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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

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Mensaje por Alphonse de La Rive Miér Dic 17, 2014 5:19 pm

Recuerdo del primer mensaje :



Aullidos en Gévaudan - Capítulo I. - Página 2 9kowwo








A la atención del
Monseñor Mallarmé
Paris, junio, 1800

Estimado Monseñor Mallarmé,

la juventud nos ofrece unas habilidades que desaparecen junto al tiempo transcurrido -a saber, agilidad, fuerza, velocidad...-, mas por otro lado no contamos con la experiencia necesaria para enfrentarnos a según qué hechos. En nuestra ignorancia aún no hemos aprendido de nuestros errores, y al echar la vista atrás -ya en la madurez, en la casi vejez- nos damos cuenta de lo estúpidos que fuimos, de cómo, ahora, hubiéremos hecho las cosas muy diferentes.

Todos conocemos la historia acaecida en la región de Gévaudan, hace treinta y tres años -por aquel entonces yo era un chaval de apenas veinticinco-; no obstante pocos  conocemos lo que realmente sucedió. Yo, Alphonse de La Rive, fui uno de los muchos hombres que lucharon en aquellos tiempos de terror e incertidumbre. Luché  codo con codo, junto a buenos cazadores que perecieron bajo las garras de la bestia. Lo reconozco, sentí pánico, temí por mi propia vida y por mi fiel compañero -un soldado de la Inquisición mucho mejor instruido que yo en lo que a batalla campal se refiere, pero en todavía aprendizaje, al igual que mi persona-.

Soy consciente de que puede dudar de mis palabras, no le culpo. Es difícil aceptar la realidad cuando siempre nos han brindado un único punto de vista. Pero créame, nos enfrentamos a un ser diabólico, un ser que en años pasados pudo ser humano; sin embargo  en él ha desaparecido cualquier atisbo de humanidad en lo que dudo sea un alma. Como siervo de Dios que soy, sé que ni el  Señor lo perdonaría, ya que ha provocado una crueldad innecesaria en nosotros, sus hijos.

Como mencioné anteriormente, he sabido recapacitar; meditando acerca de mis fallos cometidos  -y los del resto, contra el Monstruo de Gévaudan-. Acepto su propuesta, monseñor Mallarmé, acudiré junto a uno de mis mejores cazadores -cazadora en este caso-. Dejaremos de ser el hazmerreír de Europa, y lo más importante, las víctimas cesarán, ya que Dios siempre está  de nuestro lado. Su amor nunca cesará, a pesar de nuestros pecados, a pesar de los castigos que nos son infligidos -meras pruebas de fe-.

Déjeme despedirme con unas palabras del Apocalipsis, acerca de "la Bestia" que aparecerá para librarnos del bien y el mal -amén-:
"Y adoraron a la bestia, diciendo: ¿Quién como la bestia, y quién podrá luchar contra ella?"

Siempre a su servicio,
Cardenal de La Rive






El monseñor Mallarmé leía esta  misiva una y otra vez, dubitativo, mientras golpeaba la mesa con la yema de sus dedos, una melodía cualquiera. Chasqueó luego éstos, para así llamar a uno de los guardias.

-Hágale pasar, por favor.

Mientras tanto, el Cardenal pululaba por uno de los múltiples pasillos del Palacio Royal -le estaban haciendo esperar, y eso era algo que odiaba; una falta de respeto. Él podía hacer tales cosas, pero no el resto-.  Intentaba matar el tiempo deleitándose con las pinturas rococó colgadas de las paredes. El arte de Fragonard y compañía nunca había sido de su completo agrado, mas, ¿cuántas veces tenemos la oportunidad de ver cuadros semejantes? Los colores pastel, las sonrisas de mujeres y hombres recargados en un Edén de ensueño; le provocaba un extraño malestar -cuando el fin del rococó es transportarnos a una falsa felicidad, contagiarnos las ganas de vivir, proponiéndonos disfrutar de los placeres terrenales-. Debía reconocer que el trabajo en su creación era complicado y dedicado, no obstante él era más cercano a los renacentistas, los  verdaderos genios en este oficio.  Lo grotesco, lo divino entremezclado con lo infernal. Ahí residía la belleza admirada por Alphonse en su paso por este Valle de Lágrimas -que decían en la Edad Media-. Ah, pero las jóvenes retratadas sí llamaban su atención -pintura galante; la sexualidad femenina, cuerpos voluptuosos, evocando lo más primitivo de nuestro ser, sensualidad inducida por belleza inexistente-; en especial una obra de Boucher; Leda y el cisne. Zeus, dios del Olimpo bajo la apariencia de un cisne, engañando y cortejando a una muchacha, a una simple doncella. Pecado concebido del que posteriormente nació la más preciosa de las criaturas, causante de guerras y mil catástrofes: Helena. Y allí estaba Alphonse, sonriendo bobalicón a la vez que alzaba una de sus manos, para así acariciar el mencionado cuadro. Sus dedos pasearon por el rostro de Leda, acariciando sus sinuosas formas -disfrutando incluso del curioso tacto causado por los brochazos que el pintor había realizado-, y pensando que ojalá él, en su mortalidad, pudiera ser una especie de Dios capaz de obtener por lo que suspira, a la mujer de sus desvergonzadas pasiones. ¿Era lícito embaucar la inocencia de otra persona en pos de nuestros anhelos? ¿Por qué para un divinidad y no para uno de sus vástagos? -Herejía con tan sólo pensarlo-.

