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Aullidos en Gévaudan - Capítulo I. 2WJvCGs


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Aullidos en Gévaudan - Capítulo I. 2WJvCGs
PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

¿Estás dispuesto a regresar más doscientos años atrás?



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Mensaje por Alphonse de La Rive Miér Dic 17, 2014 5:19 pm



Aullidos en Gévaudan - Capítulo I. 9kowwo








A la atención del
Monseñor Mallarmé
Paris, junio, 1800

Estimado Monseñor Mallarmé,

la juventud nos ofrece unas habilidades que desaparecen junto al tiempo transcurrido -a saber, agilidad, fuerza, velocidad...-, mas por otro lado no contamos con la experiencia necesaria para enfrentarnos a según qué hechos. En nuestra ignorancia aún no hemos aprendido de nuestros errores, y al echar la vista atrás -ya en la madurez, en la casi vejez- nos damos cuenta de lo estúpidos que fuimos, de cómo, ahora, hubiéremos hecho las cosas muy diferentes.

Todos conocemos la historia acaecida en la región de Gévaudan, hace treinta y tres años -por aquel entonces yo era un chaval de apenas veinticinco-; no obstante pocos  conocemos lo que realmente sucedió. Yo, Alphonse de La Rive, fui uno de los muchos hombres que lucharon en aquellos tiempos de terror e incertidumbre. Luché  codo con codo, junto a buenos cazadores que perecieron bajo las garras de la bestia. Lo reconozco, sentí pánico, temí por mi propia vida y por mi fiel compañero -un soldado de la Inquisición mucho mejor instruido que yo en lo que a batalla campal se refiere, pero en todavía aprendizaje, al igual que mi persona-.

Soy consciente de que puede dudar de mis palabras, no le culpo. Es difícil aceptar la realidad cuando siempre nos han brindado un único punto de vista. Pero créame, nos enfrentamos a un ser diabólico, un ser que en años pasados pudo ser humano; sin embargo  en él ha desaparecido cualquier atisbo de humanidad en lo que dudo sea un alma. Como siervo de Dios que soy, sé que ni el  Señor lo perdonaría, ya que ha provocado una crueldad innecesaria en nosotros, sus hijos.

Como mencioné anteriormente, he sabido recapacitar; meditando acerca de mis fallos cometidos  -y los del resto, contra el Monstruo de Gévaudan-. Acepto su propuesta, monseñor Mallarmé, acudiré junto a uno de mis mejores cazadores -cazadora en este caso-. Dejaremos de ser el hazmerreír de Europa, y lo más importante, las víctimas cesarán, ya que Dios siempre está  de nuestro lado. Su amor nunca cesará, a pesar de nuestros pecados, a pesar de los castigos que nos son infligidos -meras pruebas de fe-.

Déjeme despedirme con unas palabras del Apocalipsis, acerca de "la Bestia" que aparecerá para librarnos del bien y el mal -amén-:
"Y adoraron a la bestia, diciendo: ¿Quién como la bestia, y quién podrá luchar contra ella?"

Siempre a su servicio,
Cardenal de La Rive






El monseñor Mallarmé leía esta  misiva una y otra vez, dubitativo, mientras golpeaba la mesa con la yema de sus dedos, una melodía cualquiera. Chasqueó luego éstos, para así llamar a uno de los guardias.

-Hágale pasar, por favor.

Mientras tanto, el Cardenal pululaba por uno de los múltiples pasillos del Palacio Royal -le estaban haciendo esperar, y eso era algo que odiaba; una falta de respeto. Él podía hacer tales cosas, pero no el resto-.  Intentaba matar el tiempo deleitándose con las pinturas rococó colgadas de las paredes. El arte de Fragonard y compañía nunca había sido de su completo agrado, mas, ¿cuántas veces tenemos la oportunidad de ver cuadros semejantes? Los colores pastel, las sonrisas de mujeres y hombres recargados en un Edén de ensueño; le provocaba un extraño malestar -cuando el fin del rococó es transportarnos a una falsa felicidad, contagiarnos las ganas de vivir, proponiéndonos disfrutar de los placeres terrenales-. Debía reconocer que el trabajo en su creación era complicado y dedicado, no obstante él era más cercano a los renacentistas, los  verdaderos genios en este oficio.  Lo grotesco, lo divino entremezclado con lo infernal. Ahí residía la belleza admirada por Alphonse en su paso por este Valle de Lágrimas -que decían en la Edad Media-. Ah, pero las jóvenes retratadas sí llamaban su atención -pintura galante; la sexualidad femenina, cuerpos voluptuosos, evocando lo más primitivo de nuestro ser, sensualidad inducida por belleza inexistente-; en especial una obra de Boucher; Leda y el cisne. Zeus, dios del Olimpo bajo la apariencia de un cisne, engañando y cortejando a una muchacha, a una simple doncella. Pecado concebido del que posteriormente nació la más preciosa de las criaturas, causante de guerras y mil catástrofes: Helena. Y allí estaba Alphonse, sonriendo bobalicón a la vez que alzaba una de sus manos, para así acariciar el mencionado cuadro. Sus dedos pasearon por el rostro de Leda, acariciando sus sinuosas formas -disfrutando incluso del curioso tacto causado por los brochazos que el pintor había realizado-, y pensando que ojalá él, en su mortalidad, pudiera ser una especie de Dios capaz de obtener por lo que suspira, a la mujer de sus desvergonzadas pasiones. ¿Era lícito embaucar la inocencia de otra persona en pos de nuestros anhelos? ¿Por qué para un divinidad y no para uno de sus vástagos? -Herejía con tan sólo pensarlo-.

-Eh... ¿Cardenal de La Rive? ¿Qué está haciendo? -murmuró una voz tras de sí, sobresaltando al religioso-. Ya puede pasar, el consejero le está esperando.

Alphonse suspiró, dejando que por última vez su mano se deslizara por las mujeres inmóviles de Boucher. ¿Acaso aquel impertinente no se daba cuenta de que aquello era un momento  íntimo? Las primeras fantasías que acudieron a la mente del Arzobispo se evaporaron con la misma facilidad -para su malestar-, y éste bufó por lo bajo, dándose la vuelta para dedicarle al otro una sonrisa falsa, repleta de rencor y burla.

-Disfrutaba -comentó, contestando a la pregunta, mientras avanzaba hacia la puerta que le llevaría al despacho del secretario real-. Además, soy yo quién está esperando al consejero, no al revés.

Para terminar, hizo una pequeña reverencia con su cabeza, despidiéndose de aquel molesto cortesano, para luego entrar -por fin- en una de las estancias del Palacio Real.

Monseñor Mallarmé es hombre de buena familia; jamás ha conocido la pobreza o el deshonor. Su árbol genealógico se compone de grandes nombres al servicio de la Corona. Su campo es el referente a la aristocracia, y conoce absolutamente todas las familias nobles de Francia -y quizá por eso es tan condescendiente con el religioso, a sabiendas de que éste también es perteneciente a esa alta sociedad reservada para tan pocos.  A él el dinero no le importa, por lo que la pobreza de los de La Rive no es relevante, mas sí su posición e historia en el país galo-. Había investigado todo lo posible acerca del Cardenal, sabía en qué seminario había estudiado -y también que su familia había ofrecido buenos hombres al servicio de Dios y el Reino-, en qué diócesis había comenzado como diácono, y su rápido ascenso hasta la posición actual. Lógicamente, es complicado limpiar todos los trapos sucios, y las habladurías acerca de la condición desviada del clérigo, sus escarceos con la magia negra, su ansia de poder y demás fechorías, pero también su participación en la primera cacería de Gévaudan. Y todos estos cuchicheos llegaron en forma de informe a la mesa del secretario monárquico.

La sala era una alegoría completa al exceso. Las paredes pintadas al fresco, con dibujos estridentes en formas geométricas, las columnas revestidas en dorado y el suelo de mármol, tan impecable que el Arzobispo podía devolverse la mirada a sí mismo. Las esculturas retorcidas en movimientos imposibles -bravo por los escultores-, sus rostros en una embriaguez rozando lo real -como si se trataran de copias paganas de El éxtasis de Santa Teresa, de Bernini-. En definitiva, lo propio de la Francia dieciochesca. Aquello con lo que Alphonse se sentía tan incómodo, algo evidente en su actitud en cuanto hizo acto de presencia.


-Buenas tardes, Cardenal -el consejero habló por fin, levantándose de su escritorio, para recibir al clérigo, haciendo una exageradísima reverencia y tomando la mano de éste para besar su anillo de compromiso con la Santa Sede-. Lamento haberlo hecho esperar, ¿pasamos al saloncito?

Saloncito, pensó de La Rive; él, un hombre comedido, oculto siempre bajo sus ropajes negros -rojos en ocasiones, cuando era necesario teniendo en cuenta su cargo-, en contraposición con el otro. Su peluca -que no parecía haber sido lavada en meses- canosa, atando parte de ese artificial cabello con un lazo de la seda más cara, traída desde tierras orientales; sus manos repletas de anillos innecesariamente vistosos, la levita cubierta de chorreras y los zapatos con un ligero tacón, el cual provocaba un pequeño traqueteo a cada paso del monseñor Mallarmé. Sin embargo, lo peor de todo -al menos para de La Rive-, lo que le otorgaba una bilis cómica al esperpento que tenía justo delante, eran las formas; es decir, su amaneramiento al caminar en un raro contoneo, y la voz chillona, en un forzado acento-¿queriendo forzar qué? ¿La diferenciación de los de su clase con el resto de los franceses caídos en desgracia?-. La decadencia de la exuberancia en estado puro, riéndose del clérigo.

-¿Y bien? -volvió a añadir el hombre de ropajes estridentes, sentándose en uno de los sofás y cogiendo una de las galletitas que había sobre la mesa. Sirvió un poco de té y con un gesto se lo ofreció al Cardenal, quien lo rechazó educadamente negando con la cabeza-. Supongo que acepta la misión, ¿cierto?  -y le señaló la carta sobre su escritorio.

-Por supuesto, consejero -el religioso no se sentó en ningún momento, y observaba al otro con una mueca de desprecio, con tan solo ver sus ansias al devorar las galletas y los pasteles. Suspiró, dándole la espalda para posteriormente caminar hacia los gigantescos ventanales, posando su mirada en los jardines. Hombres, mujeres y niños paseaban tranquilamente por éstos, ataviados con las mismas indumentarios que el secretario, y cubriendo sus rostros con parasoles; no fueran a broncearse y ser confundidos con los criados. No, por Dios Santo-. Debo reconocer que estos días he sufrido una sucesión de reveses nada agradables. Dudé en responder, y por consiguiente en aceptar esta misión. ¿Los cardenales estamos en nuestro derecho de negarnos a actuar? -al fin y al cabo no eran solo representantes de la Iglesia, sino también de la Corona-. Recuerdos, ¿comprende? Gévaudan forma parte de mi pasado, y es la base de mi ascenso dentro de la Inquisición  -un grupo de jóvenes con rifles sobre sus hombros, en el jardín, llamaron especialmente la atención de Alphonse. Uno de los sirvientes que les acompañaban, liberó a una de las pequeñas y blancas palomas enjauladas; y ésta voló acelerada, en busca de libertad, avanzando hacia el Cielo, hacia el supuesto Paraíso-. Hubo dolor e ignorancia en aquel entonces.  Pero los fallos del pasado no se volverán a repetir, se lo aseguro -la paloma volaba cada vez más alto, y uno de los muchachos apuntó al animal, disparando con asombroso acierto y abatiendo al ave, la cual se precipitó de lleno hacia el suelo. Otro ser que no tenía las puertas del Reino de los Cielos abiertas, pensó de La Rive en referencia al pichón. Una paloma sosteniendo una hoja de olivo en su pico, el Espíritu Santo mostrando la Salvación a Noé y su familia. Terrible castigo hacia la humanidad: su desaparición. Otro diluvio universal hacía falta, pensaba Alphonse, sobre todo en esta putrefacta Francia-. Yo seré quien le dé el disparo de gracia a esa Bestia venida desde el Infierno.

Mallarmé seguía dudando. No confiaba en Alphonse -y hacía bien-. Había escuchado demasiadas contrariedades acerca de él, mas su fama como inquisidor le precedía.

-Genial entonces, Cardenal -segundos de tensión antes de que volviera a hablar, recostándose en el sofá y tomando la taza de té, soplando ésta para que el vapor desapareciera-. Nosotros le proporcionaremos lo necesario. Ya sabe, estancia, carruaje, y un cazador de la ciudad, quien conoce a la perfección el terreno. Su cazador... -vio el rostro de Alphonse, quien alzaba una ceja-. Cazadora, discúlpeme, ¿es de confianza?

-Tiene mi más absoluta confianza -o eso suponía de La Rive, cediendo esta vez a la proposición del consejero, y sentándose en el sofá libre-. Eso sí, participaremos bajo una única condición -una sonrisa ladeada se formó en los labios del clérigo, cruzando sus piernas y clavando la mirada en el otro-. Poder disfrutar del borgoña que tiene sobre aquella chimenea -sus ojos se dirigieron hacia la botella-. Sírvame una copa de ese vino, para celebrarlo. No me gusta el té -el consejero asintió, levantándose en pos de la búsqueda-. Por cierto... esos cuadros, los de las mujeres de Boucher... ¿están en venta?


________________________________________


A unos pocos kilómetros de Javoch, capital de la región Gévaudan;
departamento Lòzere, al sur de Francia.


El carruaje avanzaba por los caminos repletos de barro y charcos -las últimas lluvias habían sido fatales, provocando la caída de árboles por culpa de los fuertes vendavales,  creando riadas que habían hecho desaparecer algunos de los accesos más rápidos a la ciudad; de modo que los viajeros, en este caso Cordelia y Alphonse, tuvieran que dar más rodeos para llegar al lugar-. La oscuridad de la noche les acechaba; y en la expresión del cochero se podía apreciar el miedo, todos sabían que la bestia podía salir de cualquier rincón, y tenerla sobre la yugular en un abrir y cerrar de ojos.


-¿En tu... entrenamiento como cazadora, en estos tres años -tiempo en el que me abandonaste, pensó el Cardenal-, te has enfrentado a licántropos?

-¡¿Licántropo?!  -de pronto el chófer se dio la vuelta; sus ojos parecían salir de sus órbitas debido a la sorpresa, sin que a Cordelia le diera tiempo a responder-. No es una manada de lobos enfurecida? ¡Es la Bestia, de nuevo, aquí!

-¡Relájese, por el amor de Dios! -exclamó el clérigo, poniendo los ojos en blanco ante la estupidez de la gente-. ¡Y no aparte la mirada de la carretera!

Tarde, los caballos relincharon, volviéndose incontrolables. El cochero volvió a girarse, intentando que los animales se relajaran -el corazón del religioso casi le salía disparado por la boca-.  Él, el Cardenal, se asomó por la ventanilla, intentando avistar qué demonios pasaba.

-¿Q-Quién anda ahí...? -susurró el cochero, tartamudeando-. No veo nada, monseñor. Está demasiado oscuro... pero los caballos siguen nerviosos -se incorporó un poco sobre éstos, acariciándoles el lomo e intentando en vano calmarles-.

Alphonse suspiró. ¿Tan complicado era que las cosas salieran bien a la primera? Desde luego, él no iba a salir a lo desconocido. Los animales tienen un sexto sentido -o eso dicen-; ¿y si habían visto algo entre las sombras, algo invisible a ojos humanos? De La Rive conocía bien a la bestia, a pesar de las décadas pasadas. El recuerdo de su furia y de los cruentos asesinatos persistía en sus peores pesadillas. No quería volver a enfrentarse tan rápido a ello, no al menos sin tener un buen plan.


-Cordelia, como buena cazadora que eres...  -le sonrió, hipocresía al poder-. Sal y dinos que ocurre. Por favor -un por favor con retintín, burlón. Cuando en verdad el cobarde y patético es él.



Leda y el cisne; Boucher:


Última edición por Alphonse de La Rive el Sáb Feb 21, 2015 9:38 am, editado 6 veces


Aullidos en Gévaudan - Capítulo I. 316sx2o

Hay dos tipos de personas, los jugadores y las piezas:
Un hombre sin motivación aparente es un hombre del que nadie sospecha:
Se aferran al Reino, a Dios o al amor. Ilusiones:
El tiempo y yo contra quien sea:
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Aullidos en Gévaudan - Capítulo I. Empty Re: Aullidos en Gévaudan - Capítulo I.

Mensaje por Cordelia Holtz Jue Dic 18, 2014 10:16 am

Mucho tiempo había pasado desde la última visita de Cordelia al Palais, antes incluso de partir a las américas. La estancia permanecía igual: los mismos ventanales, mismas cortinas, misma cama –aquella en la que Alphonse descansaba siempre y cuando el deber no se lo impidiera-, similar predisposición de los muebles con algún que otro cambio y desde luego, el mismo rincón secreto donde el Cardenal ocultaba su amada sangre de Dios. El líquido embriagador que siempre lo calmaba y hacía de sus días algo más placentero y fácil de sobrellevar. Su verdadero amor.

Mas la mujer nunca imaginó la clase de descubrimiento que haría aquella noche. Ella, que sólo había asistido para encontrarse con el Cardenal y provocar en él el miedo de aquel que ve y siente los fantasmas de su pasado, halló encima del escritorio un cuaderno ajado, un libro escrito por  el mismísimo Alphonse de La Rive. La llave que abrió para Cordelia todas las puertas del francés, las del corazón y la mente, permitiendo a la dama embeberse de los pensamientos y sentimientos que el hombre había conservado en el mayor de los secretos durante largo tiempo.
El conocimiento es poder -se decía constantemente-. Tal información no sólo significaba poseer los pensamientos del clérigo, sino poseerle a él enteramente. Un poder que la cazadora nunca se imaginó, sin saber siquiera si estaría a la altura de las circunstancias y sabría hacer correcto uso de éste. Asustada por este hecho y confusa por las palabras plasmadas en el papel, la irlandesa no tuvo más remedio que jugar un improvisado juego que no estaba segura saliera bien, pues nunca antes había conocido hombre tan cambiante, tan imprevisible o tan peligroso como aquel.

La tensión se presentó como una ola que inundó toda la habitación, ahogando en ella a aquellos dos mortales que, bajo su presión, confesaron en contra de su voluntad pensamientos inconfesables y realizaron actos impensables. Todo para acabar con ella, todo para salir de aquella profunda marea que les arrastraba cada vez más y más dentro sin ellos saberlo. Una cisterna de tinta que acabó metafóricamente con ambos destrozados, lamiendo sus heridas y sintiendo tanto miedo como odio por la persona ajena.
No obstante, aquello no acababa allí. Ambos pedían más. El Cardenal con su última frase, requiriendo a la cazadora días después, y ella, con su última mirada, aceptando el requerimiento al margen de todo lo ocurrido.

Ésta, jugando a su pequeño juego, no quiso presentarse a la hora acordada. Decidió que lo mejor era hacer esperar a aquel hombre temeroso a la impuntualidad de la irlandesa y lo que ello pudiera significar: Perderla de nuevo. Inquieto pensando que, en lugar de estar próxima al Palais, estuviera ya a bordo del barco que la devolvería a aquel país que hacía años se la había arrebatado.
Una vez dentro, una vez frente a frente, el Cardenal tranquilizó su espíritu hasta el momento inquieto con un trago de vino bien merecido por haber conseguido la hazaña propuesta: volver a atar a aquella mujer del demonio junto a él. Una acción que, estaba seguro, le produciría tantas alegrías como desgracias.

La misión parecía sencilla, pero a la vez curiosa, interesante, peligrosa. Cordelia puso toda su atención en las palabras del religioso demostrando, sin saberlo y sin poder controlar su entusiasmo, cuan necesitada estaba de un reencuentro de características similares donde, codo con codo, volvería a compartir aquel amor por la adrenalina de la mano del otro. Su enemigo, su rival, la pesadilla que había oscurecido su vida con el manto de aquella capa usada para recoger a la joven del suelo el terrible día en que fue latigada. Un lazo más que difícil de cortar. Cadenas más que imposibles de romper incluso después de tres años. Dos personas llamadas por el fuego que viven para el fuego y por el fuego, renaciendo y consumiéndose a la par.



