El juego de las escondidas [Privado]

No eran muy comunes, pero de vez en cuando Edouard disponía de un día libre para pasar a su antojo. Había intentado convencer a su ama en un principio de que no los necesitaba puesto que no tenía familia ni amigos a quienes ir a visitar, pero Bárbara había sido estricta: el servicio necesitaba cumplir con la jornada reglamentaria para rendir mejor. No es que diera vacaciones pagadas a todos miembros del séquito que componía su enjambre de criados, pero con los sirvientes que llevaban más tiempo con ella se portaba bien. Tanto su doncella de cámara como la cocinera dedicaban un día a la semana a ir a casa de sus madres, ya ancianas, y el ama de llaves disponía de una jornada cada quince días. Edouard nunca había hablado con ella más de tres palabras, pero creía que tenía un hijo casado que vivía en la ciudad. Él por su parte solía emplear al principio aquellos permisos en vagar como un fantasma por el piso en el que había vivido con el artista, haciéndose más daño con cada recuerdo que se negaba a dejar marchar. Últimamente, sin embargo, notaba su propia mejoría en la afición que estaba desarrollando por dar paseos al aire libre. La naturaleza no le catapultaba a un estado infinito de paz interior, pero aquellos parajes solitarios llenos de árboles inmensos o los campos de sembradíos de las afueras le calmaban.

No obstante nunca había ido tan lejos. Aquella mañana había despertado inusualmente pronto, y por algún capricho del azar fue incapaz de volver a conciliar el sueño. Sabiendo que tenía por delante uno de aquellos días ociosos decidió levantarse casi antes que el sol y tomar un tren que salía de la estación con uno de los billetes más baratos. No quería salir del término de París y sus lindes, pero sí explorar los límites del mismo. Se apeó en el último pueblo - cuyo nombre no había oído antes - y paseó con su morral colgado al hombro como si fuese un pastor. Llevaba una gorra de tela algo desgastada que trataba en vano de contener su mata de cabellos rizados, que ya estaban largos y se rebelaban contra el intento de retención. Se cruzó efectivamente con un paisano y su rebaño de ovejas, pero rehuyó el intento de éste por entablar una conversación y terminó curioseando por los restos de lo que en su día debió ser una aldea de pocas casas. La mayor parte de estructuras seguían en pie, pero los techos se habían derrumbado y la maleza se había adueñado de los muros de piedra. Sabiendo que podía ser peligroso internarse mucho bajo aquellos cascotes se limitó a entrar en los corrales traseros, donde crecían unos estupendos arbustos de moras silvestres. - À la claire fontaine, m'en allant promener. J'ai trouvé l'eau si belle que je m'y suis baigné. - Tarareó para sí mismo mientras inspeccionaba aquellos hogares de antaño. - Il y a longtemps que je t'aime, jamais je ne t'oublierai... - Madre solía cantarle aquella canción infantil que ahora por algún motivo le venía a la mente.

Puede que los seres de otras razas tuviesen los sentidos más afilados, pero Edouard era humano y no escuchó nada que le hiciese pensar que no estaba solo. Por eso cuando oyó la voz masculina inquirir de quién se trataba con aquel deje de reproche no pudo evitar llevarse un susto, y algunos de los frutos negros que tenía entre las manos se le escurrieron de entre los dedos hasta acabar en el suelo. Chasqueó la lengua lamentando el desperdicio y luego se asomó por el quicio de lo que debió ser una puerta. - Hola. - Saludó. Frente a sí tenía a un hombre más joven de lo que su voz le había hecho suponer. Era alto y atractivo, de rasgos afilados y nariz un poco demasiado recta para ser francés. Carrouges creyó que a lo mejor tenía ascendencia turca, pero no supo por qué se le había metido esa idea en la cabeza. - No sabía que esta propiedad era privada. Solo paseaba.