Un nuevo comienzo para ambos [Cosette Legard]

Una mañana más, un día más. Cosette se levantó con los primeros rayos de Sol y, después de vestirse, salió de la habitación que compartían y se dirigió a la cocina, donde preparó café y algunas tostadas. Aderezó las suyas con un poco de miel y se sentó a tomar su desayuno mientras leía uno de los muchos libros que tenían en casa. Solía quedarse a leerlo aún después de terminar la comida por el simple hecho de esperar a que se levantara Albert. Sólo los días que tenía mucha prisa salía nada más terminar, no sin antes dejar una nota si tenía que darle algún recado.

El frío de aquella mañana se le clavó como un millón de espadas en el cuerpo, así que ajustó su abrigo y acomodó la bufanda para taparse todo lo que podía. La herboristería no quedaba demasiado lejos, pero si lo suficiente para que Cosette llegara con las manos heladas a la tienda. Encendió la chimenea de la trastienda sin quitarse el abrigo y cuando el ambiente se hubo caldeado un poco colgó el abrigo y la bufanda del perchero junto a la puerta.

La mañana fue un sinfín de entradas y salidas de la tienda. El invierno había llegado y con él los catarros y las gripes. Todos los clientes que llegaron agradecían una y otra vez el calor que se podía disfrutar dentro de la tienda, un calor que luchaba por seguir ahí cada vez que la puerta se abría. En los ratos en los que no había clientela, la bruja aprovechaba para preparar ungüentos varios que guardaba en pequeños botes. También preparaba saquitos de hierbas con la dosis justa que necesitaban los que acudían a ella, listas para tomar.

El Sol fue alzándose con el paso del tiempo y la mañana llegaba a su fin. Desde detrás del mostrador esperó a que Albert pasara a buscarla tal y como le había dicho. Como no podía ser de otra manera, aprovechaba cada minuto para recolocar botes en sus baldas, limpiar motas de polvo imperceptibles o barrer algunos restos que siempre acababan por el suelo. Desde la muerte de Henri siempre intentaba tener la mente y el cuerpo ocupados para evitar pensar demasiado en él y esa costumbre se había apoderado de ella hasta el punto de necesitar moverse constantemente.

De cuando en cuando miraba a través de las ventanas frontales, y en una de esas vio al brujo fuera, sonriente y esperando. Le saludó con una mano para hacerle saber que le había visto y sonrió. Aún tenía que apagar la chimenea, así que fue rápidamente a la trastienda y disfrutó del calor más intenso de allí. Guardó un par de botes más y finalmente salió a la calle con el abrigo puesto y la bufanda en la mano.

—Hola —Volvió a sonreírle y poniéndose de puntillas le dio un pequeño beso. —Has elegido un día horrible para pasear —bromeó.

Enrolló la bufanda en su cuello intentando cubrir la mayor parte de éste y abrochó su abrigo. Sentía que el frío había aumentado durante el tiempo que había pasado en la tienda, pero se trataba tan sólo del cambio de temperatura del interior al exterior.

—¿Cómo te ha ido la mañana?

Comenzó a andar mientras sentía el brazo de Albert por su espalda primero y ligeramente sobre sus hombros después. Se acercó a él pegándose a un costado buscando el calor corporal tan ansiado en aquella época. El frío le cortaba las mejillas, sonrosándolas como una adolescente en la primera cita. Su piel fina y blanca era muy sensible a los cambios de temperatura y, si no la cuidaba lo suficiente, se le llegaba a agrietar.

Guardó las manos en los bolsillos del abrigo intentando cubrirlas del viento de principios de invierno mientras intentaba descifrar la misteriosa respuesta de su esposo. Lo pensó durante unos minutos hasta que recibió un tierno beso sobre su cabello.

—Ajetreada, como siempre en esta época —contestó con una sonrisa cansada. —Ya sabes: resfriados, gripes, más resfriados, dolores de cabeza, ungüentos para la piel… Si no estoy detrás del mostrador estoy en la trastienda preparando más cosas. —Suspiró.