_____________________




Cordelia Holtz se presentó el día en el que partirían rumbo a la zona de Gévaudan enfundada en uno de sus vestidos –esos vestidos tipo imperio de la época-, poco recomendable para un viaje similar y para toda clase de imprevistos que pudieran surgir en el camino. Mas nunca le importó. Acostumbraba a rasgar todos sus vestidos si la ocasión lo requería, sin miramiento alguno, sin cariño ninguno por aquellas prendas. Tratándolas como lo que eran, telas y trapos que únicamente tenían como fin situarte en la clase social que te correspondía para que el resto de personas supieran si tratarte de forma respetuosa o como alguien inferior. Un sombrero de ala ancha –su favorito, pues lo utilizaba con frecuencia para tornarse sombra y fantasma ante aquellos a los que observaba en la lejanía- ocultaba su rostro en parte y sus manos enguantadas la protegían del frío, al igual que su capa –enamorada de esta última, pues siempre despertaba cierto aire de misterio-.

La mujer subió al carruaje predispuesto para ambos, de la mano del Cardenal –mostrando siempre las mejores formas y no desaprovechando ni un solo momento para acercarse a su Reina de Hielo-. Una vez los dos estuvieron dentro y el cochero preparado, éste dio la orden a los caballos que comenzaron a tirar del resto.

La conversación en el carruaje no fue demasiado fluida entre aquellos dos seres orgullosos y rencorosos el uno del otro. Ninguno de los dos quería andarse con formalidades ridículas y tener que aguantar al otro en exceso. Nada nuevo.
Una contrariedad surgió en el camino. El cochero no supo contener a los caballos una vez llegaron a determinado tramo y estos se volvieron locos, frenando en seco minutos después.
Alphonse de La Rive oteaba el lugar, temeroso de aquello que no veía, pero que sabía estaba ahí. Entre las sombras, oculto en la espesura de aquel bosque que les rodeaba y amenazaba. No sintió reparo alguno en mandar a su cazadora a inspeccionar la zona, haciendo acopio de esa cobardía que tan bien le definía.

- Hombres –musitó Cordelia al tiempo que alzaba su vestido y enaguas dejando al descubierto el arma que acostumbraba a acompañarla sujeta a su muslo derecho. Cierto es sin embargo, que de La Rive se entretuvo observando todo menos el arma, imaginando sus manos haciendo una travesía que sabía, nunca podría realizar-.

La cazadora se apeó del carruaje observando todo lo que le rodeaba con una concentración propia de la situación. Pendiente de cada movimiento, de cada sonido. Avanzó en la dirección que ella creyó oportuna atendiendo al estado de los caballos. Ojos abiertos y pistola en mano, topó con una sombra que no logró discernir correctamente. No sabía si estaba ante un hombre o una bestia, lo único que intuía era que este la observaba.

- ¿¡Quién o qué eres!? –preguntó lenta, pero vivamente, manteniendo su pistola en el aire.

Sin más, la sombra comenzó a huir. La cazadora –haciendo uso de su profesión, su sobrenombre, aquello que la definía desde hacía tiempo: CA-ZA-DO-RA- persiguió a la supuesta bestia, en pos de lo desconocido, esperando hallar respuestas, dar con una solución sin siquiera haber comenzado con la aventura que les deparaba aquel lugar. Mas todas las sombras se esfumaron a mitad del camino, dejando a aquella mujer sumida en lo más profundo del bosque sin una capa con la que resguardarse del frío –pues con la persecución se había desprendido de sus hombros- y la respiración a flor de piel, maldiciendo por aquella bestia que se le había escapado. No le quedaba más remedio que volver al carruaje. Pero ¿a qué carruaje? El camino por el cual había avanzado tras aquella figura ya sólo era oscuridad, al igual que el resto del bosque.

- ¿¡Hola!? ¿¡Me oye alguien!? ¿¡Cochero como quiera que te llames, puedes oírme!?

Alphonse, baja del carruaje y ayúdame, maldita sea -pensó ella, más asustada de lo que esperaba y temía reconocer-. Al poco rato, los arbustos volvieron a estar inquietos. De nuevo algo o alguien los zarandeaba.

- ¡Sal de ahí, seas lo que seas! –gritó a aquella imagen distorsionada por la penumbra del lugar, convirtiéndose al fin en algo que apaciguaba los latidos en el corazón de la mujer. Un hombre. O casi. Un muchacho joven, desorientado, aturdido y desconcertado con lo que pasaba a su alrededor.

- ¿Quién eres? ¿Dónde estoy?

- Eso mismo me pregunto yo, pero si no sabes dónde estamos o como salir de aquí, no me vales, chico –molesta por haber tropezado con una piedra más en el camino y no con la respuesta a sus súplicas-.

-¿Chico? –ofendido con la insinuación de aquella mujer, que daba a entender que sus 33 años le convertían en poco menos que un nonato - ¿Qué hace una mujer en mitad de este bosque? ¿Acaso buscas la muerte? Porque hay formas mucho menos dolorosas de morir que perdida por estos bosques.

- No estoy aquí por gusto, así que por favor, ¿sabes cómo salir?

El joven muchacho sujetó la mano de la mujer y comenzó a andar en busca del camino de regreso al carruaje que ella le había descrito. Convencida ya de que lo único que conseguían yendo en aquella dirección era perderse más aún, el carácter de Cordelia se tornó amargo en exceso, complicando las cosas a aquel desconocido que en un abrir y cerrar de ojos estaba devolviendo a la irlandesa a su amado carruaje, todavía asiéndola de la mano.


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Aullidos en Gévaudan - Capítulo I. Empty Re: Aullidos en Gévaudan - Capítulo I.

Mensaje por Alphonse de La Rive Sáb Dic 20, 2014 8:10 am



En cuanto Cordelia bajó del carruaje, en pos de la búsqueda, Alphonse no dudó ni dos segundos en otear -sin aparente disimulo-, el muslo que ella dejaba a la vista -a propósito, ¿tal vez?-. Ese trozo de piel que ansiaba tocar, y demás actos que no debían ser dichos en voz alta. Suspiró a continuación, sacudiendo la cabeza para más tarde volver al planeta Tierra; dirigiendo su mirada hacia la irlandesa cuando ésta se alejaba, intentando averiguar quién o qué se ocultaba en la frondosidad del bosque, aprovechado lo que éste podía ofrecer.

No lo iba a negar, estaba nervioso. No solía estarlo en situaciones semejantes -después de todo era un ególatra, un hombre creyente en sí mismo, en su triunfo y nada más-, empero, la aristócrata no era una cazadora cualquiera, y su pérdida sería dañina para el Cardenal -no nos confundamos, si la situación lo requería no vacilaría en matarla, lo haría sin pestañear; un hecho casi cometido  en tiempos pasados. Si se interponía entre su ascenso y él mismo, desaparecía realmente del mapa, sin un posible regreso. No obstante, nada de esto quiere decir que su sufrimiento ante tal hecho no fuera real. Solo había que verlo en los tres años que ella se mantuvo oculta. Simplemente, él siempre va primero en su escala de valores. Nada más-.  Mientras tanto, el cochero apaciguaba a los caballos, los cuáles ya parecían mucho más calmados. No dijo palabra alguna desde que Cordelia se había ido -algo que el clérigo agradecía, no estaba por la labor de escuchar las estúpidas incoherencias de un mero pueblerino-.

Había dudado  en aceptar aquella misión. Alphonse no era muy buen amigo de los recuerdos, y éstos siempre acechaban para atormentarle. Y algunos acaban por volverse más dolorosos que otros. Las evocaciones que se entremezclaban con el ambiente, pudiendo incluso ser respiradas por el Cardenal -el extraño frío de la región calando en sus huesos, la niebla ocultando los horrores de la oscuridad, erizando su piel y atravesando sus pulmones- . Nada había cambiado en unos eternos treinta y tres años. Parece mentira que algunos recovecos de nuestra sociedad permanezcan impasibles mientras el resto avanza en nombre del progreso, de la revolución; sin que exista una remota posibilidad de detener este avance. Por el contrario, los mortales como el religioso veían la vejez, la muerte, asomada en sus rostros. El reflejo que le devolvía el cristal del carruaje no pudo por menos inducirle a una molesta intranquilidad, a un desasosiego nada propio en su persona. Pero los pensamientos parecían apoderarse de su cuerpo y el ver como Gévaudan seguía inalterable, mientras él había cambiado tanto... Ya poco quedaba de aquel ilusionado -y enamorado- muchacho de veinticinco años. Llevó una mano a una de las cortinas que había en el interior del coche, cubriendo el cristal con ésta y cerrando los ojos. Esperando que, por Dios Santo, Cordelia regresara -sus gritos eran distantes, inaudibles para el cochero y su excelencia-.

Y -por fortuna- así fue -cada poco apartaba la cortina, queriendo saber si ocurría algo o no fuera de su refugio-. Parecía volver sana y salva -otro suspiro por parte de Alphonse, en esta ocasión de serenidad-, lo extraño es que estaba atada -sí, para de La Rive no iban simplemente de la mano, sino que ella estaba atada un desconocido- a un atractivo joven. El clérigo abrió la puerta del carromato -con fuerza, en un evidente enfado-, dando un pequeño salto para bajar, y manchando sus queridas botas de piel con aquel maldito barro. Sus ojos no fueron dirigidos primero a la irlandesa, sino al chaval. Su rostro le era extrañamente familiar, aunque no conseguía situarlo en su memoria. Después, observó a Cordelia, quien parecía tiritar debido al frío del verano -sí, frío en verano. Estaba claro que aquel departamento francés estaba endemoniado-. Se deshizo de su propia capa, acercándose a la británica para colocar ésta sobre sus hombros, cubriendo el cuerpo de la mujer con sutileza; haciendo algo de presión sobre sus hombros, intentando trasmitirle sosiego, susurrando luego en su oído:buen trabajo, cazadora. Y le sonrió -una sonrisa sincera, por fin. Una de esas sonrisas que Alphonse le dedicaba a tan pocos en tan pocas situaciones-. Luego avanzó hasta el chico, analizándolo. Su cabello rubio despeinado, sus vivarachos ojos verdosos, con unos reflejos cálidos, brillantes -le recordaron a las vidrieras de las catedrales, siempre vívidas, siempre radiantes y coloridas-. Era mucho más alto que de La Rive -aunque esto no era difícilmente superable-, y sus vestiduras delataban su posición. Eran ropajes raídos, viejos, como si no se cambiara de atuendo en años. Sus botas desgastadas anunciaban los kilómetros que ya había hecho, mas el chico parecía... ¿feliz? El frío estaba torturando al cochero, a la irlandesa y al supuesto creyente; en contraposición las mejillas del desconocido se teñían de un rosado aniñado; parecía que la noche no le afectaba en absoluto -siendo sinceros, Alphonse se quedó unos segundos prendado de él. Debía reconocerlo, era apuesto, a pesar de su aparente juventud. Y rápidamente sus pensamientos volvieron a Cordelia, y al hecho de que ambos aparecieron de la mano.


-¿Quién eres? ¿De dónde vienes? ¿Qué haces aquí? -le interrogó Alphonse, cruzándose de brazos y fulminándolo con la mirada.

El chaval miró primero, contrariado, a Cordelia, esperando algún tipo de ayuda -la cual no recibió, como era lógico- para después tragar saliva, carraspear, y contestar con una voz clara, potente y masculina, en contraste a su infantil imagen.


-Yo sé quién es usted, Cardenal de La Rive -menuda novedad, pensó éste, ¿quién no me conoce?-. Soy Jean Chastel, hijo también de Jean Chastel. Usted... le conoció, ¿cierto? -el brillo en la mirada del chico se acrecentó, dando un par de pasos hacia el Arzobispo-. Me han hablado muchísimo de usted.

Y, por un minuto interminable, Alphonse no supo qué decir. Ya sabía de qué le sonaba aquel joven. La imagen de las masacres, las mentiras hacia el pueblo, la sangre, el dolor y las cicatrices, se agolparon sin ton ni son.

-Sí, le conocí. Hace ya muchísimo tiempo, Jean -hizo hincapié en su nombre; para luego abrir la puerta del carruaje, dejando que primero entrara su cazadora, luego el chico, y finalmente él mismo-. Pero dime, ¿qué hacías aquí, en el bosque, solo?

-Me dijeron que os buscara -sonrió como un idiota a Cordelia, sentándose en medio de ella y el religioso, algo que éste no vio con buenos ojos-. Por la tormenta el acceso es difícil, y dadas las circunstancias... es mejor no perderse por estos lares, ¿no cree?

Alphonse bufó por lo bajo, dirigiendo su mirada a la luna que se alzaba en el cielo, haciendo oídos sordos a toda la cháchara que salió, luego, de la boca de Jean. No calló en todo el viaje -dándole un terrible dolor de cabeza al religioso-. Hasta que, por fin, llegaron a Gévaudan.


________________________________________


Región de Gévaudan.
1767

-Te dije que no vinieras. Pero para variar... Nunca me haces caso -un joven alto, de cabellos oscuros y rizados, piel oscura y la ambición en los ojos, hablaba con un marcado acento italiano-. ¿Crees que con tus dotes en esgrima podrás hacer algo contra la Bestia? -sus palabras se notaban socarronas, irónicas, pero con gracia, sin malicia en ellas.

-No, no lo creo. Pero hay otras formas de luchar contra el Mal, Angelo -un jovencísimo Alphonse contestaba a la burla del otro. Su apariencia del pasado nada tenía que ver con la del presente, no solo en la ausencia de arrugas, bolsas en los párpados, o manchas sobre la piel, sino en toda su figura. Inclusive sus ojos se mostraban diferentes, el azul permanecía, pero no sus ganas de vivir vislumbrada en ellos-. Rezando podemos conseguir lo que...

El italiano soltó una buena carcajada -ante la mirada indiscreta y acusadora del resto de los hombres que iban en aquel carro de mala muerte, porque sí, por aquel entonces la palabra  poder no tenía ningún significado especial para el religioso. Y menos aún las riquezas. Todo lo que necesitaba, en aquel entonces, estaba a su lado-.

-¿Rezar? ¿Quieres que te recuerda la de veces que imploraste a la Virgen y ella te ignoró, Alphonse? -seguía riéndose entre dientes, despeinando a de La Rive, tratándole como un crío, a pesar de que el siciliano era un año menor-. No seas estúpido. Dios, la Virgen y el Espíritu Santo tienen otros asuntos más importantes que atender. Nosotros somos solo su Creación. Se despreocupan de nosotros.

Alphonse rodó los ojos -una manía que aún mantenía a día de hoy-, y optó por no contestar. En aquel tiempo su fe era ciega -aunque la imagen que tenía  de la Iglesia se había distorsionado desde que había salido del seminario, viendo como la corrupción en la Santa Sede era el plato del día-; de modo que no le era agradable escuchar las tonterías que decía Angelo acerca del Dios que ambos debían venerar, y al que debían servir.

Al cabo de dos horas, llegaron a Gévaudan. Las calles de la pequeña ciudad estaban vacías -el miedo se había apoderado de los ciudadanos, y lo único que Alphonse pudo ver fue a un niño asomándose por la ventana de un caserío. Saludando a los hombres que acudían ofreciendo su ayuda. Le devolvió el saludo, ante la mirada cómplice de Angelo.

Una Bestia asolaba las cercanías de la región desde hacía un tres de años, acabando con mujeres y niños a una velocidad alarmante. La noticia había avanzado como la pólvora, llegando a cualquier hogar francés, y también al resto de Europa. Países como Inglaterra o España se reían de la inutilidad gala, de su incapacidad para acabar con una manada de lobos incontrolables. Lo que Alphonse y su querido Angelo -junto al resto de los cazadores- no sabían era que no se iban a enfrentar simplemente a una manada de lobos fuera de sí.

Llegaron a la plaza de la villa, y los recién llegados -de diferentes edades y orígenes-, bajaron del carro. Un hombre se alzaba sobre una tarima de madera, junto a unos cuantos más.


-¡Escuchadme! -gritó, ante la curiosidad del resto-. Soy el intendente de Auvernia, monseñor Ballainvilliers. Soy consciente de los numerosos cambios que ha habido en la cúspide de estas cacerías. Sin embargo, vosotros voluntarios, lo único que debéis saber es que yo, y el aquí presente François Antoine, cazador de su Majestad, somos los dirigentes de las próximas expediciones. Muchísimas gracias por acudir a nuestro llamamiento -el intendente se movía por la tarima, de un lado a otro, ante las atentas miradas de los voluntarios-. Tenéis habitaciones libres, pagadas por la Corona y la Iglesia -el obispo ataviado con los ropajes púrpuras, sentado atrás del señor Ballainvilliers, saludó a los congregados-. Solo tenéis que ver las listas colgadas en el interior de la Catedral para saber qué taberna o motel os ha sido asignado. Y muchísimas gracias, repito.


________________________________________


-Sois de París, ¿cierto? -les preguntó el tabernero, sirviendo dos jarras de cerveza a Angelo y Alphonse-. He estado pensando en ir... ¿comprendéis? -su voz se tornaba más suave, en casi un susurro-. Tengo dos hijos, y no me gustaría verles... bueno, ya sabéis, por culpa de la Bestia. Habéis venido para ayudarnos, ¿no? ¿Sois también cazadores? -el hombre parecía entusiasmado con la idea de que así fuera.

En apariencia tendría unos cincuenta años, y también parecía alérgico a un buen baño. El olor de la taberna era insoportable -comida, sudor, mugre...-, mas al religioso no le importaba. Al igual que el tabernero, estaba emocionado por tener un minúsculo lugar en la Historia, en un hecho como aquel -nunca antes había participado en algo parecido-.


-Yo soy soldado de la Inquisición -respondió Angelo, ante la incrédula mirada del mesero-. Y éste que ves a mi lado... en fin, es solo un diácono. Apoyo moral, ése es su trabajo -y se rió por lo bajo.

Alphonse sacudió la cabeza, dejando unas monedas sobre la mesa y cogiendo su jarra, alejándose de allí para no tener que soportar más las bromas del italiano.


-Parece que se ha enfadado -dijo el tabernero en referencia a de La Rive, recogiendo las monedas y tendiendo una mano al soldado- No es habitual conocer hombres valientes como vosotros, y en estos días no paramos de recibiros. Ah, por cierto. Soy Jean Chastel, encantado.


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Aullidos en Gévaudan - Capítulo I. Empty Re: Aullidos en Gévaudan - Capítulo I.

Mensaje por Cordelia Holtz Dom Dic 21, 2014 6:00 pm

Trece años como vigilante y otros tres como cazadora. Tiempo más que suficiente para perder el miedo a la muerte y sin embargo aquella mujer no conseguía despegarse de la sensación de desasosiego que todavía invadía su cuerpo una vez pasado aquel mal trago. ¿Cómo podía siquiera llamarse cazadora? Una farsante, eso es lo que era. Aunque siempre lo había sido. Alguien jugando a ser aquello que ansiaba ser, sin comprender del todo la magnitud del juego, lo peligroso de la situación, saliendo siempre victoriosa, ilesa, como la campeona que nunca había sido en otros campos. Sin duda un ángel de la guarda velaba por ella y al mismo tiempo era imposible. Imposible pensar que todavía hubiera una mínima posibilidad de interesar al Altísimo, aquel Dios que hacía tanto la había abandonado. Sólo la intervención de un pequeño diablo enviado por otra clase de Altísimo era plausible ante la pasmosa suerte de la cazadora en su camino de aventuras y desventuras.

Cordelia aceptó la capa del Cardenal a regañadientes, furiosa ante la idea de que para él ese pequeño gesto y las palabras de después bastaran por haber dejado que peligrara su vida mientras éste se mantenía a salvo en el carruaje. Era imposible que no hubiera apreciado el gesto de su cara, despreciando toda la cobardía que acompañaba al clérigo. Pero la burla de Alphonse –al igual que la de ella en ocasiones también- no conocía límites y aunque en aquella ocasión pudiera parecer sincero, eso no era suficiente para ella.

