Die Jagd [libre]

Resistirse era imposible, hecho que asimiló con los años. Su condición era inevitable y obtener el control era impensable; la resignación resultaba ser la única solución. Así, sin ánimos de combatirlo de nuevo, dejó que todo sucediera, que su cuerpo cambiase y su mente dejase de ser suya. Volvía a ser la bestia que poco a poco comenzaba a dejar de odiar y temer, con todo y el peligro que conllevaba tanto para él como para los inocentes que se cruzaran en su camino. Su único consuelo eran esos leves lapsos de tiempo en los que era suficientemente consciente para evitar las zonas más transitadas y las calles más iluminadas. Que pasara lo que tenía que pasar.

Con la llegada de la mañana se repitió el mismo episodio de siempre: él tumbado en alguna parte desconocida, desnudo, sin la menor idea de lo que pasaba a su alrededor. Se levantó y estiró sus extremidades entumidas, sintiendo algo de frío mientras el sol no terminaba de cubrir la tierra. Buscó la forma de ubicarse y, afortunadamente, no se hallaba tan lejos de la ciudad, a tan solo unos veinte minutos a pie si se daba prisa. Como quien está acostumbrado a andar por la vida sin ropa, andaba con soltura y seguridad, apenas volteando de vez en vez en busca de algún peatón o un carruaje que pudiera verle, y en poco tiempo ya escuchaba el ruido típico de París, que no parecía cesar jamás.

De pronto detuvo sus pasos, ignorando la molestia en sus pies descalzos, y giró hacia el este. Algo atraía su atención, pasos acercándose en su dirección desde alguna parte del bosque por donde se filtraba la luz del sol ahora en todo su esplendor matinal. Salió del camino y se escondió tras unos espesos arbustos con la mirada fija delante de él. Podía no ser nada, se repetía aún seguía aturdido, con sus manos y pecho cubiertos de sangre seca; con suerte pertenecía a algún animal y no a un vagabundo con mala suerte o, peor, otro como él. Pero frente a él se hallaba algo que ameritaba más atención, porque no dejaba de sentir una especie de alarma que le incitaba a huir. Cabía la posibilidad de que fuera algún cazador y el alemán no estaba en su mejor condición para defenderse. Podía ser un simple humano que, escandalizado, terminaría por arruinarle más y se vería forzado a silenciarlo. Podía ser cualquier cosa, y él ahí, oculto, desnudo y cubierto de sangre, no era la mejor imagen que pudiera dar.

Tenía que formar un plan, de ser necesario escapar o atacar, y volver a casa antes de fuera demasiado tarde e imposible pasar desapercibido. De ser necesario lanzaría el primer golpe o, en el peor de los casos, fingir que fue asaltado, aunque era algo extremadamente difícil de creer dada su gran estatura y obvia fuerza física. En fin, el aturdimiento pasaría en cualquier momento y sus sentidos embotados volverían a su agudeza usual.

Sus manos cortaron con delicadeza y cuidado otra pequeña planta para después colocarla junto a las demás en la cesta de mimbre que llevaba colgada del brazo. Marie había salido terriblemente temprano aquella mañana, procurando que nadie la viese o la siguiera, para ir a recolectar plantas al bosque que sirvieran para sus brebajes y ungüentos. Quizás fuera algo peligroso, pero si no lo hacía ella misma no tendría provisiones. No conocía a nadie en quién confiar para llevar a cabo tal misión y era de vital importancia tener bastantes ingredientes por lo que pudiera pasar.

Suspiró y siguió caminando, abrigada por su capa de paño gris oscura. Por las gotas de rocío aún frescas y la posición del sol estaba claro que hacía poco que había amanecido. Pronto tendría que regresar a la ciudad, si no quería levantar sospechas y sufrir acusaciones incómodas. Por mucho que poseyera un don para cubrir su rastro y la empatía para poder confundir a la gente, nunca sabía con que tipo de persona iba a toparse y quién podría dar la voz de alarma. Decidió seguir el camino, por pura precaución, mientras canturreaba una antigua cancioncilla infantil. De pronto algo llamó su atención. El bosque estaba excesivamente tranquilo. Algo no andaba del todo bien...

El leve sonido que escuchaba cesó de pronto. Asomó la cabeza para echar un leve vistazo y no logró ver nada, así que supuso que fuera lo que fuese no era de importancia. Además estaba cansado, quería volver a casa y dormir todo el día, quizás salir por la noche al teatro o a comer con alguna dama parisina. Pero por ahora lo importante continuaba siendo cómo haría para pasar desapercibido.

Salió de su escondite, bostezó perezoso y echó a andar, sólo para detenerse a poca distancia y echar a andar con paso decidido a donde antes escuchó el ruido, sólo para descartar sus opciones. Claro, estando con todos sus sentidos alerta no habría cometido tal error, y lo sabía, pero no podía detener su curiosidad innata. Silencioso como una sombra se condujo entre los árboles hasta hallar aquello que sin duda alguna era el objeto culpable de su malaventuranza, y para su mayor sorpresa no parecía presentar gran amenaza. La pregunta ahora no era si era peligrosa, sino qué hacía una joven humana a esa hora, completamente sola y en medio del bosque.

Su lado protector afloró. No concebía la idea de dejarla sola y a su suerte en un lugar donde podría haber algún bandido o algún animal que saliera de su escondite para hacerle daño. Además, notó con una media sonrisa, era hermosa y poseía un aroma agradable gracias a las hierbas que cargaba y que reconocía como medicinales. Una curandera, supuso, y por tanto una mujer de bien que merecía su tiempo. Ya hallaría alguien a quien asaltar y robar, por lo menos, sus pantalones. Por lo pronto la observaba a varios metros de distancia, bien oculto tras la maleza y los gruesos troncos, fascinado de cierta forma por su silencio y su falta de movimiento… ¿Acaso habría notado su presencia? Las aves no cantaban, acentuando la presencia de un cazador como era Roman.

Tenía tiempo, lo aprovecharía deleitando sus sentidos con una criatura tan bella. Si algo había aprendido de valor en los años después de ser marcado por la maldición, era que el tiempo ya no significaba lo mismo para él, al igual que los pequeños placeres como el que disfrutaba en ese instante. Ya no tendría la oportunidad de cortejar a una mujer y hacerla suya sin el temor de destazarla por la noche, tampoco tendría una familia común, lejos de peligros que creía parte de absurdos cuentos. Apretó la mandíbula y frunció el entrecejo, afectado por tales pensamientos y trató de centra su atención en la melena oscura reluciendo bajo los rayos de sol que se colaban entre las ramas de los árboles y la hacían brillar como si poseyera un aura celestial.