-Eh... ¿Cardenal de La Rive? ¿Qué está haciendo? -murmuró una voz tras de sí, sobresaltando al religioso-. Ya puede pasar, el consejero le está esperando.

Alphonse suspiró, dejando que por última vez su mano se deslizara por las mujeres inmóviles de Boucher. ¿Acaso aquel impertinente no se daba cuenta de que aquello era un momento  íntimo? Las primeras fantasías que acudieron a la mente del Arzobispo se evaporaron con la misma facilidad -para su malestar-, y éste bufó por lo bajo, dándose la vuelta para dedicarle al otro una sonrisa falsa, repleta de rencor y burla.

-Disfrutaba -comentó, contestando a la pregunta, mientras avanzaba hacia la puerta que le llevaría al despacho del secretario real-. Además, soy yo quién está esperando al consejero, no al revés.

Para terminar, hizo una pequeña reverencia con su cabeza, despidiéndose de aquel molesto cortesano, para luego entrar -por fin- en una de las estancias del Palacio Real.

Monseñor Mallarmé es hombre de buena familia; jamás ha conocido la pobreza o el deshonor. Su árbol genealógico se compone de grandes nombres al servicio de la Corona. Su campo es el referente a la aristocracia, y conoce absolutamente todas las familias nobles de Francia -y quizá por eso es tan condescendiente con el religioso, a sabiendas de que éste también es perteneciente a esa alta sociedad reservada para tan pocos.  A él el dinero no le importa, por lo que la pobreza de los de La Rive no es relevante, mas sí su posición e historia en el país galo-. Había investigado todo lo posible acerca del Cardenal, sabía en qué seminario había estudiado -y también que su familia había ofrecido buenos hombres al servicio de Dios y el Reino-, en qué diócesis había comenzado como diácono, y su rápido ascenso hasta la posición actual. Lógicamente, es complicado limpiar todos los trapos sucios, y las habladurías acerca de la condición desviada del clérigo, sus escarceos con la magia negra, su ansia de poder y demás fechorías, pero también su participación en la primera cacería de Gévaudan. Y todos estos cuchicheos llegaron en forma de informe a la mesa del secretario monárquico.

La sala era una alegoría completa al exceso. Las paredes pintadas al fresco, con dibujos estridentes en formas geométricas, las columnas revestidas en dorado y el suelo de mármol, tan impecable que el Arzobispo podía devolverse la mirada a sí mismo. Las esculturas retorcidas en movimientos imposibles -bravo por los escultores-, sus rostros en una embriaguez rozando lo real -como si se trataran de copias paganas de El éxtasis de Santa Teresa, de Bernini-. En definitiva, lo propio de la Francia dieciochesca. Aquello con lo que Alphonse se sentía tan incómodo, algo evidente en su actitud en cuanto hizo acto de presencia.


-Buenas tardes, Cardenal -el consejero habló por fin, levantándose de su escritorio, para recibir al clérigo, haciendo una exageradísima reverencia y tomando la mano de éste para besar su anillo de compromiso con la Santa Sede-. Lamento haberlo hecho esperar, ¿pasamos al saloncito?

Saloncito, pensó de La Rive; él, un hombre comedido, oculto siempre bajo sus ropajes negros -rojos en ocasiones, cuando era necesario teniendo en cuenta su cargo-, en contraposición con el otro. Su peluca -que no parecía haber sido lavada en meses- canosa, atando parte de ese artificial cabello con un lazo de la seda más cara, traída desde tierras orientales; sus manos repletas de anillos innecesariamente vistosos, la levita cubierta de chorreras y los zapatos con un ligero tacón, el cual provocaba un pequeño traqueteo a cada paso del monseñor Mallarmé. Sin embargo, lo peor de todo -al menos para de La Rive-, lo que le otorgaba una bilis cómica al esperpento que tenía justo delante, eran las formas; es decir, su amaneramiento al caminar en un raro contoneo, y la voz chillona, en un forzado acento-¿queriendo forzar qué? ¿La diferenciación de los de su clase con el resto de los franceses caídos en desgracia?-. La decadencia de la exuberancia en estado puro, riéndose del clérigo.

-¿Y bien? -volvió a añadir el hombre de ropajes estridentes, sentándose en uno de los sofás y cogiendo una de las galletitas que había sobre la mesa. Sirvió un poco de té y con un gesto se lo ofreció al Cardenal, quien lo rechazó educadamente negando con la cabeza-. Supongo que acepta la misión, ¿cierto?  -y le señaló la carta sobre su escritorio.

