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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

¿Estás dispuesto a regresar más doscientos años atrás?



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Mensaje por Cordelia Holtz Jue Dic 25, 2014 5:06 pm

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En 1592 la polémica figura del conocido Johann Georg Faust sirvió al escritor Christopher Marlowe como inspiración y obsesión durante el tiempo que tardara en escribir su Trágica historia del doctor Fausto. Marlowe, haciendo acopio de los nuevos aires de humanismo presentados por aquella época isabelina que poco a poco comenzaba a romper las cadenas opresoras de la Iglesia, nos ofreció un protagonista acorde a la época, un isabelino en potencia que tentaba a ciegas el camino contrario a Dios.
La leyenda del auténtico Johann Georg Faust –si es que alguna vez existió- no hablaba de pactos con el Diablo. Pues sólo las mentes más alocadas y las personas más deslenguadas se atrevían a sugerir tal cosa. Su simple semblante una vez muerto conjuró cientos de habladurías a cada cual más inverosímil, siendo finalmente sus ilícitos negocios con el Demonio los que complacieron los oídos de todo aquel deseoso por escuchar una buena historia.

Numerosos ejemplos a lo largo de los años se han tornado similares, convirtiendo cuentos de viejas en historias que se postergan años y años hasta que nadie se atreve a dudar de su veracidad.
Como ya sucediera tiempo atrás con la más que usada figura del doctor Fausto, otros muchos fueron convertidos en mártires y sobre sus hombros pesó durante años el bochorno de la culpa –auténtica o no-.

Cordelia Holtz no aceptaba la existencia de Dios. Todo lo contrario le sucedía con el Diablo, pues había presenciado cosas que ella creía escapadas del mismísimo Infierno. Aún con éstas, adoraba las iglesias, su inmensidad, su belleza, era injusto que todo perteneciera a ese Dios que no se dignaba a aparecer cuando ella más lo necesitaba. Cuando cualquiera lo necesitaba.
No fue extraño entonces que una vez se enteró de las buenas nuevas, su interés se centrara exclusivamente en una única persona. Maravillada por el misticismo y la incongruencia de la religión, posó sus ojos –no los suyos propios, sino los de todo aquel acostumbrado a ceder en sus encargos- en una de las figuras más imponentes e importantes de aquellos escritos. Pues en teoría vagaba por calles parisinas escondiendo su auténtica naturaleza. Nada bueno podía salir de una figura similar y la irlandesa no estaba dispuesta a cruzarse de brazos, sino que, en actitud curiosa y decidida pretendía situarse tarde o temprano frente a éste, en busca de respuestas.
No obstante, la cazadora era consciente de sus debilidades. Diez años dedicados a la extorsión y otros tres al juego de la caza. Ni siquiera como profesión, simplemente un juego. Un apodo sin más que la distinguía del resto de mujeres de clase alta, pero que no le otorgaba lo suficiente para considerarse peligrosa o letal –por mucho que sus labios dijeran lo contrario en un sinfín de ocasiones-. Constantemente a la espera de ese puntapié tan merecido que la alejara de la caza. Sin embargo, ahí estaba. Tres años actuando como la mayor farsante del mundo. Sorprendida de sí misma y de su capacidad interpretativa con el paso del tiempo.

A lo largo de los días y una vez recopilada información suficiente, animada ésta por la impaciencia que recorría su cuerpo según se iban sucediendo las lunas, la mujer se decantó por actuar. Desde la sombra y con engaños, desde luego. Como siempre. Dedicó en secreto un número impar de misivas al hombre en cuestión que hizo depositar en su correo y propició un encuentro basado en falsedades y patrañas valiéndose de su ingenio –escaso a veces, todo hay que decirlo, pues no podía atisbar la magnitud o quizás el peligro de aquello en lo que estaba a punto de meterse-. Excitada en exceso, apresuró un encuentro con aquel hombre en las oscuras calles de París, esperando no tener que pronunciarse y confiando en la capacidad de cualquiera –ya fuera hombre o ser sobrenatural- para intuir unos pasos a compás con los suyos y una sombra cerniéndose sobre él.  No es que con los años hubiera perdido esa capacidad desarrollada en el tiempo para convertirse en un auténtico fantasma, sino que en este caso no quería desaparecer, sino sólo jugar. Jugar al gato y el ratón pero sin establecer roles fijos, dejando que la noche hiciera de las suyas y fuera ésta finalmente la que jugara con ellos.

