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Sangre y vino derramados en las bodas de Caná. 2WJvCGs


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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

¿Estás dispuesto a regresar más doscientos años atrás?



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Mensaje por Benjamin D. Holtz Jue Mayo 21, 2015 2:54 pm



Sangre y vino derramados en las bodas de Caná. 29o1jb5



Hogar dulce hogar. O eso se presupone. En cuanto una parte de su cuerpo entraba en aquella mansión Carfax -uno de los muchos caprichos de su mujer-, una extraña sensación de desasosiego se apoderaba de su mente y cuerpo. ¿La razón? Demasiadas como para ser expuestas. No obstante había una que destacaba sobre cualquier otra. La sinrazón del odio que sentía, y la atracción desmedida hacia lo que era una vulgar meretriz, orgullosa de esa patética y grotesca posición.

Es curioso como, a lo largo del día, parecía nadar entre billetes y fortunas, soñando con ser el propietario de todos aquellos títulos y posesiones, y una vez la noche amenazaba con hacer su puntual acto de presencia, la verdad se hacía más nítida mientras lo que sus ojos veían en esa realidad se distorsionaba sucumbido por la oscuridad. Sometido al yugo de una mujer florero, sin poder corretear libre; un niño, egoísta y mentiroso agarrado a las faldas de su madre.

El rugir de la puerta al abrirse, y el recibimiento de una de las criadas -para mantener en condiciones aquella mansión, y paliar los deseos del señor eran necesarias decenas de sirvientas, sumisas y calladas a cualquiera de sus peticiones-. Un mensaje, unos ojos brillantes manipulando a lo que no era más que una cría encaprichada del don de la casa. Unas bonitas y agradables palabras -mentiras-, y la muchacha le decía al señor Holtz todo lo que deseara saber -incluidos los secretos de su oh, amada esposa. Lo que guarda en los rincones más ocultos de los armarios, entre sus camisones de seda, o la doble tela de los corpiños-. Y allí estaba, la prueba del engaño -como si él no pecara en lo mismo-. Un rubí. Rojo, como la sangre; más precioso y salvaje que cualquiera de los diamantes que él le había regalado a la que era, por desgracia, su compañera hasta la muerte. Un rubí, amante de todos los diamantes que poseía. ¿Qué de especial había en ello? Que Benjamin desconocía su procedencia.

El único encanto del matrimonio es que da una vida de decepción absolutamente necesaria para las dos partes. Yo nunca sé dónde está mi esposa, ni ella sabe nunca dónde estoy yo.

Parafraseando a Lord Henry, Benjamin no sabía donde se encontraba su esposa. Lo que podría interpretarse como misterioso -una forma de escapar el uno del otro-, para el americano no era más que una ofensa. ¿Cómo era posible que él llegara a su querida morada, y su esposa no estuviera esperándole con los brazos abiertos y la mejor de sus falsas sonrisas impresa en su rostro de indiferencia? Al menos que la falacia se mantuviera debidamente.

Una cena modesta. Una copa de vino -las copas con el borde de oro, brillando ante los candelabros estratégicamente situados, ocultando el rostro de Benjamin, pero resaltando el borgoña de aquella agua convertida en las bodas de Caná, conjuntamente con el rubí; similar a la sangre que bombeaba vigorosamente su corazón; esa furia contenida-. Su mirada, fija en el gran arco que daba la bienvenida al comedor vacío a excepción de él mismo.

Se había contenido. Y esa mencionada furia solo iba dirigida hacia una única persona. Y esa supuesta persona -la categoría como tal era cuestionable-, no era otra que Cordelia Holtz.


Última edición por Benjamin D. Holtz el Lun Jun 22, 2015 3:26 pm, editado 2 veces


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Mensaje por Cordelia Holtz Mar Mayo 26, 2015 5:00 pm


Años ha transcurrieran desde que aquel rubí llegara sin aviso a las manos de la mujer, tan desnudas como el cuello que más adelante se encargaría de lucir dicho adorno. Obsequio ruin que el propio Diablo usara en su momento como moneda de cambio. Una vida humana a cambio de una piedra preciosa. Una mujer y un colgante. Un hombre y sus oscuras intenciones. El mismo hombre y un sinfín de pensamientos tan indecentes como inconfesables.

