, releyendo las últimas palabras, añadiendo nuevas frases  de forma fugaz. Pronto comprendió que no iba a tener tiempo para descansar en los próximos días, si quería salir de aquel ambiente de podredumbre lo antes posible. Aquella iba a ser su única tarde libre, así que debía aprovecharla de la mejor forma posible, se dijo.




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