AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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A God in Ruins || Privado
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A God in Ruins || Privado
“Tu única obligación en cualquier período vital consiste en ser fiel a ti mismo.”
Richard Bach
Richard Bach
Lamentaba profundamente tener que usar a Mihai como excusa para salir tranquila de su hogar. Claro, nadie sospecharía de una dama –venida a menos, pero dama en fin–, que salía en compañía de su pequeño hijo al alba. Julianne era conocida por sus actos de beneficencia y por codearse con la plebe, por ende, tampoco era extraño que se dirigiera a un sitio de mala fama como lo era la Corte de los Milagros. Abrigaba con un sencillo vestido de color azul petróleo y una manta de lana que ella misma había tejido, tomó a su niño en brazos y un coche de alquiler, que no quiso acercarse mucho a la zona, debido a que aún el Sol no había salido del todo. Lamentaba, también, haber citado a una personalidad como lo era Olenna Dupin a un lugar como aquel, pero la labor que realizaban era muy fina, y un lugar público o la casa de una o la otra, significaría levantar sospechas. Las inclinaciones de la dama de clase alta eran conocidas, y si bien Julianne no compartía el hecho de que fuera tan descontracturada con sus opiniones, siempre era un gusto departir con alguien de tamaña envergadura. Ella prefería el anonimato, que la causa se mantuviese entre seudónimos y desconocidos, pero debía respetar la decisión de cada uno de los que estuviesen allí. Al fin de cuentas, todas querían lo mismo, y su madre le había enseñado que las escisiones nunca eran buenas. Que había que conciliar y mantener la unión, pues ésta hace a la fuerza.
Caminó el trayecto que separaba el lugar acordado de donde el cochero la había dejado. Le dio unas monedas a un niño y saludó cordialmente a aquellos que conocía. La pobreza de París era algo que no concebía. No porque su Inglaterra natal estuviese exenta de carenciados, pero lo de Francia le parecía en extremo grotesco. El East End estaba plagado de personas en situaciones lamentables, sin embargo, debía reconocer que la Cámara de los Comunes, intentaba maniobrar para conseguirles algún que otro beneficio, y si bien la muchacha los consideraba superficiales y que no atacaban los problemas de fondo, al menos ayudaba a que no murieran de hambre. Su padre había luchado por un sistema de gobierno que los integrase más, pero sus reclamos, si bien habían sido oídos con respeto, a la hora de la acción, como se dice en la jerga política, los habían “cajoneado”. Julianne jamás olvidaría los discursos viscerales en el Parlamento; ella era una niña y desde la tribuna lo observaba con ojos inocentes y repletos de admiración, mientras apretaba la mano de su madre, que emanaba amor por aquel hombre. Los ideales de ambos la habían forjado como a una espada, y ella debía continuar con su legado, más allá de cualquier riesgo. La imagen de sus padres, que la acompañaba en la mente cada día, le calentó los ojos, y apretó a Mihai contra su pecho para encontrar en él el consuelo y la fuerza, y para protegerlo del viento sur.
—Por aquí, señora Julianne —dijo una mujer que se asomó por una puerta desvencijada. Marie, en su pasado, había sido una dama distinguida, pero tras enviudar, había caído en desgracia; para darle de comer a sus hijos hacía uso de su don para ver el futuro y trabajaba como tarotista, y así había sido como la inglesa había dado con ella, por mera casualidad. — ¡Qué grande está éste muchacho! —exclamó apretando los cachetitos helados de Mihai, una vez que él y su madre se encontraban en el interior de la precaria habitación.
—Gracias, Marie —se quitó la mantilla y dejó a Mihai en el suelo, que inmediatamente se puso a recorrer el lugar con sus pasitos cortos. —Cada día hay más gente en éste lugar, no puedo creer que nadie haga nada al respeto. ¡Sigamos manteniendo a los nobles!
—Tu cuñado es uno… —le recordó Marie, risueña.
—Vladimir es distinto, no vive de exprimir a los demás. No hay punto de comparación entre él y la mayoría de los que conozco —lo defendió.