Cualquier otra en su lugar hubiese rechazado el infecto presente. No obstante, pese al poder adquisitivo de la aristócrata, ésta acostumbraba a coleccionar vestigios de aquellos hombres que pasaban por su vida, ya fuera de puntillas o haciendo todo el ruido posible para captar su atención. Fue así que comenzó su colección con unos gemelos. A los cuales, al poco tiempo se le sumó una pipa, un reloj de bolsillo que dejó de funcionar al mismo tiempo que el corazón de su dueño –poético, ¿verdad?-, una pluma, un pañuelo y como colofón de aquel museo de exposición masculino… el ansiado anillo de compromiso con el que  Benjamin Holtz le prometió una vida de amargura eterna -¿o era amor eterno? -.

Sin embargo, si bien pecaba de pésima a la hora de ocultar algunos de sus secretos –a voces los ocultaba en ocasiones- poseía una lengua privilegiada que utilizaba no sólo en el arte de la seducción, sino también en el de la mentira.  Al fin y al cabo, ¿Qué sería su vida sin el secreto? Ella misma no sería más que otra falsa dueña de un hogar de cristal con un corazón hecho del mismo material, y Cordelia Holtz….  no estaba hecha para eso. Durante sus efímeros años de juventud creyó que sí. Rogó por todo aquello que se les prometía a las mujeres de su posición a esas edades. Lamentablemente, el mar desgasta las rocas cada vez que se decide a romper contra ellas y ese fue el efecto que los años, los hombres y toda clase de golpes de distintas procedencias, tuvieron en la cazadora.

Alphonse de la Rive era, sencillamente, un secreto en sí mismo. Uno al que Cordelia no podía decir que no. Uno que guardaba bajo llave como hacía con el presente que éste le entregara tiempo atrás. Como si el hecho de conservarlo siempre a su lado, augurara que Alphonse permanecería de la misma forma. Rodeando su cuello. Asfixiándola en ocasiones pero procurándole el calor que necesitaba en otras. Al fin y al cabo, ¿quién puede vivir sin su némesis? Y no es que Benjamin Holtz no fuera un excelente rival… perdón, esposo. Pero no estaba a la altura de De La Rive. Nunca lo estaría. Motivo por el cual, la aristócrata pasaba la mayor parte del tiempo con el Cardenal. Demasiado tiempo, quizás. Algo de lo que ella parecía no ser consciente, pero sí su marido.

Aquella fue una noche como otra cualquiera para la mujer. Desapareció cuando su marido todavía estaba en el trabajo y pretendía volver al nido una vez Morfeo hubiera atrapado a su cónyuge. La mejor convivencia posible pensaba la irlandesa. Sin embargo, Benjamin parecía tener otros planes que no pasaban por dejarse arrullar por el dios del sueño.
La puerta se abrió y segundos más tarde, cerró. Los zapatos comenzaron su sonata en dirección a las escaleras, pero fue la intuición de Cordelia la que detuvo el espectáculo musical. Volviendo sobre sus pasos, dirigió su vista hacia el comedor principal y oteó una luz tenue que intentaba escapar pero que todavía se dejaba entrever. Quiso saber, inocente, el porqué de ese destello y acabó adentrándose en la boca de un lobo sediento de sangre.


- ¿Qué haces aquí todavía? ¿No deberías estar durmiendo?


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Mensaje por Benjamin D. Holtz Lun Jun 22, 2015 3:22 pm