-Por supuesto, consejero -el religioso no se sentó en ningún momento, y observaba al otro con una mueca de desprecio, con tan solo ver sus ansias al devorar las galletas y los pasteles. Suspiró, dándole la espalda para posteriormente caminar hacia los gigantescos ventanales, posando su mirada en los jardines. Hombres, mujeres y niños paseaban tranquilamente por éstos, ataviados con las mismas indumentarios que el secretario, y cubriendo sus rostros con parasoles; no fueran a broncearse y ser confundidos con los criados. No, por Dios Santo-. Debo reconocer que estos días he sufrido una sucesión de reveses nada agradables. Dudé en responder, y por consiguiente en aceptar esta misión. ¿Los cardenales estamos en nuestro derecho de negarnos a actuar? -al fin y al cabo no eran solo representantes de la Iglesia, sino también de la Corona-. Recuerdos, ¿comprende? Gévaudan forma parte de mi pasado, y es la base de mi ascenso dentro de la Inquisición  -un grupo de jóvenes con rifles sobre sus hombros, en el jardín, llamaron especialmente la atención de Alphonse. Uno de los sirvientes que les acompañaban, liberó a una de las pequeñas y blancas palomas enjauladas; y ésta voló acelerada, en busca de libertad, avanzando hacia el Cielo, hacia el supuesto Paraíso-. Hubo dolor e ignorancia en aquel entonces.  Pero los fallos del pasado no se volverán a repetir, se lo aseguro -la paloma volaba cada vez más alto, y uno de los muchachos apuntó al animal, disparando con asombroso acierto y abatiendo al ave, la cual se precipitó de lleno hacia el suelo. Otro ser que no tenía las puertas del Reino de los Cielos abiertas, pensó de La Rive en referencia al pichón. Una paloma sosteniendo una hoja de olivo en su pico, el Espíritu Santo mostrando la Salvación a Noé y su familia. Terrible castigo hacia la humanidad: su desaparición. Otro diluvio universal hacía falta, pensaba Alphonse, sobre todo en esta putrefacta Francia-. Yo seré quien le dé el disparo de gracia a esa Bestia venida desde el Infierno.

Mallarmé seguía dudando. No confiaba en Alphonse -y hacía bien-. Había escuchado demasiadas contrariedades acerca de él, mas su fama como inquisidor le precedía.

-Genial entonces, Cardenal -segundos de tensión antes de que volviera a hablar, recostándose en el sofá y tomando la taza de té, soplando ésta para que el vapor desapareciera-. Nosotros le proporcionaremos lo necesario. Ya sabe, estancia, carruaje, y un cazador de la ciudad, quien conoce a la perfección el terreno. Su cazador... -vio el rostro de Alphonse, quien alzaba una ceja-. Cazadora, discúlpeme, ¿es de confianza?

-Tiene mi más absoluta confianza -o eso suponía de La Rive, cediendo esta vez a la proposición del consejero, y sentándose en el sofá libre-. Eso sí, participaremos bajo una única condición -una sonrisa ladeada se formó en los labios del clérigo, cruzando sus piernas y clavando la mirada en el otro-. Poder disfrutar del borgoña que tiene sobre aquella chimenea -sus ojos se dirigieron hacia la botella-. Sírvame una copa de ese vino, para celebrarlo. No me gusta el té -el consejero asintió, levantándose en pos de la búsqueda-. Por cierto... esos cuadros, los de las mujeres de Boucher... ¿están en venta?


________________________________________


A unos pocos kilómetros de Javoch, capital de la región Gévaudan;
departamento Lòzere, al sur de Francia.


El carruaje avanzaba por los caminos repletos de barro y charcos -las últimas lluvias habían sido fatales, provocando la caída de árboles por culpa de los fuertes vendavales,  creando riadas que habían hecho desaparecer algunos de los accesos más rápidos a la ciudad; de modo que los viajeros, en este caso Cordelia y Alphonse, tuvieran que dar más rodeos para llegar al lugar-. La oscuridad de la noche les acechaba; y en la expresión del cochero se podía apreciar el miedo, todos sabían que la bestia podía salir de cualquier rincón, y tenerla sobre la yugular en un abrir y cerrar de ojos.


-¿En tu... entrenamiento como cazadora, en estos tres años -tiempo en el que me abandonaste, pensó el Cardenal-, te has enfrentado a licántropos?

-¡¿Licántropo?!  -de pronto el chófer se dio la vuelta; sus ojos parecían salir de sus órbitas debido a la sorpresa, sin que a Cordelia le diera tiempo a responder-. No es una manada de lobos enfurecida? ¡Es la Bestia, de nuevo, aquí!

-¡Relájese, por el amor de Dios! -exclamó el clérigo, poniendo los ojos en blanco ante la estupidez de la gente-. ¡Y no aparte la mirada de la carretera!

Tarde, los caballos relincharon, volviéndose incontrolables. El cochero volvió a girarse, intentando que los animales se relajaran -el corazón del religioso casi le salía disparado por la boca-.  Él, el Cardenal, se asomó por la ventanilla, intentando avistar qué demonios pasaba.

-¿Q-Quién anda ahí...? -susurró el cochero, tartamudeando-. No veo nada, monseñor. Está demasiado oscuro... pero los caballos siguen nerviosos -se incorporó un poco sobre éstos, acariciándoles el lomo e intentando en vano calmarles-.

Alphonse suspiró. ¿Tan complicado era que las cosas salieran bien a la primera? Desde luego, él no iba a salir a lo desconocido. Los animales tienen un sexto sentido -o eso dicen-; ¿y si habían visto algo entre las sombras, algo invisible a ojos humanos? De La Rive conocía bien a la bestia, a pesar de las décadas pasadas. El recuerdo de su furia y de los cruentos asesinatos persistía en sus peores pesadillas. No quería volver a enfrentarse tan rápido a ello, no al menos sin tener un buen plan.


-Cordelia, como buena cazadora que eres...  -le sonrió, hipocresía al poder-. Sal y dinos que ocurre. Por favor -un por favor con retintín, burlón. Cuando en verdad el cobarde y patético es él.