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Mensaje por Baldric Purcell Mar Ene 27, 2015 10:24 pm

«¿Te interesa expiar tus culpas?», la pregunta, la última línea de alguien que firmaba sus misivas como M. M., revoloteaba en su cabeza como un ave herida que lucha por escapar. ¿Le interesaba? A veces parecía que no, y a veces un deseo arrebatador de hacerlo le incendiaba el alma.

Baldric había pasado por demasiadas etapas en su existencia a estas alturas, incluso comparado con vampiros más antiguos que él, que los había, bastantes. Por eso estaba bien claro en lo que era ahora, más allá de ser Conde, un título nobiliario que no había pedido, como tampoco había pedido ser el traidor histórico, y ahí estaba, ¿no? Ahora era escritor, desde hace algunos cientos de años había dedicado sus esfuerzos nómadas al arte, pero hasta hace relativamente poco volcó sus afanes a la escritura, y asumido como tal, ¿iba a dejar escapar un misterio que tenía tan claro? No era tonto, por supuesto que no, ese remitente anónimo (M. M. no podía contarse como una identidad) parecía hablarle directamente a él, sus palabras versaban en un idioma más profundo, uno confeccionado para que sólo sus ojos pudieran percibirlo en forma de palabra escrita. Pero sus ojos, los verdaderos, los de Judas que aún deambula por la Tierra como el real Judío Errante.

Por supuesto, no podía adivinar si dichos mensajes casi encriptados iban con alguna intención ulterior. Y si así era, ¿también iban dirigidos con dolo? Para disipar sus dudas sólo había un camino y de todos modos, con los años y las cicatrices, Baldric no era alguien que evitara la verdad, a pesar de la ironía que representaba el hecho de cambiar constantemente de nombre para seguir avanzando en sus vesanias.

No había contestado ninguna de las cartas, porque no tenía a dónde o a quién dirigirlas, pero esa, su vagar nocturno por los callejones parisienses era la respuesta. Pidió a su cochero, un hombre rubio y enjuto originario del imperio que lo dejara en una zona más transitada incluso a esas horas, y él, en solitario, caminaría. ¿A dónde? Buena pregunta. Sólo se echó a andar pidiéndole al hombre que lo esperara ahí, en ese punto, aunque fue incapaz de hacerle la promesa de que no tardaría, cómo podía saberlo.

Se adentró en los callejones que eran como fauces de bestias quiméricas. Oscuros y atroces, pero que no representaban amenaza alguna para el conde, envuelto en una capa de viaje negra y con traje a juego, resaltado la palidez de su rostro, que aun así, conservaba cierto tono oliváceo del mediterráneo asiático. Entonces se detuvo ante una figura que aún no lograba distinguir. Juntó ambos pies y se quedó recto, esbelto como cuchillo.

Debo suponer que no muchas otras personas estarán interesadas en estar en este lugar, a esta hora y que tú eres a quien busco —anunció con voz firme, calmada y fuerte, como un rey que hace una proclama—. Considerando la naturaleza de sus mensajes, no me sorprende el lugar elegido, pero permítame decirle que la duda ha sido plantada y vengo a despejarla —continuó con ese mismo tono casi monótono. Ahora que estaba ahí, y aunque aún no se acercaba lo suficiente para ver el rostro ajeno, identificó que se trataba de una mujer, pero algo dentro, muy dentro, parecía siempre haberlo sabido.



Off: Lamento la tardanza, estaba de ausencia pero ya estoy de regreso, espero todavía te interese llevar este tema.


Última edición por Baldric Purcell el Lun Feb 09, 2015 10:14 pm, editado 1 vez
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Mensaje por Cordelia Holtz Miér Feb 04, 2015 3:03 pm


El juego de sombras propio del callejón era de agradecer, resguardando momentáneamente la identidad de la cazadora hasta que ésta se decantara por salir de la penumbra. Su voz comenzó a recorrer el lugar mientras sus ojos hacían lo mismo con el Conde.