—Ven, siéntate —la invitó. En la humilde mesa había dos tazas humeantes de café. Una vez que ambas estuvieron frente a frente, la anfitriona sacó el mazo de cartas, se las pasó a Julianne para que las mezclase, y luego le dio a elegir cinco, que fueron colocadas boca abajo. Fue girando de a una. —Se avecinan cambios profundos, querida —le comentó, sin disimular la preocupación. —Debes estar preparada, tu y Mihai están muy expuestos a… —en ese momento, llamaron a la puerta. La sesión de tarot se interrumpió.
Caminó el trayecto que separaba el lugar acordado de donde el cochero la había dejado. Le dio unas monedas a un niño y saludó cordialmente a aquellos que conocía. La pobreza de París era algo que no concebía. No porque su Inglaterra natal estuviese exenta de carenciados, pero lo de Francia le parecía en extremo grotesco. El East End estaba plagado de personas en situaciones lamentables, sin embargo, debía reconocer que la Cámara de los Comunes, intentaba maniobrar para conseguirles algún que otro beneficio, y si bien la muchacha los consideraba superficiales y que no atacaban los problemas de fondo, al menos ayudaba a que no murieran de hambre. Su padre había luchado por un sistema de gobierno que los integrase más, pero sus reclamos, si bien habían sido oídos con respeto, a la hora de la acción, como se dice en la jerga política, los habían “cajoneado”. Julianne jamás olvidaría los discursos viscerales en el Parlamento; ella era una niña y desde la tribuna lo observaba con ojos inocentes y repletos de admiración, mientras apretaba la mano de su madre, que emanaba amor por aquel hombre. Los ideales de ambos la habían forjado como a una espada, y ella debía continuar con su legado, más allá de cualquier riesgo. La imagen de sus padres, que la acompañaba en la mente cada día, le calentó los ojos, y apretó a Mihai contra su pecho para encontrar en él el consuelo y la fuerza, y para protegerlo del viento sur.
—Por aquí, señora Julianne —dijo una mujer que se asomó por una puerta desvencijada. Marie, en su pasado, había sido una dama distinguida, pero tras enviudar, había caído en desgracia; para darle de comer a sus hijos hacía uso de su don para ver el futuro y trabajaba como tarotista, y así había sido como la inglesa había dado con ella, por mera casualidad. — ¡Qué grande está éste muchacho! —exclamó apretando los cachetitos helados de Mihai, una vez que él y su madre se encontraban en el interior de la precaria habitación.
—Gracias, Marie —se quitó la mantilla y dejó a Mihai en el suelo, que inmediatamente se puso a recorrer el lugar con sus pasitos cortos. —Cada día hay más gente en éste lugar, no puedo creer que nadie haga nada al respeto. ¡Sigamos manteniendo a los nobles!
—Tu cuñado es uno… —le recordó Marie, risueña.
—Vladimir es distinto, no vive de exprimir a los demás. No hay punto de comparación entre él y la mayoría de los que conozco —lo defendió.
—Ven, siéntate —la invitó. En la humilde mesa había dos tazas humeantes de café. Una vez que ambas estuvieron frente a frente, la anfitriona sacó el mazo de cartas, se las pasó a Julianne para que las mezclase, y luego le dio a elegir cinco, que fueron colocadas boca abajo. Fue girando de a una. —Se avecinan cambios profundos, querida —le comentó, sin disimular la preocupación. —Debes estar preparada, tu y Mihai están muy expuestos a… —en ese momento, llamaron a la puerta. La sesión de tarot se interrumpió.
