Victorian Vampires
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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

¿Estás dispuesto a regresar más doscientos años atrás?



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Mensaje por Byron C. Erwann Miér Feb 25, 2015 8:20 pm

Algunas veces, por más que lo intentara, no podía evitar sentirse fuera de lugar dentro de aquella ciudad, a pesar de llevar ya casi tres años viviendo en ella. En cierta forma, la nostalgia que sentía por su tierra, que siempre le acompañaba allí donde fuese, le impedía integrarse en aquella sociedad, que si bien era bastante similar a la de Inglaterra, tenía ciertas diferencias. Empezando por la actitud de la gente que paseaba por las calles. En París, si no tenías el suficiente dinero para permitirte lujos banales como ropajes de seda, el resto de personas se dedicaban a observarte por encima del hombro, como si fueras una simple alimaña. No es que en su país eso no ocurriera, pero sin duda, le parecía que aquel hecho se daba con bastante menos frecuencia que allí. O quizá es que realmente era más sencillo ver la paja en ojo ajeno, que la viga en el propio. Sea como fuere, a Byron le incomodaba que otros miembros de la nobleza pretendieran establecer algún tipo de vínculo con él simplemente por la forma en que se vestía. Él era un hombre solitario, sin demasiado interés en conversaciones intrascendentes, y más centrado en su trabajo y en el cuidado de sus hermanas que en cualquier otra cosa. Un ejemplo de caballero, sin duda, pero también de persona que después de haber enviudado no tenía ninguna intención de volver a rehacer su vida. Y si la tenía, no lo mostraba, para disgusto de su madre, que lo pasaba realmente mal al saberlo solo.

Pero esa sensación de nostalgia, sin embargo, no le privaba de disfrutar de momentos y días como ese. El Sol relucía en lo alto. Las calles, llenas de vida, parecían repletas de colores debido a los puestos de flores que se iban abriendo de cuando en cuando, y con mucha más frecuencia en verano. Aquel día, Byron había salido muy temprano de casa, como cada mañana, a fin de supervisar la apertura del local principal que había abierto en la capital, pero una vez abandonado el establecimiento, en lugar de regresar directamente a casa, como solía hacer a diario, había decidido que disfrutaría cuanto pudiera de la calidez del mediodía. Y allí estaba, con una sonrisa plasmada en el rostro, y observando con interés cada lugar por el que pasaba, sin centrarse mucho tiempo en nada en concreto. Más parecía un turista recién llegado a la ciudad, que un empresario establecido allí hacía tiempo, pero no le importaba. De hecho, probablemente eso fuera lo mejor, así nadie le molestaría, ni le pararía para comentar cualquier chismorreo del que no tenía el más mínimo interés por saber nada. Sí, quizá fuese demasiado serio, y tal vez en un futuro ello le pasaría a factura, pero por aquel entonces, no hubiera cambiado por nada del mundo la tranquilidad de su vida solitaria.

- Deme una rosa roja y una blanca, por favor. -Pidió a una de las mujeres que vendían flores por la calle, la cual le entregó lo que había pedido en menos de un minuto. - Muchas gracias. Tenga un buen día. -Dijo con cierta sequedad, para luego alejarse de ella a paso ligero, al notar en su discurso que lo había tomado por un cliente potencial y económicamente pudiente, al que poder vender toda la mercancía. Pero a él no le interesaban las flores. De hecho, siempre le habían dado algo de alergia, pero sabía que a la menor de sus hermanas le haría muchísima ilusión recibir un presente de ese tipo sin ningún motivo particular, y más sabiendo lo mucho que le costaba a su hermano mostrar algún tipo de sentimiento, fuera el que fuese. Aquel presente, si bien no era demasiado costoso, reflejaba fielmente lo que sentía por ella. La adoraba, y no sólo por su indiscutible belleza, sino también por ser la única capaz de sacarle una sonrisa tras un día duro.

Justo en ese momento, tan perdido estaba en sus pensamientos, imaginando la cara que pondría la joven ante aquel pequeño detalle, que no se dio cuenta de que alguien se le cruzaba por delante, hasta después de chocar con ella y hacerla caer al suelo. Dibujó una mueca de preocupación y le tendió la mano a la chica para ayudarla a levantarse. - ¿Estáis bien, mademoiselle? Lo siento mucho, estaba distraído. Ruego que me disculpéis... -Y justo en ese momento, como venida de la nada, una sonrisa surgió en su rostro.


Última edición por Byron C. Erwann el Miér Mar 25, 2015 8:44 pm, editado 1 vez
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Mensaje por Annabel Hemingway Jue Feb 26, 2015 2:41 am

Paris, tres horas antes.


Despertó esa mañana mientras un par de alondras que circundaban el área decidieran dar la bienvenida al nuevo dia posándose en las ramas de uno de los árboles que con sus altas copas adornaban la verde zona del jardín que rodeaba su mansión, alegres y entusiasmadas mientras los primeros rayos del sol comenzaban a hacer su aparición en el cielo como presagio de un día que para la mayoría habría de ser agradable al contagiarse del ambiente veraniego que a todas luces se vislumbraba.