- Se sorprendería si supiera sobre qué cifra ronda el número de transeúntes que se pierden por estos callejones al caer la noche. Pero dígame, ¿quién es usted y por qué yo debería ser más que una salteadora que le está tendiendo una emboscada?

Pero la historia que propició tal pregunta, más aún, la historia por la cual el vampiro y la cazadora se encontraban ahora frente a frente, tenía sus orígenes en una conversación que precedía a ésta. A ojos ajenos, la irlandesa se definía por su lealtad. Sólo ella y el hombre para el cual trabajaba día y noche sabían de la letra pequeña en aquel acuerdo de lealtad y el confuso y adulterado significado de la palabra. Muchos otros intentaban contactar con la mujer, pero únicamente conseguían evasivas por parte de ella. Pocos requerimientos solían llamar su atención. Sin embargo, cuando así sucedía, Holtz se entregaba siempre a una causa que la ataba de pies y manos, doblegándola cual esclava de su propia decisión, hasta convertirse ésta en obsesión.

El Santo Sudario, la Sábana Santa, la Síndone. Tantos nombres que no aseguran una correcta protección, una seguridad que roce lo extremo digna de reliquia semejante. Por el contrario, dejan a ésta expuesta, en el punto de mira de un sinfín de fanáticos interesados o discrepantes informados. Curiosa fue la reacción cuando aquel vestigio desapareció: sorpresa. Algo bastante absurdo dadas las características descritas anteriormente. Decenas de profesionales fueron contratados alrededor del globo en pos de la antigualla de turno y éstos a su vez, contactaron con la cazadora –entre otros muchos dispuestos a colaborar-. Un encargo singular que permitía a la irlandesa ser conocedora de toda la información que precisara –así como de la necesaria para asegurar su protección en muchos ámbitos-.

Llegados a este punto,  ¿qué tiene que ver el asunto del sudario con las cartas? ¿Y con el Conde? Ciertamente aquellas cartas no eran más que el derroche de imaginación de alguien en busca de atención. ¿Demasiada imaginación para un simple toque de atención? Sí, pero la inspiración pocas veces es fácilmente controlada y la británica quizás se diera cuenta ya tarde de en donde se estaba metiendo valiéndose de más mentiras que palabras. De nuevo, ¿por qué el Conde? Conocer las habladurías locales era bastante práctico en ocasiones, pero que altos cargos de la Inquisición hicieran las veces de informadores era mil veces mejor. No sólo dejaban en el punto de mira a todo aquel que se saliera de lo corriente, sino que instaban a la cazadora a seguir sujetos clave marcados a rojo con el sobrenombre de posible sospechoso. ¿Qué mejor personaje a investigar entonces que el conocido históricamente como antagonista de Jesucristo? Aquel que compartió su diestra como hiciera el mismo Demonio antes de ser expulsado del Cielo para descender a los Infiernos. ¿Quién podría estar más interesado en acabar con todo lo referente a su maestro? Judas, traidor de traidores. Ansioso por despojar a la Iglesia de todo lo que le queda y buscando la caída de la Inquisición de forma desmesurada.
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Mensaje por Baldric Purcell Lun Feb 09, 2015 10:49 pm

Se quedó en su lugar muy quieto, a la expectativa. Entornó ligeramente la mirada, pero por sí sola, la desconocida develó su figura delineada por un halo argento cortesía de la luna que se filtraba por aquellos estrechos callejones. Sonrió apenas al escucharla, si bien ahora podía tener una mayor certeza sobre las facciones ajenas, la oscuridad todavía imponía su presencia entre ambos. Aguardó pero no hubo más.

Tras pensárselo un par de segundos, avanzó cauteloso, pero firme. Lo hizo en sesgo, para acercarse, pero no demasiado. Los años lo habían maleado precavido y con justa razón. Tampoco tenía poderes que excedieran a los de otros en su posición —de inmortalidad— pero podía oler el peligro, por ponerlo en palabras llanas, y la mujer, M. M. cualquier cosa que esas iniciales significaran, hedía a ello.

¿En verdad necesita que te diga quién soy? —Fue ambiguo adrede, en sus misivas la mujer parecía saber mucho sobre él—. Usted y yo sabemos a qué nos estamos enfrentando, no es sólo una tunante nocturna esperando por la víctima de la noche. ¿En serio cree si quiera que pudiera ser yo la presa de alguien? —Su sonrisa se hizo más evidente y volvió a moverse con sutileza casi felina, salvó al fin la distancia entre ambos y se quedó a un palmo de la mujer.