Julianne MacFarlane- Humano Clase Baja
- Mensajes : 54
Fecha de inscripción : 06/10/2014
Re: A God in Ruins || Privado
Contrario a lo que se pudiera creer, no era la primera vez que los pies de Olenna se deslizaban por aquella oda a las enfermedades y la suciedad que significaba aquella estrecha calle que conectaba un decadente París con un incluso más pobre y repudiado sector, uno al cual el cochero de la mujer con aspecto de anciana se había negado rotundamente a entrar. Oh, porque cabía remarcar un detalle: eran sus pies los que ahora avanzaban y eran sus ojos los que lo observaban todo desde la penumbra de su capucha, lo eran en esencia, pero no era su imagen la que se plasmaba debajo de aquella oscurísima vestimenta. No era ningún prodigio para sus estándares pero sin duda sí un buen secreto bien guardado y una ventaja aún mejor: con su poder podía mutar su aspecto a voluntad, y con ello valerse de los pequeños permisos irregulares que a cada persona le eran dados en base a aspectos de lo más superficiales. A veces un niño flacucho a quien no molestaban, otras un joven gallardo, un hombre de aspecto ruin o bien deliciosas mujeres que habrían sido de su gusto o ancianas de aspecto repelente que a nadie interesaría mirar, todo aquello estaba en su repertorio –todo aquello e incluso más– y la hechicera no temía en recurrir a ellos de ser preciso. Aquella noche la vencedora había sido la máscara de una anciana delgada y espigada como una rama sin hojas, aunque no precisamente frágil. La figura, ocultas sus facciones y su piel presuntamente arrugada y de aspecto ceniciento por oscuros y suaves tejidos, había abandonado su coche alquilado para continuar el resto del trayecto a pie, aliviada ante el pensamiento de que de ser blanco de una mirada cualquiera probablemente no despertaría ningún interés, pero también absorbida por la idea y el entusiasmo subyacente a la reunión a la que debería asistir en tan curiosa –aunque no exactamente extraña, pues había estado allí utilizando otras caras– ubicación.
Un par de minutos pasaron en los que Olenna sólo escuchó el “tap tap” de sus pequeños y apresurados pasos, y finalmente al doblar una esquina pudo atisbar el dichoso punto de encuentro, tan desvencijado como todo lo que lo rodeaba pero aun así especial. La anciana avanzó sin modificar su paso, pero algo curioso le ocurrió: a sólo unos metros del umbral del lugar, en el momento exacto en que pasó junto a un árbol de aspecto moribundo, su faz y el resto de su cuerpo se transmutaron en el de una joven mujer pelinegra, ningún testigo que lo notara ni a quien creer. Sólo un elemento continuó impertérrito, si cabe: sus helados ojos azules, los cuales de pronto se detuvieron ante la puerta desvencijada.
Por un momento le pareció percibir como si toda la atmósfera que la rodeaba se volviera tensa, pero sólo se hizo necesario un par de segundos para que la puerta que había golpeado se entreabriera, dejando ver primero un único ojo –familiar, aunque no tanto– y, tras un nuevo momento, la figura de Marie.
–Madame –la saludó con una inclinación de cabeza, quizás algo cruel o insensiblemente dada la posición social anterior de la mujer, la cual no era ningún secreto para la hechicera. Fuera lo abiertamente afable o afilado de su sonrisa, o bien el aprecio de la mujer para con Julianne, lo cierto es que finalmente Marie se hizo a un lado, permitiendo a Olenna pasar. La mujer dedicó una mirada evaluativa e indiscreta a su alrededor hasta que de pronto sus ojos se iluminaron, capturando lo que parecería ser su nuevo juguete preferido. ¿El blanco de su mirada? Aquel pequeñito que se tambaleaba en un rincón, algo sorprendido por la llegada de un rostro nuevo pero no mucho más. Por un momento la mujer deseó acercársele y observarlo en silencio, quizás hasta jugar con él o intentar comprenderlo; los bebés, los niños incluso eran un auténtico misterio para ella, y uno de lo más atrapante. Había cosas que hacer sin embargo, y sus ojos parecieron chisporrotear en cuanto divisó a la madre del chiquillo.
–Tengo que ser honesta, Julianne Basarab es incluso más bella de lo que los susurros pregonan –dijo con la mayor de las naturalidades mientras se acercaba a la mujer, extendiendo una mano enguantada en tejido negro para estrechar la ajena, un modo a su juicio más que adecuado para saludar, quizás incluso capaz de borrar lo curioso de su primer comentario. Su mirada, siempre viva, no tardó en capturar también las cartas tendidas sobre la mesa en un entramado que a decir verdad ella misma podía interpretar sin demasiada dificultad. El tarot era un juego de niñas muy pequeñas o mujeres muy mayores pensó, todas ellas pequeñas brujas aunque no lo supieran o se negaran a reconocerlo.