Aún recordaba cuando había comenzado a beber. No había sido para aislarse, ni siquiera para sentir el alcohol apoderarse de su mente y su cordura, dejándole inconsciente en  una especie de limbo mental; un lugar donde dejar de ser él mismo y alejarse de aquella vida la cual no había elegido -y la cual tampoco soportaba-. No, eso era lo de menos. La verdadera razón era más patética, pero más común de lo que se piensa. Aparentar, adaptación. Donde vayas, haz lo que veas. Benjamin, cuando todavía atendía al nombre de Howard, no había ido a ningún lado -solo conocía la granja donde se crió, y determinadas calles de la todavía Boston colonial-. Por lo tanto, comenzó a actuar de la misma forma que su padre y sus hermanos mayores. Bebiendo. Ellos sí tenían sus razones, por supuesto. Razones de peso -el primero, soportar una familia de la que deseaba huir; los demás, divertirse en un lugar donde el aburrimiento era el primero de los mandamientos, casi una norma-. Cuando el alcohol destilado en el granero por ellos mismos, comenzó a ser parte de su rutina, se sintió más cercano a sus hermanos. Menos cobarde, y más libre. Ellos le empezaron a ver como un hombre, y no el niño todavía escondido bajo las faldas de su madre. Aquel alcohol de insoportable sabor, de graves consecuencias para su desarrollo y organismo, aquel alcohol que por milagro no le dejó ciego, o le mató. Libertad. Sí, aquello sentía cuando bebía junto a quiénes admiraba. Quién le iba a decir que, muchos años después, en una vida totalmente diferente, seguiría sintiéndose un crío estúpido intentando ser  aceptado en un mundo claramente diferente al suyo de origen. No había vuelta atrás, y había sido un largo viaje, siendo el billete solo de ida.

Aquel vino tinto tenía un sabor exquisito, debía reconocerlo. Nada tenía que ver con aquellos malogrados experimentos en su granja. Sin embargo, no le complacía de la misma forma. No le sabía tan bien, aunque el sabor fuera muchísimo mejor. Las razones ahora eran diferentes. Las razones ahora sí que eran la huida. La huida de aquella mansión, de aquella gran mentira, de aquellos franceses que le miraban por encima del hombro, burgueses y aristócratas hablando de la liberté; llenándose sus sucias bocas de una espuma propia de una rabia mal controlada. Desconociendo a Benjamin; sin imaginarse la prisión que él mismo se había creado, y todo aquello que sacrificó en favor de una libertad ya fuera de sus aspiraciones. ¿Y quién era una de sus aguaciles? Su propia mujer. Aquella que ahora tenía justo delante, haciéndole preguntas estúpidas como era habitual en ella. Suspiró y bebió la copa de un trago, sintiendo que el sabor fuera tan diferente al de su infancia añorada. Luego, se levantó en un abrir y cerrar de ojos. Cordelia era una artista del engaño. Podía haber estado con mil hombres en esa noche, haber matado como una viuda negra a todos aquellos con los que habría compartido alcoba, mas su semblante se mostraría inalterable. Su olor era mismo de siempre, el perfume que descansaba sobre la mesita de noche. Benjamin siempre había admirado esa gran capacidad para la mentira. A él no se le daba ni la mitad de bien.

Una vez tuvo delante a la que era su esposa, posó una de sus manos sobre la cintura ajena, y atrajo el cuerpo de su medusa particular -una mujer capaz de mirarle y convertirle en piedra. De acabar con su propia autonomía, logrando paralizarle con tan solo un leve pestañeo, un parpadeo cargado de palabras mudas. Curioso cómo podía hablar sin decir nada, y como Benjamin comprendía cada una de ellas, sintiendo esas frías puñaladas en su espalda. Reaccionando y contestando de la misma forma-.
Benjamin mostró una sonrisa ladeada. Los ojos de Cordelia se mantenían inalterables en el tiempo. Eran exactamente iguales a cuando no era más que una muchacha soñadora, en la Irlanda más aislada. A excepción de aquel brillo tan característico. Cuando todavía existía inocencia en su ser. Le gustaba pensar que él había sido el causante de su desaparición, no obstante sabía que la verdad era bien distinta -que él no era nadie para la británica. Solo un marido impuesto. Ni siquiera existía odio por su parte. Ningún sentimiento que pudiera agradar al que ha sido su esposo durante décadas-.
Tras la sonrisa, atrapó el cuerpo de su amada y respetada irlandesa, para obligarla a caminar; tras sus espaldas se situaba la mesa del comedor, y allí la empujó. Las manos de Benjamin serpentearon suavemente, con delicadas caricias, por el cuerpo de la mujer, hasta llegar a las que eran sus muñecas y retenerla. Podía intentar moverse todo lo que gustase, que no lograría escapar. No hoy, al menos.

