The Reflection Within - Privado

Cuando ya iba a mitad de camino a casa, recordó que había olvidado un libro que tomaría prestado de la biblioteca para mostrárselo a Aishe, la chica que había estado quedándose con él. Tenía la esperanza de que eso, un tomo lleno de ilustraciones, interesara a la joven como para querer leer, él estaba dispuesto a enseñarle.

Regresó sobre sus pasos de manera rauda, la noche ya reinaba sobre París como una madre negligente, de manos frías y que deja que cosas horribles les suceda a sus hijos. El libro estaba justo donde lo dejó. Finn podía aprenderse de memoria un texto con una sola leída, jamás olvidaba un rostro o una fecha, pero esos quehaceres mundanos eran avasallados por su perpetua distracción, el inglés navegaba en un océano distinto al del resto, se desplazaba en otro plano de realidad.

Con premura tomó el libro, lo asió contra su pecho y emprendió su caminata una vez más. Inmerso, como de costumbre en sus pensamientos, tratando de evitar a las prostitutas que se le ofrecían (luchando para evitar que lo tocaran) fue demasiado tarde cuando un sujeto, del doble de su tamaño, le pareció, lo increpó. No fue hasta que lo tuvo muy cerca que supo de qué le hablaba, quería el libro. Finn alegó que no valía nada, en realidad era antiguo, podía valer algo, pero esperaba que la ignorancia ajena le sirviera. Frustrado el hombre le pidió dinero entonces, cosa que Finn tampoco tenía. Enfurecido, el desconocido lo empujó y el más pequeño fue a dar al suelo, de inmediato cubrió el libro con su cuerpo, tensó cada músculo y cerró los ojos, esperando el primer golpe.

Pero este no vino, cuando sintió la tirante calma se atrevió a levantar el rostro justo cuando su atacante ya salía corriendo. Buscó a quien había obrado en su favor y para su sorpresa, se encontró con el rostro de una mujer que parecía brillar a la luz de la luna. Hermosa como había visto pocas, tan bella que lastimaba a los ojos. Pero no pudo contestar a su pregunta… la había visto antes. Tenía una memoria fiel como perro de aguas. Boqueó algo pero no dijo nada y se puso de pie.

—Nos hemos visto antes —pero no era una pregunta, era una aseveración—, yo… la recuerdo, pero no recuerdo su nombre —parecía que estaba nadando en ese mar de recuerdos, en donde ella, su figura bucólica habitaba. Fue en Inglaterra, estuvo seguro, y si no recordaba el nombre es porque quizá nunca los presentaron propiamente o porque estaba demasiado aturdido.

Por un par de segundos más, Finn se quedó embotado, plantado en el mismo sitio sin moverse un ápice, con el libro asido contra su pecho como si éste representara su salvación en medio de una tormenta. Sin embargo, poco a poco las piezas en su cabeza, se iban acomodando lo mejor que podían, seguía bastante ofuscado por todo, pero más tranquilo. Sin embargo, fueron las palabras de la hermosa mujer las que terminaron por acomodar todo, como en una gran sacudida.

—Por supuesto —su voz sonó entusiasmada, y de haber estado en otra situación, sin duda hubiera atisbado una sonrisa—. Ya lo recuerdo, fue hace bastante —dijo vagamente a pesar de ahora recordar con exactitud todo. Solía hacer eso para no parecer un loco que tenía documentado absolutamente todo lo que sucedía en su vida. Sin embargo, de hecho le pareció que había pasado mucho tiempo. Toda su vida en Inglaterra ahora la sentía como un sueño lejano. Algo tan distante que a veces parecía que habían pasado siglos y no sólo poco más de un año.

—Estoy bien, sólo un poco… adolorido —se encogió en sí mismo. Si le costaba trabajo hablar con otras personas, era aún peor cuando se trataba de mujeres tan hermosas.

Entonces cayó en cuenta de algo, gracias a su memoria exacta. Ahora recordaba a la perfección en el encuentro con la mujer, y era exactamente igual. Su memoria no podía fallarle, porque nunca lo hacía. Alzó el rostro sorprendido, pero incapaz de decir algo. En cambio, ella se presentó. Nunca los presentaron formalmente como era su sospecha, pero ahí estaba, con años de demora.

—Griega… —susurró, llegando a esa conclusión y quizá aquello explicaba algo de la belleza abrumadora que poseía. Se dio cuenta también de la estructura del nombre; era algo… antiguo, pero no dijo nada—. Soy Finn y… —como siempre, fue muy lento con las palabras. Parecía que siempre pensaba muy bien qué decir al grado de hablar muy lento y al final terminaba diciendo alguna tontería.

¡Claro! Esa mujer, Sybelle, ahora lo sabía y no iba a olvidarlo, lucía como alguien que hacía uso de un carruaje. Él, en esa otra vida que había dejado atrás, también lo hizo. Carraspeó.

—Ya ha hecho mucho por mí, muchas gracias, pero… —se quedó pensativo—, ¿podría llevarme a casa? No quiero volver a encontrarme en una situación similar y con el riesgo de que ya no esté cerca para salvarme —confesó. Su voz se fue haciendo más queda conforme fue hablando—. Si no es mucha molestia, claro.