Leda y el cisne; Boucher:


Última edición por Alphonse de La Rive el Sáb Feb 21, 2015 9:38 am, editado 6 veces
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Aullidos en Gévaudan - Capítulo I. - Página 2 Empty Re: Aullidos en Gévaudan - Capítulo I.

Mensaje por Alphonse de La Rive Vie Ene 09, 2015 4:41 pm



Siendo sinceros, el Cardenal no estaba para juegos. En su mente tenia la imagen del lugar al cuál acudirían -su fría atmósfera, la humedad en cada rincón, los gritos de los presos torturados-. Era una imagen atroz, una imagen capaz incluso de provocar arcadas en un ser como el clérigo. Mas, la misión era la misión. Y nadie pasaría por encima de él -¿el fin justifica los medios?-. Todo aquello -según lo que creía- lo hacía por el bien de Francia, y sobre todo por el bien de Gévaudan. Siempre aparecían daños colaterales, y uno de éstos lloraba entre las cuatro paredes de un calabazo, preguntándose cómo era posible que Dios le hubiera abandonado -cómo era posible que en verdad la propia Bestia viviera dentro del cuerpo de un supuesto Siervo del Señor-.

Aunque pudiera parecer lo contrario, lo último sentenciado por el eclesiástico no había sido un reto -ni muchísimo menos-, mas la actitud de Cordelia a continuación no es que le desagradara del todo -sí, teniendo en cuenta lo anteriormente mencionado acerca de los juegos que ella se traía entre manos-. Poco podía hacer contra aquello que turbaba su mente, aunque por fortuna -o desgracia, según se mire- estaba sobrio. Lamentablemente no había ni una sola botella de vino en aquel carruaje, por lo que las facultades de Alphonse estaban en pleno funcionamiento -es decir, lo suficientemente plenas si tenemos en cuenta de quién estamos hablando-.

Cuando separó sus piernas, de La Rive alzó una ceja, posando su mirada sobre la mujer. Podía notar en ella como pretendía manipularle -la cuestión era si se dejaba o no-. Por un segundo, optó por lo primero. Sabía que nada de aquello era real, y que la irlandesa solo pretendía demostrar -como si no lo hubiera logrado ya- quien llevaba allí la voz cantante, quién podía sobre el otro -aunque tuviera que emplear para ello sus armas de mujer-.


-Segurísimo -le contestó el arzobispo, notando como una leve carcajada se escapaba de su interior. Sus ojos azules se mantenían fijos en ella, y al comienzo se mostró impasible ante sus primeras caricias, como si pretendiera dar una imagen sobre sí mismo muy alejada de la realidad. La de un pervertido anciano, habitual cliente de los peores burdeles de París. Empero, con Cordelia todo era diferente; ni siquiera con aquella actitud provocadora podría asemejarse a las mujeres que solían dormir con el Cardenal.

Extrañado, vio como el zapato se deslizaba de su pie y respiró hondo en cuanto éste quedó desnudo ante él, sin apenas percatarse de ello su mirada reparó en la pierna descubierta de la irlandesa. Recorrió ésta de arriba abajo, para a continuación sobresaltarse, pegando un leve bote sobre su asiento, cuando ella decidió hacer acto de presencia en ciertos rincones privados de su cuerpo. Suspiró. El suspiro fue suave, ligero, y nada tenía que ver con el placer. Era más bien para recapacitar, para despejar su mente y no dejarse caer de nuevo en brazos de aquella lamia; Empusa, hija de la diosa Hécate. Monstruo capaz de convertirse en lo que se le antojara, adoptando la figura de una hermosa mujer dueña del don necesario para cegar a los hombres, debido a esta sublime belleza; aprovechándose de ellos para tomar su sangre, para finalmente devorarlos. Su Cordelia parecía una personificación de ese ser mitológico seduciendo al religioso de modo que pudiera obtener de él todo lo que deseara, parecido a lo sucedido en la habitación la noche anterior. Alphonse sabía leer entre líneas, de modo que era perfectamente consciente de lo que se paseaba por la cabeza de la británica.

No parpadeaba, apenas respiraba -no quería darle a Cordelia el gusto de verle disfrutar con aquello, ya que sería una derrota para él incluso con el goce de ello, sin embargo negar lo evidente era una estupidez-. Él mismo tenía sus propias manos sobre sus muslos, agarrándose a sus ropajes para procurar guardar la calma. No iba a dejarse embaucar por una mujer tan fácilmente, aquella imperfección creada por Dios no tenían la misma fuerza que los hombres -a ojos de Alphonse-. Cuando ella murmuró las últimas palabras -volviendo a respirar, por fin, sin temor a ahogarse-, relajó sus sudorosas manos. No obstante, aquello no se quedaría así como así. Permitió que sus ojos se fueran hacia donde ellos más anhelaran, es decir, al insinuante escote de su acompañante. Luego oteó -una vez más- las descubiertas piernas de la cazadora cuando las dispuso a su lado, sus antes inamovibles manos decidieron deslizarse suavemente por las susodichas; posteriormente el clérigo se incorporó, y poco a poco se acercaba hacia Cordelia, anteponiéndose a lo que ella parecía tramar -de igual forma que sus manos se abrían camino entre los muslos de la irlandesa, adentrándose hacia dónde no debían-. Terminó prácticamente apoyado sobre la mujer, apretando con fuerza la carne de ésta, a la vez que -como ya había ocurrido en otras ocasiones- dejaba los labios propios a pocos milímetros de los ajenos -los cuáles le parecían demasiado apetitosos-. Y como colofón final, una sonrisa de autosuficiencia.