Olió a profundidad. Olía distinto a lo que había percibo antes de cualquiera. Si tuviera que definir ese perfume, ese mismo que antes le alarmó con peligro, sin duda lo describiría como misterioso, no sin sus matices de riesgo, claro.

Eme y emeM. y M.—, ¿qué quiere decir eso? ¿Y qué interés tiene usted en mí? Soy sólo un conde… —echó el cuerpo hacia atrás para volver a obligar una distancia entre ambos, pero no tanta como la anterior, seguía cerca, como una espada de doble filo; podía atacar o defenderse, pero podía ser atacado o ser rechazado con la misma facilidad. Dijo aquello con cierta sorna que brilló como lo hace la punta de una flecha, precisa y letal. Sólo un conde, dijo con seguridad, pero también con algo de burla intrínseca. Baldric era todo, menos sólo un conde.

Podemos pasarnos la noche entera tratando de descifrar el uno al otro, o hablar con claridad desde un principio. Usted y yo sabemos, de todos modos, que no puedo quedarme hasta el alba —continuó con voz baja. Era paciente, cuando traía recompensas serlo, pero en esta ocasión todo le pareció un ejercicio más bien fútil.

A veces, uno al ver al conde Purcell no se imaginaba lo que en verdad era él. Todo lo que era él. Usualmente sosegado y meditabundo, no dejaba de ser ese demonio terrenal que la Biblia se ha encargado de lastrar una y otra vez. Tampoco dejaba de ser un ser nocturno sediento de sangre, mortífero y sombrío. Era un ventaja, una muy grande que tenía de su parte, el traje de humano que vestía estaba muy bien confeccionado
.


Última edición por Baldric Purcell el Lun Feb 23, 2015 5:39 pm, editado 1 vez
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Mensaje por Cordelia Holtz Mar Feb 17, 2015 9:17 am


Las palabras del Conde: La presa de alguien. Era evidente que no, pero ¿hacía falta decirlo? Como si el materializarlo a base de palabras lo convirtiera en real, como si necesitara tal seguridad y al mismo tiempo, dejar claro a la cazadora que su posición seguiría siendo inferior tanto en la penumbra como fuera de ella. Pero ¿qué importaba eso? Al fin y al cabo grandes personalidades a lo largo de la historia habían comenzado siendo únicamente picardía y nada más. Bolsillos vacíos, cabeza hueca, pero desparpajo y suerte, mucha suerte. Giacomo Casanova: abogado, médico, astrólogo… y todo sin tocar un libro. Rico, en apariencia. Sus sedas al principio ni siquiera provenían de China, eran sólo imitación. ¿Y luego, qué? Se codeó con Rousseau, Voltaire, Madame de Pompadour, Mozart, Catalina II de Rusia, Federico II de Prusia… y pudo probar las camas de las mujeres más ricas de la alta sociedad. De una en una, de dos en dos, hermanas, marido y mujer… la lengua de Casanova no conocía fin ni dentro ni fuera del dormitorio. ¿Por qué cualquiera no podía tomar su ejemplo?

- Verá, hay un popular cuento escocés que habla sobre un zorro y un ganso. ¿Quiere que se lo cuente? No importa, lo haré de todas formas –las historias vecinas siempre salvándole la vida. Era imposible no empaparse de esta cultura aun viviendo en Irlanda-. Cierto día, el zorro… llamémoslo Baldric, ¿qué le parece? Pues bien, logró capturar un exquisito ganso que dormía plácidamente junto al lago. Lo sujetó por el ala y comenzó a imitar sus cacareos, burlándose del atemorizado ganso. A continuación, le dijo: Si tuvieras atrapada una sabrosa presa como la tengo yo, con mi boca y mis zarpas, ¿qué harías con ella? A lo que el ganso le contestó: ¡Que pregunta más fácil! Uniría mis manos, cerraría los ojos, bendeciría los alimentos que voy a tomar y a comer. El zorro, Baldric, estuvo absolutamente de acuerdo con la idea del ganso, así que unió sus manos, cerró los ojos y rezó piadosamente. Sin embargo, mientras lo hacía, el astuto ganso extendió sus alas y cuando el zorro abrió los ojos ya era demasiado tarde pues nuestro amigo el ganso ya se había ido y Baldric tan solo pudo lamerse los labios para cenar. Una lástima, ¿verdad? Entonces, disgustado, dijo: Que me sirva de lección y desde hoy tendré por norma que nunca en mi vida diré una oración hasta después de sentir la carne caliente en mi vientre. – ciertamente no recordaba la mitad de la anécdota, así que no había tenido más remedio que inventarse parte. - ¿Entiende ahora por qué nunca se puede dar una pelea, derrota o victoria por sentado, amigo zorro?