-Te estaba esperando. Ya sabes, para cumplir con tus obligaciones -rió por lo bajo, susurrando todo esto sobre los labios ajenos, en un desprecio marcado. Sin embargo, le gustaba. Le gustaba ser así con ella, mostrándole todo aquel asco que le procesaba-. Intentar dejarte preñada de una vez para que  estés atada a mí por siempre. La misma historia de todos los días, querida -y la soltó, acabando aquella escena con un pequeño beso sobre su mejilla.


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Mensaje por Cordelia Holtz Miér Jun 24, 2015 11:08 am


Benjamin. Sus manos, sus brazos, todo él. Envuelto constantemente en un aroma fruto de su naturaleza animal. Un aroma a juego con su contoneo, sus gestos. Nadie podía dudar de que Benjamin Holtz era un hombre. No un Apolo de rubios cabellos y nívea piel, no. Él era el mismísimo Ares. A cada paso una guerra y él, liderando ésta. El león de su selva particular. Un varón que sólo sabe de dominación, de instinto y nada más. Así veía Cordelia a su marido en determinadas ocasiones. El resto del tiempo, apreciaba vulgaridad, necedad, era tosco, grosero, incontrolable. Una bomba de relojería. El broche perfecto para su aburrida vida. Tan adictivo como el opio e igualmente peligroso.

Un movimiento, un acercamiento, contacto físico. Ardor, orgullo e ira escondidos bajo la mirada de la propia señora impasibilidad.  Calma y expectación. Burla e indiferencia. Altanería.

Un golpe súbito. Un ligero moratón que no desaparecería en días. Caricias del Diablo, suspiros al Altísimo. Crucificada. Sufriendo los estigmas  –las manos de su marido aferrándose a sus muñecas- propios del papel que le había tocado encarnar en la obra de los dioses. Maremoto de sensaciones imparable. Sonrisas furtivas, traicioneras. Una lucha de egos que convierte en nimio lo existente –lo palpable, lo imaginable, lo audible, lo entendible…-, apartando a dos seres de un espacio y tiempo válidos para el resto, pero insuficientes para ellos.

- Me asombra tu capacidad de conquista. La misma sutileza con la que degollarías a un gorrino –declaró dejando la mesa del comedor-.

Asió su vestido y recolocó su balcón particular –con dos lunas ocupando la plenitud del panorama-, invitando a la vista. Una vista dedicada a su marido, al guardián de las llaves, el guardián del castillo al que pertenecía aquel balcón y que frecuentaba éste a menudo de forma impulsiva, segura, violenta y sobre todo implacable.

- La boca te apesta a vino y aunque es realmente excitante –mintió-, estoy cansada y no quiero jugar con niños mayores. ¿Qué te parece si dejamos este jueguecito para otra ocasión? A lo mejor una en la que no tengas que convertirte en un beodo para buscar hueco entre mis piernas – finalizó decidida a abandonar el comedor, en dirección a las escaleras y con la intención de rendirse únicamente a los brazos de un hombre aquella noche: Morfeo-.

Los juegos de Benjamin y Cordelia. Una guerra que todavía no había llegado a las manos, sólo al dormitorio. Los infortunios de una virtud ya inexistente, la de ella. 120 días de un Sodoma particular. Los crímenes de un amor sin amor. Filosofía en el tocador, en la mesa, la cama, el suelo. Prosperidades de un vicio insano. Un auténtico discurso depravado contra Dios. El resumen de una serie de cuentos sádicos protagonizados por un marido y una mujer de todo menos complacientes, cuyo autor, era ni más ni menos que el Marqués de Sade.