La sorpresa inundó el rostro de la británica y sustituyó el carácter turbado causado por el Cardenal. ¿Aquel muchacho conocía a Alphonse?

Sus manos todavía permanecían juntas, como si en algún momento ambos se hubieran olvidado de soltar al otro y todo fuera mucho más fácil así, con una Cordelia recibiendo la protección que de otra manera no se le daba –de La Rive siempre presente de forma directa o indirecta en la mente de ella- y que la otra persona estaba gustosa de darle.

Por fin subieron al carromato. Era grato recibir una sonrisa de aquel joven. La memoria traicionaba a la aristócrata cuando intentaba discernir la última vez que alguien le había dedicado una sonrisa semejante. Viva, amable, pícara. Durante unos instantes hasta se sonrojó, desviando la mirada y evitando la sonrisa de respuesta. Pero el viaje era largo y de La Rive parecía embobado con el paisaje sin atender a lo que en aquel transporte se decía, así que Jean –así se llamaba al parecer- aprovechó la ausencia del Cardenal y centró toda su atención en la mujer, preguntando desde su procedencia hasta su color favorito. Sonriendo a cada palabra y olvidando el carácter agrio que minutos antes le había demostrado ella mientras intentaban salir de aquel bosque.

Cansada del viaje, Cordelia se dejó llevar por unos párpados que ya no aguantaban más al pie del cañón y sucumbió al hechizo  sino de Morfeo, de un dios similar, pero sin tanto poder como éste. Sus ojos se abrían cada poco y no conseguía descansar. Lógico por otro lado, ya que el carruaje no dejaba de encontrar baches y piedras que ni los caballos ni el cochero tenían intención de sortear para que la mujer descansara. Por otro lado estaba Alphonse. O más bien su capa, impregnada completamente de la esencia de éste, impidiendo cualquier respiración mínimamente profunda. Mucho menos conciliar el sueño. Quién sabe, soñar con el Cardenal. Eso sí que eran pesadillas. Y por desgracia… pesadillas que Holtz ya conocía bastante bien desde hacía tiempo.

- Ya estamos llegando.

El sonido de las tablas de madera, el traqueteo a través de aquel puente que conectaba con la ciudad de Gévaudan y, sin embargo, necesaria la seña del joven, pues la niebla no permitía diferenciar camino de ciudad. Aquel recorrido tapiado aseguraba el fin del mundo y comienzo del mismísimo Infierno.

Una vez el cochero paró, ya en el distrito, los tres ocupantes se apearon del carruaje siendo recibidos por las personalidades más influyentes del lugar y acomodando al Cardenal y a su cazadora prontamente en una de las haciendas próximas. No es que el lugar fuera el idóneo para hacer ninguna clase de visita guiada. De hecho, era terrible. Carente de vida. El sol hacía años había desistido de visitar la ciudad, cubierta ésta constantemente de una neblina escalofriantemente persistente. Ni siquiera los árboles se atrevían a florecer en Gévaudan. Viviendas oscuras, pobres, viejas y ajadas. La misma descripción se podía hacer de sus habitantes. O quizás de aquellos que simplemente pisaban el lugar. Alphonse de La Rive llevaba ausente horas. Ni siquiera se había molestado en ridiculizar al muchacho sentado entre él y su acompañante femenina a lo largo del trayecto. Algo asombroso viniendo de él. Pudiendo pensar cualquiera que casos similares sólo podrían darse si el religioso se presentara  enfermo, más cerca de la muerte que de la vida. Cordelia no era tonta y la sospecha se hizo patente en ella desde el comienzo, siguiendo a de La Rive con la mirada desde que los tres abandonaran el carromato.

La noche no era muy diferente del día en aquel lugar, mas los habitantes de Gévaudan ya estaban acostumbrados. Cordelia por el contrario no podía conciliar el sueño, así como tampoco pudo hacerlo de camino al distrito. Paseaba por la habitación, se sentaba, se levantaba, miraba por la ventana y volvía a intentar ajustar su sueño. Nada. Desesperada convirtió no sólo la alcoba, sino el resto de la casa en su deambulatorio de aquella noche.
Redujo el ritmo de su marcha al divisar una luz. La puerta de la habitación del Cardenal se hallaba abierta y suponía que éste estaría dentro. Llamada por la luz y lo que sucediera en aquel cuarto, la mujer se acercó lentamente para, a continuación, apoyarse silenciosamente en el umbral de la puerta. De La Rive estaba sentado. Miraba por la ventana, embobado. Ni siquiera notó la presencia de ella, y durante un rato no se sucedió nada más en la habitación. Cordelia le miraba, tan extrañada como curiosa –no pudiendo nunca admitir que preocupada era otro de sus estados-. Al fin, habló.

- ¿Qué sucede?

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Mensaje por Alphonse de La Rive Mar Dic 23, 2014 8:20 am



Según se acercaban a aquella maldita ciudad, los demonios que acechaban en cualquier esquina se iban asomando cuidadosamente. Eran prácticamente inapreciables, pero allí estaban, mostrando sus maquiavélicas sonrisas, esperando que el clérigo feneciera a causa de los recuerdos, de los errores cometidos y del perdón todavía no concebido por y para él mismo.

Alphonse, durante el viaje, estaba de cuerpo presente, sin embargo su verdadero yo había volado muy lejos de allí, viajando a través del tiempo y deseando poder quedarse para siempre en las páginas ya escritas -aquellas mismas páginas que él había arrojado al fuego purificador, prometiéndose a sí mismo no volver a caer en la tristeza de lo inevitable-. Comparaba ese viaje con el que había realizado siendo un mero crío, excitado por la aventura, por todo lo que le quedaba de existencia,  por su acompañante, por su amante. Se sentía extraño, como si todo aquello hubiera ocurrido en otra vida, incapaz de calcular el tiempo transcurrido; perdiéndose en imágenes dispuestas en  escala de grises -el color había desaparecido de sus ojos-. Incluso los sentimientos se mostraban monocromáticos, reviviendo únicamente una pequeña pizca de lo que fueron en realidad. Se sentía cansado, y deseaba llegar cuanto antes a la capital, desplomarse sobre la cama, permitiendo a sus párpados caer. Dormir, sin que los malos sueños acudieran a su subconsciente.

Una vez llegaron, fueron recibidos como casi héroes -aún sin haber hecho nada-. El obispo del condado saludó efusivamente al Cardenal -le estrechó la mano con tanto ímpetu, que de La Rive llegó a sentir los huesos de sus dedos hechos añicos-. El alcalde no paraba de hablar, aunque Alphonse hizo uso de su escucha selectiva. La gente les aplaudía -ilusos, ¿por qué creían que la Bestia iba a ser derrotada, cuando no lo lograron tres décadas atrás? Todos los males acechando, disfrazados bajo la forma de un lobo feroz, y el último espíritu habitando en la Caja de Pandora, en el interior de los habitantes: la esperanza-.  Si supieran que el mismísimo Lucifer caminaba entre ellos -¿Alphonse de La Rive o la Bestia? ¿Quién era peor, más temible y atroz?-. Le dijo al alcalde -éste no detenía su cháchara- que necesitaba dormir, de modo que decidió ir hacia la habitación que le habían proporcionado -una pequeña casa de madera, regentada por una vieja de dulce rostro, de aparente felicidad. Les dijo que eran los primeros clientes en meses. Las arcas del Reino eran las encargadas de abastecer a Cordelia y Alphonse en aquel peligroso periplo por el sur de Francia-.

Como buen borracho que era, no dudó en llamar a la dueña del hostal, exigiéndole -porqué sí, no pidió, exigió- al menos dos botellas de vino. La mujer, a regañadientes, aceptó -después de todo, ellos eran sus huéspedes-. No tardó en volver de la taberna, con la susodicha bebida, ante la mirada triunfal del religioso, relamiéndose los labios con tan sólo pensar en la noche que le esperaba, deleitándose con el borgoña -eran de una buena cosecha, y se había dejado unos cuántos francos en ello... No obstante, ¿qué importaba?  Necesitaba descansar a su manera-.

Al igual que Cordelia, era incapaz de conciliar el sueño  y lo único que le quedaba era abrazarse al alcohol para que Morfeo  hiciera acto de presencia -o también corría el riesgo de caer en un coma etílico y no despertarse jamás. En fin, la vida era riesgo, y él estaba dispuesto a asumirlo-.

Se había cambiado de ropa, llevando únicamente una especie de camisón negro -siempre vistiendo de impoluta oscuridad-. La habitación disponía de una cama, dos mesillas a su lado -sobre una de ellas había una Biblia, cuan ironía-, una chimenea, y un sofá justo delante. Movió el susodicho sofá de sitio, colocándolo cerca de la ventana, y tomó entre sus manos la primera botella de vino -ya abierta- y las Sagradas Escrituras. ¿A los niños no se les lee un cuento antes de acostarse, en un vano intento de conciliar el sueño? ¿Y qué era un borracho si no un niño? Su labios disfrutaban del sabor de la sangre en apariencia, y las yemas de sus dedos recorrían las páginas de la Biblia, deteniéndose en un pasaje del Evangelio según San Juan. Lo leyó en voz alta aunque no le hiciera falta, al sabérselo de memoria:

No os maravilléis de esto; porque vendrá la hora cuando todos los que están en los sepulcros oirán su voz; y los que hicieron lo bueno, saldrán a resurrección de vida; mas los que hicieron lo malo, a resurrección de condenación.

¿Y esto qué significaba? Que su condena ya había comenzado en vida, sin esperar a su fallecimiento, a su posterior resurrección. ¿Y si su paseo por la realidad, el paseo de todos, era el propio Edén y el Inframundo, conviviendo y confundiéndonos? Suspiró, bebiendo sin parar. Su mayor castigo había sido la muerte de Angelo, cuando el alma de Alphonse aún poseía una fe ciega hacia el Señor, cuando sus pecados consistían en yacer con otro hombre, en la envidia, la confusión, e idolatrar a un mortal, a su amante, un hombre más. ¿Tan grave era para merecer su desaparición? Y lo peor era el pasaje, las Sagradas Escrituras diciéndole que cuando la voz de Dios nos llamara, los justos se situarían a su lado, y los injustos perecerían en el Infierno. Incluso en el momento de la resurrección su querido Angelo volverá a la vida y él, a la condenación más terrible -un océano de contradicciones. ¿Creyente o no? Dios siempre acudía a su mente en los peores momentos, como los enfermos autoproclamados ateos, quiénes antes de soltar el último aliento, rezan y suplican a ese dios el cual no creían, incluso odiaban, instantes antes-.

Los minutos, las horas en general; el tiempo iba pasando sin que él pudiera detenerlo -a pesar de creerse la persona más poderosa, capaz de todo-. Y también desaparecía el vino, pidiendo cada vez más a la vieja -sin pararse a pensar que esta mujer podía ir corriendo al alcalde, o a cualquier otro, y contar lo que estaba viendo; que la mayor autoridad en aquel momento en Gévaudan, no era más que un beodo-. La remesa de alcohol se apilaba sobre la cama, y el religioso comenzó a beber directamente de la botella, perdiendo cualquier atisbo de educación o buenas maneras.

La puerta estaba entreabierta; un pequeño temiendo a la oscuridad y a lo desconocido, a los fantasmas en definitiva. Con la luz del exterior adentrándose en su habitación, creyéndose a salvo por ello. ¿Alaridos en pesadillas? Llorando por las noches, y sollozando mientras grita por su madre, para que ésta aparezca. Mas, Alphonse no tenía madre, y cuando ella estaba viva, era como si no hubiera existido. Su madrehabía sido la Virgen, la Patrona, la Madre de Jesucristo y de todos nosotros. Allí, en el seminario sollozaba pensando en sus hermanos, en su vida en Francia, implorando porque Ella apareciera, sin éxito, por aquella puerta que dejaba entreabierta; esperando que la Virgen María, su madre, se diera cuenta y acudiera a arroparle, besándolo y asegurándole que todo iría bien, que Ella siempre permanecería a su lado. No obstante, nunca apareció. Y allí estaba de La Rive, emponzoñando su recuerdos y pensamientos a base de vino, procurando que las lágrimas no brotaran de sus ya rojizos ojos, hundiéndose en la miseria de la que no era capaz de salir -aunque tampoco lo intentaba-. Era más fácil excusarse en las desgracias para actuar como un hombre cruel, solitario y depresivo. Siempre, este camino, ha sido más sencillo que salir adelante y luchar por seguir viviendo -que no sobreviviendo-...

... y de pronto, ella. ¡Por fin, tras tantos años, había acudido a su llamada! Una mujer de cabellos largos y oscuros, piel inmaculada, como todo ella. Había visto la puerta entreabierta, las súplicas de un niño, y había descendido de los Cielos para salvarlo.


-Creía que nunca ibas... a... -las palabras se apelotaban en la boca de Alphonse, sin saber qué decir. En su borrachera, en su ceguera, no veía a Cordelia, sino que veía lo que él deseaba ver-.

Se levantó del sofá -tirando la botella de vino, sin querer, y manchando su camisón por completo-. Caminó rápidamente hasta donde estaba la irlandesa y la tomó de su cintura, abrazándola, de modo que sus cuerpos estuvieran lo más cerca posible. Finalmente hundió su rostro en el cuello ajeno. Era la viva imagen de la mediocridad. Un hombre de su posición mostrando sus debilidades, de la forma más triste y patética de todas.

Los demonios que le acechaban a la entrada de la ciudad ya le habían poseído por completo.


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Mensaje por Cordelia Holtz Miér Dic 24, 2014 8:33 am



El rostro del Cardenal sugería sorpresa, miedo, como si hubiera visto un fantasma. Alguien a quien hacía años no veía o alguien a quien quizás siempre hubiera querido ver y nunca hubiera tenido la oportunidad.  Al mismo tiempo su mirada, perdida, debido al vino que nublaba su juicio noche si y noche también. Demasiado vino esta vez. -pensó ella- Aunque incluso a mí me vendría bien para soportar el lugar y todo lo que rodea a éste.

Las palabras del religioso, su mirada, aquellos movimientos -decididos, pero difícilmente controlados por él, valiéndose de los hilos que el alcohol predisponía como titiritero-, el abrazo. Alphonse de La Rive no estaba bien, no en sus mejores momentos. ¿La estaba esperando? ¿Eso significaban aquellas palabras? ¿Pero por qué? ¿Y a qué venía ese impetuoso abrazo? Los sentimientos del clérigo por la mujer eran evidentes, mas todos sus actos siempre serían predispuestos para acallar, evitar u ocultar dichos sentimientos. Esperarla en su dormitorio y abrazarla, aquel no era Alphonse.

Cordelia, todavía sorprendida pero atendiendo a la situación, alzó su brazo y rodeó el cuello del Cardenal esperando que una respuesta de complicidad le ayudara. El desasosiego sentido por éste fue prontamente intuido por la cazadora, que no pudo hacer otra cosa más que preocuparse y procurarle un abrazo todavía más cálido si podía.

- Alphonse – la preocupación y el miedo por aquella situación tan extraña y poco común, entrecortaban su voz-, ¿estás bien? –Que pregunta tan estúpida, desde luego que no- Pero, ¿qué te pasa? –separó a de La Rive de su cuello y buscó su mirada.

Los ojos del Cardenal estaban rojos, su mirada perdida, su expresión sin embargo, agradecida, agradecida por aquel abrazo, por aquel cuello en el que apoyarse y por la atención recibida.

- Vamos, ven -guiando a aquel hombre perdido hasta el sillón-.

Sin más, lo hizo sentar, procurándose ella de rodillas y posando sus manos en las piernas de él. Su mirada esperaba una respuesta y las manos de la irlandesa, nerviosas, recorrían tanto las piernas del Cardenal como las manos de éste. Cualquier cosa con tal de ayudar.

Parecía mentira teniendo que soportar las dejaciones del francés y sus constantes juegos, que aún habiendo asegurado el cumplimiento de una venganza justa a todo aquello que había tenido la desgracia de sufrir por culpa de Alphonse... se viera envuelta en esta clase de situaciones y fueran los sentimientos más débiles los que amenazaran con salir, echando a perder a cada instante que pasaba la idea de una venganza. Cordelia no tenía más remedio que llamarse idiota todos los días y a todas horas. ¿Cómo iba a ser buena cazadora si el miedo la superaba, y cómo iba a darse aquella venganza si la compasión le suplicaba? Aquel hombre siempre complicándole la vida. Siempre, siempre. Maldita sea, ¿porqué siempre te dejas convencer? ¿Por qué siempre te dejas engañar? ¿Por qué no aprenderás de lo ya acontecido? ¿Quieres seguir siendo siempre una pobre niña estúpida, esa de la que todo el mundo se rie y se aprovecha? Me das asco -dos personalidades que compiten, dos formas de ser que chocan violentamente y convierten la mente de la mujer en algo inaguantable. Deber moral y humanidad contra justicia y egoísmo-. Y lo peor es que ni siquiera finges preocupación. Dios mío, estás preocupada de verdad. ¿Se puede ser más penosa? ¿Preocupada por este hombre que no hace otra cosa que despreciarte? Nunca cumplirás aquello que viniste a hacer aquí, ¿lo sabes, verdad? Tus sentimientos hacia este pobre y avaro viejo siempre te nublarán la mente. No sé como, sabiendo lo que siente por ti, no te has lanzado ya a sus brazos. Era lo que te faltaba para acabar de ser la Reina de la Tristeza. Y te haces llamar Reina de Hielo. No te mereces ese pseudónimo y hacer gala de él sin merecértelo es cuanto menos patético. De nuevo, me das asco.


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Aullidos en Gévaudan - Capítulo I. Empty Re: Aullidos en Gévaudan - Capítulo I.

Mensaje por Alphonse de La Rive Jue Dic 25, 2014 10:36 am



Región de Gévaudan.
1767

Gévaudan había sido siempre -para Alphonse- un lugar sumido en oscuridad -poco importaba si fuera verano o invierno; las estaciones, el tiempo mismo, parecía inerte en aquella región al sur de Francia-; en definitiva, no era un lugar característico por su buena armonía, por sus días soleados impregnados de una falsa felicidad gracias al astro rey. Mas, en aquella primera ocasión -el primer viaje-, los detalles que alarmaban sobre la Bestia, sobre el Mal recorriendo cada rincón del lugar, pasaron totalmente inadvertidos para el religioso -todavía no era inquisidor, por lo tanto no estaba entrenado en usar otro punto de vista, y su acompañante, Angelo, solo era un crío en aprendizaje. Ninguno de los dos sabía a qué se iban a enfrentar realmente-.

-Debo reconocer que el sitio no está nada mal... ¿no crees? -murmuró el italiano, mientras se abrazaba por la espalda al religioso, rodeando su cintura con los brazos, pegándose a él-. Me refiero a la habitación -una estancia simple, con dos camas debidamente separadas, un escritorio, candelabros repartidos estratégicamente y una cruz colgando de una pared, con Jesucristo pereciendo en ella. Por otro lado, la madera parecía carcomida por las termitas, y la humedad provocaba unas horrendas manchas en el techo. Si aquello no estaba mal... a saber qué consideraba Angelo un mal sitio-... claro está; la ciudad da un poco de... ¿grima? Parece que hemos viajado al mismo Infierno, ¿hm? -y sonrió apoyando su barbilla sobre el hombro del francés.

-Quizá ya estemos en el Infierno -susurró Alphonse, de pie y observando por la ventana. Le era extraño aquel recibimiento, tantos voluntarios... todos ellos dispuestos a arriesgar sus vidas por el bien común, por la liberación de la Bestia. Incluidos ellos dos, pero nadie les recibía, ningún habitante de la región, todos ellos muertos de miedo. ¿Tan terrorífico era todo? ¿Era realmente un vástago de Lucifer lo que atacaba a la población, o eran simples lobos como las autoridades decían?-. Por cierto, ¿apoyo moral? ¿Ése es mi trabajo? -replicó el diácono por aquel entonces, recordando las palabras que el siciliano había pronunciado en la taberna-. Te recuerdo que he venido hasta aquí por ti, no quería dejarte solo. No soportaría la idea de que...

