El despertar del gigante de hielo [Libre]

Dormí durante muchos meses seguidos. Incluso durante años en muchas otras ocasiones. ¿Qué me lo impedía? Una vez lo hice en los Alpes escandinavos, había dormido durante siglos. Hubo unos años en los que dormí en los Alpes del este de Francia. Ahora había decidido dormir en los Pirineos. A nadie le importaba, a mí no me importaba.

Atraía entre sueños las voces de los mortales y muchas veces despertaba entre sueño y sueño —que bien podían ser diez o incluso veinte años según la ocasión— solo para alimentarme y aplacar la dolorosa e implacable sed que agobiaba mi organismo.
Estaba sediento, enloquecido. Había tenido malos sueños atraídos por el Don de la mente que había adquirido hacía ya mil años atrás. Sueños de enormes ciudades, de enormes palacios y catedrales. Sueños de sangre.

Me arrastré de aquel escondrijo con las pocas fuerzas que me quedaban de reserva. ¡Ah, qué aspecto más demacrado presentaba! Pero de aquello no me pude dar cuenta hasta que me vi en la mente de la primera víctima. Sentí la sangre fluir por la garganta, caliente, resbalando con tal intensidad que no pude evitar sentir tal pasión en el cuerpo. Una pasión tal que apreté tan fuerte aquel endeble y desgraciado cuerpo que cedió rápidamente bajo la fuerza de mis manos. Sentí el crujido de su espalda ceder, de sus vértebras romperse, y pronto me vi embelesado por el momento, por la pasión de la Sangre que me obligo a desgarrar su pecho y sacar el corazón, el cual exprimí hasta las últimas gotas, las cuales lamí con verdadera ansia.
Recuerdo esos momentos con extrema lucidez, como todo cuanto ha acontecido en mi vida. De esto hace más de diez años, desde que decidí dejar de dormir para experimentar la actualidad del mundo mortal y todo cuanto podía ofrecer.

¡Y es que el hombre como criatura era más sorprendente que nunca! La aparición de la criminología, la antropología, psicología evolucionista y todo tipo de teorías despertaban en mí ansias por conocer más de su mundo, de todo cuanto podían ofrecer con respecto a mil años atrás.
Sí, podía captar todo tipo de conocimiento a través de la mente de los humanos. Podía saber, además, de todo cuanto había acontecido a través de los sueños, observando las imágenes que se establecían en mi mente inconscientemente cuando hurgaba con aquella extraordinaria disciplina a todos los pocos seres que pasaron por los alrededores del lugar donde me había escondido del mundo.

Me había arrastrado como un insecto con el único fin de alimentarme. No me importaba quién fuera, o por lo menos así fue las primeras semanas hasta que logré conseguir llegar a Toulouse. Allí las víctimas eran jóvenes atraídos por la seducción de mi condición. Para entonces yo seguía siendo un monstruo a sus ojos, un saco de huesos y piel con un largo y enmarañado cabello que hacía juego con la andrajosa y espesa barba descuidada. ¡Ah, pero la seducción de un vampiro siempre ha sido algo exquisito!

Hay un dato curioso, y es que cuando me rendí al letargo del sueño no dominaba muy bien la lengua francesa, no obstante, cuando emergí de mi sopor conocía sus costumbres y el idioma a la perfección. Los sueños me enseñaron y me sorprendí a mí mismo hablando y pensando en aquel francés tan romántico y, a veces, arrogante.

Me limpié los labios con el dorso de la mano. Recuerdo haber atacado a una mujer con un pequeño niño. ¡Qué hermosa criatura se me antojaba! Sus pequeños y almendrados ojos mirándome con la inocencia de una criatura que jamás ha visto la muerte. Con la inocencia de una criatura que desconoce el sufrimiento, pero, que empieza a deducir todo cuanto ocurre a su alrededor.

La mujer en cuestión, ya estaba muerta. A su lado estaba el cadáver de uno de sus clientes, del cual ya me había alimentado. El niño observaba en silencio, maravillado por la escena a la que no estaba acostumbrado a presenciar, a todo cuanto su mente absorbía como una esponja y que más tarde recordaría como un mal sueño o, tal vez, como una escena producto de su imaginación.