–Uhum… –se limitó a musitar, una mueca curiosa sobre sus labios rojos. ¿Meditabunda, quizás?–. Continúen, por favor. Esa es una interesante historia.
Un par de minutos pasaron en los que Olenna sólo escuchó el “tap tap” de sus pequeños y apresurados pasos, y finalmente al doblar una esquina pudo atisbar el dichoso punto de encuentro, tan desvencijado como todo lo que lo rodeaba pero aun así especial. La anciana avanzó sin modificar su paso, pero algo curioso le ocurrió: a sólo unos metros del umbral del lugar, en el momento exacto en que pasó junto a un árbol de aspecto moribundo, su faz y el resto de su cuerpo se transmutaron en el de una joven mujer pelinegra, ningún testigo que lo notara ni a quien creer. Sólo un elemento continuó impertérrito, si cabe: sus helados ojos azules, los cuales de pronto se detuvieron ante la puerta desvencijada.
Por un momento le pareció percibir como si toda la atmósfera que la rodeaba se volviera tensa, pero sólo se hizo necesario un par de segundos para que la puerta que había golpeado se entreabriera, dejando ver primero un único ojo –familiar, aunque no tanto– y, tras un nuevo momento, la figura de Marie.
–Madame –la saludó con una inclinación de cabeza, quizás algo cruel o insensiblemente dada la posición social anterior de la mujer, la cual no era ningún secreto para la hechicera. Fuera lo abiertamente afable o afilado de su sonrisa, o bien el aprecio de la mujer para con Julianne, lo cierto es que finalmente Marie se hizo a un lado, permitiendo a Olenna pasar. La mujer dedicó una mirada evaluativa e indiscreta a su alrededor hasta que de pronto sus ojos se iluminaron, capturando lo que parecería ser su nuevo juguete preferido. ¿El blanco de su mirada? Aquel pequeñito que se tambaleaba en un rincón, algo sorprendido por la llegada de un rostro nuevo pero no mucho más. Por un momento la mujer deseó acercársele y observarlo en silencio, quizás hasta jugar con él o intentar comprenderlo; los bebés, los niños incluso eran un auténtico misterio para ella, y uno de lo más atrapante. Había cosas que hacer sin embargo, y sus ojos parecieron chisporrotear en cuanto divisó a la madre del chiquillo.
–Tengo que ser honesta, Julianne Basarab es incluso más bella de lo que los susurros pregonan –dijo con la mayor de las naturalidades mientras se acercaba a la mujer, extendiendo una mano enguantada en tejido negro para estrechar la ajena, un modo a su juicio más que adecuado para saludar, quizás incluso capaz de borrar lo curioso de su primer comentario. Su mirada, siempre viva, no tardó en capturar también las cartas tendidas sobre la mesa en un entramado que a decir verdad ella misma podía interpretar sin demasiada dificultad. El tarot era un juego de niñas muy pequeñas o mujeres muy mayores pensó, todas ellas pequeñas brujas aunque no lo supieran o se negaran a reconocerlo.
–Uhum… –se limitó a musitar, una mueca curiosa sobre sus labios rojos. ¿Meditabunda, quizás?–. Continúen, por favor. Esa es una interesante historia.
Olenna L. Dupin- Hechicero Clase Alta
- Mensajes : 51
Fecha de inscripción : 30/05/2015
Localización : En algún rincón de París.
Re: A God in Ruins || Privado
Olenna Dupin era una mujer imponente. Su mirada gélida, su piel tersa, su postura gallarda, era una verdadera estatua a la hidalguía. Imponía respeto con su sola presencia, sin necesidad de hacer alarde de ello; aunque, seguramente, sabía lo que transmitía. Segura de sí misma, espléndida en su aspecto, todo en ella parecía estar calculado en detalle. Se notaba que nada dejaba al azar, sin embargo, a Julianne no le pasó desapercibido el leve cambio en su rostro al notar la presencia de su pequeño hijo. Mihai estaba silencioso y con sus orbes clavadas en la recién llegada, quizá también preso del magnetismo innato que poseía la dama. Luego, cuando la curiosidad cedió, volvió su vista al soldadito de plomo que su tío le había regalado y que, parecía, se había convertido en el principal objeto de su atracción desde que él se lo había dado, y si bien tenía otros juguetes, aquel parecía poseer un poder especial que le impedía separarse de él.