-Ya, ya lo sé -contestó Angelo antes de que Alphonse pudiera terminar de hablar, dándole la vuelta a éste para tenerlo de frente, cara a cara-. Era solo una broma, vamos... Agradezco que me acompañes, pero también debes tener en cuenta que esta es mi decisión, es mi trabajo, ¿comprendes? Al igual que tú sitio está entre libros, santos, política y demás... No me burlo de ti, es solo que.... -suspiró, sonriendo más tarde-. No quiero que abandones tus estudios y tu ascenso en la Iglesia por mí. Sé cuidarme solo, he sido adiestrado para esto.

El religioso rodó los ojos, volviendo a echar un vistazo por la ventana -era incapaz de ver nada a través de ella, únicamente lejanas luces procedente de alguna que otra casa-. Se deshizo del abrazó y caminó hasta la cama, sentándose en ésta y señalando a la cruz que colgaba de una pared.

-No estás solo incluso si yo no te acompaño. Él nos vigila y vela siempre por nosotros, Angelo -sabía que el otro podía reírse de él por aquellas palabras, pero en verdad creía en lo que decía. Jesucristo, hijo de Dios, salvaguardaba sus vidas. Ya que... a fin de cuentas, estaban en el bando correcto, ¿no?-. Ésta es tu primera misión importante, prometo que te dejaré libre en el resto. Además... no es sólo por ti, no te lo tengas tan creído. Es una aventura interesante, en toda Europa hablan sobre lo que ocurre aquí -alzó sus brazos, como si intentara abarcar todo el lugar-. No me gustaría hacerme a un lado ante un suceso semejante.

Y, como Alphonse esperaba, Angelo soltó una pequeña risa mientras sacudía la cabeza. Se acercó a la pared, descolgando la cruz ante la incrédula y amenazadora mirada del francés. Guiñó un ojo a éste y luego guardó la mencionada cruz en un cajón del escritorio. A continuación, caminó hasta la cama, empujando a de La Rive de modo que quedara tendido sobre las sábanas, y el italiano encima de él, reteniéndolo de modo que le fuera imposible escapar.

-¿Qué haces, por Dios Santo? -preguntó Alphonse, ante lo que acababa de hacer el italiano, frunciendo el ceño y revolviéndose bajo él-. Cada día eres más blasfemo, si te vieran en el seminario...

-¿Y tú qué? -replicó el otro, sin perder su encantadora e irónica sonrisa-.Acabas de pronunciar el nombre de Dios en vano. No me puede ver nadie del seminario, y tampoco Jesucristo, bien escondido está en el cajón... -y se acercó cada vez más al rostro del diácono, reposando su respiración sobre los labios ajenos-.Vamos... ¿qué importa? También yaces conmigo, un hombre... y no te veo quejarte por ello. Solo es pecado lo que te interesa, ¿hm?

Y Alphonse no pudo seguir manteniendo aquel fingido enfado, la sonrisa que apareció en su rostro le delató, a lo que Angelo no dudó en responder, terminando por besarle, mientras Alphonse -en su inocencia juvenil- pensaba que si todo se mantuviera así, por siempre, él sería feliz.


________________________________________


Región de Gévaudan.
Actualidad. 1800


Cuan extraña es la mente humana, para hacernos creer -y ver- lo que realmente no existe. Alphonse, en su borrachera y envuelto en recuerdos que jamás se repetirán -por mucho empeño que él le ponga a las situaciones acaecidas tiempo atrás, el pasado sigue siendo el pasado, no regresará; a pesar de revivir cada día, mes o año de lo extinguido en el tiempo-. Cuando la Virgen -ya que para él, en aquella situación, la irlandesa era ella, Madre Todopoderosa-; le tomó entre sus manos guiándolo hasta el sillón, creyó encontrarse en una especie de éxtasis. Allí, el cuerpo del religioso se dejó caer -con una fuerza muerta-, procurando ocultar su rostro enrojecido. No quería que ella le viera en semejante situación. ¿Qué pensaría de él? Ella lo perdona todo, pero aún así... había caído en tantos pecados, sin remordimientos la mayoría de las veces. ¿Le había visitado para perdonarle? ¿Para acabar, por fin, con todo aquello? En su inestable mente, Cordelia, era la viva imagen de su deseo. Incluso creía poder avistar la aureola sobre su cabeza -mostrando así su santidad, su magnificencia-. Ilusiones pueriles, como si se tratara de un mocoso, el cual únicamente necesita un abrazo -la pérdida de un ser querido nunca es del todo superable, mas, ¿eso justificaba la actitud del cardenal?-.

Y ella se arrodilló a sus pies. Una mujer arrodillada, de la misma forma que en tiempos de persecución, la Madre de Cristo allí presente se arrodilló ante su hijo muerto. ¿Qué significaba aquello? Sus manos recorriendo las suyas propias, mostrándose como una mujer más, generosa con su rebaño... Ah, la locura de Gévaudan se adueñaba de Alphonse -la Bestia vagaba libre por los bosques, no obstante, ¿ésa era la única bestia del lugar?-. Y, después, una confesión.


-Me torturé por ti, Madre -raras palabras dirigidas a Cordelia-, recé y recé... te otorgué mi vida entera, y las cicatrices en mi espalda aún permanecen inalterables en mi piel... -desasosiego, su voz saliendo a trompicones, como si le costara articular cada palabra pronunciada. Mantenía el recuerdo de su niñez, adolescencia y temprana juventud, cuando se auto-flageaba siguiendo la doctrina de que a través del dolor se llegaba al perdón-.

Y hundió el rostro entre sus propias manos. A pesar de todo -el laberinto de emociones, las mentiras acerca de Dios y la Iglesia...- debía reconocer que echaba de menos su juventud. Cuando era un chico virgen en corrupción, cuando la sola idea de convertirse en lo que es a día de hoy, le repugnaba, provocándole una arcada tras otra.

Y, de pronto, se tranquilizó. De igual forma que la calma se desavino por culpa del licor, la paz acabó envolviendo al Arzobispo -¿tal vez las muestras de cariño, de comprensión por parte de la irlandesa habían ayudado en ello?-. Y sus manos se deslizaron por su propio rostro, mostrando la ya mencionada calma impresa en él. Respiraba acompasado, y sin previo aviso la vergüenza se hizo dueña de su semblante.


-Cordelia... -susurró, dándose cuenta de lo que había dicho anteriormente. La luz, la aureola había desaparecido en un abrir y cerrar de ojos, literalmente. Ahora, la mujer que había en la habitación era simplemente aquella cazadora. Simplemente, deseaba creer él-. Si me disculpas...

Susurró eso último, haciendo a un lado a la mujer, para poder levantarse y volver a reunirse con su fiel amigo el alcohol -sentía su estómago revuelto, y la simple idea de que mañana les aguardaba un duro día... le incitaba un peor malestar-. Sin embargo, debemos centrarnos en cómo apartó a la mujer. No fue con un gesto de desprecio, o de indiferencia. Tomó las manos de la británica, acariciando éstas con la yema de sus pulgares, y sus ojos azules se clavaron en la mirada de Cordelia -el frío de los propios, versus la calidez residente en los ajenos-. Eso, unido al hecho de que acarició su cabello con sus labios -un beso en el aire, un mero roce que intuía más que cualquier otro beso-, y el ofrecimiento posterior, mostraban su rendición ante ella. Eran gestos suaves, pero con un gran significado viniendo de quien venían.

-¿Una copa de vino? Solo tengo esta... -dijo una vez tenía la copa en su poder-. Espero que no seas escrupulosa, ya que hasta hace nada era yo quién bebía de ella... -le tendió la copa ya con el vino en su interior, con una media sonrisa-. Y espero que tampoco te importe que yo beba directamente de la botella.

Y dicho y hecho, antes de su respuesta le dio un trago largo, permaneciendo allí, de pie y frágil como nunca.


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Mensaje por Cordelia Holtz Vie Dic 26, 2014 7:17 pm



Las palabras del francés sorprendieron a la mujer. Aunque un abrazo con tanto ímpetu como el anterior tampoco era algo que Alphonse de La Rive regalara sin más. Algo terrible tenía que estar sucediendo dentro de él. El alcohol, ¿desde cuándo el alcohol afectaba al Cardenal y desde cuando se daba tanto a éste teniendo que mantener la mente despejada ante una situación como la de Gévaudan?

Una mueca de confusión se hacía patente en el rostro de la británica según de La Rive hablaba. ¿Madre? ¿Cicatrices? ¿Alphonse tenía cicatrices? Pero ¿cómo? ¿Por qué? El hombre no era consciente de las palabras que salían de su boca, era la única explicación a tales revelaciones y más a Cordelia, a sabiendas de que ésta acostumbraba siempre a recordar cualquier detalle y más aún a usarlo contra él.

Una vez el Cardenal escondió la cabeza entre sus propias manos y las de ella, algo de desesperación comenzó a brotar dentro de la irlandesa, angustiada por no saber cómo actuar, por sentirse una completa inútil en aquella situación sin poder proporcionar calma y sosiego al corazón del francés  roto en pedazos. Nunca hubiera imaginado que una situación así se le presentaría, con Alphonse en aquel estado, padeciendo males que ella desconocía y que turbaban tanto su ser. Y aunque la cazadora se sintiera ridícula por no servir tanto de consuelo como a ella le hubiera gustado, estaba segura de que algo de todo aquello calaba en de La Rive, pues una vez sereno, sus manos devolvieron la atención prestada a la mujer en forma de caricias y sus ojos se mostraron extrañamente agradecidos de igual modo por la actitud de ésta. Después de todo el odio, el rencor, su lucha de egos... ¿cómo podía preocuparse tanto por aquel hombre? No podía verlo como a un padre, su progenitor era completamente diferente a éste. Tampoco como alguien por quien sentir ninguna clase de sentimiento amoroso.  Simplemente era imposible, inaceptable, fuera de lugar. Nunca, jamás, ni en un millón de años se decía cuando su imaginación volaba más de la cuenta.

Cordelia no sabía que decir. No sabía si indagar o dejarlo pasar. Si le preguntaba, ¿contestaría o eludiría la pregunta? ¿Y si no quería hablar de ello? ¿Y si mencionando el tema sólo conseguía avergonzarle más o que éste se pusiera a la defensiva?

- Ya sabes, como decían los romanos: Annorum vinum, socius vetus et vetus aurum. Vino añejo, amigo viejo y oro viejo, las únicas tres cosas que valían la pena para ellos. ¿No estás de acuerdo? –aceptando la copa que le ofrecía el clérigo y bebiéndola de un trago- Más –pidió sonriendo al portador de la botella-. Con un vaso de vino Gévaudan no desaparece. Supongo que tendré que hacerme con algunas botellas yo también. Al menos durante el tiempo que pasemos aquí. A no ser… que te apetezca compañía el resto de noches -mero intento por hacer las lunas que quedaban más llevaderas a ambos-. Tú puedes poner el vino, yo la conversación. ¿Qué me dices? –bebiendo ya de su segunda copa- ¿O tienes algún otro plan entre manos? No creo que tengas la suerte de encontrar mejor compañía femenina que yo en este sitio. O masculina, da igual más anunciaba su copa vacía mientras la boca de ella sólo verborreaba, temiendo que la situación se volviera tensa si la cháchara cesaba y ambos volvían su memoria a lo anteriormente sucedido en la habitación-.


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Mensaje por Alphonse de La Rive Dom Dic 28, 2014 1:48 pm



En verdad, no era vergüenza lo que sentía Alphonse en aquellos momentos -por su comportamiento, por mostrar tal fragilidad... en fin, por su borrachera-; él y Cordelia se conocían desde hacía trece años, y en todo ese tiempo los dos habían visto los más oscuros secretos del otro -siendo sinceros, Alphonse sabía más acerca de la irlandesa, pero también poseía una posición privilegiada, y cuando se conocieron él era un hombre que sobrepasaba los cuarenta, mientras ella era una veinteañera que apenas había aprendido a caminar-.  Lo que le reconcomía era la culpabilidad, ¿por qué? Fácil; a pesar de negar sus sentimientos hacia la británica, poco a poco él mismo se hacía a la idea de lo inevitable; el mejor maestro que podemos tener es la experiencia, y de eso el francés sabía demasiado. Cordelia no era el primer capricho-sí, un mero deseo pasajero, eso es lo que el cardenal quería creer- tras la muerte de Angelo; de hecho existía una interminable lista de amantes -tanto hombres como mujeres-, y en más de una ocasión obró mal al entremezclar a estos amores efímeros con el trabajo, provocando terribles infortunios -los cuáles no estaba dispuesto a tolerar de nuevo-. Después de todo, el gran amor de su vida es el poder, como no se cansa de decir y de recordarse a sí mismo -con permiso del vino, por supuesto-. Y he ahí el mayor de sus problemas: enfrentarse a la realidad, cada día más nítida e imposible de ignorar.

El vino siempre sabía bien en labios de Alphonse, cuando lógicamente lo necesitaba desesperadamente. Las botellas que había traído la dueña del hostal no procesaban muy buena calidad -y el sabor no tenía absolutamente nada que ver con las reliquias bien escondidas en el Palais-Cardinal-, mas era eso, o nada. Y nada era una palabra que le provocaba una tiritera de terror -en todos sus posibles significados-. Sus pensamientos no iban veloces como cuando estaba sobrio -o no tan ebrio, al menos-, por lo que no sabía a ciencia cierta si Cordelia había acudido a su morada por real interés en ayudarle, por morbosa curiosidad,  o porque tramaba un diabólico plan. Se decantaba por esto último -en su locura la paranoia era recurrente-. De modo que se creía andando sobre un danzante puente, sobre el fuego y la lava de su infierno particular.


-No, no estoy de acuerdo -¿o tal vez sí? ¿Qué importaba? Quería llevarle la contraria, además, sabía que cuánto más hablaran, cuánto más alejara su mente del anterior delirio, más cercano se sentiría a una falsa cordura-. Los amigos no son realmente necesarios, mientras uno se mantenga fiel a su persona, como sí lo son los aliados, por ejemplo. No obstante... entre ambos no tiene porqué existir un lazo de afectividad, y en cuanto al oro... la riqueza es lo menos necesario en este mundo -estaba él para hablar, viviendo en un palacio; mas había pasado toda su vida en una humildad autoimpuesta; el lujo le había sido algo lejano hasta bien entrado en la adultez-. El vino, eso sí me parece un bien necesario, y cumple las otras dos funciones, comprensivo como un amigo, y oro líquido si es un buen borgoña -sonrió amargamente, alzando su botella justo después de dar un sorbo más, y rellenando la copa a la mujer cuando ella le indicó-.Cuando me apetece compañía, querida Cordelia, solo tengo que ir hasta el burdel más cercano -seguía manteniendo la triste mueca en su rostro, sentándose sobre la cama y sin mirar a la irlandesa, posando otra vez la mirada perdida sobre la ventana-. Y con esto no estoy desmereciendo tu compañía, por Dios Santo... -aunque en verdad sí. Quería estar solo, necesitaba estar solo. Y temía quela  charlatanería de Cordelia le sacara de quicio, volviendo a perder los papeles. ¿Tan difícil era de adivinar? Un hombre viejo, amargado, solitario y excéntrico, sumido en una tristeza que intentaba acallar con alcohol, haciendo siempre gala de su misantropía y su ira contra la humanidad.. ¿No era evidente que prefería seguir bebiendo, y hundiéndose en sus propias miserias como buen cobarde que era? -. El vino es para mí, yo lo he pagado, yo lo necesito -le sirvió un poco más, pero sin rellenar la copa en esta ocasión. Se arrepentía de haberle ofrecido anteriormente -. Para ti, será la última -ah, el dolor de cabeza se avecinaba... y, como siempre, vivía en un mar de contradicciones. En ese instante, odiaba a Cordelia. Por aparecer en el peor de los momentos, por confundirla con la Madre Santa, la mujer más deseada por Alphonse, por estar hablando sin decir nada realmente... pero, por otro lado, tampoco le había dicho que se fuera. Solo bastaría un largo para que ella se levantara y no volviera a aparecer. De hecho, podía haber dicho aquello en el Palais-Cardinal, y de seguro ella desaparecía como antaño, sin dejar rastro. ¿Por qué demonios le costaba tanto decirlo? Si, en verdad, lo estaba deseando... -. ¿Tan especial te crees, Cordelia? -preguntó el clérigo, agitando la botella y observando cómo el vino se movía en su interior; estaba prácticamente vacío, y odiaba el hecho de haber compartido lo poco que quedaba con la cazadora-. Cuando conoces demasiado a una persona ésta se vuelve poco interesante. Y yo de ti lo sé todo, a excepción de estos últimos tres años -rió entre dientes, mirando por fin a la mujer-. Estoy seguro de que cualquier campesino de estas tierras podría ser mucho más interesante de lo que tú eres para mí, a no ser que... me cuentes sobre tu huida. Qué hiciste en estos últimos años.

Y así era él, queriendo saberlo todo acerca de todos, pero no dejando que nadie -ni siquiera ella, la mujer con la que más había compartido en la década presente- pudiera avistar más de lo que dejaba a la vista. Ya que ahí residía la auténtica debilidad, en dejarse conocer. Y Cordelia había visto demasiado en esos largos minutos -más incluso que en dos lustros-, cuando el clérigo había perdido la cabeza.


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Mensaje por Cordelia Holtz Dom Dic 28, 2014 4:39 pm



La mirada de la cazadora, perdida. El Cardenal escupía desprecio a cada palabra y a ella no le quedaba otra que soportarlo. Aun después de la piedad, de la compasión y la amabilidad mostradas. Pero se lo merecía. Por estúpida. De nuevo se recriminaba la atención puesta en él y el pensar por un momento que a lo mejor todo aquello podía llevar a buen puerto. Cuan cuan tonta era. Esa luz dentro de ella que no se apagaba nunca, ni aunque sus más fervientes deseos así lo quisieran. La idea de una pobre niña que todavía cree que la vida es algo más que sufrimiento. Que tarde o temprano encontrará alguien en quien apoyarse y confiar, pero que no recibe más que patadas –a veces metafóricas, a veces no- y malas contestaciones a su paso. Nunca aprendería la lección.

Cerró los ojos y se rindió ante aquella perorata interna que había comenzado poco después de que lo hiciera el Cardenal.
No quiero decir “te lo dije”, pero te lo dije. De La Rive no es tu amigo, sólo es… bueno, es tantas cosas. Tu maestro, tu rival, y aunque me odies por decirte esto, sobre todo es tu dueño. Mírate, has vuelto aquí para matarlo y aunque al principio la cosa prometía, no tardó en volver a ponerte el collar. En serio, no sé si es que lo ves y no quieres hacer nada o es que eres tan tonta que ni siquiera te das cuenta.  Pudimos haberlo matado en el Palais o al menos dejarlo tiritando de miedo, pero te pusiste tonta y sentimental. ¿Cuándo aprenderás que los sentimientos son el mal de aquel que quiere medrar en su vida? Fíjate en el Cardenal, él lo sabe de sobra y por eso lucha contra ellos. ¿Te acuerdas del diario, del beso? ¿A qué nunca hubieras imaginado lo que ponían sus páginas sobre ti o sobre aquel otro, el italiano? Eso es porque él es más inteligente que tú, y mientras eso siga siendo así, tú seguirás siendo su mascota. Pobre Cordelia, pobre y estúpida Cordelia.

Cansada de tanta degradación, asestó un golpe contra el suelo de madera, olvidando que estaba acompañada. Una vez abiertos los ojos y acalladas las palabras que tanto la ridiculizaban –las suyas propias y las del Cardenal-, suspiró y se puso en pie como buenamente pudo. A lo mejor no tenía que haber bebido tanto, pero ya daba igual.