El invierno era una época perfecta para ella pero agotadora al mismo tiempo. La bajada de temperaturas afectaba a mucha de la gente de París, más todavía si eran de recursos escasos y no podían encender un fuego para calentarse. Nunca solía tener más de dos o tres personas simultáneas dentro de la tienda, pero el flujo de gente era constante. Muchos días le costaba mantener el calor dentro del local debido a la cantidad de veces que se abría la puerta de la tienda. Esos días, Hibou solía pasarlos dentro, al calor de la chimenea. Cosette, en cambio, pasaba la mayor parte del día bebiendo té recién hecho. Era la manera que más le gustaba de entrar en calor.

—No tengo tiempo para aburrirme. Aunque eso es bueno, supongo —comentó apoyando después su cabeza sobre el hombro de Albert.

Giraron en una esquina llegando a una de las calles más hermosas de la ciudad. El aire siempre olía a flores y frutas debido a las balconadas de los vecinos, siempre coloridas y lustrosas. Cosette adoraba aquella calle que siempre parecía estar en primavera. Las floristerías abundaban allí, siendo una de las mejores zonas para comprar flores de todo tipo. La mirada de la bruja se posaba de puesto en puesto sin perder aquellas plantas de colores más vibrantes: naranjas, azules, rojas y moradas. Siempre había decorado los rincones de la casa con pequeñas macetas de flores, pero las últimas perecieron hacía tiempo casi a la vez que Henri. Desde entonces no había vuelto a comprar ninguna, convirtiendo la casa en un lugar gris y anodino.

Una mujer que acomodaba unos ramos de flores amarillas le tendió una que Cosette aceptó de buena gana y que inmediatamente se llevó a la nariz. Aspiró un par de veces y después se limitó a rodar el tallo entre sus dedos, haciendo girar la flor en movimientos circulares.

—Adoro esta calle. ¿Ves ese balcón? —Señaló una fachada que quedaba enfrente. —Con esas flores se puede hacer una crema para las picaduras. Apuesto a que los que viven ahí no lo saben.

Identificar plantas medicinales en la vida cotidiana era otra de sus aficiones cuando paseaba. Había encontrado cientos de ellas en multitud de lugares a lo largo de la ciudad, pero siempre aparecían nuevas plantas en los sitios más insospechados, como aquel. Volvió a mirar la flor que llevaba en la mano. A simple vista parecía una flor vulgar sin ningún tipo de exotismo, pero había algo en ella que llamó la atención de la bruja: no la conocía.

—Creo que compraré una planta como esta —murmuró, pensando en voz alta y dejando atrás la más florida de las calles de Paris.

No sabía hacia donde caminaban, ni siquiera se dio cuenta de que habían dejado la calle atrás. La sorpresa de Albert seguía intacta.

Continuaron caminando hasta que Albert se detuvo frente a una casa que a ojos de Cosette era aleatoria. Sus palabras, de nuevo misteriosas, hizo que la bruja entornara los ojos para mirarle. Aquella estaba siendo una mañana un tanto… extraña.

—¿Hay algo que me quieras decir? —preguntó un poco confundida.

La respuesta hizo que la flor que llevaba se resbalara de entre sus dedos, cayendo a cámara lenta sobre el suelo adoquinado. Clavó sus ojos azules sobre él y fue moviéndolos poco a poco hacia la casa. Miró el piso inferior donde lo más llamativo era aquella gran puerta de madera. Un par de escalones permitían acceder a ella. Del piso superior lo que más se podía destacar desde allí era el balcón con la barandilla de madera oscura. A ambos lados sendas ventanas hacía de la fachada una pared completamente simétrica. Los ojos de Cosette iban desde el tejado de la vivienda hasta el suelo y viceversa. Aún no entendía del todo lo que su esposo le había dicho.

—No sé si entiendo… —Consiguió desviar los ojos de la casa para apuntarlos directamente sobre los de Albert. —¿Nuevo hogar?