Sin embargo no fueron las alondras las que le despertaron con sus dulces trinos. Antes de que su fino oído pudiese reparar en ellas la joven se revolvía inquieta en su lecho, con las manos apretando las sabanas y su frente perlada de pequeñas gotas de sudor. Su rostro se contrajo repetidas veces con una expresión que reflejaba ansiedad y angustia, mientras leves quejidos escapaban de su boca indicando que lo que le atormentaba en ese momento era un oscuro sueño.

Abrió los ojos abruptamente, su cuerpo enderezándose de inmediato para permanecer sentada sobre el colchón al tiempo que únicamente las cuatro paredes de la elegante estancia fueran testigos de su sobresalto. Aún sintiéndose perdida sin comprender adonde se encontraba observó a su alrededor, sus ojos se encontraban húmedos y brillantes debido a la emoción que le producía recordar su sueño. Girando su cuerpo hacia la pequeña mesita de madera de caoba que se encontraba al lado de su cama, estiró el brazo, tomó en su mano la pequeña pintura que reposaba en ella y observó el retrato de una joven pareja. Las yemas de sus dedos se deslizaron apenas sobre el rostro del apuesto hombre que la miraba alegremente.

La pintura era obra de Annabel, al igual que los múltiples cuadros que adornaban las paredes de las diferentes habitaciones y salones, pero fue esta la que recordándole tanto sueño como momentos más felices provocó en ella un claro desasosiego que se reflejó en el temblor de sus dedos hasta que transcurridos largos minutos logró al fin dominarse y recuperar la compostura. Escuchó entonces el canto de las alondras observando por la ventana el magnífico cielo. Una mueca sombría se asomó a sus labios y se preparó para otro día más.

Tres horas después.

El día resultaba tan bullicioso y animado como cualquier otro, con espléndidos carruajes de elegantes corceles cuyos cascos hacían eco sobre los caminos de piedra del centro de la ciudad. Vendedores que con voces graves intentaban atraer a posibles compradores tanto a locales cerrados como los expuestos en las calles. Annabel observaba todo con mediano interés, estando acostumbrada a recorrer esos mismos caminos con frecuencia, y a pesar de no ser francesa de origen llevaba el suficiente tiempo en Paris como para haberse adaptado a aquel ambiente de mujeres de trajes lujosos y guantes de seda, caballeros de sutil elegancia y brillantes bastones que solían llevabar consigo al caminar para aportarles clase y distinción. Todos ellos en contraste con los vendedores de clases más bajas que afanosos se apresuraban a desplegar sus mercancias y sus artes de persuasión esperando poder vender la mayor cantidad que les fuese posible.

Lo cierto era que si conocía tan bien el lugar era más bien debido a que semanalmente se abastecía de lo necesario para pintar, motivo por el cual ese día sin ser la excepción sus manos se encontraban ocupadas con un par de paquetes mientras sus pasos retomaban el camino andado anteriormente tras salir por la puerta frontal de uno de los negocios que se encontraban frente a un puesto de flores. Ese día sentía una necesidad intensa de expresarse sobre un lienzo y descargarse en el mismo, y vaya que pensaba dedicarse a eso en cuanto regresase a su taller-estudio.

Se encontraba distraída pensando en eso cuando sintió un empellón que la trajo de vuelta a la realidad mientras abrazaba con fuerza los paquetes, mayormente preocupada en preservar lo que había adentro de ellos que en conservar el suficiente equilibrio para no caer.

Así fue como se vió sentada sobre el suelo, con las piernas extendidas y bastante agraviada por lo que acababa de suceder. Tras cerciorarse rápidamente de que su preciada carga estaba intacta alzó el rostro para ver como una mano pretendía auxiliarla. Permaneció muda, el juego de luces producida por el fuerte reflejo de los rayos del sol en contraste con la posición del caballero le produjeron por un instante una breve ilusión, creyó ver a su antiguo prometido y antes de tomarle de la mano para levantarse apenas atinó a murmurar: -¿François?-

Al incorporarse la ilusión desapareció y esta fue reemplazada por la clara silueta del caballero. Sintióse entonces confundida al observarle, aunque ahora que podía verle bien notaba algunas diferencias, como la obviedad que proclamaba su voz. Su interlocutor era británico no francés, como lo era ella misma, y aún así se parecía tanto a él que el notar la similitud lograba el efecto de que escapase su voz.
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Mensaje por Byron C. Erwann Dom Mayo 10, 2015 4:51 am