- Los aliados,  querido Alphonse –adoptando un tono de voz orgulloso y altivo- traicionan tanto o más que los amigos o que nosotros mismos nos traicionamos. Tantos años y tantos aliados, pero aún no has aprendido absolutamente nada –el nada más contundente que podía soltar por su boca. Apoyada contra la pared, decidió tomar las riendas de su propio cuerpo, movimientos y gestos. Se acercó al Cardenal y continuó hablando-. ¿Llamas a esto amigo? –levantando el brazo del francés con la botella en la mano- ¿No te ha traicionado también esta noche? ¿No ha hecho que actúes contra tus propios intereses? ¿No te ha dejado en ridículo? Porque creeme Alphonse – ladeando la cabeza y acariciando la barbilla del pobre de La Rive-, ha sido muy penoso. ¿Qué es un hombre que por fuera es puro fuego -realmente lo era, lo era para ella-,pero por dentro sólo es un río de lágrimas? ¿Qué es Alphonse, más que patético? –Cordelia sentía que no debía decir todo aquello, pero estaba dolida, enfadada, frustrada. Negó con la cabeza, suspiró y se separó del religioso. Quería jugar con él, parecía que era lo único que funcionaba con aquel hombre: la extorsión, el chantaje. Puro fuego, si señor, fuego que llama al fuego-. No voy a volver a tenderte la mano. Lo sé, lo sé, no me necesitas, no necesitas a nadie, todas esas cosas que siempre dices antes de que te encontremos borracho en una habitación y teniendo alucinaciones. No volveré a olvidar mi puesto en esta alianza y pensaré durante cuanto tiempo la mantendré vigente por mi parte –no era ningún farol, no al menos en aquella ocasión, decidida a acallar de una vez las voces que la castigaban desde hacía tiempo-. Te diré ,sin embargo, que si que tienes razón en algo. Las personas se vuelven muy aburridas cuando lo sabes todo sobre ellos y yo tuve la suerte de leer tu diario. No eres más que un pobre hombre lleno de traumas y sufrimiento Alphonse, que trata a todo el mundo como él cree que la vida le ha tratado, pensando que si él lo tuvo que pasar tan mal y lo sigue pasando así, ¿por qué el resto tienen que tener una mejor vida? ¿Por qué tienen que ser felices y él continuar aquí, pudriéndose todavía por dentro durante lo que le quede de existencia, sin poder llegar a conseguir aquello que tanto ansía o mejor, sin poder disfrutar de la compañía de quien a él realmente le gustaría? -su conciencia empezaba a hacer mella en ella, le decía que se estaba pasando. Todavía le quedaba parte de la reprimenda, pero cortó el resto. Paró, miró al suelo y volvió a suspirar. Dirigió de nuevo la mirada al Cardenal y se sentó en la cama, a su lado. Aun a sabiendas de que probablemente éste ya poco quisiera saber de ella después de aquello-. Mi consejo como persona que mira por sus intereses, es decir, porque esta misión salga bien, y no como amiga, pues ni por asomo visto lo visto, es que superes el pasado y dejes de compadecerte. Mira hacia delante, maldita sea. No seas carne fácil para cualquier deslenguada como yo -y aún con odio, sus consejos pretendían ayudar. Ayudar a un igual al que cada sentimiento se le clavaba cual puñal, lo mismo que a ella-.


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Aullidos en Gévaudan - Capítulo I. Empty Re: Aullidos en Gévaudan - Capítulo I.

Mensaje por Alphonse de La Rive Lun Dic 29, 2014 2:49 pm



Aunque Alphonse creyera que la desconfianza acerca de todo -y de todos- le otorgaba cierta ventaja sobre el resto, las pruebas que negaban esto eran inequívocas. Era lógico, como ya se ha mencionado anteriormente, que su férrea desconfianza hacia Cordelia se mantuviera inalterable, y dudara de todo lo que ella pudiera hacer -o hacerle-. No era una mujer como el resto, era su Reina de Hielo, moldeada a su gusto -pero con ciertos errores. A ojos de otros podría parecer una mujer fuerte, decidida y casi perfecta. Mas los artistas siempre ven taras, aunque sean minúsculas, en sus obras. Y el Cardenal veía demasiadas en la cazadora-; la única mujer capaz de ser vista a través de los ojos del clérigo como un hombre, es decir, su misoginia desaparecía en cuanto se trataba de ella. No la veía como al resto de mujeres -simples, ruidosas y molestas-. Era una igual, y aunque sonara extraño, ésa era la razón principal de su desconfianza y el trato cruel que le otorgaba. Poseía las mejores cualidades de ambos sexos, y sí, Alphonse de La Rive la temía. En ocasiones era imposible saber qué pensaba, y sus actos eran completamente inesperados, una dama imprevisible. Como sucedía en aquel instante.

La misma escena acaecida en el Palais-Cardinal se repetía. El enfado, la pérdida en las formas... y Alphonse estaba terriblemente cansado para pensar en qué contestar o en cómo hacerle daño -de la peor forma-. No, definitivamente no era su día. Ni lo sería mientras permanecieran allí, en Gévaudan. Los recuerdos, la atmósfera del lugar -y el vino- ya eran demasiados problemas, para además unirse en celebración con la verborrea de aquella mujer. No obstante, esto no hacía que las palabras le fueran indiferentes, todo lo contrario. La irlandesa había acertado prácticamente en todo, y eso sin haber conocido al verdadero de La Rive; ella nada sabía acerca de su infancia o juventud -la clave para comprender a un ser humano en su vida adulta, sus miedos, deseos y traumas. Podría pensar que con tal de leer su diario se había adentrado en la verdadera alma de Alphonse, mas no era así. Ni de lejos-. Él era un viejo solitario, un hombre convertido en una patética caricatura, un esperpento de lo que fue -y desea ser-. Vencido por sus propios fantasmas -los cuáles podría derrotar sin problema alguno, solo si daba el paso correcto-. En verdad, se auto-castigaba continuamente, sin saber muy bien el porqué. Apartaba de su lado todos sus deseos, como bien había indicado la británica. ¿La razón? Quizá el cansancio. Cincuenta y ocho años no era poco tiempo, precisamente, y en esas casi seis décadas había vivido demasiado, y en ocasiones sentía sostener el paso del tiempo sobre su espalda, su propio mundo cada día le era más pesado, más complicado y repugnante; un Atlas condenado a cargar la Tierra sobre sus hombros. El problema es que Alphonse era todo lo contrario a un titán, y en cualquier momento aquel universo suyo podría desmoronarse.

Bebió lo que quedaba en la botella, finalizando por fin con ésta. Había abierto la boca para contestar a la mujer, pero optó -mejor- por cerrarla de nuevo. No iba a caer en su treta -si es que aquello había estado planeado, claro está-. Se puso en pie, sonriendo a la cazadora mientras volvía hacia la ventana. La oscuridad seguía manteniéndose en cualquier rincón de la ciudad, y ya ninguna luz se podía avistar en las más cercanas viviendas. El ladrido de un perro perdido, el cantar de un ave nocturna, pero poco más se atrevía a interrumpir el silencio de la noche. Y ellos allí, reunidos y, como siempre, combatiendo cuando el sol desaparecía.


-Precisamente eso es lo que me gusta de ti, Cordelia. Tu deslenguada lengua; una pena que no la utilices más conmigo, ¿hm? -le dedicó una risa burlona-. Es una lástima que otros hombres puedan deleitarse con tu dañina cháchara, y por el contrario a mí me reservas este placer en contadas ocasiones -disfrutaba cuando ella dejaba ver su verdadero ser. Cuando se mostraba malévola e independiente; las mujeres débiles nunca le habían llamado la atención, creyendo que la mayoría de las féminas cojeaban en este hábito. Incluso, a veces, su querida Cordelia. Pensaba en todo esto, tomando un silencio prudencial en lo que decía, a la vez que dejaba la ya vacía botella sobre el escritorio. Allí descansaba su crucifijo, y rememorando el acto que su amante italiano había hecho mucho tiempo atrás, resguardó éste en uno de los cajones. Dios no estaría presente en aquella habitación, no al menos de momento-. Siempre me ha sorprendido el poder que tenéis las mujeres -se apoyó sobre el susodicho escritorio, clavando la mirada en la irlandesa y cruzándose de brazos. No paraba de sonreír-. Envidio ese poder, en verdad. El poder que vosotras tenéis para nublar el juicio de los hombres. Por eso os considero las mejores espías, en esta sociedad donde solo los hombres podemos alzarnos. Usáis armas que en mis manos serían inútiles, el sexo débil en el que nadie confía. Lo reconozco, os infravaloramos.  Y ahí es justamente donde ese poder reside -se encogió de hombros al decir todo eso, avanzando hacia la cama donde aún estaba sentada Cordelia-. Eso acabas de hacer conmigo, Reina de Hielo. Nublar mi buen juicio, aunque el vino ha ayudado notablemente -soltó una pequeña risa, sacudiendo la cabeza y situándose justo delante de ella-. Estás atada a mí, no lo olvides. Como ya te dije en palacio, puedo acabar contigo en cualquier instante. Y no seré tan estúpido como la última vez, haré que seas asesinada y que tu cuerpo jamás aparezca. Aunque... quién sabe, tal vez ni tu marido se tome la molestia a la hora de buscarte -y posó sus manos sobre los hombros de la mujer, empujando a ésta sobre la cama-. ¿Así es como interpretas con el resto de hombres, Cordelia? ¿Sigues atada a mí, o por el contrario soy ahora uno de ellos, de ésos a los que manipulas sin que se percaten de ello? -su paranoia creciente-. Te haré caso, aun así. Miraré hacia delante, disfrutando de la compañía que a mí realmente me interesa -las mismas palabras que ella había dicho; y una vez la tuvo sobre las sábanas, su mirada se perdió entre las costuras de sus ropajes. El alcohol y la pasión que ella imponía en su discurso contra el cardenal, entremezclado con el deseo irrefrenable que este religioso sentía por la cazadora, provocaron que una vez más sus pensamientos solo giraran en torno a ella. A su cuerpo, a su respiración. Una invisible y perfecta telaraña en la cual había caído, creyéndose superior al ser capaz de sobrevolar por encima de un insecto, imaginando que sería sencillo aplastarle, cuando era huidiza, una auténtica viuda negra, devorando a sus amantes-. Eres una Helena en tiempos modernos, Cordelia. Has iniciado una guerra en mi mente, de la misma forma que lo hizo la troyana, dividiendo al mundo en dos -y se abalanzó sobre ella, hambriento. En aquel momento no pensó en las consecuencias de ese gesto, en que ante tal ofensa, la británica pudiera matarle. Era un atrevimiento demasiado atrevido, mas los deseos de un hombre en ocasiones eran imparables, y se habían hecho dueños de su razón. Atrapó los labios de la cazadora entre los suyos propios, paseando sus manos sin ningún tipo de reparo por su cuerpo; recorrió cada rincón de éste, deteniéndose sobre su cintura e intentando que ella no pudiera librarse de la presión que ejercía cadera contra cadera. Las pasiones de la humanidad, llevándonos a la perdición. Ni siquiera alguien como Alphonse de La Rive podía salir victorioso en una batalla contra su naturaleza. Y ahí seguía, queriendo perderse entre las piernas de Cordelia, deseando que sus fantasías por fin se hicieran realidad.


Última edición por Alphonse de La Rive el Mar Dic 30, 2014 2:47 pm, editado 2 veces


Aullidos en Gévaudan - Capítulo I. 316sx2o

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Mensaje por Cordelia Holtz Lun Dic 29, 2014 10:27 pm



El Cardenal abandonó la cama y la irlandesa le siguió con la mirada por toda la estancia, sin fiarse de sus próximos actos –y con razón-. Tras acercarse a ésta y mencionar a su marido, un bufido inconsciente, sus ojos clavados en los del inquisidor y el odio profesado a flor de piel.

Una vez el hombre posó sus manos en los hombros ajenos  y tumbó a ésta sobre su cama, la dama no pudo evitar preguntarse que estaba sucediendo. Sus codos se apoyaron sobre las sábanas para así poder incorporarse, pensar mejor en lo próximo, lo que acontecería tras aquel gesto poco usual en él y el cómo evitarlo. Aquello no era propio en el francés. Aunque en realidad, ¿qué no había hecho fuera de lo normal desde que llegaran a Gévaudan? No podía echarle la completa culpa al sitio, pues ella, con sus palabras, sin ni siquiera buscarlo, alentó al hombre a la situación presente. Y aunque estaba claro que en ningún momento buscó tal reacción, el Cardenal no dudó en interpretar su discurso como a él le había venido en gana, cansado quizás de las ataduras que él mismo se imponía.

Cordelia evitó el contacto íntimo con el Arzobispo todo lo que pudo, así como los besos, predisponiendo de lado su cabeza y evitando el encuentro entre sus labios una vez situado éste encima de ella. Sus manos, al principio frías, comenzaron a calentarse en contacto con el cuerpo de la aristócrata. Cordelia estaba asustada, pues tanto Alphonse como sus dos compañeras en la búsqueda del tesoro nunca habían llegado tan lejos y no sabía cómo podía terminar aquello. En realidad no sabía nada. Ni siquiera como actuar. Necesitaba tiempo, pensar. Se calmó. Se destensó. Aquella situación la había vivido otras veces. Puede que no con Alphonse, pero si con más hombres y era más de lo mismo, sólo tenía que seguir el juego y una vez llegados al momento correcto, actuar.

Tras reafirmarse en su posición y dejar a un lado el miedo, la excitación comenzó a hacerse patente en la dama. Al fin y al cabo él era un hombre y ella una mujer. Por más horrible que fuera el encuentro, siempre sacaba algo de provecho de todos y cada uno. A veces eran hombres atractivos, otras generosos –con sus manos y su boca-. Alphonse desde luego no era nada de lo anterior. Había estado también con muchos hombres que sólo buscaban someterla y este parecía el puesto adecuado para de La Rive.

¿Por qué Cordelia simplemente no lo rechazaba, no se desprendía de aquellos brazos que la tenían presa y escapaba del yugo del que fue su superior? El vino tan adorado por aquel hombre, hacía las veces de poción y brebaje en éste, embriagando y manipulando a un religioso completamente ciego ante su falta de libre albedrío. Era evidente que ante el rechazo de la cazadora, su actitud se hubiera tornado tan desmesurada como impredecible. Ya intentó dejarla sin aire en una ocasión, aquella noche en el Palais. ¿Cómo de avergonzado, de frustrado y de furioso se hubiera encontrado aquel hombre  al darse tal situación y qué habría sido de la pobre Cordelia?

La respiración de la cazadora se aceleraba poco a poco e incluso pequeños gemidos que sus labios pretendían hacer escapar, quedaron atrapados dentro de ella –pues no iba a dar pie a que el Cardenal continuara con sus fechorías-, furiosa por la respuesta de su propio cuerpo, que la traicionaba mientras intentaba librarse de aquello.

El tiempo corrió y la cazadora pensó. Su pensamiento la había llevado por diferentes callejuelas y callejones, pero finalmente optó por una idea bien sencilla, la de cambiar las tornas. Despegó sus labios de los del Cardenal y le miró a los ojos. Su mirada quiso darle a entender que el hombre no erraba en su discurso, pues a partir de aquel momento se convertiría en otro de sus juegos, dejando a un lado cualquier miedo o temor. Ya no trataría más con Cordelia Holtz en aquella habitación, sino con la Reina de Hielo que parecía buscar constantemente.

La ocasión se tornó a gusto de todos cuando ella comenzó a guiar los besos del Cardenal y aunque al principio éste se resistía, no tardó en dejarse llevar con entusiasmo. La cazadora se separaba cada poco dejando que la impaciencia reinara en su cuerpo y sus labios temblaran de frío por el calor que se les era negado. Una mirada, otra y otra. Miradas que nunca había utilizado con él –pues nunca se había dado semejante situación tampoco-, pero que solía emplear a menudo con muchos de los hombres a los que había tenido que convencer utilizando…. bueno, sus armas. Entonces, entre beso y beso, un susurro al que prestar atención:

- ¿Te referías a este poder?

Tras el regodeo de la mujer, de La Rive intentó  retomar aquel poder del que hablaban, el poder que ésta le quitaba poco a poco. Así pues, sus manos no sólo comenzaron a desvestirla, sino que se adentraban en los lugares más concurridos y privados del cuerpo de la cazadora, esperando que ésta se rindiera por fin ante aquel conquistador de tierras prohibidas, ante su superior, su dueño, amo y señor.

Siendo consciente de los actos del Cardenal, Cordelia separó a Alphonse. Alejó sus manos con actitud firme y sin dejar de mirarle – asegurándole con esa mirada cada uno de los actos que tendría lugar en aquella habitación si seguía sus indicaciones-, se alzó e hizo tumbarse al Arzobispo en contra de su voluntad -¿en contra de su voluntad?-. Desde una posición privilegiada se dedicó a admirarlo sin saber no muy bien todavía como actuar aun después de haber tomado la decisión. Miedosa ante la idea de que éste volviera a tomar la iniciativa, prosiguió  con aquel juego. Recorrió el pecho del Cardenal con sus manos y comenzó a desabrochar su camisón. Besó su cuello prolongando la situación y sometiendo a aquel siervo de Dios más fervientemente a su yugo, convirtiéndolo en su propio siervo a cada muestra de ardor. No le quitaba el ojo de encima. Debía controlar sus actos y saber hasta qué punto no sólo se abandonaba a lo que ella le estaba haciendo, sino en que momento dejaría atrás aquella paranoia, aquella locura y la violencia inducidas por el alcohol y se convertiría en el muñeco de trapo que ella tanto esperaba, bajo las órdenes de la cazadora.

Empero, sus besos no sólo eran eso, besos. El movimiento acompasado de sus caderas era casi imperceptible, pero se hizo más evidente cuando las caricias que proferían sus labios cesaron. Aquel movimiento de su cuerpo en contacto con el del Cardenal se prolongaba, parecía ir en constante crescendo, haciendo las delicias de éste. Su mirada volvió a posarse sobre la de él, pero esta vez sus ojos musitaron un aviso: Esto es lo que te espera, decían claramente, refiriéndose a lo que aún acontecía abajo. Otro truco. Simplemente, les encantaba.

Sus labios recorrieron gran parte del cuerpo del francés, pero una vez comprobó que la situación ya no dependía de él y que ella por fin había tomado las riendas de forma absoluta, cesó de nuevo y definitivamente en sus besos. Miró al Cardenal, le dedicó un último mordisco, un mordisco leve en su labio inferior, y su mano derecha volvió a cruzar la cara de él como ya hiciera en el Palais –a riesgo de parecer repetitiva, si- con las siguientes palabras saliendo de su boca:

- Nunca vuelvas a tocarme -palabras que una vez pronunciadas excitaron a la cazadora más que cualquier beso y que cualquier caricia. El riesgo siempre atándola, forzándola, haciéndola suya más de lo que podía hacerlo ningún hombre, y jugar así con Alphonse de La Rive era el éxtasis mismo del riesgo-.

Diferentes finales habían surcado sus pensamientos en aquel tiempo, pero la cazadora se había encargado de mantenerlos a raya por pura precaución: el Cardenal tomándola, dejándose vencer frente a su enemigo y perdiéndose en el gozo que éste le ofrecía. El otro final, ella tomando al clérigo. Dándole lo que quería como acostumbraba a hacer con el resto de hombres, para así demostrarle quién era el verdadero dueño del otro, pudiendo darle y quitarle aquello cuando a ella se le antojara. Un final… que quizás algún día pusiera en práctica. Curiosamente, ninguno de aquellos desenlaces contemplaba otra cosa que no pasara por tomar o ser tomada. Algo dentro de la cabeza de la mujer debía estar diciéndole que ya bastaba de tanta mojigatería y que ya iba siendo hora de colgar el hábito. El del Arzobispo, por supuesto. Palabras, hechos o súplicas dentro de ella y para ella, que nunca aceptaría sin más. De La Rive no se merecía otra cosa que odio, y sin embargo ella intentaba procurarle consuelo en sus horas más oscuras. Permitiendo así que la bondad reinara en su corazón, pero cerrando el paso a la concupiscencia. Claro que había pensado en tomar al francés, pero aquel hombre la sacaba de quicio y el rencor que sentía hacia él siempre la encendía de una forma vergonzosa para alguien como ella, atrapada de alguna manera todavía en la moralidad de la época. Por eso mismo evitaba que más sensaciones se entremezclaran con aquellas que tan profundamente habían aninado, las de odio y venganza, pues ello convertiría a la dama en algo que no quería: en una hipócrita.


