Palabras Mudas ( Privado)

por **Ruslana Del Mar** Sáb Abr 25, 2015 6:13 pm

"Por las floridas barrancas
pasó anoche el aguacero
Y amaneció el limonero
llorando estrellitas blancas."

Había pasado mucho tiempo, demasiado quizás, sin adentrarse en el bosque. Sentir el sol calentándole la piel mientras paseaba con lentitud, desperezando sus piernas con un caminar sin orientación determinada. Sin que ningún pensamiento llegase a atormentarla como antes hacía.

Ya no temblaba como una hoja balanceada por el viento, temerosa de volver a sentir todos aquellos recuerdos de nuevo. Lo sucedido, hacía muchas noches atrás, aquel día en que la muerte decidió visitarla y llevarse todo aquello que había amado de la forma más cruel. Comenzaba a volverse tan solo un momento duro de su vida que había llorado todo lo que había podido. Pero hoy los fantasmas se alejaban y solo quedaba ella.

Sonrió y apartó con sus brazos las ramas de un árbol, abriéndose paso por la gran extensión verde que dominaba todo a su alrededor, protegiendo contra su pecho el estuche del violín que había pertenecido a su familia durante mucho tiempo. Sabía que los Stradivarius eran un instrumento codiciado por el loable sonido que generaban, pero más que ser una herramienta terriblemente cara y probablemente en algún momento llegase a ser de coleccionista dada la complejidad para obtener alguno de ellos, era su valor sentimental lo que hacía que siempre quisiera tocarlo con cierta reverencia. Con la misma suavidad con la que hubiese tocado el cuerpo de Brett, si la muerte no los hubiese llegado a separar antes de que ella siquiera llegase a explorar aquellos confusos sentimientos que calentaban su cuerpo con tan solo una de aquellas miradas que había recibido. El amor era algo extraño y peligroso.

Caminó con tranquilidad, sin prisas, buscando un buen lugar en el que simplemente dejarse llevar por ese absurdo e irracional deseo de despedirse de Brett. Pues sabía que, aunque había sido su primer amor, había llegado el momento de dejarlo ir. Por él, pero sobretodo por ella. No podía dejar que su vida se le escurriera de los dedos, el tiempo pasaba y ella envejecía. Se volvía más madura, más temeraria, como si perdiese realmente el miedo por errar. Equivocarse nunca le había parecido tan interesante y sumamente atractivo. Quizás por ello había dejado su Mansión subida en su caballo, galopando por todo París, huyendo de todos los convencionalismos para poder adentrarse en el bosque. Su caballo había quedado a tan solo unos metros, atado a un tronco mientras ella buscaba un buen lugar en el que tocar sin distracciones.

Cuando se encontró en medio de un claro de tréboles y margaritas silvestres, se detuvo y supo que había encontrado el sitio perfecto. Arrancó una de aquellas flores, pidiéndole perdón por alejarla para siempre del resto y se la colocó sobre su oreja, adornando así su cabello que caía, libre, en ligeras ondas hasta sus caderas, danzando a veces por la caricia del viento.

Tan libre como se sentía su dueña en el instante en que abrió el estuche y sacó su violín para arrancar del mismo el sonido de una triste melodía que se fundía contra la corteza de los árboles, ascendiendo en una espiral hacia las copas de los árboles. Dándole así el respeto que merecían Brett, Zafiro e Ismael. Despidiendo al hermano que había conocido para que se lo llevara la muerte. A su fallecida y amargada tía. A aquella parte de sí misma que jamás volvería y que la hacía ser quien ahora era. Una mujer quizás herida, que había nacido sin ataduras y, solo ahora, comenzaba a vivir como tal. Dejando ir el ayer, aferrándose al mañana.