Había ganado tiempo, había hecho un poco el tonto y quizás confundido al vampiro sobre su auténtica nacionalidad. Lástima para la mujer haber desperdiciado el tiempo que durara la anécdota observando el atractivo del Conde y no pensando cómo salir victoriosa de aquella, pero bueno, así era Cordelia. Si no regresaba a casa con al menos un moratón o dos  no estaba contenta.

- ¿Sólo un Conde? Usted no es sólo un Conde. Usted es...  –acercándose con cautela y dejando atrás a su amiga oscuridad. Adiós para siempre- un hombre, es moreno, alto, caballeroso ¿lo ve? Un título no es más que la punta del iceberg. Yo no me defino como alguien de clase… bueno, lo que sea –cuantos menos datos, mejor. Aunque bueno, tonta de ella siempre hacía alarde de su estatus social ya fuera en un baile o robando cuadros en un museo al caer la noche. Aquellos vestidos y la suma de francos que debía haberse gastado en ellos saltaba a la vista.- Sino como… una mujer –no sabía que más adjetivos decir sin proporcionar información, así que se dejó de rodeos-. Ah no ser que usted no sea un hombre. ¿Es usted un hombre, señor Purcell, o tampoco?

¿Dónde habían quedado las iniciales M. y M.? Apartadas. Siempre había tiempo para regresar a ellas y si el Conde no tardaría en irse, lo último que podía hacer era desvelar sus cartas tan pronto. Al fin y al cabo había sido la curiosidad la que le había cogido de la mano y llevado hasta aquel callejón. ¿Se iría aún con todas aquellas incógnitas sin desvelar? Que aburrido, ¿no?

- Sí, estos callejones no son igual una vez ha amanecido. Le quitan todo el misterio a la situación –y aunque evidentemente el Conde no lo decía por eso, sino por su condición sobrenatural, ¿qué importaba?-. Pero supongo que si no existe otro lugar en el que poder conversar, la cosa acabará aquí y será el sol quien dicte el final de la velada. Piénselo, me gusta mucho hablar. Por desgracia nunca hablo de lo que debería y puede pasarse aquí demasiado tiempo oyendo los devaneos de alguien que no acostumbra a ir al grano.

Desde luego, había cientos de lugares en los que poder conversar de forma más tranquila –dentro de lo que cabe-, pero aunque la irlandesa era experta en colarse en hogares ajenos, no quería tampoco encolerizar al vampiro. O al menos no si había otras opciones. Ya no sabía cuál de todas sus mentiras contar y pocas veces la verdad es una buena opción. Desvelar tus cartas ante un posible enemigo, ¿qué tonta haría eso? Está bien, Cordelia lo había hecho en más de una ocasión, pero había aprendido la lección. O eso creía ella.

- Déjeme hacerle una pregunta, estimado Conde. ¿Cree usted en Dios como nuestro amigo, el zorro Baldric, o sólo en su persona? -por algo había que empezar.
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Mensaje por Baldric Purcell Mar Feb 24, 2015 4:22 pm

En más de una ocasión se había encontrado en posiciones de desventaja, pero un viejo dicho budista dice que cuando crees que estás perdiendo, en realidad estás ganando. Baldric había adoptado dicho mantra como filosofía, le servía para salir avante de ciertas situaciones. Como aquella. ¿Cómo aquella? Escuchó con atención la fábula que la mujer le contó, que en su fuero interno seguía llamado M. M. al desconocer otro nombre para ella. Al contrario que el zorro del breve cuento, el viejo conde daba muy pocas cosas por sentadas e iba en pos de lo mejor, siempre preparado para lo peor. Un hombre precavido, aunque había cometido erratas en el pasado. Demasiadas para su gusto, pero no en detalles como aquel. Sus errores eran más grandes y significativos a la larga. Por ahora, este no era más que un encuentro al amparo de la penumbra entre un conde (sólo un conde) y una mujer demasiado curiosa.