—Todo está bien, Benoit —susurré en su oído en un perfecto francés mientras, con los dedos famélicos y aparentemente débiles le peinaba su negro y liso cabello—. Ya no tendrás que mendigar y yo me encargaré de labrarte un futuro.

Me encargué de engatusar a gente de poder con tanta facilidad como me lo permitían mis poderes y con el tiempo le di un apellido al pequeño Benoit. Obtuvo un apellido, y con él, un futuro.

Asimismo, con los años pude labrar una fortuna gracias a la ayuda de un viejo abogado mortal de renombre. Conseguí oro suficiente y posesiones de víctimas que abusaban y explotaban a niños sin la menor duda. Esas eran las mejores víctimas, por supuesto.

Tolouse pronto se convirtió en el pasado y viajé durante meses hasta llegar a París, la hermosa y hedionda París, con sus prostitutas, sus carruajes y sus cadáveres hediondos. Por supuesto, ahora mi piel y todo mi cuerpo presentaban ese misterio que adorna a todos los vampiros, pero pasaba desapercibido por el maquillaje y los atuendos cortados perfectamente a la medida. Era un prestigioso bancario que había llegado, hacía meses desde el norte y que, desde siempre había estudiado a consciencia el francés y su cultura.

Me camuflé entre la sociedad alta de París, atendiendo a sus suntuosas fiestas y sus asombrosos teatros, pero en ningún momento había entrado en mi mente acercarme a otros seres inmortales o, que por algún u otro motivo, conocieran algo sobre lo que se podía encontrar en la oscuridad.
Así entonces, me adentré entre las serpenteantes calles parisinas, asombrándome de todo cuanto había sido construido en aquel lugar al que, en mi vida mortal, había siquiera pensado en encontrar. Aspiré el hedor a muerte, a orines en las calles y observé en cada esquina, con la mirada inmortal, el reino de las ratas. Una cantidad tan exorbitante como aterradora, una cantidad que hizo que riera solo ante la mirada de seres que, aparte de quedarse asombrados por lo repentino de la risa, lo hacían por la frondosa y bien cuidada barba que hacía juego con mi pelo atado en una cinta de color negro.

«Qué hombre más raro» Escudriñé en la mente de un hombre de clase media. «¿Será una nueva moda parisina?» Pensó una señora de la alta sociedad. ¿Qué más daba lo que era? Seguí mi camino intentando no ensuciar con los charcos de lodo el traje burgués. Sombrero de copa de exquisita seda negra, guantes blancos, gemelos para el cierre de los puños de la camisa y los botones del chaleco y los escarpines negros de charol que hacían conjunto con el frac de vestir.
Sí, podía pasar como cualquier humano y estaba orgulloso de eso.

Sí. Una vez vikingo, como nos decían los extranjeros, y ahora podía ser todo un burgués del pleno año 1800, como profesaban las noticias que gritaban los pequeños trabajadores de aquel nuevo y excitante mundo.

Contemplaba con empeño todos y cada uno de los detalles que ofrecían las calles parisinas en todas las oscuras esquinas de la noche. Era una noche muy viva en la que todo tipo de vidas se cruzaban unas con otras, aquí y allá, salpicadas en una sociedad creciente, en una sociedad evolutiva que apenas y estaba dando los primeros espasmos de madurez.

¿Pero no lo era toda la civilización una constante evolución? Lo era, y de eso había constancia en todos lados. No se detendría hasta que todos y cada uno de los humanos se extinguieran en el planeta. Ah, y con ellos nosotros, su eterna y condenada maldición.

Cerré los ojos y disfruté del momento. Había sido una buena época para despertar, para abrir los ojos y volver a tomar el nombre de alguien. Crear un personaje en un mundo en el que apenas conocía hacía que la sangre dentro de mi cuerpo ajeno a la vida se estremeciera. Me concentré en el momento y escuché las voces de todos los que estaban a mi alrededor, todas esas voces que pensaban qué comerían en la noche o cuándo se acabaría su sufrimiento.

Y entonces la pude sentir.

No tuve que indagar mucho, entre todos los mortales, para saber dónde se encontraba la fuente que había robado mi atención. Escuché el nombre en un pequeño susurro que cualquier mortal sería incapaz de alcanzar. Ah, pero el nombre no vino solo. La observé a los ojos y nuestras miradas se cruzaron. Irremediablemente pude escudriñar en sus recuerdos, violando la privacidad de todo ser, violando sus recuerdos.
Entonces comprendí la razón.