Julianne no pudo ocultar el rubor que tiñó con suavidad sus mejillas ante el halago tan inesperado por parte de Olenna, y se sintió una quinceañera en su fiesta de presentación en sociedad, aunque se contuvo para no agachar la cabeza. A cambio de eso, le sonrió para acallar la voz de Luca gritándole mientras la ultrajaba. “Eres horrible, mírate, tienes las tetas de una vaca por amamantar a ese mocoso. No sirves para nada, perra, ni siquiera me satisfaces.” Apretó la mano de la hechicera con firmeza, como le había enseñado su padre.
—Bienvenida, Olenna. Es un placer por fin conocerte —contestó con una leve reverencia. —Admito que eres tal cual imaginaba —respondió al halago. Entre ellas había habido un abundante intercambio de correspondencia, y eso a Julianne le había dado la pauta para formar una imagen de la visitante. En su letra y en sus frases se notaba la firmeza de su espíritu y era lo que emanaba de cada palmo de su cuerpo. —Llegas en la mejor parte, Marie estaba hablándome de cambios profundos en mi vida, espero que sean para bien —dirigió su mirada la anfitriona.
—Tome asiento, Madame —dijo Marie al tiempo que colocaba otra silla alrededor de la mesa. —Sepa disculpar lo humilde de mi morada, la vida no ha sido cordial conmigo —Julianne pudo notar cierta hostilidad en la mujer, aunque se abstuvo de comentar o preguntar el por qué.
Mihai se acercó a su madre y le extendió los bracitos. Inmediatamente, la escritora lo tomó entre los suyos y lo colocó en su regazo. El pequeño volvió a concentrarse en Olenna, que parecía haberse convertido en el blanco de la curiosidad tanto del niño como de la dueña de casa, que no disimulaba la incomodidad. Si bien a la muchacha le parecía una mujer de la que debía cuidarse, sentía, al mismo tiempo, que podía confiar en ella. A lo largo de los años, había desarrollado una gran intuición, que le permitía estar alerta en todo momento, y desde la primera carta había sentido que Dupin era de fiar. No podía jurar que era incapaz de traicionarla; ese era otro aspecto que había ido apareciendo en su personalidad: la desconfianza. Si no hubiera sido tan crédula y hubiera concentrado sus sentidos en Boy, jamás éste habría despilfarrado la herencia de sus padres ni la habría obligado a casarse con el monstruoso Luca Basarab. Aquel pensamiento negro solía agolparse en sus sienes cuando su esposo la violaba o la golpeaba como si se tratase de un pedazo de carne muerta, pero, cuando la tensa paz regresaba, reflexionaba sobre ese hecho y que de no haberse desarrollado los acontecimientos de forma tan trágica, jamás habría conocido a Vladimir, lo que significaba que Mihai nunca habría nacido, y nada era tan aterrador como un mundo sin su hijo.
—Continúa, querida —instó Julianne a Marie. —Me da mucha curiosidad lo que me estabas diciendo, y creo que a nuestra invitada y a mi pequeño también. ¿O no, hijo? —lo movió suavemente y le dedicó una amplia sonrisa, a la que él respondió de la misma forma, mostrando sus diminutos dientes y lanzando una suave exclamación.
—Tienes razón —Marie volvió a concentrarse en las cartas y el gesto de preocupación regresó a su rostro. —Ay Julianne… Le Pendu y Le Mort invertida, no me agrada. Sabes que esto representa grandes cambios, como te había anticipado. Pero se darán de forma violenta. Le Pendu indica que estás estancada en una situación de la que no puedes salir, debes superar tu miedo. Le Mort indica que para salir de esto, para lograr la transformación, tendrás que atravesar por un gran dolor —a la tarotista no le pasó desapercibido cómo las manos de Julianne se apretaban alrededor de su hijo. —Pero eres una mujer fuerte, querida, lograrás superarlo —agregó sin demasiada convicción.
—Olenna, ¿qué puedes opinar al respecto? —preguntó con una sonrisa que nada disimulaba el estupor que le habían provocado las palabras de la anfitriona.