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Mensaje por Benjamin D. Holtz Mar Sep 22, 2015 2:24 pm



El aroma era totalmente diferente. No se acostumbraba. Echaba de menos aquellas calles teñidas de una neblina oscura y terrorífica. Echaba de menos corretear entre ellas, huyendo al atardecer cuando la luna hacía acto de presencia y su luz reflejada entre aquel ambiente se hacía insoportable para un niño temeroso. Echaba de menos sentir la mano de su hermano mayor sobre su hombro, el ligero apretón que le hacía volver a sentirse seguro, sentir que nadie, jamás, podría hacerle daño. Echaba de menos las cenas que preparaba su madre; la niebla del exterior convertida en el vaho de una deliciosa sopa. Y, todos, alrededor de la mesa. Charlando, riendo. Siendo, en definitiva, felices. Meros recuerdos que atrapaba con ahínco, recuerdos que parecían desaparecer con cada cena en solitario, encerrado en aquella mansión y dejando los días pasar. El lujo, baños de oro, abrazos falsos comprados con dinero, elogios hipócritas de aquellos que saben de su poder. ¿De qué le servía todo aquello, cuando en su soledad lo único que sentía era añoranza? Y tan lejos estaba ese nuevo mundo... Europa, la vieja gloria, le destrozaba. Ella, y todos los que habitaban sobre su tierra.

Reconocía que aquel lujo no le disgustaba. Todo lo contrario, cualquiera de sus hermanos hubiera matado por ello -como él mismo hizo, aunque sus manos no rodearan precisamente el cuello del mayor, su fin en este mundo solo tuvo un auténtico culpable: Benjamin-. No obstante, el algunas ocasiones, le era insípido. El oro ya no relucía como antes, sino que el reflejo de su rostro en aquellas piedras preciosas le dejaba ver el monstruo en el que se había convertido. Las curvas de la que era su mujer -el escote mostrado sin consideración, provocando a la bestia que la pobre Cordelia tenía como esposo-, solo le hacían recordar la amante que escondía en algún bulevar parisino. Ya que eso era en esencia, una amante. Horrible palabra para describir a la mujer con la que deseaba compartir su vida. Y el balcón hacia el pecado lo único que le provocaba en aquel momento, era el recuerdo de su propia desgracia; de su encierro. Una condena en una prisión creada por él mismo.

La huida de un cobarde como él, provocando que una inocente muchacha acabara cayendo en sus brazos. Arrastrándola al mismo vacío en el cual él vivía. Como si no fuera suficiente para una única persona, compartir el poco oxígeno en el pozo que era aquella asfixiante mansión. Donde la música no existía, solo el compás de los golpes y los gritos.

Ella. La mujer de sus deseos, la mujer de sus desprecio. Esa clase de mujer que parece luchar por huir de ese mencionado pozo, la tierra entre la piel y la uña, el esmalte rojo desgastado, el vestido rasgado y los ojos completos de rabia. Él, tirando de ella para que no abandonara aquel lúgubre lugar. Ella.


[...] Vosotras, a las que en vuestro infierno mi alma os ha seguido,
pobres hermanas, os amo tanto como os compadezco
por vuestras dolorosas tristezas, vuestra sed no saciada,
y las urnas de amor que llenan vuestro corazón.


Espera, por favor... he ordenado que nos sirvieran la cena. Siendo tú una mujer de alta cuna... ¿rechazarías la oferta? Qué mala educación. Tu madre se enfadaría ante una ofensa semejante... ante tu propio marido. Con el aprecio que ella me procesaba... -murmuró él mientras se acercaba veloz hacia ella. Como si fuera un perrito suplicando por la atención de su dueño-. Una escueta pero deliciosa cena. Ya sabes, algo que llene el estómago y el paladar, pero sin ser  vulgar... -vulgar, lo que él era en todo su ser-.

A continuación fue hasta donde su amada esposa estaba situada -evitando así, su rápida huida-, y le ofreció su brazo, de modo que ella le acompañara hasta la mesa, e hiciera un sonoro ruido, arrastrando la silla para que ella se sentara. Le ofreció dicho asiento y luego observó la cena. Un filete de buey poco hecho, frío por el paso del tiempo. Una verduras decorando el plato ya incomible, y la botella de vino completamente vacía -él ya la había terminado-.