Rosas, ¿eh? ¿Cómo demonios se le había ocurrido algo tan patético como regalo para su hermana, para su tesoro, para una de las personas más importantes de su mundo ahora que había perdido la familia que tanto le había costado forjar? Una rosa no decía nada. Una rosa únicamente transmitía el mensaje que aquel que la compra quiere transmitir. Un mensaje que él nunca había dicho con palabras. Porque algo tan simple como decirle te quiero a alguien se había convertido para él en un abismo. No sabía decirlo. O no quería decirlo. ¿Por miedo? Efectivamente. Le provocaba pavor la simple mención de ese sentimiento, del cariño. ¿Qué haría si ahora le arrebataran a esas pocas personas que aún le importaban? No podría soportarlo. Quizá por eso lo primero que hizo cuando la muchacha abrió los ojos, y antes de saludarle con una sonrisa sincera, fue lanzar las flores bien lejos de su vista. Porque, ¿qué sentido tenía dar un detalle así cuando no podía acompañarlo con las palabras que sus seres queridos querían oír? Aún no estaba preparado. Su herida aún no había cerrado lo suficiente como para eso. Se agachó junto a la muchacha, sin dejar de sonreír. Curioso que hubiera sido un choque tan desafortunado lo que le hiciera abrir los ojos, ¿no? Colocó una mano bajo la nuca de la joven que yacía en el suelo y le elevó la cabeza un poco, sujetándola con firmeza.

- No, disculpadme. Mi nombre es Byron. Aunque es normal que estéis confusa, dado el golpe que os he dado. ¿Estáis bien? ¿Cuántos dedos veis aquí? -Dijo en un tono de voz cálido y bastante audible, para luego mirar a su alrededor. Una pequeña congregación de curiosos se había dispuesto alrededor de ambos, pero no divisó en ninguno de aquellos rostros más que una mera curiosidad. ¿Estaba sola? Bueno, eso podía ser un problema, y más si estaba desorientada. Una punzada de culpabilidad le asaltó repentinamente. Gracias al cielo aquella estaba siendo una mañana ociosa y podría tomarse el tiempo necesario para ayudarla. - ¿Estáis sola, mademoiselle? No veo a vuestro acompañante... -Aunque creía conocer la respuesta a la pregunta, que ella le hablase le ayudaría a determinar cuál había sido finalmente el daño que le había provocado. Sin pretenderlo, por supuesto. Apartó los cabellos del rostro de la joven para luego colocarle la cabeza sobre la chaqueta que previamente se había quitado. - Por favor, si nadie conoce a esta joven, les rogaría que se apartaran un poco para dejarla respirar. Lo que menos necesita alguien desorientado es tantas caras que procesar. -Su tono autoritario hizo que poco a poco la muchedumbre se abriera y siguieran por su camino. En París había demasiado cotilla y curioso, pero muy pocos dispuestos a ayudar, a la vista estaba, suspiró, para luego volver a centrar la vista en la joven.

Poco después la chica pareció recobrar nuevamente el sentido, y una vez más, le ofreció la mano para que se levantara, no sin desdibujar su preocupación, que relucía con total claridad en su semblante. - Me habéis dado un buen susto. -Murmuró, para luego sujetarla por el hombro. - ¿Seguro que es adecuado que os levantéis tan bruscamente? Habéis estado medio inconsciente durante unos minutos. -Aunque obviamente, ella no lo recordaría. Sonrió para luego tenderle la mano, esta vez a modo de educado saludo. - ¿Recordáis como os llamáis? ¡Por Dios, decidme que sí! O no podré disculparme como es debido después de golpearos. -Bromeó, para luego dar un paso atrás. A lo lejos divisó aquellas rosas que había comprado, y que ahora lucían medio aplastadas en el suelo. Vaya un final para algo que se suponía que iba a ser un detalle a modo de expresar su cariño por su hermana y madre. Un detalle sin importancia, pero que ellas hubieran apreciado. Un detalle que sabía que no estaba dispuesto a dar, al menos, de momento. Miró de reojo a la joven, esperando que hubiera recobrado por completo el sentido. Eso le pasaba por ir despistado por un lugar tan concurrido como ese. Aunque extrañamente ahora se sentía mejor. Es curioso lo mucho que puedes aprender de ti mismo en algo tan fortuito como un choque, ¿no?

- ¿Queréis que os acompañe a alguna parte? Es lo menos que puedo hacer por vos. Quizá queráis tomar algo para el mareo... -Ofreció. Ahora que lo pensaba, ¿cuánto tiempo hacía desde que no hablaba con alguien externo a su familia, o de algo que no fueran negocios? ¿Meses? ¿Años? Desde luego, no lo había hecho desde que llegara a París. Una de las ciudades con más población del mundo había resultado ser para él una de las más solitarias de todas las que había visitado. Extrañaba su país natal, y mucho más desde hacía unos meses. Y eso que había llegado a aborrecerlo... Tomó su chaqueta del suelo y se la echó de mala manera sobre el hombro derecho. El día no era lo bastante fresco, así que no la necesitaba. Se limitó a esperar a que la muchacha hablara. ¿Cómo sería? ¿Parecida a todas esas aburridas chicas de la alta sociedad con que su madre había querido emparentarlo desde su llegada? ¿O quizá tendría algo de interesante? Sacudió la cabeza, para luego reprenderse mentalmente. Odiaba prejuzgar a los demás sin conocerles, pero aquel silencio realmente lo estaba empezando a hacer sentir incómodo. Tosió un par de veces, intentando relajarse, para luego dejar su vista divagar entre el gentío.
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