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Mensaje por Alphonse de La Rive Mar Dic 30, 2014 4:14 pm



En el fondo sabía que había perdido. Empate, tras el enfrentamiento del palacio. Ambos, Cordelia y Alphonse, deseando alzarse sobre el otro. Mas, las dos personalidades chocaban continuamente, y la batalla no parecía llegar a su fin tras más de una década de luchas -de hecho, tras la vuelta de la irlandesa se había intensificado. Dos únicos encuentros, suficientes para encolerizarlos-.

El vino -como tantas otras veces aunque el inquisidor lo negara-, había ayudado notablemente a que aquella situación se propiciara. No obstante el espíritu de Cordelia había sido la clave. Alphonse era un hombre cegado por el poder, siempre urdiendo planes escondido entre las sombras. Él, el arzobispo de París, cardenal de su Santidad, regía buena parte de Francia sin que la población lo supiera. ¿Reyes? ¿Nobleza? La historia había demostrado en numerosas ocasiones como los hijos de monarcas pasaban a un segundo plano; ellos, sentados sobre sus tronos de oro eran meras y necias marionetas, manejados la mayoría de las veces por la persona que se situaba a su derecha; nadie se arrodillaba ante su presencia, nadie le brindaba las atenciones propias de un gran aristócrata; incluso algunos no habían sido mecidos en altas cunas. Sus nombres eran casi desconocidos para el populacho, pero ellos gobernaron -y gobiernan- el mundo. El poder es el poder, después de todo, y contrariamente a lo que se suele pensar; el verdadero estratega no alardea, no se hace notar... si no se precipitará desde su alta cúspide, seguido de una vertiginosa y peligrosa caída. ¿Qué significa todo esto? Sencillo, él, uno de los líderes más poderosos del país galo, a la merced de una irlandesa bien sabida en las artes del juego y el engaño. Como buena cazadora, como buena pupila del cardenal, sabía mostrar sus cartas en el momento adecuado, y el tiempo había sido en verdad su gran maestro, procurándole unos dones capaces de traspasar las armaduras más férreas. Había traspasado la del francés, averiguando sus flaquezas y aprovechándose de éstas. Paradójicamente, la mayor debilidad del religioso era salvaguardar todas ellas en lo más hondo de su ser; su ímpetu al creerse -al intentar- estar por encima de la humanidad, como una persona sin sentimientos, sin emociones...  había provocado que todo lo reprimido saliera a flote, a una velocidad pasmosa. Y ahí estaba, deseando con todas sus fuerzas ser devorado por cada una de sus debilidades, en definitiva: por ella, Cordelia. La mujer que le acababa de convertir en su marioneta particular, su mano derecha a lo largo del tiempo.

¿Cuánto tiempo hacía desde la última vez en la cual se dejó consumir por sus anhelos? No era extraño que, de vez en cuando, el religioso acudiera a determinados burdeles, mas los chaperos y las meretrices de estos lugares no eran del auténtico gusto del inquisidor- un gusto más refinado que cualquier puta de alta categoría-. Simplemente aliviaban sus deseos más vastos -quizá sus encuentros más reales, los más cercanos a la situación ahora vivida, habían sido con cierto chico muy parecido a otro al que llegó a querer...-. En fin, todo esto solo acrecentaba el ardor recorriendo cada rincón de su cuerpo, sintiendo sus labios quemarse, imaginando que a causa de esto Cordelia se incendiaría bajo él -curioso, ¿no es así? Ironías de la vida, cuando en el pasado tuvo ocasión de abandonar a la mujer en una pira consumida por el fuego-. Y allí estaban, los dos. Cordelia luchando contra sus propios deseos sabiendo la crueldad vigente en los actos de aquel hombre, obligándola a hacer algo que jamás hubiera deseado conscientemente, y él, un pobre viejo dispuesto a quedar en ridículo en pos de su mayor anhelo. Ya que, si uno sabe leer entre líneas, lo que sucedía en aquella habitación poco tenía que ver con el sexo, sino con la victoria y la derrota, la vergüenza y la ambición.

El hecho de que la cazadora apartara su rostro, rechazando los forzados besos del Cardenal, no hicieron que este se detuviera -ni muchísimo menos-. Había cruzado la línea, se había perdido, y ahora era incapaz de volver al punto de partida -no al menos por sí mismo-. Sin embargo, ella se equivocaba. Alphonse no buscaba únicamente someterla -aunque sus actos, sus gestos, indicaran lo contrario-. De hecho, ése no era su objetivo. Nunca había sido un hombre dado a la dominación en lo referente a las alcobas, y no lo iba a ser ahora. Lo que sucedía era llanamente la explosión de su interior, de forma imparable lo que ocultó en lo más profundo de su alma, apareció gracias a las cruentas palabras de Cordelia -porque sí, sus anterior discurso le había hecho daño, sobre todo al darse cuenta lo mucho que se conocían mutuamente; le había provocado unas heridas internas, las cuáles sangraban a borbotones-.

Sus manos se movían torpemente -el vino, mal amigo y consejero-, y su respiración se apreciaba entrecortada. Paseaba las yemas de sus dedos por las piernas de la cazadora, queriendo hacerse un hueco entre ellas, mientras no separaba su boca de la ajena. Por un momento, soltó algún que otro jadeo debido a su excitación, poco apreciables, pero audibles al fin y al cabo. Ni siquiera en sus sueños se hubiera imaginado que fuera así -y eso que en sus sueños Cordelia estaba más que dispuesta a caer rendida ante los encantos de Alphonse-. Mas, por suerte para él, los puestos cambiaron. Y todo se volvió demasiado apetecible -más de lo que podía soportar-. Cuando ella despegó sus labios, Alphonse abrió los ojos para ver qué demonios sucedía; y eso fue un gran error para él. Aquellos castaños ojos de la irlandesa habían desaparecido, la calidez propia en ellos se había evaporado, dejando paso a una frialdad característica en su manipulación. Era su reina, y como tal no podía negarse a nada de lo que ella quisiera, se arrodillaría ante su presencia si fuera necesario, reverencia tras reverencia. Ya que había aparecido sin previo aviso, al igual que en el Palais. La mujer desaparecida tres años atrás, la mujer que le impedía dormir por las noches cuando acudía a su mente. La que había acabado con sus últimos atisbos de cordura. La señorita Holtz era la niña rescatada de una muerte asegurada, y la mujer era la monarca del hielo. Y qué delicia era poder tenerla entre sus brazos.

En un primer momento se resistió cuando ella optó por guiar los besos, mas cedió gustosamente -cómo no-. Cada vez que los labios de ambos se separaban, él sentía un escalofrío recorrer toda su espina dorsal. Cómo el frío -propio en una reina de hielo- se hacía dueño de su calor, disfrutando gracias a ello todavía más al reencontrarse -siglos en segundos, cuando la británica jugaba a negarle el encuentro, una vez más-.  Alphonse, rogando con cada una de sus miradas que por favor, no se volviera a detener; sellando aquel juego que ella había iniciado y en el cuál de La Rive había caído como buen estúpido que era. Ni siquiera se paró a contestar sus palabras; una burla a su rendición. Cordelia se deleitaba observando como  el clérigo se rendía ante sus pies  apoderándose de su juicio -cuando era él quien en un principio la había tomado por la fuerza-. Qué fácil era manipularle, a pesar de que Alphonse creía todo lo contrario. Era un hombre más, un vulgar hombre; con las mismas debilidades que el resto, escondidas bajo la falda de una mujer. No había duda alguna de que Cordelia sabía utilizar bien sus armas -y también sabía cuando era el momento adecuado-.

Alphonse, a  merced de la señora Holtz. Sus manos fueron veloces hasta llegar a su corsé, quitándole éste, y todos aquellos ropajes que ocultaban sus formas. Se quedó admirando la belleza que tenía ante su persona, como si se tratara de una de las mujeres retratadas en aquellos cuadros dónde se solía evadir.  Mas, el cuerpo de Cordelia, era todavía mejor -¿acaso era posible?-. Se acercó todavía más a ella -¿era esto también posible?-, y se percató de que los brochazos de los pintores no existían, pero sí contempló sus lunares, las manchas en su piel -lo peor, las cicatrices. Y entre esas marcas destacaba la flor de lis, símbolo de los condenados, visible para que todos vieran la auténtica naturaleza del proscrito. Una quemadura provocada por el cardenal, por su egoísmo, aunque él no fuera quien alzó el sello candente de hierro, posándolo sobre la piel de la mujer-, y le pareció una obra mucho más maravillosa que todas las que colgaban en el Palais; con sus imperfecciones se elevaba por encima de cualquier mujer imaginaria para el arzobispo, y él con mucho gusto se dejó perder en ella, como lo hacía en sus amadas obras. Las yemas de sus dedos recorrieron las curvas de la irlandesa, asemejándose a lo que hacía con las retratadas, acabando en lugares antes impensables para él. Comenzaba por su marcada clavícula, perfilando mientras bajaba dibujos aleatorios con la yema de sus dedos, sobre su cuerpo -aquella noche era el encargado de dar los brochazos correctos, y así lo estaba haciendo-. Y sus labios acompasados con sus manos, entrecerrando los ojos cuando llegó a lo más recóndito de su cuerpo, hundiendo un par de dedos en esta zona prohibida -al menos hasta ahora-; notando una humedad delatadora, descubriendo que a pesar de su negación ella también era capaz de disfrutar.

No obstante, en un abrir y cerrar de ojos -entre miradas y miradas, las de él cediendo y las de ella gobernando sobre el poderoso-, acabó bajo el yugo de la mujer. Y, sin duda, eso más que un castigo era un regalo. Creía poder derretirse, y que ella le acompañara si así era preciso. La mujer que tomaba las riendas y consiguiera dominarle, le tendría siempre atado de una correa, para así poder utilizarle cuando le viniera en gana. Por un momento, cuando ella parecía dubitativa, el clérigo la miró extrañado, casi recuperando su compostura, pero el rápido hacer de la irlandesa lo impidió. Por el contrario, sus párpados cayeron, dejándose hacer mientras de su boca salían algunos suspiros de placer -en el momento que ella se entretenía con su cuello, y su pecho-. El movimiento de sus caderas, aunque al comienzo imperceptible, era más que evidente para él, de hecho la británica podía sentir la pasión del cuerpo ajeno, el deseo que sentía de tomarla de una vez. El vaivén del religioso era mucho más evidente que el de la mujer, creyendo inútilmente que el roce de determinadas zonas sería mucho más real si así continuaba.  Sus manos  se posaron sobre su cintura, queriendo obligarla sin demasiado éxito a seguir el ritmo que él quería; clavando incluso -aunque levemente- las uñas sobre su piel... pero ah, qué lástima. Él todavía se creía dueño de lo que ocurría, sin plantearse que ya se había convertido en el muñeco de la cazadora.

Cuando los besos y las caricias cesaron, él dejó caer sus brazos sobre las sábanas, mirando a Cordelia. ¿Por qué se detenía ahora? Sintió el leve mordisco sobre su labio inferior, queriendo incorporarse para volver a sentir la boca ajena contra la propia. Pero él ya no decidía, y consternado se dejó caer de nuevo sobre la cama -aún con ella encima-.

Las siguientes palabras no le provocaron una ira incontrolable, sino todo lo contrario. Había disfrutado con aquella situación mucho más que con cualquier fugaz encuentro en los lupanares -aunque ni siquiera había podido tomarla como era debido-. Él era un hombre poderoso, que disfrutaba siendo sometido por otros. Cordelia lo había hecho; sin reparos. Además, había que tener en cuenta el éxito de su trabajo. Cuando el alumno superaba al maestro no cabía duda de que el segundo había actuado correctamente. Cordelia, en verdad, ya no le necesitaba más, había demostrado lo fácil que era controlar al clérigo, lo sencillo que era manipularle, engañarle y lograr que fuera una títere más. La victoria, ésa era la palabra que buscaba para referirse a ella. Y, observándola sobre él, una sonrisa triunfante apareció en su rostro. Había perdido, pero también había ganado -al final- una mujer capaz de vencerle, alguien capaz de controlarle, capaz de situarse a su lado, sin ser menos por ello. La cazadora había dejado de ser su espía, para ser su aliada. Su igual, en definitiva.


-No lo volveré hacer -murmuró, con un aliento cargado de vino. Sus palabras se amontonaban, una sobre otra. Después de todo, la borrachera no se iba tan fácilmente. Además, seguía asimilando lo ocurrido, con su mente todavía extraviada. Era consciente de que a la mañana siguiente se avergonzaría de lo acecido, y su rostro sería el claro reflejo del arrepentimiento.

Giró sobre sí mismo, volviendo a dejar a la mujer bajo él -en el fondo los dos sabían quién tenía más fuerza física, sí, a pesar de la edad-. Sus manos se posaron sobre las sábanas, a ambos lados de su cabeza. Y sus ojos azules se detuvieron sobre los labios ajenos, aún rosados debido al juego anterior.


-Si esto es todo... Puedes irte, Cordelia -susurró en su oído, apartándose luego, levantándose y dándole la espalda, mientras se abotonaba el camisón-. Recuerda que mañana será un duro día.


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Aullidos en Gévaudan - Capítulo I. Empty Re: Aullidos en Gévaudan - Capítulo I.

Mensaje por Cordelia Holtz Mar Dic 30, 2014 6:39 pm



Cuando el Cardenal volvió a tumbar a la cazadora, ésta pensó que sí, que el religioso atendería a su petición, pero no aquella noche. En unos segundos asumió que el hombre en cuestión la mantendría presa –palabra perfecta para eludir culpa alguna- hasta el alba. Cuan desilusionada –agradecía, se decía ella- se sintió porque las palabras del Arzobispo vaticinaran el final del idilio y éste separara su propio cuerpo del de ella.

Era curioso que a dos cuerpos, aunque tan diferentes como lo eran el de la irlandesa y el francés, les costara tanto separarse del otro. El calor que ambos en constante fricción producían –aun no estando del todo vinculados debido a la tela del clérigo y a las faldas de la mujer- era agradable, intenso, arropaba a cada uno en aquella noche fría y servía de apósito para las heridas recientemente abiertas. Hacía ya bastante que aquel cuerpo femenino no entraba en contacto con el género opuesto –habiendo evitado los encuentros íntimos con toda aquella posible víctima durante sus años en Estados Unidos, no teniendo que rendir cuentas a nadie como le sucedía en París, a las órdenes de un hombre que no le importaban los medios, sino los resultados-, viendo al cuerpo colindante como un completo desconocido y manteniéndose a la defensiva, pero que, al mismo tiempo  se sorprendía a si mismo estrechándolo finalmente en cálido abrazo tras jurar éste que sus intenciones no iban más allá de las del gozo y cariño mutuo. La naturaleza había provisto al cuerpo del hombre de tal forma que fuera anhelado por el de la mujer y viceversa, convirtiendo al otro en objeto codiciado. Cordelia Holtz se repetía estas palabras tras ser liberada por el Cardenal. ¿Por qué sino sus cuerpos se habían acompasado tan bien el uno con otro e incluso llegado a nublar la mente de ambos? Aquellos miembros independientes, los efluvios que emanaban del constante ajetreo carnal, tenían vida propia, pero una vez sabido esto y avisados ambos del peligro, el primer paso ya estaba dado y las trabas en el camino estaban por predisponerse por el bien de ambos.

Tal era aquella fuerza superior a ella que las partes más íntimas de la dama se preguntaban todavía alborotadas qué había sucedido y por qué aquel baile no había concluido como solían concluir para ellas. Deseosas de otro abrazo más, el último. Cordelia, sin embargo, sólo buscaba el abrazo de las mantas mientras lograba ponerse su ropa. ¿Hasta qué punto se había tomado licencias aquel vil hombre, atreviéndose a arrancar las vestiduras superiores de la aristócrata, obligándola a pasar ahora la vergüenza de la desnudez? Al menos el respeto que antes le había arrebatado –al igual que sus ropajes- le estaba siendo devuelto para que ésta pudiera vestirse, sin una sola mirada del hombre. Aunque suponía que los cristales de la ventana ocultaban más secretos que la propia noche y que la luz de la luna no era lo más ansiado de contemplar en éstos, sino quizás todavía la imagen de la mujer volviendo a retomar su orgullo.
Pensó si debía decir algo antes de abandonar la estancia. Una última estocada quizás.

- Dulces sueños, querido –el tono utilizado, el más odioso de todos. Mofa y chanza por doquier-.

Cordelia no era la viva imagen de la ingenuidad aunque muchos hombres hubiesen jurado que pecaba de ésta, sino todo lo contrario. Ingenuos los que creían en su ingenuidad. La mujer arrancó uno de sus pendientes y lo soltó entre las sábanas del Cardenal, como si las palabras que le sobrevenían no fueran suficiente para ahondar en la burla o para prolongar el juego con éste.

A la mañana siguiente el ambiente en Gévaudan era prácticamente el mismo. Niebla y más niebla. El Sol parecía haberse tomado unas vacaciones en aquel lugar y aun estando en verano, los ropajes de los que se provenían para comenzar sus andanzas no podían ser ligeros en exceso.

La irlandesa bajó a tomar el desayuno una vez se hubo ataviado con el vestido oportuno. Topó sorprendida con Chastel o Jean, como prefería que lo llamara la mujer. Se había levantado antes con la intención de desayunar junto a la cazadora y el monseñor que la acompañaba, sin esconder en absoluto que no despreciaba la idea de encontrarse a solas con la primera únicamente.
Una vez se sentaron, Chastel comenzó a hablarle acerca del lugar. Siempre las anécdotas más divertidas, y si tenía que inventárselas, bueno, todo era poco para conquistar a una mujer mayor que ya conocía de sobra los trucos de alguien como él, pero que aun así disfrutaba con ellos, halagada por la atención prestada. No es que la británica pretendiera seducir al joven, pero no podía evitar sonreír a cada comentario que éste hacía, para su desgracia era terriblemente ingenioso, divertido y descarado.

- ¿Dónde se encuentra su Ilustrísima?

- Ilustrísimamente dormido, supongo.


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Aullidos en Gévaudan - Capítulo I. Empty Re: Aullidos en Gévaudan - Capítulo I.

Mensaje por Alphonse de La Rive Miér Dic 31, 2014 10:18 am



En efecto, el reflejo de Cordelia aparecía dibujado en el cristal de la ventana, gracias a los dos candelabros que aún se resistían a apagarse. El Cardenal procuraba salvaguardar esa imagen en su mente, en su recuerdo; y todo lo que acababa de suceder, para así rememorar el encuentro cuantas veces quisiera -en esas solitarias noches, en el Palais-Cardinal-. Él lo quería absolutamente todo, y ella, la irlandesa, representaba todo aquello que se le escapaba inexorablemente de entre los dedos. Todo lo inalcanzable, la libertad máxima que él deseaba arrancar habitaba en el ser de la cazadora. Y, por extraño que pudiera parecer, le excitaba ver cómo la mujer evolucionaba, cómo ella se convertía en una auténtica estratega a tener en cuenta, como se burlaba de su ridiculez. Tenía ciertas flaquezas, obvio, pero poco a poco las iba ocultando; aprendiendo del propio clérigo. Era el nuevo hijo pródigo, abandonando a su padre para volver cuando se veía solo y sin cobijo -¿mostrar a Alphonse como un supuesto padre para Cordelia era aceptable, teniendo en cuenta lo ocurrido?-. Porque éste, mi hijo, muerto era y ha revivido; se había perdido y es hallado; del Evangelio según San Lucas. Había vuelto, cuales quieran que fueran sus motivos.