Sonrió abiertamente cuando bautizó al zorro como él. Un nombre que no le había dado aún, pero ella parecía demasiado enterada de muchas cosas. Era inteligente, pudo notarlo, el modo en como eludía ciertas cuestiones era magistral, se podría decir que incluso la envidiaba en ese plano. Por supuesto, los temas más esquivos resultaban aquellos que referían a su nombre o al significado de la inicial M. y su gemela. Chasqueó al fin.

Ah, pero ese zorro no sólo dio por sentadas algunas cosas, sino también su pecado fue la ingenuidad. ¿En verdad cree que puedo cometer la misma falta? —Preguntó entonces sin moverse un ápice, con los juegos de la ajada luz develando sólo ciertas partes de su rostro, y de ella, que aunque había dado pasos al frente, los altos y desgastados muros enmohecidos aún servían como manto que combate el fulgor de la luna. Su pregunta fue dicha sin mucho disimulo, el mensaje ulterior no resultaba un enigma, era claro, casi tácito. ¿A sus años podía acusársele de crédulo? Pero era una interrogante muy veraz, en ese aspecto, no buscaba más que la respuesta llana de la mujer.

Un hombre —negó con la cabeza y rio como si recibido un cumplido demasiado atrevido—. En esencia eso soy, pero ¿cuándo perdimos la capacidad de ser muchas cosas? Todos tenemos muchos rostros, y no hablo de hipocresía, sino en nuestra vida como es, adoptamos muchos papeles. Sí, veo a una mujer frente a mí —al fin se movió, alzando un brazo ligeramente, estirando la mano como si la quisiera levantar de la hierba húmeda—, pero ¿y qué más? No me decepcione, mi señora, sé que hay mucho más, pero no soy tan temerario como para intentar descifrarlo por mi mismo —bajó la mano y caminó alrededor de ella en semicírculo—, voy a necesitar su ayuda —y sonó casi… socarrón.

Se detuvo de nuevo y alzó la mirada al breve tramo de cielo nocturno que la enredada estructura de los yermos callejones dejaban entrever. Casas acaecidas y maderos rotos aquí y allá, un espacio estrecho en donde no caben carruajes ni caballos, apenas un par de personas, como ellos dos. Fue un momento oportuno para dicha acción, pues las preguntas de su acompañante lo tomaron por sorpresa, pero no se inmutó, si acaso tensó ligeramente la espalda, pero fue breve. La miró de nuevo.

¿Y usted? —Reviró la pregunta. Su sonrisa se convirtió en un gesto ladeado, como un chiquillo que se cree mejor de lo que es pero que sabe bien, la suerte siempre ha estado de su lado para lucirse, un bravucón con buena fortuna. Fue un ademán más bien natural. Carraspeó, él, al contrario que ella, no iba a esquivar las preguntas, porque como bien había apuntado su contraparte, ella disponía del día y la noche, mientras él, desde luego que no—. Creo en mí mismo, si que esto sea un síntoma de narcisismo crónico. Creo en la justicia, no la de los hombres. Creo en el trabajo, nadie te regala nada. Pero… ¿en Dios? Todo depende a qué Dios se refiera usted.

La relación de Baldric con dicha palabra y dicho concepto era complicada, por decir lo menos. Como judío, lo que en esencia era, conocía la Torá y había seguido sus enseñanzas, aunque en ese contexto intelectual, ser hijo de Abraham parecía una afrenta ante la avasallante cristiandad. Y ahí estaba, la doctrina de su maestro —el primero—, en el que poco a poco y al ver desarrollarse a los hombres, perdió la fe. Pero eso no significaba que desestimara sus enseñanzas, universales y eternas; no, lo que desdeñaba era a aquellos que portaban su palabra en vano como estandarte de guerra. Por ello no podía responder concretamente, y resultaba endemoniadamente frustrante.
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