De nuevo se quedó muy quieto, mirando la punta de sus zapatos, abrazado al libro como si en ello le fuera la vida; no es como si hubiera gesticulado demasiado, en todo caso. Estaba completamente avergonzado por todo. No obstante, lo que más lo apenaba en ese momento era el hecho de que Sybelle despertara tantas preguntas en él, preguntas que le parecían trascendentes, y fuera incapaz de pronunciarlas en voz alta. Si fuera otro, alguien hábil con el don de la conversación, seguramente ya las hubiera soltado todas.

A veces parecía que Finn era en extremo cerrado, testarudo o llanamente grosero, pero no era así, era simplemente que ni con todo ese intelecto del que podía jactarse —aunque no lo hacía— era hábil con las palabras. La mayoría de las veces evitaba a la gente; cuando no había más opción, terminaba por apartarlos, pero existían estas raras ocasiones como resultaba su encuentro con Sybelle en donde su contraparte parecía entender su eterna lucha y rellenaba los huecos de silencio que él no podía.

No sólo había sido que lo hubiera salvado, en gran parte lo era, pero no sólo eso, sino también esa seguridad que le transmitía. Suficiente como para no salir corriendo, pero ni esa hermosa mujer podía obrar milagros tan prodigiosos como para hacerlo voltear a verla de frente.

—Gracias —atisbó una sonrisa y la miró fugazmente por el rabillo del ojo, pero nada más—. Cla-claro, me parece bien —si bien la noche le seguía pareciendo el peor lugar para un tipo como él, al lado de Sybelle ya no lució tan terrible el panorama. Y era una ironía, pensó; usualmente debería ser al revés, pero él no se amilanaba por roles como esos, hace mucho que había dejado eso atrás.

Avanzó al lado de la mujer. Lo correcto hubiera sido que ofreciera su brazo, pero la idea sólo provocó que apretara más el libro contra su pecho. Como si la noción de ello lo aterrara, porque el contacto eso provocaba en él. Tanto cuidaba ese tomo que iba a terminar por dañarlo más si no prestaba atención.

—Oh —expresó como si la pregunta lo hubiera tomado desprevenido. Alcanzaron la banca señalada y tomó asiento—. Un año, un poco menos, yo… tuve que dejar Inglaterra en un apuro —no ahondó en el tema por obvias razones. Había conocido a Sybelle como había conocido a muchas otras damas de alta sociedad, eso no era indicativo alguno de que tuviera algún trato con Francis Hooper, su padre; pero era cauteloso.

—¿Cuántos años lleva aquí? —Alzó el rostro y estiró el cuello movido por la curiosidad. De ese modo parecía un pequeño roedor del desierto que escucha un ruido nuevo que llama su atención. Incluso la miró a los ojos por más segundos de la cuenta—. Es decir, tiene razón, no sé por qué París resulta una ciudad tan abrumadora, aunque para mí todo lo es —rio con amargura y se rascó la sien. Adaptarse, sin duda, no era su fuerte, por ello fue su interés en el tiempo que ella llevaba en la capital gala; quizá un consejo de su parte podía servirle. Pero si incluso alguien como Sybelle decía que le costaba trabajo habituarse, entonces no existía esperanza para él.

Fijó sus ojos azules en ella. Sólo fue capaz porque Sybelle en ese instante observaba las estrellas sobre sus cabezas. Su perfil perfecto cortaba la noche con la blancura de su piel, como un muñeco de papel o una luz a la sombra. Dejó que sus palabras se asentaran bien en su interior. Tan ensimismado y atormentado con sus propios problemas, Finn no alcanzaba a ver que otro igual estaba lejos y había tenido que dejarlo todo, por cualesquiera que fueran las razones. Se mordió un labio.

—Eso intento —musitó quedo, en un susurro. Agradeció como pocas cosas en la vida, que no le preguntara a qué se debió la urgencia con la que abandonó Londres y creyó que las palabras de Sybelle contenían mucho más de lo que eran a simple vista. Confiar en alguien más… resultaba tan sencillo decirlo y tan difícil para él, pero en ese momento, en aquella banca bajo el manto nocturno, vio en ella esa posibilidad y eso ya era bastante. No podía aún hablar de certezas, porque él no habituaba esa temeridad, pero sí la hermosa promesa que representaba.

—Todo es mejor en compañía de alguien, es verdad —entonces la imitó y miró las estrellas. Dijo con un tono ligeramente más calmado. Menos tenso. Su elección de palabras fue más sencilla y vaga. Suspiró después y sin darse cuenta, en sus labios dibujaba una leve sonrisa. Taimada y pura como ya no se ven a menudo—. Me alegra haber encontrado un rostro conocido esta noche —giró el rostro para verla. Se exigió mantener la cabeza en alto esta vez. Si las palabras de Sybelle representaron una invitación, su respuesta fue una aquiescencia modesta y oculta.