Cuando la mujer se despidió -a su manera- diciendo ésas últimas palabras, el inquisidor aún no se había dado la vuelta. Sólo cuando, por fin, escuchó la puerta cerrarse tras de sí, apartó su mirada de la ventana y volvió hacia la cama. Las sábanas revueltas, aún el olor de ella persistente en la habitación -el hecho de que él todavía tenía que calmarse-, le dejaron totalmente abatido. Como de costumbre, se dejó caer sin más. Y, para su sorpresa, consiguió conciliar el sueño a la perfección. Típico del alcohol, mañana la resaca sería memorable y le atacaría con saña.


Despertó tarde, cuando el sol ya llevaba varias horas sobre el cielo -aunque oculto entre las nubes y la niebla, las cuáles nunca abandonaban Gévaudan-. Maldita sea, pensó el religioso al despertar, sí que parecía el mismísimo Infierno. Y, el demonio, esperándoles paciente. Aún haciéndose de rogar, se removió entre las mantas, y sintió algo clavándose en su espalda. Alcanzó el objeto de la desdicha, dándose cuenta de que era uno de los pendientes de la mujer. Sonrió de lado. ¿Casualidad, o lo había dejado con algún propósito? Conocía bien a la irlandesa, y ella nunca dejaba nada al azar. Cerró su mano en un puño, con el pendiente todavía dentro, antes de dejarlo sobre una de las mesitas, donde las velas de los candelabros ya se habían consumido por completo. Con un increíble dolor de cabeza, se levantó a duras penas, vistiéndose rápidamente con sus típicos ropajes negros, de piel. En la propia habitación había un baño, y se adentró en éste para así refrescar su rostro con algo de agua fría, bautizándose en esa refrescante delicia. Ésta le sentó de maravilla, como si se tratara del agua bendita del río Jordán. Recogió el pendiente, guardándolo en un bolsillo. Por último, avanzó hacia el escritorio, y abrió el cajón donde la noche anterior había escondido su inseparable colgante, con la cruz -no quería que Dios se diera cuenta de lo que era capaz de hacer-. Se quedó observándola durante unos instantes. Siempre alardeaba -con la debida gente, por supuesto; no era tan idiota- de su ateísmo. De su no creencia en el Señor, ni sus secuaces. Mas, toda su palabrería, toda su burla hacia la fe, se contradecía en cada uno de sus gestos. No era extraño escucharle hablar sobre las Sagradas Escrituras, suplicar al Misericordioso, o plantearse su futura caída al Infierno. Como siempre, él quería estar por encima de los mortales, mostrándose diferente al resto, sin embargo su temor era el mismo que sentían hasta los más pobres de los campesinos. El miedo al castigo divino. ¿La culpa era a su educación, tal vez? Un lavado de cerebro que aún perduraba en su interior, quién sabe. Tomó el colgante con cuidado, depositando un leve beso sobre la cruz plateada, y lo colgó en su cuello. Perdóname, Padre, porque he pecado -susurró; una auto-confesión-. Después, se santiguó y salió de la habitación.

Extrañado, escuchó ciertas voces y risas procedentes del comedor. Alzó una ceja, deteniéndose en la entrada y procurando no ser visto. Ahora le tocaba enfrentarse a la británica, ya que aunque intentara evitarlo, cierto arrepentimiento se apoderaba de él. Las cosas ya no volverían a ser igual por mucho que se esforzara en que así fueran. Era consciente de las bromas que iba a tener que soportar a partir de ahora por parte de Cordelia. No obstante, él también podía actuar de la misma manera, burlándose finalmente el uno del otro. Se decidió a entrar en escena, mostrando una de sus famosas e hipócritas sonrisas.


-Dormido debido a lo ocurrido en la noche, Cordelia -murmuró una vez se dirigió hacia la mesa, pero sin sentarse. Su estómago estaba algo revuelto, y de todas formas nunca solía comer más de lo necesario, clara muestra de su extrema delgadez-. De hecho, anoche te olvidaste esto en mi habitación, sobre la cama -rebuscó el pendiente en el bolsillo de su levita, dando con él y dejándolo justo delante de la mujer. Jean, el muchacho cazador, miró extrañado a la irlandesa, intercalando miradas con el religioso-. Para la próxima, sé más cuidadosa. Si yo no lo hubiera encontrado, podría haber sido la vieja del hostal... y no queremos habladurías, ¿hm? -su sonrisa, esta vez, fue sincera-. Hoy es un día importante, así que por favor, dejaos de tonterías y desayunad rápido. En media hora tenemos que encontrarnos con el obispo de la localidad, y con el intendente de Auvernia. Nos informarán de las cacerías. Espabilad.

Y dicho esto, lanzó una acusadora mirada al muchacho. Quien automáticamente dejó de comer. El Cardenal avanzó hacia la puerta que daba al jardín -aún dentro del comedor-, viendo unas amapolas -sus favoritas- luchando por crecer entre unos arbustos repletos de espinas y malas hierbas. Estaba deseoso de actuar, de poner punto y final a aquella historia de Gévaudan, y de su Bestia corriendo en los bosques.


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Mensaje por Cordelia Holtz Jue Ene 01, 2015 9:12 pm


Los pasos del francés trajeron consigo un número más que incalculable de sentimientos y sensaciones que recorrieron prontamente a la cazadora. Recuerdos de la noche pasada, su desenlace, los otros posibles finales que nunca llegarían a darse, lo que había visto del Cardenal bajo sus ropajes, más aún aquello tocado y besado por ambos.

La irlandesa se mantuvo en silencio mientras el hombre comenzaba de nuevo aquel juego de poder y degradación que tanto solía gustar a ambos. Una sonrisa asomó en el rostro de ella mientras sus ojos seguían al Cardenal por la estancia, parándose únicamente unos instantes en aquel pendiente tan brillante, digno de una mujer de similares características.

Una vez Alphonse dejó de hablar, Cordelia aprovechó para mover ficha y utilizar aquello que tan bien se le daba, la lengua –aquella deslenguada lengua que de La Rive mencionara la noche anterior deleitándose con cada sílaba como si por un segundo, no sólo se deleitara con la palabra, sino con lo mencionado. Cosa que sucedería después-.

- Ya sabes cómo son estas cosas – apoyando su mano sobre la del muchacho para asegurar un éxito mayor sobre sus propias palabras y desterrar de mente ajena cualquier insinuación musitada por de La Rive- La edad no perdona. Y el Cardenal… bueno, son ya muchos años. El pobre no puede dormir sólo. Además, todo el mundo conoce el humor de este viejo perro –riendo-, no te lo tomes en serio.

Alphonse oía todo lo que se decía en aquel comedor, por supuesto. Cordelia poco se molestaba en ocultar sus palabras entre susurros, pues el fuego siempre pedía más leña y ella más fuego.

- ¿Por qué no vas a avisar al cochero de que estamos a punto de salir? Si acabamos pronto, quién sabe,  incluso podíamos ir a la taberna tú y yo, beber algo –la mujer volvía a hacer gala de su sonrisa. Curiosamente, aun poseyendo unos rasgos tan peculiares, era consciente de la armonía que su propia sonrisa podía causar en los hombres. Armonía y otras cosas-.

Jean abandonó la sala tras la insinuación de la cazadora y ésta centró su atención en una presa mayor –en todos los sentidos-. Con la precaución del que se acerca a un  animal que enseña los dientes, Cordelia se situó al lado del Cardenal, fingiendo que observaba las amapolas cuando en aquel momento sólo tenía ojos para él.

- Pura belleza, ¿verdad? Es increíble como a veces las cosas más hermosas, aquellas que de alguna manera nosotros vemos como frágiles o inocentes, acaban sobreponiéndose ante viejos arbustos llenos de espinas –poco le importaban las flores llegados a este punto- y aprovechándose de la confianza, digamos quizás ignorancia, del que toma al otro como inferior, consiguen no sólo evolucionar o crecer, sino demostrar su superioridad… en cuando a plantas se refiere, claro. Dime, ¿te gustan mucho las amapolas, Alphonse? Porque hay una en particular a la que no quitas el ojo –los pensamientos de Cordelia escapaban uno a uno por su boca de forma pausada. Su conversación daba a entender perfectamente la subtrama que quería hacer llegar al Cardenal y no hizo falta incorporar burla alguna. Sólo un tono suave, suficiente-. Y hablando de ojos –dedicando ahora sí su completa atención al hombre-, pareces cansado. ¿Has dormido bien?

No es que el carruaje fuera extremadamente necesario, pero la atención prestada a un hombre que iba a pie hasta la iglesia no era la misma que la de alguien en carromato y una vez los caballos sujetos a éste se detuvieron, de La Rive no bajó como un hombre cualquiera, sino que portó con suma facilidad la actitud equivalente a su rango. Así como cuando las puertas de la iglesia fueron abiertas, el Cardenal hizo lo propio, ordenando a sus dos acompañantes, la irlandesa y el joven, que se mantuvieran alejados de aquello, relegándolos a la última fila en aquella pequeña iglesia abarrotada debido a la misa en proceso.

Cordelia evitó seguir los actos costumbristas de aquellos ciegos creyentes en la gracia del Señor, manteniendo sus manos tranquilas sobre sus piernas y entreteniendo a su acompañante para asegurarse de que no sería la única ardiendo en el fuego eterno por aquella falta de respeto a Dios –pues  Alphonse no la acompañaría ya que, a poco más que éste hiciera sustituiría al mismísimo Satanás-. Únicamente levantó su mano y besó ésta en el último gesto realizado por la masa, aquel en el que nombraban al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. La peculiaridad de este acto, el motivo para hacerlo, todo ello residía en que la mano que la dama besó no era la suya propia. Su juego con el muchacho había ido algo más allá en un intento por enfadar a Dios, aquel Dios que esperaba les estuviera viendo si realmente existía. Y sin embargo, los juegos en la iglesia no le eran del todo desconocidos a Cordelia, cansada ya de tentar siervos del Señor en la casa de éste, con intenciones que sobrepasaban la religión, pero cuyos fines estaban estrechamente ligados a ella por el hombre que encomendaba tales tareas a la cazadora. Ni siquiera en su juventud se libró de ser juzgada por el Altísimo, dando prioridad a los juegos de manos con los chicos de Lismore a riesgo de ser descubiertos y reprendidos. No es que en aquellos tiempos no creyera en Dios, pero los chicos… ellos sí que eran de carne y hueso. Podía sentir sus manos, el aliento de cada uno, el contacto, cálido… y no la fría brisa del Señor a las súplicas de la joven irlandesa.


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Mensaje por Alphonse de La Rive Vie Ene 02, 2015 2:29 pm



Estaba claro que Cordelia nunca cesaba en su empeño de ridiculizar -o al menos intentarlo- al cardenal. Siempre estaba ojo avizor, esperando cualquier oportunidad para provocarle y ver su reacción, como en aquella ocasión. Ya que en verdad ella había empezado al dejar el pendiente sobre las sábanas, ¿de verdad creía que el clérigo dejaría en el aire algo así? Eso es que no lo conocía tan bien.

La brisa de la mañana -y de la región-, parecía calar en los huesos de Alphonse, de modo que aún en la puerta, se refugió entre la capa de su típico atuendo. Aún estaba perdido en la belleza de las amapolas, pensando en que nada más volver a París debería ordenar plantar unas cuantas al lado de su residencia, en el palacio. Así podría disfrutar de ellas siempre que lo deseara. Estaba tan absorto en su observación, que no escuchó nada de lo que Cordelia le decía a Jean -y aunque lo hubiera escuchado; el inquisidor haría oídos sordos. No iba a caer tan fácilmente en una provocación semejante, con el único fin de celarle. La treintena ya la había pasado hacía tiempo, y teniendo en cuenta todo lo que les aguardaría en los días siguientes... definitivamente, no estaba de humor para juegos femeninos-. El campo repleto de éstas rojizas flores era el mismísimo Paraíso para de La Rive -sí, incluso a pesar de la oscuridad que invadía el lugar-. Sus ojos lo veían como si de una pintura se tratara, una obra de arte que desearía también poder colgar en las habitaciones del Palais. Mas nunca se le había dado bien pintar, y ningún artista actual lograba crear en un lienzo lo que Alphonse tenía en su cabeza; quién le iba a decir que setenta y tres años después, un precursor del impresionismo francés, Monet, realizaría un cuadro en el cuál aparecían decenas de silvestres amapolas. Tal cómo lo veía el arzobispo en aquel preciso instante-.

Mientras tanto, Cordelia se acercaba al Cardenal. A pesar de su evidente cautela, lo sorprendió; tan ensimismado estaba con la flora -¿no es extraño que un hombre como él, misántropo hasta la médula, deje volar su mente con la belleza de la naturaleza, amante de los animales, teniendo en su propio hogar cinco pequeños perros?-. El inquisidor miró a la irlandesa de reojo, molesto por su interrupción -sabía que ella fingía. Una mujer nacida en la riqueza difícilmente podía apreciar la hermosura de un jardín tan cuidado como aquel. Cuando uno vive y crece repleto de lisonjas, de fortuna y belleza... acaba por verlo como algo natural, normal; o al menos así lo veía Alphonse, quien mantenía un horrible recuerdo de su infancia, repleto de fealdad y ausencias-.


-Querida señora Holtz -ésta vez sí deseaba contestar a sus desafíos-. En la mayoría de las ocasiones la belleza solo existe para ser admirada, y una vez se nos vuelve rutinaria, aburrida y soez... nos deshacemos del que la porta. ¿Acaso un joven bello y vigoroso no es dado de lado entrado en la vejez? -sonrió a la británica, alzando sus cejas justo antes de acercarse hasta dónde estaban las amapolas, arrancando una sin ningún tipo de miramiento, de entre los arbustos repletos de espinos-. ¿Cuál es el problema, Cordelia? -alzó la flor, acercando ésta a su nariz para así oler su aroma-. Habitan en un mundo tan pequeño que centran sus esfuerzos en vivir, o en sobrevivir. Míralas, creyéndose más fuertes, superiores a lo que les rodea, superando y combatiendo contra las malas hierbas que crecen a su alrededor. Y por fin, tras su arduo esfuerzo, florecen. El inconveniente es que aún se mantienen en ese pequeño mundo, y su vista no ve más allá -seguía sonriendo, dejando que la amapola se precipitara al suelo-; no se percatan de que hay todavía seres más grandes que ellas acechándolas, de quiénes no pueden escapar -finalmente, pisó la flor con saña, transformando su nítido rojo en un borgoña oscuro -. Y acaban muriendo. O encerradas para siempre en un bonito jarrón, para que todos la puedan ver, manipularla a su gusto... y cuando se marchite, tirarla. ¿Sabes lo mejor? Que habrá cientos y cientos más, iguales que ella -el religioso continúo con la alegoría iniciada por la mujer, abarcando con uno de sus brazos el jardín repleto de las susodichas flores-. Y sí, me gustan mucho las amapolas, Cordelia. En plural, ¿comprendes? -recolocó su capa, viendo a lo lejos como el coche avanzaba hacia ellos-. Oh, cazadora mía -ironía en sus palabras, burla-... cuando llegues a mi edad comprenderás lo complicado que es dormir bien. Aunque anoche fue una excepción, el vino es un gran somnífero -le guiñó un ojo, justo antes de avanzar hacia el carruaje que acababa de llegar, volviendo a pisotear la amapola en el camino.

Tomaron un carruaje demasiado estrambótico para una ciudad como aquella. La gente les observaba extrañados, y Alphonse deseaba que la tierra le tragara. Nunca le había gustado alardear de ningún tipo de poderío -si no era necesario, vaya-. Una vez llegaron hasta la catedral -de arte gótico, con dos imponentes campanarios desiguales-, bajó del vehículo con una porte diferente a la que procesaban los demás, demostrando que él procedía de un lugar muy diferente. Su capa ondeaba a la par que el viento, hasta que se vio en el interior del templo. Una vez allí, se acercó hasta la pila de agua bendita, remojando dos de sus dedos en ella -y de pronto recordó donde habían estado esos dos dedos la noche pasada. Rápidamente sacudió la cabeza, alejando esas ideas de su mente-. Se arrodilló en medio del pasillo, mirando hacia el altar y se santiguó, susurrando en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Luego, se volvió a poner en pie y les dijo a los dos cazadores que permanecieran en la última fila. Él fue hasta el lugar que tenía reservado debido a su categoría.


-Hijos, ya es el último tiempo; y según vosotros oísteis que el anticristo viene, así ahora han surgido muchos anticristos; por esto conocemos que es el último tiempo -el obispo recitaba unos versículos de memoria. Alphonse de la Rive los repetía en su cabeza, sabiendo muy bien su procedencia. El último libro del Nuevo Testamento: Revelaciones de San Juan, o más comúnmente conocido como el Apocalipsis. Un libro repleto de simbología demasiado complicada para alguien como aquel necio obispo. El inquisidor conocía bien al predicador, un hombre piadoso y ferviente creyente, imaginando que su fe ciega le podría llevar a cualquier parte. Craso error. Alphonse sabía cuál era su lugar en el mundo, sabía que el segundo estado, el clero, junto al primero, la nobleza, eran los verdaderos anticristos; ellos eran los causantes del mal, solo había que ver la terrible hambruna que asolaba a la más pobre Francia. Sus tripas estaban llenas, como la del obispo, presumiendo de su gordura mientras el pueblo escuchaba sus alabanzas a Dios, arrodillados en la catedral. Hipocresía, fariseos-. Y sabéis que Él apareció para quitar nuestros pecados, y no hay pecado en Él. Todo aquel que permanece en Él, no peca; todo aquel que peca, no le ha visto, ni le ha conocido. Hijos, nadie os engañe; el que hace justicia es justo, como Él es justo. El que practica el pecado es del diablo; porque el diablo peca desde el principio. Para esto apareció el Hijo de Dios, para deshacer las obras del diablo. Todo aquel que es nacido de Dios, no practica el pecado, porque la simiente de Dios permanece en él; y no puede pecar, porque es nacido de Dios. En esto se manifiestan los hijos de Dios, y los hijos del diablo: todo aquel que no hace justicia, y que no ama a su hermano, no es de Dios.

Las palabras del obispo resonaban en el inquisidor. El que peca, es hijo del Diablo. Eso quería decir que no estaba rezando a la divinidad equivocada ,¿cierto? El bien es escaso pero el mal y el pecado abundan, ¿quién estaba ganando la batalla, pues? Alphonse no era estúpido, por lo que se situaba al lado de los ganadores, no de  los perdedores. Y estaba claro que el Renegado de Dios estaba alzándose victorioso junto a sus secuaces, entre los que se encontraba el propio de La Rive -no obstante no pudo evitar recrearse unos segundos en una parte, todo aquel que peca no le ha visto, ni le ha conocido. No podía estar más en desacuerdo; sí en contra de las palabras de un apóstol como fue Juan. Alphonse había conocido a Dios, y por esa razón le había dado la espalda-.

Por otro lado, no era la primera vez que escuchaba aquellas escrituras en un sermón, pretendiendo asustar todavía más al populacho. De acuerdo, no ponía en duda que el obispo creyera realmente todo lo que pronunciaba, mas, ¿estaba justificado infligir aquel temor en unos habitantes ya atemorizados por las recurrentes muertes? Mientras el cardenal se hundía en sus calibraciones, la ceremonia continuaba. La comunión en la mano, la eucaristía -la consagración del pan en el Cuerpo de Cristo y el vino en su Sangre-; ritual tras ritual. Y, finalmente, podéis ir en paz. Amén.

Alphonse era capaz de hacer más de dos cosas al a vez -por increíble que pudiera parecer- de modo que había estado viendo con el rabillo del ojo -sí, había dado la espalda al altar por ello, una gran agravio a Dios- las ofensas que Cordelia y el muchacho se atrevían a realizar en la Casa del Señor. Y le había hervido la sangre por ello, lo reconocía. No por celos, no nos confundamos, sino por la total ausencia de respeto que mostraban. Una vez la misa finalizó, y los feligreses abandonaron la iglesia, Alphonse se acercó hasta el obispo y su séquito de sacerdotes. Tras los besos y las reverencias necesarias -y un peloteo por parte del obispo, deseoso de pertenecer a los más cercanos del cardenal-, todos ellos pasaron a la sacristía. Hablaron sobre lo que ocurría en Gévaudan, sobre lo que seguramente ocurriría y lo que ocurrió hace años. Y, Alphonse de La Rive, se proclamó lo que era, el máximo dirigente en aquellas tierras sureñas -al menos en lo eclesiástico; aún no había llegado a ser ministro de Francia, pero tiempo al tiempo-.