-Nunca he tenido dudas, Cordelia. Y nunca las tendré -susurraba sobre la boca ajena, con una voz ronca poco propia en él -. Dios es sabio, y nos creó de modo que pudiéramos disfrutar los unos de los otros. ¿Cómo negarme a la mitad de los placeres? -mientras hablaba, su mirada descendía de nuevo hacia su pecho semidescubierto-. Eso sí que sería una terrible herejía, ¿no crees?

Y como si de un arrebato se tratara, volvió a su posición inicial. Sentado en su asiento con las piernas cruzadas. Y la sonrisa dominando en su imagen. A través de la pequeña ventana del carruaje se podía avistar, no demasiado lejos, lo que parecía ser una imponente fortaleza -¿medieval, podría ser?-. Desde el inicio de aquel pequeño paseo, fue la primera vez que dejó de mirarla para deleitarse con lo que para él era una creación divina. Y su sonrisa se hizo aún más evidente si cabe.

-Ya hemos llegado -dijo finalmente, observando como aquella fortaleza se iba volviendo más majestuosa según avanzaban, según se acercaban.
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Aullidos en Gévaudan - Capítulo I. - Página 2 Empty Re: Aullidos en Gévaudan - Capítulo I.

Mensaje por Cordelia Holtz Dom Ene 11, 2015 10:16 am



La actitud de Alphonse de La Rive en aquel carruaje no daba pie a sometimiento alguno por su parte. Cualquiera podía ser el idiota que se diera cuenta fácilmente de ello  y Cordelia Holtz a veces sí que pecaba un poco de idiota. Lo suficiente en este caso como para percatarse de la poca predisposición del clérigo, pero aun así seguía regodeándose en su juego. Ella lo sabía, él lo sabía y ella sabía que él lo sabía, ¿motivo para parar? Nunca.

Las manos del Cardenal recorriendo las piernas de la mujer.  Presentándose en aquel acto la calma y delicadeza propias del que intenta esconder la aspereza de sus armas y confundirlas con la suavidad de las contrarias. Alzándose poco a poco, derribando los enemigos que fuera necesario por el camino y plantándose sin reparo ante las puertas del castillo rival con la intención de tomar éste y proclamar a los cuatro vientos su victoria. Poco le faltó al hombre para abrir las puertas del castillo, mas sólo se trataba de una pequeña toma de contacto que le asegurara un mejor  estudio de la fortaleza enemiga, así como de sus defensas. Débiles, curiosamente. Cualquier caballo de Troya atravesaría las puertas sin cruzar un atisbo de sospecha por la mente de aquellos que las salvaguardaban. ¿Tan sencillo era traspasar las barreras de la cazadora? ¿O es que el Cardenal tenía alguna clase de privilegio debido a los años que habían convivido ambos, tolerando al otro?

Difícil era mantener la compostura ante la mirada del Arzobispo una vez se hubo acercado a la irlandesa. Una mirada que arrasaba con todo, que te decía cuál era tu posición en aquella contienda, por debajo, siempre por debajo. Una mirada que no daba lugar a juegos y provocaba la mayor de las incomodidades. La seguridad y la decisión mismas dirigidas hacia aquellos ojos marrones, los de la mujer, aumentando levemente su respiración y dando por acabado el juego como el que finaliza una conversación valiéndose de un fuerte golpe asestado en la mesa. Las insinuaciones de la cazadora podían serle sugerentes al Cardenal, pero la mujer temía en muchas ocasiones que éste enloqueciera llegados a determinado punto, lo suficiente como para hacer las cosas por la fuerza sin importar la opinión de ella.  Por eso su juego no podía permitirse llegar nunca hasta el final y sólo quizás en determinadas ocasiones había sabido llevarlo de tal manera que la situación se le había tornado favorable. Sin ir más lejos, la noche anterior. Jugando a contracorriente, frente a un hombre que más que hombre era todo vino, un hombre que había decidido tomar a la mujer y en su cabeza pocas cosas podían persuadirle de lo contrario. Por suerte para Cordelia, la rendición se utiliza de igual forma como arma en ocasiones, minando las defensas del enemigo sin que éste se percate tan siquiera de ello. Así fue como finalmente la rendición de la presa trucó la derrota de la bestia. Mas aquella victoria nunca sería completa, sino sólo la primera de muchas –la segunda si contamos lo acontecido en el Palais-Cardinal- donde, por desgracia, alguien como el Cardenal aprende de sus errores e intenta omitirlos en la próxima campaña.

¿Llegado? ¿A dónde habían llegado? Cordelia, la pobre tonta, tan absorta en lo que sucedía en el interior del carromato que ni tenía constancia del movimiento de éste.

- ¿Dónde estamos? ¿Qué hacemos aquí, Alphonse? – asomando la cabeza por la ventana del carro, divisando la fortaleza y confusa en exceso no sólo por el lugar sino también por la cortesía de su acompañante, ayudándola en su tránsito del carro al suelo, creyendo incluso que tanto secretismo y amabilidad no eran más que la propia respuesta en sí: voy a matarte. A fin de cuentas, no era la primera vez que ocurría algo similar. A sus oídos habían llegado historias sobre Alphonse y sus muchas amantes. Amantes aprovechadas, pero realmente tontas que pretendían jugar con el hombre cuando, en el fondo era él el que se jactaba de ellas y unas vez aburrido, las desechaba ordenando a sus guardias que nunca más turbaran sus sueños. Dejando a las pobres gritar pidiendo misericordia.

