AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Aciago reencuentro {Adriel d'Auxerre & Denisse d'Auxerre & Sébastine d'Auxerre}
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Aciago reencuentro {Adriel d'Auxerre & Denisse d'Auxerre & Sébastine d'Auxerre}
La libertad es un privilegio que aquellos que la poseen tienden a menospreciar. Incluso los que hayan tenido la mala fortuna de haber nacido privados de ella, de lograr alcanzar tal estatus natural, acaban olvidando el previo sufrimiento, acallándolo con el soporífero dulzor del libre albedrío. Puede que no se trate más que de hipócritas con tendencia a ignorar la desgracia ajena, quizás por miedo a perder lo obtenido, quizás porque el atender al mal de otros cuartearía su superficial e irreal visión del mundo, pero en el fondo son exactamente igual que el resto. Aquellos alzados a esta corruptora virtud no quedan exentos de poder caer, siendo tan vulnerables al infortunio como cualquier otro.
La vibrante mirada que atravesaba vacilante la negrura de aquella noche de otoño era bien consciente de ello. En su inquieto titileo transmitía la sensación de temer una amenaza no presente, como si la ausencia de la misma la convirtiese en más aterradora. Además, su espalda algo encorvada y su respiración entrecortada no ayudaban a reconstruir la vivaz y segura imagen que con desparpajo un día había transmitido el individuo del que nos encontramos hablando. De hecho, cualquiera hubiera tenido problemas en percatarse a primera vista de que aquel no era otro que el antes fácilmente reconocible Adriel d’Auxerre.
Previamente un vástago orgullo de sí y del nombre que portaba, en ese instante no era mucho más que un chiquillo asustadizo que esperaba en un rincón de París. ¿Y a qué aguardaba? No más que a la única salvación que se le pudo ocurrir para ayudarle a recuperar la compostura, a aquella que podría recordarle el quid de su existencia, silenciar sus inseguridad y cerrar las aún abiertas heridas. Y no se trataba tan sólo de una metáfora, sino que entre la demacrada palidez de su rostro se distinguía un trazo rojizo que aún no había terminado de sanar y el cual tenía hermanos bajo esa roída ropa salpicada de sangre reseca.
En determinado momento tomó un largo trago de aire, como si hubiera estado conteniendo la respiración por demasiado tiempo y como si, de alguna manera, dependiese de ello para sobrevivir. Luego lo expulsó mientras que, a medida que su pecho desinflándose se lo permitía, volver a abrazarse. Cualquiera que lo viese se supondría que estaba muriéndose de frío, pero lo cierto es que no padecía de esa dolencia física. Sus reacciones seguían siendo demasiado humanas para su sobrenaturalidad; al menos eso no lo había perdido.
- ¿Dónde estás, Denisse? – susurró casi sin fuerzas mientras hacía un esfuerzo por separar un brazo e introducir las yemas de sus dedos por entre las hebras de su cabello bermejo. Le costó, pese a no ser excesivamente largo, pues se encontraba enredado y sucio -. Necesito un baño – susurró para sí, tan sólo para, a continuación, reprender su egoísmo en tal circunstancia en la que existían asuntos más importantes. Pero su amonestación no fue más allá de un suspiro, dado que carecía de ánimos para mayor esfuerzo. Y tal era la falta de vigor que, al final, hubo de dejarse resbalar por la pared de viejo ladrillo para descansar sobre el pavimento de la calle, compuesto no más que de barro y desechos.
La vibrante mirada que atravesaba vacilante la negrura de aquella noche de otoño era bien consciente de ello. En su inquieto titileo transmitía la sensación de temer una amenaza no presente, como si la ausencia de la misma la convirtiese en más aterradora. Además, su espalda algo encorvada y su respiración entrecortada no ayudaban a reconstruir la vivaz y segura imagen que con desparpajo un día había transmitido el individuo del que nos encontramos hablando. De hecho, cualquiera hubiera tenido problemas en percatarse a primera vista de que aquel no era otro que el antes fácilmente reconocible Adriel d’Auxerre.
Previamente un vástago orgullo de sí y del nombre que portaba, en ese instante no era mucho más que un chiquillo asustadizo que esperaba en un rincón de París. ¿Y a qué aguardaba? No más que a la única salvación que se le pudo ocurrir para ayudarle a recuperar la compostura, a aquella que podría recordarle el quid de su existencia, silenciar sus inseguridad y cerrar las aún abiertas heridas. Y no se trataba tan sólo de una metáfora, sino que entre la demacrada palidez de su rostro se distinguía un trazo rojizo que aún no había terminado de sanar y el cual tenía hermanos bajo esa roída ropa salpicada de sangre reseca.
En determinado momento tomó un largo trago de aire, como si hubiera estado conteniendo la respiración por demasiado tiempo y como si, de alguna manera, dependiese de ello para sobrevivir. Luego lo expulsó mientras que, a medida que su pecho desinflándose se lo permitía, volver a abrazarse. Cualquiera que lo viese se supondría que estaba muriéndose de frío, pero lo cierto es que no padecía de esa dolencia física. Sus reacciones seguían siendo demasiado humanas para su sobrenaturalidad; al menos eso no lo había perdido.
- ¿Dónde estás, Denisse? – susurró casi sin fuerzas mientras hacía un esfuerzo por separar un brazo e introducir las yemas de sus dedos por entre las hebras de su cabello bermejo. Le costó, pese a no ser excesivamente largo, pues se encontraba enredado y sucio -. Necesito un baño – susurró para sí, tan sólo para, a continuación, reprender su egoísmo en tal circunstancia en la que existían asuntos más importantes. Pero su amonestación no fue más allá de un suspiro, dado que carecía de ánimos para mayor esfuerzo. Y tal era la falta de vigor que, al final, hubo de dejarse resbalar por la pared de viejo ladrillo para descansar sobre el pavimento de la calle, compuesto no más que de barro y desechos.
Adriel d'Auxerre- Vampiro Clase Alta
- Mensajes : 98
Fecha de inscripción : 24/01/2014
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