AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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In the name of the beast || Privado
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In the name of the beast || Privado
“¿Es usted un demonio? Soy un hombre. Y por lo tanto tengo dentro de mí todos los demonios.”
Gilbert Keith Chesterton
Gilbert Keith Chesterton
Disfrutaba de mecer a su nieto. Apoyarlo contra su pecho, sentir su suave respiración acariciándole la garganta. Le agradaba observar su boca pequeña, sus ojos de pestañas largas, su naricita que simulaba un bello botón, sus cachetes rechonchos, y aquella mueca de paz que se le dibujaba en el rostro redondo cuando descansaba. Era un niño travieso, sin embargo, cuando dormía, parecía un verdadero ángel. Ni aún con sus propios hijos, había sentido el bienestar completo de la maternidad; pero ser abuela le había cambiado por completo las perspectivas, le había mostrado un mundo de nuevos descubrimientos desde otro sitio, con mayor interés en el consentir que en el educar. Confiaba en que su hijo mayor, padre del pequeño, aún siendo joven y alocado, cumpliría su rol con dedicación y excelencia; también confiaba en su nuera, esa muchacha que moría de amor por un joven que sólo había querido divertirse entre sus piernas y que la había embarazado, luego huyendo como cobarde, y provocando un revuelo familiar que sólo sirvió para dilatar el inminente matrimonio. La rubia había lamentado que su primogénito hubiera pasado por todo aquello a la fuerza, y en parte, cuando veía que la expresión alegre que había tenido de niño, se había convertido en una seria y adusta, se le amargaba el corazón. Pero había tenido que dejarlo ir, y permitirle a Janos, su esposo, que se ocupase de poner en el camino recto a su consentido. Con pesar, porque una madre sólo desea que sus hijos se sientan plenos, había permitido que se casase contra su voluntad y formase una familia que no deseaba. Sin embargo, la confusión inicial había dado paso al rol paterno, que lo desempeñaba con entera devoción.
Dejó al nene en su cama, pronto debía partir. La tarde estaba por morirse, y no debía encontrarla allí. Tomó su bolso con pocas pertenencias y bajó al vestíbulo, donde la esperaba Janos, con su expresión imperturbable, aquella que le endurecía las dulces facciones habituales. Cuando se avecinaban noches como esa, él siempre se volvía sombrío, como si estuviera anticipándose a lo inevitable. Ella lo tomó del brazo y le dio una suave palmada a la altura de la muñeca y le sonrió, instándole a animarse, pero él sólo le dio un beso en la frente. El recorrido en el carruaje fue en silencio, como siempre que se retiraban a aquella zona alejada de la civilización, donde le darían rienda suelta a un ciclo que los convertía en algo que, al menos Tündér, aún no podían manejar. Ella sabía que su marido estaba más avezado en la cuestión, por eso se sentía segura a su lado, como si su presencia fuera a convertir todo en algo agradable. Cuando llegaron, el Sol ya estaba casi oculto, y despidieron al cochero con rapidez, obligándole a que se alejara lo más pronto posible. En el interior, Janos sirvió un whisky para cada uno, y la tomó de la mano. Ella se acercó, y el hombre ocultó el rostro entre sus pechos, inspirando con fuerza su aroma dulzón. La rubia le acarició suavemente la nuca, y luego se alejó, para sentarse en el sillón más cercano a la ventana, a beber el whisky.
Los minutos pasaron, y el corazón se le aceleraba cada vez más. Era cuestión de segundos, cuando la Luna llena llegaba a la plenitud, sentía su llamado desesperado. Si hubiera podido poner en palabras las sensaciones que le cruzaban por el cuerpo, hubiera dicho que un fuego le quemaba las entrañas, para darle paso a un ardor que se extendía por cada centímetro de su piel, como si de su interior, la bestia rasgara cada órgano vital para darle paso a su instinto. La garganta se le secaba, las pupilas se le dilataban, las uñas de las manos y de los pies le dolían de una forma inexplicable, como arrancadas con tenazas calientes. Luego, todo se volvía oscuridad, y ya no recordaba nada. Lo primero que hacía la bestia era romper todo a su paso, rasgaba cojines, tiraba botellas y, cuando por fin se encontraba con su compañero, se largaban en una lucha por aquel pequeño territorio, hasta que uno de los dos huía con un costado ensangrentado por una mordida o un arañazo. Como siempre, le tocó a ella correr por los pantanos a lamerse su herida. Encontró un caballo atado a un árbol, el animal bufó, pero no tuvo tiempo ni siquiera de intentar defenderse; Tündér le devoró las entrañas con una rapidez inusitada. Luego, el aroma del miedo le llegó a las fauces sangrantes, y descubrió al cochero, temblando como una hoja tras un árbol. No lo reconoció.
Dejó al nene en su cama, pronto debía partir. La tarde estaba por morirse, y no debía encontrarla allí. Tomó su bolso con pocas pertenencias y bajó al vestíbulo, donde la esperaba Janos, con su expresión imperturbable, aquella que le endurecía las dulces facciones habituales. Cuando se avecinaban noches como esa, él siempre se volvía sombrío, como si estuviera anticipándose a lo inevitable. Ella lo tomó del brazo y le dio una suave palmada a la altura de la muñeca y le sonrió, instándole a animarse, pero él sólo le dio un beso en la frente. El recorrido en el carruaje fue en silencio, como siempre que se retiraban a aquella zona alejada de la civilización, donde le darían rienda suelta a un ciclo que los convertía en algo que, al menos Tündér, aún no podían manejar. Ella sabía que su marido estaba más avezado en la cuestión, por eso se sentía segura a su lado, como si su presencia fuera a convertir todo en algo agradable. Cuando llegaron, el Sol ya estaba casi oculto, y despidieron al cochero con rapidez, obligándole a que se alejara lo más pronto posible. En el interior, Janos sirvió un whisky para cada uno, y la tomó de la mano. Ella se acercó, y el hombre ocultó el rostro entre sus pechos, inspirando con fuerza su aroma dulzón. La rubia le acarició suavemente la nuca, y luego se alejó, para sentarse en el sillón más cercano a la ventana, a beber el whisky.
Los minutos pasaron, y el corazón se le aceleraba cada vez más. Era cuestión de segundos, cuando la Luna llena llegaba a la plenitud, sentía su llamado desesperado. Si hubiera podido poner en palabras las sensaciones que le cruzaban por el cuerpo, hubiera dicho que un fuego le quemaba las entrañas, para darle paso a un ardor que se extendía por cada centímetro de su piel, como si de su interior, la bestia rasgara cada órgano vital para darle paso a su instinto. La garganta se le secaba, las pupilas se le dilataban, las uñas de las manos y de los pies le dolían de una forma inexplicable, como arrancadas con tenazas calientes. Luego, todo se volvía oscuridad, y ya no recordaba nada. Lo primero que hacía la bestia era romper todo a su paso, rasgaba cojines, tiraba botellas y, cuando por fin se encontraba con su compañero, se largaban en una lucha por aquel pequeño territorio, hasta que uno de los dos huía con un costado ensangrentado por una mordida o un arañazo. Como siempre, le tocó a ella correr por los pantanos a lamerse su herida. Encontró un caballo atado a un árbol, el animal bufó, pero no tuvo tiempo ni siquiera de intentar defenderse; Tündér le devoró las entrañas con una rapidez inusitada. Luego, el aroma del miedo le llegó a las fauces sangrantes, y descubrió al cochero, temblando como una hoja tras un árbol. No lo reconoció.
Tündér Rákóczi- Licántropo Clase Alta
- Mensajes : 20
Fecha de inscripción : 05/12/2013
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