Lo amaba. Ah, Draven, casi tan alto como yo, casi con el mismo talante. Tan parecidos y tan diferentes. Sentí su confusión casi sin quererlo, y pude captar varias imágenes que pronto despejé, obligando acallar no solo la mente de quien tenía a unos metros de distancia, sino a las débiles mentes humanas que nada podían hacer por evitar gritarme sus secretos.

Aplaqué las voces y ahora me concentré en ella directamente. Habían pasado muchos años desde que había hablado con otro ser inmortal, y sopesaba calculadoramente todo cuanto acontecía en el momento. ¿Cómo serían en esta época los de mi especie? Si los humanos habían cambiado, los vampiros lo habrían hecho casi de forma automática. ¡Ah, dos seres tan distintos y, a la vez, tan parecidos, agarrando sus destinos juntos de la mano!

—No, no pares, chéri —respondí a sus pensamientos si bien no con un francés nativo, con uno muy bien entonado con un ligerísimo y antiguo acento del norte— ¿Por qué darle la espalda a recuerdos que te mantienen cuerda? Bien pueden ser los recuerdos traicioneros si así nuestra mente deja que lo sean, pero, ¿no somos lo suficientemente fuertes para deleitarlos desde lejos, saboreando el amargo y placentero sabor de su origen? ¿No hacen lo mismo los humanos al beber una copa de vino? La olfatean, la ven, la beben y, aunque saben que es amarga, en ocasiones la disfrutan.

Observé sus facciones, sus ojos, su pelo y la forma en que vestía. Sabía que podía ser peligroso, pero me encantaba el peligro y la sensación de sentirme vivo.

—Vamos, este no es sitio para aquellos que merodean la noche.

Y tan pronto como las palabras salieron de mis labios, mi cuerpo alcanzó una velocidad vertiginosa capaz de hacerme desaparecer a la vista de cualquier mortal. Con rapidez y un gran impulso me desplacé hasta el tejado del edificio más cercano y observé a lo lejos, en lo más alto del cielo una luna llena que se escondía entre las nubes, tímida y coqueta.

¡Cuánta actividad percibía en su sangre!
Observé las memorias con tanta agilidad como me permitía la peculiar habilidad de la mente. Tantas tardes con su amado Draven. ¿Y dónde estabas ahora?

Entendí sus sentimientos con la misma sensación de desprecio con la que ella lo experimentaba. Apenas y la había visto, pero fue tiempo suficiente para conocer las imágenes que rondaron por su mente en cuestión de segundos. Intenté no escudriñar en sus recuerdos, pero la tentación. ¡Bendita tentación!

Siguió mis pasos y entonces la observé cual era. No emití reacción alguna cuando perfiló mi rostro con misterio, lenta y suavemente, como lo haría hacia Draven, su querido Draven.
Y sí, así fue.

Las palabras explotaron: “Sois tan iguales”.
Puede que no estuviera cuerda. Bien. Era interesante, sin duda.

—Deberías hacer algo antes de seguir —podía verme en su mente, o eso pensaba hasta que pude captar, claramente, el rostro de Draven—. No puedes seguir confundiéndome. Mi nombre es Einar. No puedes confundirme con tu amado Draven.

Sonreí. Me encantaba sonreír.
Caminé al borde del edificio y observé la agitada vida parisina. Las voces de todas esas personas acudían  a mí y dejé que se abalanzaran como el agua de una catarata. Entendía el dolor, el sufrimiento de los menos agraciados, así como igualmente captaba la pasión de los más adinerados. Pronto acallé las voces con un pensamiento. Sólo escuchaba sus voces naturales, con las que se comunicaban unos con otros  en un mar de cacofonía orquestada por los cascos de los caballos y el traqueteo de sus carruajes.

—¿Crees que merezco la muerte sin siquiera pensar si vale la pena conocerme? ¿Tan letal puedes llegar a ser? —la observé sin dejar de sonreír. La barba estaba peinada, pero no dejaba de reflejar ese contraste entre elegante y salvaje—. Vamos, hace tiempo que no encuentro a uno de los míos. ¿Siguen todos los jóvenes tan agresivos como tú?