Cordelia y Jean esperaban fuera, a las puertas de la catedral. No quiso saber qué hacían o de qué hablaban, de modo que se acercó hasta la irlandesa y la tomó bruscamente de un brazo, alejándola del muchacho mientras le decía a éste:


-Te la robo unos minutos, pero tranquilo. Te la devolveré sana y salva -le sonrió ampliamente, para luego posar sus fríos ojos repletos de ira sobre los de la mujer-. Por favor, Cordelia. Si tanto deseas al joven, yo mismo os pagaré una habitación en cualquier posada y así podréis fornicar como conejos sin que nadie os moleste -su sonrisa había desaparecido-. Empero, aquí, en el templo, guarda respeto; si yo siendo hijo de Satanás puedo, ¿qué menos por tu parte? -al decir todo esto, miró al joven, alzando la voz a continuación-. Y tú no pareces ser hijo de quién eres, Chastel -recalcó el apellido, del que el joven parecía sentirse tan orgulloso-. Bien, Cordelia. Tengo que hablar contigo en privado, sobre la conversación que he mantenido con el obispo -volvió a bajar el tono de su voz, procurando que el otro no le escuchara-. Jean -murmuró luego, volviendo casi a gritarle-. ¿Puedes ir hasta la casa de tu padre? Nos reuniremos contigo antes de que caiga el sol. Cordelia y yo tenemos asuntos que atender.

Y era cierto. Había cierta información que no deseaba compartir con nadie, y aunque sonara raro, en aquel tipo de asuntos confiaba plenamente en la británica. Sabía que a ella le podía contar todo lo referente a sus conjeturas o descubrimientos, que jamás diría nada. Confianza y desconfianza. Una buena fórmula en aquella variopinta relación.


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Aullidos en Gévaudan - Capítulo I. Empty Re: Aullidos en Gévaudan - Capítulo I.

Mensaje por Cordelia Holtz Vie Ene 02, 2015 5:00 pm


Cordelia Holtz no contestó a la réplica del Cardenal. Se contentó con permanecer allí, atenta a lo que éste decía, la forma de decirlo, las contradicciones que apreciaba en su discurso,… todo tan divertido que no podía estropear aquel espectáculo por nada. Ella creyéndose superior, él devolviéndola al sitio al que pertenecía, siempre por debajo, siendo poco más que un títere en manos del francés. Y cómo no, el hecho de que la cazadora solía tomarse los comentarios de su Ilustrísima de forma seria y hostil, mas últimamente y sobre todo a partir de aquel momento, las sonrisas brotarían en su rostro y ella no sería quien a contenerlas.

- Bonito cuento, el de la flor manipulada –sentenció finalmente aceptando todo lo que el Cardenal se molestaba en exceso por desmentir, las anteriores palabras pronunciadas por la cazadora. Aun así su sonrisa permanecía, sin intención alguna por desvanecerse y encontrando su cénit en la frase final de éste, en su gesto, juguetón, sarcástico.

Una vez alcanzado su destino y finalizada la misa impartida en la catedral, Cordelia y su acompañante abandonaron ésta. Sin embargo, la irlandesa no había pasado por alto el edificio. Maravilloso y, a la vez, penosamente utilizado para orar u oficiar misas. El potencial de aquel lugar… sus feligreses no podían apreciarlo. Para ellos sólo era un medio para un fin, no podían contemplar el fin mismo que se alzaba sobre ellos. Y en aquel momento, a unos pasos de abandonarla, cogida todavía de la mano de su acompañante con la intención de no perderse entre la multitud, volvió la vista atrás, esperando regresar antes de abandonar el lugar. Rogando por ello. Buscando la conversación con las paredes, las columnas, vidrieras -aquellas vidrieras con más de una historia representada en ellas- , bóvedas y el broche final, el éxtasis de Santa Cordelia, avanzando por el pasillo central en dirección al ábside, al altar principal, para disfrutar de la vista al completo del lugar y sentir aquel poder –sin dejar de sentirse pequeña, minúscula- que sólo las catedrales inferían en uno. Debía volver como fuera y la noche solía ser el mejor momento para disfrutar de algo sí, absolutamente vacío, sin nadie que pudiera robarle parte de esa sensación, de ese encanto, esa magia. Pura magia negra, contraria completamente a lo que intentaban vender de ella.

Al poco rato, la mujer sintió que alguien se aferraba con fuerza a su brazo y tiraba hasta el punto de llegar a arrastrarla. El Cardenal, ¿quién sino? Molesto por alguna razón. De nuevo sus palabras volvieron a provocar la sonrisa de la cazadora.

- Dios mío –blasfemando notablemente al pronunciar su nombre en vano-. No se te ocurra hablarme de respeto hacia la Iglesia ni hacia Dios, pedazo de hipócrita –señalando al Cardenal de forma amenazante, pero divertida, apoyando su dedo índice en el pecho de éste y evitando responder acerca del joven. Todo a su debido momento-.

Así pues, ambos entraron en el carruaje y se situaron frente al otro. De La Rive comenzó a hablar, pero seguía mostrándose molesto e impertinente, más que de costumbre. Por lo que la irlandesa le paró, incorporándose.

- Oye mira –suspiró a continuación, mirando al hombre-, ya lo dejo, ¿vale? –alzando levemente las manos como muestra de rendición-. Chastel sólo está intentando ser amable conmigo y este sitio… este sitio es horrible –su rostro por fin era sincero-. No he podido dormir en toda la noche. No es que necesite un maldito peluche para conciliar el sueño, pero este sitio me pone de los nervios. Incluso antes de llegar… -era evidente que lo acontecido en el bosque había convertido a la cazadora en alguien temerosa ante la idea  de que en algún momento llegara a repetirse aquello, pero con un desenlace muy distinto. No era difícil verlo en su cara- deberías haber traído a otro. Lo mío no es esto. Lo mío son las sombras. Ocultarme entre ellas, engañar y embaucar. Es cierto que he tenido encontronazos con seres sobrenaturales, aquí y en Estados Unidos –aquella vida que el Cardenal todavía ansiaba conocer y que la cazadora se empeñaba en ocultar-, pero me he valido de poco más que trucos para acabar con ellos. Esto… esto es otra cosa, y no deberías poner tus esperanzas en mí. En serio Alphonse, no es que me esté echando para atrás, es que nos puede pasar algo a los dos por mi culpa y no quiero eso  –el que avisa no es traidor. Aunque en este caso, puede serlo y avisar igualmente-. ¡Vaya! –saliendo de su ensimismamiento y sonriendo-, he sido demasiado sincera. Lo que quería decir en realidad es que, ¿en qué posada nos vas a pagar la habitación?, y ¿puedo invitarte a acompañarnos?


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Aullidos en Gévaudan - Capítulo I. Empty Re: Aullidos en Gévaudan - Capítulo I.

Mensaje por Alphonse de La Rive Dom Ene 04, 2015 8:37 am



Región de Gévaudan.
1767

La ceremonia oficiada por el obispo había sido gloriosa -según el punto de vista de Alphonse- y terriblemente tediosa -según el de Angelo-. Estaba claro que jamás coincidirían en su forma de ver y tratar con Dios, no obstante esas diferencias era lo que les hacía buena pareja a la hora de trabajar juntos. De La Rive ayudó al obispo durante la misa, como buen diácono que era -y estaba realmente encantado por ello-,  mientras el italiano le observaba desde la primera fila. Una vez todos - o casi todos- los feligreses dijeron el último amén, la catedral comenzó a vaciarse. Alphonse quedó allí junto al resto de sacerdotes, hasta que su querido Angelo se acercó por su espalda -en un momento en el cuál pudo encontrarle solo, sin otros religiosos cerca- y le susurró al oído:

-Siempre me has gustado con la sotana puesta, ¿lo sabías? -y luego se río, volviendo a apartarse.

El francés le miró con una ceja alzada, mas su sonrisa le delataba. El comentario no le había disgustado a pesar de que así lo deseara mostrar.


-Arderé en el infierno por tu culpa. Me llevas continuamente al pecado, Angelo -le contestó, justo después de mirar hacia todos lados, procurando que nadie pudiera oírles.

-Bueno, mejor así, ¿no? Incluso tras la muerte podremos estar juntos; el hasta que la muerte os separe no cobraría significado alguno para nosotros   -y volvió a soltar una pequeña risa, antes de añadir-. Por cierto, Jean no está esperando fuera. Quiere mostrarnos algo... no tengo ni idea de qué será, no he conseguido que suelte prenda. Dice que debemos ir los dos, ¿tienes mucho qué hacer por aquí?

-No -murmuró Alphonse mientras negaba con la cabeza-. Espérame fuera junto a él, iré a la sacristía a cambiarme y en cinco minutos estoy de vuelta.

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-Todo esto es secreto. Confío en vosotros, así que por favor... Guardad el secreto -la voz de Chastel mostraba cierto temor, y no sólo a lo que escondía en el ático de su residencia, sobre su propia taberna; no, el temor también iba dirigido hacia Angelo y Alphonse, el primero miembro de la Inquisición. Temía que pudieran denunciarle, mas en los últimos días creía que la confianza entre los tres había crecido a pasos agigantados.

-Claro que guardaremos el secreto, Jean. ¿Por quién nos tomas? -le contestó el siciliano, haciendo un gesto con la cabeza para que el clérigo se acercara a él. Alphonse le hizo caso, avanzando en aquel ático repleto de muebles viejos, suciedad y humedad. Lo único destacable es lo que el italiano miraba con sus ojos brillantes de emoción. Un baúl repleto de diferentes armas, desde cuchillos hasta ballestas. El diácono miró extrañado al tabernero, preguntándose cómo diablos un civil cualquiera, un pueblerino, pudiera tener semejante arsenal en su hogar-. Pero... ¿de dónde has sacado todo esto?

Angelo se adelantó a la pregunta de Alphonse. Jean sonrió, acercándose al baúl y cerrando éste con cuidado, para luego sentarse encima y cruzar sus brazos. Su mirada permanecía clavada en los dos amantes.

-Seré sincero con vosotros. No sois los primeros en acudir a la llamada de Gévaudan, muchos otros inquisidores y cazadores han venido, sin embargo de momento nadie ha conseguido capturar a la bestia -el tono de miedo en su manera de hablar había desaparecido por arte de magia-. Mientras tanto, nuestras hijas y mujeres están siendo asesinadas, una tras otra. Muchos creen que lograrán acabar con el monstruo, pero se equivocan. Nosotros, los habitantes de Gévaudan, conocemos bien el bosque, sus tierras. Llevamos aquí toda la vida, y nos da una ventaja que bueno... a vosotros no.

Angelo literalmente se descojonó. Negó varias veces con sus manos, exagerando sus gestos y andando de un lado a otro. Sus botas de cuero con un ligero tacón resonaban sobre las tablas de madera.

-Nada de eso servirá contra la bestia, Jean -de reojo observó a Alphonse, quien se había apoyado sobre una pared, intercalando su mirada entre Angelo y Chastel-. Y tampoco tus oraciones, querido mío -de entre sus ropajes sacó una pistola reluciente, alzando ésta, mientras en su sonrisa se dibujaba una inmensa sonrisa-. Balas de plata, amigos míos. Es un licántropo descontrolado, está más que claro. Y sólo la plata puede detenerlos -se acercó a Jean, clavando sus cálidos ojos en él-. Mañana nos reuniremos aquí, de nuevo. Te traeré un arma que sí puede acabar con el el monstruo, ¿de acuerdo?

Jean asintió, ante la incrédula mirada de Alphonse -no estaba permitido que alguien como el tabernero pudiera portar un arma de plata. Después de todo no era inquisidor ni cazador, por mucho que lo deseara-.

-Pero permitidme ser quien le dé el disparo de gracia. Quiero ser yo quien lo vea morir -dijo por último el de Gévaudan, devolviéndole aquella pistola con un grabado de la Inquisición, a su original dueño.


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Región de Gévaudan.
Actualidad.

Alphonse no se podía creer que tras todo lo vivido Cordelia siguiera siendo tan inocente. ¿De verdad sospechaba que sentía algún tipo de celos por el evidente amiguismo que había surgido entre los dos cazadores? Ah, si la irlandesa supiera acerca del pasado del cardenal, todo lo acecido en aquellas tierras tantos años atrás... De hecho, ella debía saberlo, ¿no? Sin entrar en detalles, por supuesto -no le hacía falta saber qué hacían él y Angelo, o la camaradería entre los tres, incluyendo al padre del joven Jean. No obstante, el hecho de que hubieran elegido al arzobispo para aquel trabajo era sobre todo gracias a su conocimiento de Gévaudan y sus gentes. Y ella, la británica, debía estar en igualdad de condiciones si querían llevar a buen puerto el mandato que el Monseñor Mallarmé les había encomendado.

Una vez subieron al carruaje y se sentaron cómodamente, Alphonse le indicó al cochero que les llevara hacia la cárcel del lugar. Después, comenzó a allanar el terreno, sin saber cómo se tomaría Cordelia lo que deseaba mostrarle, lo que el obispo le había contado. Y, cavilando sobre qué vía tomar a la hora de hablar, ella le cortó en seco. Su breve discurso le sorprendió, sobre todo la sinceridad que parecía habitar en cada sílaba.


-Querida, ¿cómo puedes dudar tanto sobre ti misma? Recuerda que has sobrevivido a diez años a mi lado, que yo sepa has burlado dos veces a la muerte, la cual deberá estar muy enfadada contigo, ¿hm? Has hecho mucho más que cualquier otro cazador, al no perecer a mi lado -y lo decía en serio. En aquellos diez años Cordelia había aprendido a valerse por sí misma, a convertirse en una auténtica mujer, si tenemos en cuenta que el primer encuentro entre ella y el Siervo de Dios había ocurrido cuando la irlandesa era una niña estúpida, quien desconocía el mundo fuera de las paredes de su palacete en el sur de Irlanda-. No serás la mejor cazadora de todas, o sí, no lo sé. Nada sé acerca de tus tres años desaparecida... si bien cuentas con algo mucho más valioso que la propia experiencia en las artes de capturar a indeseados, mi confianza a la hora de colaborar juntos -comenzó a juguetear con su inseparable cruz colgada del cuello, aunque sus ojos permanecían siempre fijos en la mujer-. Mi absoluta confianza en estos temas, sé que nunca me traicionarías -confianza y desconfianza, su relación siendo siempre imposible de catalogar. Las palabras de Alphonse podían sonar hipócritas, incluso podría parecer una estratagema para él mismo obtener la confianza de la británica. Pero no, en esa ocasión estaba siendo completamente sincero. La señora Holtz era una buena espía, y de La Rive sabía de su buen hacer, el tiempo se lo había demostrado con creces. Dejó de nuevo su cruz, cuando escuchó lo último que ella había dicho. Y se rió, una seca carcajada-. Prefiero quedarme yo a solas con Jean, Cordelia -alzó ambas cejas, cruzando sus piernas a la vez que sonreía irónico-. No nos haría falta tu compañía, créeme.


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Mensaje por Cordelia Holtz Dom Ene 04, 2015 6:34 pm


Las palabras de Alphonse podían sonar bien, reconfortantes, pero no eran del todo ciertas. El Cardenal podía ser un tipo despreciable, violento y peligroso en ocasiones, pero no dejaba de ser humano y por lo general era más sencillo hacer entrar en razón a una persona que a una bestia. El discurso del hombre la sorprendió. Debió notar la intranquilidad en el cuerpo de la irlandesa y como suelen decir, a veces es más sencillo cazar moscas con miel que con vinagre. Aun así, tampoco se hubiera esperado nunca unas palabras de apoyo como aquellas de boca del hombre. Para ella fue una sorpresa y ya fuera parte de sus juegos o no, tomó aquello como sinceridad pura. Pocas cosas puras quedaban ya dentro del Cardenal, así que debía aceptarlo y valorarlo como un gran regalo por su parte. Así lo hizo pues, confiando –la clase de confianza que puedes dar a alguien de quien desconfías completamente- y sintiendo dentro de si una enorme gratitud que esperaba sus ojos o rostro demostraran.

La última declaración del francés sonaba a reto. O al menos así lo tomó ella, trocando su mirada de agradecimiento en una mueca que no auguraba nada bueno. Al poco rato se inclinó, colocando sus manos en cada una de las piernas del Cardenal, sin dejar de mirarle, y descruzó éstas con delicadeza.

- ¿Estás seguro de eso? – preguntaba su boca mientras sus manos avanzaban y retrocedían entre sus piernas, formando círculos y líneas rectas, apretando y aflojando. Un conjunto de sensaciones que esperaba le resultaran gratas al francés.

Deslizó su zapato derecho con soltura hasta deshacerse de él y se alejó del Cardenal no sin antes sustituir el roce de sus manos por el de aquel pie que había quedado libre, elevando  ligeramente la pierna y permitiendo así que su vestido resbalara a un lado. Pronto, las piernas de la mujer quedaron a la vista del Cardenal y su pie, todavía activo, surcaba todos aquellos rincones de entre los ropajes del hombre que más se le antojaban. La pomposidad de aquellos vestidos femeninos de época conseguía hacer lucir las piernas de la cazadora más esbeltas incluso, implantaban en todo pensamiento masculino más fuertemente la idea de que si tantos aparatosos vuelos incluían a sus vestidos era para hacerle el trabajo más arduo al género contrario y eso les gustaba todavía más ya que el conseguir finalmente su objetivo era la fruta más dulce de todas.

Podría parecer que Cordelia se comportaba como una auténtica puta, mas su mirada desprendía seguridad y bastante tranquilidad. No se estaba haciendo de rogar, no estaba haciendo uso de los trucos más sucios, mirando con lascivia, volviéndose ansiosa, sólo estaba demostrando al Cardenal que aquello no era más que la punta del iceberg y que aquel pedazo de hielo podía producir las sensaciones más calientes con tan sólo proponérselo, con tan sólo el roce de sus extremidades ya fueran superiores o inferiores.
Pero aquello no era ninguna molestia, ningún trabajo forzado por las circunstancias. La cazadora lo disfrutaba. De nuevo el juego, el poder, el peligro. Las sensaciones que seguramente estaría sintiendo el Cardenal ella también las sentía, pero a su curiosa manera. En ocasiones apartaba la vista del hombre, observando lo que su pie hacía, por donde se movía, si estaba siendo suficientemente delicada y a la vez insinuante. Siendo sinceros, se dedicaba a otear como el que admira un trabajo bien hecho, sintiendo además la satisfacción de saber que era competente en esos ardides sin importar que los años corrieran por ella o que no estuviera delante de un idiota, sino de un hombre realmente inteligente y suspicaz que sabía de sobra lo que ella pretendía, pero se lo permitía de igual forma.

- Porque si en algún momento tienes dudas, yo puedo ayudarte a despejarlas –paseando su mano por el escote bien preparado que le proporcionaba aquel vestido.

La monotonía no era plato de buen gusto y ella lo sabía. Se deshizo prontamente de su otro zapato, disponiendo sus piernas alrededor de Alphonse y ladeando la cabeza, preguntándole al Cardenal pero sin preguntar, si las cosas se quedarían así o él daría el siguiente paso, precipitándose sobre ella o asiendo a ésta hacia él. Siempre implantando la duda en la mente del francés, intentando hacer a éste luchar contra sus impulsos y al mismo tiempo, rogando porque lo hiciera. Ya que, ¿qué podía hacer ella sino? ¿Seguirle el juego? ¿Interrumpirle con la premisa de que en aquel carromato se podía oír todo y no podían permitirse habladurías? ¿O prometerle un desenlace en otro momento? Aquella cabecita suya siempre pensando las cosas tarde, sobre la marcha.



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