Esas habían sido las palabras exactas. Nuevo hogar. Ellos ya tenían uno, muerto durante los últimos meses, pero un hogar al fin y al cabo. La idea empezó a calar en su mente poco a poco. Con una mano temblorosa se cubrió la boca entreabierta. ¿Podía haberle entendido mal?

—¿Has… comprado esta casa? —Señaló la vivienda con el índice. Tomó aire profundamente y se pasó esa misma mano por la frente y el pelo. Después comenzó la risa nerviosa. —Te has vuelto loco. —Se acercó a él y puso ambas manos a los lados de su rostro. Le besó una, dos y hasta tres veces. —Rematadamente loco.

Se separó despacio y con cuidado y volvió a mirar al edificio. Con pasos tímidos se acercó hasta quedar cubierta por el balcón, cuyo bajo estaba decorado con unos bonitos y simples tallados de flores. Después se hizo a un lado para mirar a través de los cristales de las ventanas y de pronto sintió la necesidad de entrar.

—Abre la puerta —le pidió como si fuera una niña deseando un caramelo.

Se acercó a él y se agarró de su brazo, apretando su cuerpo contra el del brujo, mientras giraba la llave en la cerradura. La puerta crujió de manera suave y un olor a madera los inundó a ambos. Dio unos pocos pasos cruzando el umbral y el suelo, al igual que la puerta, emitió ese sonido antiguo, como si les dieran la bienvenida. Ya podía sentir el calor del hogar allí dentro, donde el viento no podía entrar de ninguna manera.

Miró cada esquina a su alrededor, cada pequeño detalle, cada dibujo de la veta de las láminas de madera que componían el suelo. Se quedó frente a Albert y se acercó hasta él al trote. Estiró los brazos y rodeó su cuello en un cálido abrazo.

—Te quiero —susurró en su oído, pero era poco comparado con lo que sentía. No se podía expresar con palabras lo mucho que amaba a aquel hombre.

Ya estaba dentro de la vivienda, donde el frío se volvía menos intenso a pesar de que la chimenea llevaba días apagada. La humedad se había colado dentro como si fuera un virus, pero pronto la harían desaparecer. Las grandes ventanas iluminaban cada rincón del salón como si estuviera lleno de pequeñas velas invisibles, creando destellos allí donde se chocaba contra algo metálico. La casa olía a limpio, a recién pintado, pero a la vez desprendía ese clásico olor de las cosas antiguas. Allí dentro se habrían vivido tantísimas historias que sería imposible conocerlas todas en una vida.

Cosette se quitó la bufanda y la dejó sobre un mueble que encontró cerca. Se adentró entre los pasillos de la vivienda haciendo crujir el suelo bajos sus pies. Visitó la cocina con aquellas encimeras de madera y un pequeño fregadero de porcelana blanca. Al otro lado estaba la cocina propiamente dicha, con un par de cazuelas sobre ella. La sala la completaba una pequeña mesa cuadrada con dos sillas de madera y asiento de mimbre. Junto a la cocina, y antes de llegar al salón, había un comedor con una mesa más grande que la anterior y rodeada de algunas sillas más. El suelo tenía marcas visibles de una alfombra que había ocupado aquel lugar, pero eso incluso hacía la casa más acogedora.

La bruja se acercó a las escaleras, ligeramente apartadas de la vista principal, y subió al piso superior. Allí el frío era todavía menos intenso, claro que las habitaciones eran más pequeñas que las de abajo. Se quitó el abrigo y lo dejó colgado de la barandilla de la escalera mientras inspeccionaba aquella planta. El balcón y las ventanas volvían a ser las causantes de aquella cantidad de luz que entraba, a pesar de que el cielo estaba cubierto de nubes. Las habitaciones estaban prácticamente vacías, tan sólo había una cómoda con espejo en la más grande de las tres y un baúl en una de las pequeñas.