Julianne no pudo ocultar el rubor que tiñó con suavidad sus mejillas ante el halago tan inesperado por parte de Olenna, y se sintió una quinceañera en su fiesta de presentación en sociedad, aunque se contuvo para no agachar la cabeza. A cambio de eso, le sonrió para acallar la voz de Luca gritándole mientras la ultrajaba. “Eres horrible, mírate, tienes las tetas de una vaca por amamantar a ese mocoso. No sirves para nada, perra, ni siquiera me satisfaces.” Apretó la mano de la hechicera con firmeza, como le había enseñado su padre.
—Bienvenida, Olenna. Es un placer por fin conocerte —contestó con una leve reverencia. —Admito que eres tal cual imaginaba —respondió al halago. Entre ellas había habido un abundante intercambio de correspondencia, y eso a Julianne le había dado la pauta para formar una imagen de la visitante. En su letra y en sus frases se notaba la firmeza de su espíritu y era lo que emanaba de cada palmo de su cuerpo. —Llegas en la mejor parte, Marie estaba hablándome de cambios profundos en mi vida, espero que sean para bien —dirigió su mirada la anfitriona.
—Tome asiento, Madame —dijo Marie al tiempo que colocaba otra silla alrededor de la mesa. —Sepa disculpar lo humilde de mi morada, la vida no ha sido cordial conmigo —Julianne pudo notar cierta hostilidad en la mujer, aunque se abstuvo de comentar o preguntar el por qué.
Mihai se acercó a su madre y le extendió los bracitos. Inmediatamente, la escritora lo tomó entre los suyos y lo colocó en su regazo. El pequeño volvió a concentrarse en Olenna, que parecía haberse convertido en el blanco de la curiosidad tanto del niño como de la dueña de casa, que no disimulaba la incomodidad. Si bien a la muchacha le parecía una mujer de la que debía cuidarse, sentía, al mismo tiempo, que podía confiar en ella. A lo largo de los años, había desarrollado una gran intuición, que le permitía estar alerta en todo momento, y desde la primera carta había sentido que Dupin era de fiar. No podía jurar que era incapaz de traicionarla; ese era otro aspecto que había ido apareciendo en su personalidad: la desconfianza. Si no hubiera sido tan crédula y hubiera concentrado sus sentidos en Boy, jamás éste habría despilfarrado la herencia de sus padres ni la habría obligado a casarse con el monstruoso Luca Basarab. Aquel pensamiento negro solía agolparse en sus sienes cuando su esposo la violaba o la golpeaba como si se tratase de un pedazo de carne muerta, pero, cuando la tensa paz regresaba, reflexionaba sobre ese hecho y que de no haberse desarrollado los acontecimientos de forma tan trágica, jamás habría conocido a Vladimir, lo que significaba que Mihai nunca habría nacido, y nada era tan aterrador como un mundo sin su hijo.
—Continúa, querida —instó Julianne a Marie. —Me da mucha curiosidad lo que me estabas diciendo, y creo que a nuestra invitada y a mi pequeño también. ¿O no, hijo? —lo movió suavemente y le dedicó una amplia sonrisa, a la que él respondió de la misma forma, mostrando sus diminutos dientes y lanzando una suave exclamación.
—Tienes razón —Marie volvió a concentrarse en las cartas y el gesto de preocupación regresó a su rostro. —Ay Julianne… Le Pendu y Le Mort invertida, no me agrada. Sabes que esto representa grandes cambios, como te había anticipado. Pero se darán de forma violenta. Le Pendu indica que estás estancada en una situación de la que no puedes salir, debes superar tu miedo. Le Mort indica que para salir de esto, para lograr la transformación, tendrás que atravesar por un gran dolor —a la tarotista no le pasó desapercibido cómo las manos de Julianne se apretaban alrededor de su hijo. —Pero eres una mujer fuerte, querida, lograrás superarlo —agregó sin demasiada convicción.
—Olenna, ¿qué puedes opinar al respecto? —preguntó con una sonrisa que nada disimulaba el estupor que le habían provocado las palabras de la anfitriona.
Julianne MacFarlane- Humano Clase Baja
- Mensajes : 54
Fecha de inscripción : 06/10/2014
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