-Oh, qué lástima... estaba esperando disfrutar de una velada romántica, a tu lado... -y entonces fue cuando en un gesto de desprecio arrojó el colgante sobre la mesa. Aquel rubí, rojo como la furia que impregnaba la mirada de la irlandesa-. Por cierto... ¿podrías decirme qué es esto? -Delia, ese diminutivo por el cual él, tiempo atrás, aún viviendo en la mentira de la felicidad, le había otorgado-. Sé lo que te regalo y lo que no. Sé lo que compras, y lo que no...

Lo sé todo de ti, o eso querría saber.


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Mensaje por Cordelia Holtz Mar Sep 22, 2015 6:02 pm


Su brazo, el grillete del matrimonio. La cena, tan insípida como los sentimientos que se profesaban. Sus juegos, los juegos de un hombre torturado y desesperado a partes iguales, luchando por algo de estabilidad, luchando por no verse atrapado en las arenas movedizas de la mentira que él mismo predispuso… pesados, aburridos, repetitivos. Carentes de estrategia pero impulsados ardientemente por las llamas del odio, la ira y la envidia.

El semblante de Cordelia parecía envejecer una vez arribaba en casa y su marido era siempre el causante. Él y aquel estúpido matrimonio. La única mancha que no lograba erradicar en su vida por más que frotara. ¿Asesinar? ¿Quién ve eso cómo algo malo? ¿Remordimientos? ¿Qué es eso? Pero Benjamin… Benjamin era la peor carga que la joven y vieja Cordelia podía soportar sobre sus hombros. El reloj que se comía toda su arena y la gravedad, arma cómplice. Tan cómplice como aquella pantomima salida de la nada: una mansión, un apellido, un sentimiento, una alianza… en resumidas cuentas: una pesadilla disfrazada de sueño.

- Como bien sabes, mi madre es una pobre mujer a la que no es difícil engatusar. Amable, buena persona, inocente e ingenua. Y por eso estamos aquí, supongo. De tal palo, tal astilla –adjetivos que poco se asemejaban a lo que era la cazadora por entonces, pero que sí encontraban parecido en la muchacha que fue tiempo atrás-. Motivo por el cual, supongo, tu padre era un borracho insolente –dijo ya sentada, suspirando y dirigiendo la mirada hacia su marido-.

Fue entonces que una lluvia rojiza y brillante –como el rubí que había irrumpido en aquella mesa- de acusaciones fue disparada violentamente en dirección a la mujer, esperando alcanzar su corazón, en busca de una confesión sobre una infidelidad inexistente.
Mal hecho -pensó la mujer dejando escapar una sonrisa. Agachó la cabeza. Imposible. Aquella sonrisa no se iba-. Para. ¡Deja de reir!. Pero no podía. La situación le resultó tan irrisoria que no podía contenerse y aun así sabía que aquella risa no le traería más que desgracias y que Benjamin Holtz no acostumbraba a andarse con tonterías.

- Perdón, perdón –dijo colocando su mano frente a su boca para esconder ésta-. Es sólo que -recuperó la compostura y le miró-… no sé qué esperas que te diga.

Ya no sonreía embriagada por el momento, ya sólo miraba a Benjamin con una única frase en su mente, frase que se reflejaba en su rostro: juguemos.
Nadie lo decía, nunca. Mas los dos eran conscientes de la situación entre ellos. De un matrimonio de tres no, cuatro, cinco, seis… un matrimonio entre dos y los que vinieran. ¿Quién había abierto la veda a una situación semejante? Benjamin, ¿quién iba a ser? El hombre, infiel por naturaleza. La mujer, sumisa del mismo modo. Acata, calla, se somete y lidia con la injusticia en que se le encadena sólo por su infortunio. El infortunio de nacer parte del sexo débil.

- ¿Sabes realmente lo que adquiero y lo que no? No, no lo sabes. ¿Supones que es el regalo de un amante? Como si tú no le hicieras regalos a la tuya –una sentencia cargada de rencor y celos, dos sentimientos imposibles de ocultar-. ¿Quieres saber si tengo un amante? ¿Es eso? ¿Te gustaría saberlo? –y acto seguido se levantó bruscamente, se posicionó frente a su esposo y mirándole a los ojos volvió a repetirlo- ¿¡Te gustaría!?


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