Apoyada en el marco de la puerta, Cosette observó aquel baúl que parecía haber pertenecido a alguno de los niños de la familia. Mientras estuvieron viviendo allí, aquella caja habría estado llena de los juguetes con los que se entretenían los pequeños, o eso era al menos lo que creía ella. Suspiró recordando uno similar que había en su ahora antigua casa y sonrió con nostalgia. Había aceptado el hecho de que no le olvidaría nunca, pero tenía que aprender a convivir con ello cada día.

Dejó la habitación atrás y se acercó al final del pasillo para situarse junto a una ventana que daba a la parte trasera de la casa. Desde allí vio el naranjo en el centro, lustroso, como si fuera el rey de aquel jardín. Y lo cierto es que lo era. Sus ojos se abrieron como platos y no tardó en bajar las escaleras a toda prisa. Salió a la calle sin abrigo y sin bufanda, pero no se dio cuenta hasta que estuvo fuera. Un par de pájaros echaron a volar cuando ella se acercó al árbol, claramente atraía por el aroma del azahar. Puso su mano en el tronco y dio una vuelta entera sin separarse de él mientras miraba el entramado de las ramas. Sintió un ligero cosquilleo en la mano que seguía apoyada en el tronco y, después, un pequeño pellizco. Una colonia de hormigas había invadido su mano y algunas incluso la habían mordido para que la quitara. Obedeció a la señal y sacudió la mano para librarse de ellas.

—Es perfecta —dijo mirando a Albert. —¿Cómo la has encontrado? —De su boca salía un vaho blanco, síntoma de la baja temperatura del exterior.

Era increíble el aroma que desprendía aquel árbol, aun sin hojas ni flores, era capaz de perfumar el pequeño jardín de la casa. La propia corteza era la que desprendía aquel aroma y la mente de Cosette ya trabajaba con usos que podía darle. El que más claro tenía era como ambientador para las habitaciones, pero seguro que entre sus libros encontraba muchos otros que desconocía o no había tenido la oportunidad de probar. Aquel jardín, además, le serviría de pequeño huerto para sus plantas y flores.

Había algo en aquella casa que la llamaba, y parecía que a Albert le había pasado lo mismo. Desde fuera era una vivienda que podía pasar desapercibida, quizá por la fachada simple y poco decorada. Pero, una vez desde dentro, aquella casa era lo que ambos necesitaban. La luz de las ventanas la volvía clara, eliminado la oscuridad que los había cubierto en aquel último año. Parecía que al fin estaban encontrando la salida de aquel túnel.

—Estoy segura de que sí. —Dejó reposar la cabeza en el hombro del brujo, encajándola perfectamente. —Creo que es perfecta, Albert, toda ella. Y este jardín —levantó la cabeza mirando a su alrededor pero sin separarse de él —es justo lo que necesitaba. Podré tener todas las plantas aquí, sin necesidad de ir hasta el huerto. —Su mente ya estaba organizando cada pedazo de tierra. —Sabes que me encanta ir, pero hace mucho frío en invierno.

Se la veía emocionada. Miró hacia las ventanas de la habitaciones que daban a ese lado y fue bajando la mirada por la fachada trasera. Había una especie de sombra a lo largo de la pared que parecía los restos de alguna planta que había trepado por ahí. Cosette amaba las plantas, le encantaba cuidarlas y verlas florecer cada año. La brisa se hizo más fuerte y unas nubes ocultaron el Sol, ensombreciendo la pequeña parcela. Se frotó los brazos y se despegó de Albert, temblando a causa de un escalofrío que le recorrió la espalda.

—Vayamos dentro, no vayamos a resfriarnos.

Los zapatos resonaron en las paredes del pasillo mientras avanzaba hasta el mueble donde había dejado el abrigo. Cogió la bufanda y se la echó por el cuello, tapando también parte de los hombros. Dio un par de vueltas más por el salón y después volvió a la cocina. A pesar de que era simple y no tenía grandes muebles, le gustaba esa habitación. Era la más completa de toda la casa, la que le daba a la palabra “hogar” un significado más real del que tenía. Se sentó en una de las sillas y sonrió.

—¿Cuánto crees que tardaremos en traerlo todo?