¿Qué podría gritar Cordelia? Tendría que pensarlo rápido, pues al lado de De La Rive nunca sabías cual podía ser tu último aliento.
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Aullidos en Gévaudan - Capítulo I. - Página 2 Empty Re: Aullidos en Gévaudan - Capítulo I.

Mensaje por Alphonse de La Rive Vie Ene 23, 2015 2:17 pm



Incontables barbaridades han ocurrido -ocurrren y ocurrirán- en diferentes fortalezas, cárceles o prisiones. Aquella, situada a las afueras de Gévaudan, no era la única en la cuál varios de sus supuestos delincuentes vivían o morían según los deseos del Cardenal. En la capital, París, sobrevivían varios libertadores ocultos en las tinieblas de la Bastilla -quien le iba a decir a aquel ingenuo clérigo que todo, absolutamente todo lo logrado bajo el dominio de la Iglesia y la realeza, se vería envuelto en un montón de polvo y ruinas, gracias a  los abanderados de la Revolución-. Pero ah, hasta entonces, él, Alphonse de La Rive, ejercía como si de un alcaide se tratara entre los pasadizos, sonriendo ante el aparente dominio que desempeñaba bajo su férrea mano. No perdonaba, a pesar de su servicio a Dios.

Los recuerdos que florecían a causa de la contemplación del lugar parecían clavarse en su interior como si trataran de invisibles puñales dispuestos a obligarle rememorar todo aquello que ya creía olvidado. Pobre iluso. La fortaleza se alzaba ante sí, la piedra que la creaba, las altas torres desde donde se podía vislumbrar el interminable bosque y la región de Gévaudan, la capital y los pueblos cercanos. Algunos guardias, ataviados de rojo -lo que indicaban a quiénes servían, al propio de La Rive-  avanzaban de un lado a otro, vigilantes ante cualquier extraño movimiento. Un foso rodeaba la muralla, como si al atravesarla viajaran en el tiempo, a siglos pasados, cuando los señores feudales gobernaban y éstas fortalezas eran las encargadas de velar por la seguridad de sus habitantes -aunque, siendo sinceros y objetivos, poco había cambiado después de tantos años. Seguían gobernando los de siempre-.


-Trabajo, Cordelia -le dedicó una extraña mirada, a juego con su cínica sonrisa-. Solo trabajo, nada más, ¿vamos?

Hizo un gesto con la mano, indicándole que avanzara. El cochero dio vuelta atrás, desapareciendo por el camino que les había llevado hasta allá. Alphonse caminó hasta la entrada, guiando a Cordelia. Cruzaron el puente que separaba la tierra que pisaban del foso, atrevesando por fin la fortaleza. En verdad, estaba casi vacía. Solo se encontraban de vez en cuando con algún que otro guardia -no sólo vestidos del color del propio cardenal-. El techo estaba cubierto de humedades, lo que creaba charcos de mugre en el suelo. Se escuchaban gritos y plegarias lejanas, el viento azotado por golpes de latigazos. Según cruzaban el umbral de aquel infierno en la tierra, las ventanas desaparecían y la oscuridad del lugar les invadía. ¿Qué recuerdos podían ser nombrados? Fácil. Alphonse sabía que ahora mismo, él y Cordelia pensaban lo mismo. Lo que había ocurrido ya tiempo atrás, cuando una pequeña irlandesa se vio a la merced de un sádico y chiflado eclesiástico. Después de todo, aunque se pudieran diferenciar, todas las prisiones eran parecidas, en todas se podía apreciar aquel aroma a putrefación y muerte. Sangre y dolor.

De vez en cuando, de La Rive, echaba un vistazo atrás, asegurándose de que la señora Holtz le acompañaba, de que no se hubiera desmayado, o aún peor, que hubiera vomitado -tampoco le reprendería por ello. Era algo comprensible tras lo que a ella le tocó vivir-. Por fin, llegaron hasta dónde debían llegar.


-Ilustrísima -uno de los guardias parecía esperarle. Hizo una exagerada reverencia al cardenal, y una pequeña inclinación de cabeza a Cordelia-, señora... si me acompañan, por favor.

Alphonse asintió, siguiendo al guardia y llegando hasta un cojunto de celdas, todas vacías excepto la última. Allí, atado a unos grilletes en la pared, completamente desnudo y cubierto de suciedad, reposaba lo que parecía ser un hombre no mayor de treinta años. Su cabello largo y descuidado, la barba sin recortar propia de un vagabundo, indicaban que ya llevaba cierto tiempo allí. Las marcas en sus tobillos, heridas todavía sin costra formada, daban a entender por otro lado que también había sido inmovilizado de piernas. Tanto las uñas de sus pies como las de sus manos estaban arrancadas, y algunas ya infectadas. Si le daba por abrir la boca, se podrían apreciar varios dientes y muelas arrancados con saña.

Alphonse abrió la celda con la llave que el guardia le cedió, indicándole a Cordelia que permaneciera aún fuera. Que no se acercara.

Unos pocos pasos y se situó frente al reo; posó algunos de sus dedos sobre la barbilla de éste, obligándole a alzar el rostro y golpeándolo con la que le quedaba libre.


-Venga, espabila. ¡Rápido! -le gritó Alphonse, tan cerca de la boca ajena que incluso salpicó ésta, escupiendo debido a la rabia de su grito.

El que parecía ser un pobre prisionero, entreabió sus ojos a duras penas. Intentando huir -sin éxito, lógicamente- de lo que para él era el mismísimo Diablo, Alphonse de La Rive.


Última edición por Alphonse de La Rive el Jue Ene 29, 2015 4:14 am, editado 1 vez
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Mensaje por Cordelia Holtz Sáb Ene 24, 2015 9:16 pm


Bueno, entonces digamos que no quería matarla. Únicamente ver como sufría. Mucho más acorde al estilo de De La Rive, desde luego. Siempre pensando en los demás. Pensando en cómo aquel lugar podría incomodar a la mujer, los recuerdos que reviviría y que probablemente su odio hacia él se acrecentaría no sólo por lo que tendría que ver a continuación, sino por los recuerdos de lo ya sucedido. Tan considerado como siempre, este Alphonse podría estar pensando la cazadora de no ser porque estaba demasiado ocupada apretando los dientes, elevando su vestido para evitar el contacto con la mugre y clavando su mirada en el Cardenal. ¿Por eso esa actitud tan afable minutos antes? ¿Para compensar lo próximo, Alphonse? ¿O simplemente para burlarte? Pero no era ese odio en constante crescendo el sentimiento que dominaba a la cazadora, sino que ésta era doblegada por el miedo, la angustia y la nostalgia que la invadían con cada uno de los gritos que llegaban a sus oídos. Cada vez le costaba más caminar. Con cada grito, el eco de un latigazo y con cada eco, la mujer pausaba su marcha. Patético y penoso. Ella bien tildó así a lo que hizo a continuación, y es que no  pudo evitarlo. Se adelantó a paso ligero intentando rehuir que más lamentos la turbaran para situarse al lado del Cardenal y agarrar su brazo. Como una niña pequeña y orgullosa, caminaba cabizbaja y evitando la mirada del hombre, negándose a leer en ella cuan débil y asustadiza era todavía ésta ante situaciones similares. Daba igual la cantidad de ellas que se hubieran sucedido a lo largo del tiempo, pues nunca podría con ellas. Nunca. Y el francés… ¿qué menos podía hacer que prestarle su brazo? Después de latigarla, después de ser el responsable de tantas de las desgracias que volvieron azabache la cristalina vida de una joven Cordelia… ¿qué menos podía hacer que prestarle su brazo?

Una vez llegaron a la celda, de La Rive se soltó del brazo de la irlandesa, advirtiéndole que por el momento se mantuviera al margen. Sin embargo, y aunque no contemplara la escena, aquellos barrotes no dejaban nada a la imaginación. Todo se oía y todo se intuía. Rogando ésta porque la curiosidad no acabara con ella, la cazadora se asomó lo suficiente para entrever lo que estaba sucediendo en su interior y volver la cabeza a su posición natural al poco rato. ¿Qué momento mejor que aquel para dejarse llevar por sus emociones y precipitar rápidamente aquel sollozo que había estado reprimiendo con anterioridad? No podía incorporarse al resto de afligidos que dejaban escapar sus lamentos, así como tampoco demorarse en sus lágrimas. Era importante que éstas desaparecieran en un suspiro ya que Alphonse seguramente no tardaría mucho en requerirla y por desgracia, así fue. Alzó su mirada, con lágrimas inexistentes ya, pero ojos turbados todavía y fue entonces cuando el rostro de De La Rive se encontró con el suyo.

- ¿Por qué tengo que estar aquí, Alphonse? ¿No puedes... hacer lo que tengas que hacer y contármelo luego? ¿O es que acaso tú vas a ser el demonio al que... ese de ahí -señalando hacia dentro siquiera sin mirar- va a ocultar sus planes mientras que yo voy a ser el ángel al que se los cuente? Hace mucho que perdí las alas, no sé si te has dado cuenta. Desde el día en que me tocaste con tus sucias manos -rencor a flor de piel que aquel lugar no hacía más que alentar-.
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Aullidos en Gévaudan - Capítulo I. - Página 2 Empty Re: Aullidos en Gévaudan - Capítulo I.

Mensaje por Alphonse de La Rive Sáb Feb 21, 2015 10:32 am



Lo peor de Alphonse de La Rive no era su crueldad, si no el hecho de no ser consciente de ella. Sus actos llenos de ingenua malicia, los caminos que labraba hacia el mismísimo Infierno a todos aquellos dispuestos a tomar su mano, sus palabras cargadas de ira, sus miradas repletas de resquemor... La mayoría eran inconscientes. Poco importaba que tratara con un desconocido, o con su querida Cordelia. Ella, lógicamente, no era como el resto de la humanidad. A ojos del eclesiástico, su espía más preciada era algo que no podía etiquetar de ninguna forma. Demasiados años, demasiada dependencia -por parte de ambos-.

Por eso, apenas notó el miedo de la muchacha -sí, muchacha a pesar de su edad. Después de todo, el francés era mucho más mayor que ella-; poco importaba el hecho de que se aferrara a su brazo, sus andares cabizbajos o sus sollozos. El Arzobispo estaba demasiado absorto en sus pasos, en lo que acontecería en apenas unos instantes.

Ella había vivido una situación gemela a la actual. Y lo peor de todo es que el dolor lo había causado el que era la representación de Dios en la Tierra -¿acaso importaba quién sostuviera el látigo, cuando la voz que ordenaba cada golpe era la procedente del religioso?-.

El reo apenas podía con el peso de sus propios párpados. Alphonse sonreía de lado, y se giró cuando la irlandesa decidió hablar -ni una sola palabra hasta que llegaron a la celda-. Y fue, cuando por fin, se percató de las lágrimas que resbalaban por su rostro. Su ladeada sonrisa desapareció, para mostrar un semblante serio -cansado-. De pronto, lo comprendió todo. Y lo que los recuerdos son capaces de causar -él bien lo sabía-. Soltó la cabeza del preso con un gesto de desprecio, para luego limpiar sus manos con sus propios ropajes. Unos pocos pasos y se situó justo delante de la supuesta cazadora. Debía aprender, sobreponerse al pasado si quería continuar trabajando para él -ah, cuán estúpido era... ¿realmente se creía sus propias palabras? Aunque Cordelia le tratara como se mereciera, aunque Cordelia le traicionara, le mintiera... él no podría apartarla de su lado. Lo que sucedió años atrás fue por una situación diferente, vida o muerte-.


-¿Te parece que ahora mis manos están lo suficientemente limpias, Cordelia? -se burló, llevando éstas hasta una de las mejillas de la mujer. Le retiró un par de lágrimas mientras su rostro se mantenía firme, sin apenas un atisbo de sentimiento reflejado en él. Todo actuado, claro. Que no mostrara lo que sentía no quería decir que su alma estuviera completamente podrida-. No creo que, en verdad, te importe demasiado el hecho de que te toque o no. Los actos hablan por sí solos -y dicho esto, se dio la vuelta. Volvió hasta lo más oscuro de la celda, colocándose al lado del pobre hombre, cruzándose de brazos y apoyándose en la pared-. Él es el sacrificio por el perdón de nuestros pecados, y no sólo por los nuestros sino por los de todo el mundo -recitando versículos del Evangelio según San Juan-. Querida mía. A veces son necesarios ciertos sacrificios por el bien común. ¿Crees que a mí no me duele torturarle, crees que no me dolieron los latigazos que tú recibiste? -manipulación. Y quizá fueran solo imaginaciones suyas, pero las propias cicatrices que había dibujadas en su espalda, comenzaron a resquemarle. Se removió, entrecerrando los ojos antes de añadir-. No te fíes, jamás, de las apariencias. Ahora, eres una cazadora. Y como tal, debes aprender a manejar esa posición. Cordelia, esta gente -de nuevo abrió sus ojos por completo, señalando al preso- no son como tú y yo. Ellos disfrutan con el dolor ajeno, ellos causan dolor por el simple hecho de causarlo -¿y no era así también Alphonse, en verdad?-. Debemos acabar con esta plaga, así nos lo ordena la Iglesia. Y así debería ordenártelo la razón. Ni siquiera es humano, ¿comprendes? -una pequeña ventana en la celda, y los azulados ojos del religioso perdiéndose en ella-. Cuando la luna aparezca en lo alto, él mutará en un ser terrible. ¿Lo entiendes? Él sabe que sucede en Gévaudan. Y nosotros debemos averiguarlo.

Alphonse tentando a la suerte. Alphonse creyéndose superior a lo que le rodeaba -y así le iba...-. Posteriormente, el castigo. Un castigo merecido por lo que acababa de decir. Cuando el ser humano -o lo que sea- lo ha perdido todo, deja de temer. Y eso le había sucedido al preso... No temía al Cardenal. Conocía su fin, sabía que sería allí mismo. Por esa razón decidió hablar, ante la sorpresa de los allí presentes.

-Monseñor de La Rive... -susurros, una voz casi apagada. Alphonse, de pronto, le prestó toda la atención. Le miró dubitativo, con ambas cejas alzadas. Creía que ya había perdido la más ínfima parte de sus fuerzas-. ¿Sabe quién soy, a quién sirvo...? -una risa, una arcada de sangre tras ello. Escupiendo esa sangre al suelo, para luego sonreír al religioso. Sus dientes manchados con aquel líquido rojo-. Esa plaga está más cerca de lo que usted cree.... ¿Confía en alguien, señor, en esta región de Gévaudan...? Incluso los más jóvenes y... en apariencia ingenuos... pueden tener en su interior la peor de las bestias. ¿Comprende usted esto? -la sonrisa perpetúa-. Los recuerdos le hacen sufrir, ¿verdad? Según... tengo entendido Angelo fue un soldado pésimo. Nunca acabó con el monstruo de Gévaudan, ¿me equivoco? -Alphonse respirando aceleradamente. Debía relajarse o si no lo peor de sí saldría a la luz-. Ah... y la enfermedad aquella... ¿no tuvo que dejar una misión abandonada por no ser lo suficientemente... válido?

-Cállate -articuló el religioso, volviendo a situarse frente al preso. Le agarró del sucio cabello, logrando que las miradas de ambos se cruzaran otra vez. Mas el reo parecía, incluso, disfrutar con ello-. ¿De qué hablas? ¿Quién te ha contado todo eso?

-Pregúntale al joven Jean... pregúntale a su padre. Al hombre tan respetado... -y una carcajada tras otra. Alphonse le soltó, dando algunos pasos hacia atrás-. La historia se repite, padre.



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Fin del Capítulo I - Aullidos en Gévaudan.
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