—Eh… —de nuevo esa repentina sorpresa de cuando alguien le hablaba de algo de lo que no se estaba dando cuenta. Miró el libro contra su pecho y resultaba una suerte que no fuera más fuerte. Destensó los músculos de los brazos y el ejemplar dejó de estar pegado a su cuerpo, de ese modo vio la inscripción en letras otrora doradas que anunciaban el título—. Sí… quiero decir, no, no es mío, es de la biblioteca —era malo mintiendo y por eso la mayoría de las veces ni lo intentaba—, tendré más cuidado —esa fue más una reflexión personal.

—Claro, puedes verlo. Es antiguo, pero sus ilustraciones son hermosas. Acuarelas, si no estoy equivocado —le extendió el libro a Sybelle. Era más pesado de lo que aparentaba, así que tuvo que usar sus dos manos—. Me gustaría enseñarle a leer a alguien y creí que este libro sería un buen comienzo. Son cuentos muy sencillos y todos gozan de muchas imágenes… —Finn podía ser un tremendo tonto cuando se trataba de relacionarse, pero si tenía que hablar de algo como aquello, resultaba sorprendentemente locuaz.

Asintió levemente para darle venia y que pudiera hojear el libro. Observó como las delicadas manos enguantadas pasaban una a una las páginas. Aunque conocía aquel ejemplar de memoria, verlo de ese modo, enmarcado de algún modo por la sutil belleza de Sybelle, lo proyectaba bajo una luz diferente. Contuvo la respiración como si aquel papel, aquel cuero, aquellas letras y tinta fuesen tan frágiles que un respiro podía provocar que se hicieran polvo y se desvanecieran en el aire; como si sólo ella, con su delicada gracias, fuera capaz de no romperlo.

La miró luego con ojos asustados. Finn no se caracterizaba por ser observador, al contrario, era distraído y torpe, pero esta vez tenía su atención tan enfocada en ella, que le fue imposible pasar por alto el cambio de talante. Pasó de ver las páginas a observarla a ella. Abrió la boca para decir algo, pero se dio cuenta que no sabía qué. Fue Sybelle misma quien salvó el momento. En ese instante volvió a agachar la mirada y sostuvo el borde de su suéter desgastado con fuerza.

—Es lo que yo creo también —confesó con una voz apenas audible—, lo haré, sólo espero tener a una alumna dispuesta —pensó en Aishe, no habían hablado del asunto, pero esperaba que dijera que sí y pusiera de su parte.

—¿Cómo...? –Levantó la vista y parpadeó incrédulo, luego miró el libro de nuevo. Se sorprendió de ver las mismas páginas que antes parecieron remover algo en ella—. Claro, claro —se apresuró a decir y estiró las manos para recibir el libro. Sería una escena peculiar, se dijo, pero encantadora también.

—Veamos... —se aclaró la garganta—. “El Pescador y el Genio”  —leyó el título primero.

—“Había una vez un pescador muy viejo y tan pobre que apenas ganaba lo necesario para alimentarse con su esposa y tres hijos. Un día muy temprano, fue a la orilla del mar y arrojó su red, esperó a que llegara al fondo y la sacó. Le costó sacarla porque la red estaba muy pesada y, en vez de una buena pesca, adentro encontró un burro muerto. Entonces arrojó la red al mar por segunda vez, esperó a que llegara al fondo y la sacó. Esta vez la red estaba más pesada que antes, la sacó con mucho esfuerzo y adentro encontró una tinaja enorme, llena de arena y de barro. Entonces arrojó la red al mar por tercera vez, esperó a que llegara al fondo y la sacó. Nuevamente la red pesaba mucho, la sacó a duras penas y grande fue su decepción cuando la encontró llena de trozos de cacharros y vidrios. Sin desanimarse por los fracasos anteriores, arrojó su red al agua por cuarta vez y, a pesar de todos sus esfuerzos, no conseguía sacarla, pues a cada tirón se enganchaba más en las rocas del fondo. Entonces el pescador se desnudó, se tiró al agua y maniobró alrededor de la red, hasta que la desprendió y la llevó hasta la orilla. Cuando abrió la red encontró un enorme jarrón de cobre dorado, con un sello de plomo en la tapa.” 

Pausó y alzó la mirada para verla. El cuento se prolongaba por unas cuántas páginas más, pero esa era la introducción.

Dio una bocanada de aire, se sintió exhausto, a pesar de que, cuando leía, cuando se sumergía en las palabras, el tiempo y el espacio se distorsionaban a su alrededor al grado de detenerse o carecer de importancia incluso. Sólo en momentos tan específicos como aquel, Finn encontraba paz. Sólo en instantes así, se sentía en su sitio, no como un errante incluso en su hogar, ajeno a todo. Extraño, siempre extraño, incapaz de pertenecer. Dio un súbito suspiro al toparse con los ojos de Sybelle. De ese modo, parecía más un animal que encara a la presa. Parpadeó tan pronto las palabras de la mujer llegaron a él, las acomodó con algo de trabajo y se limitó a asentir. Pero esa respuesta era insuficiente y lo sabía, la cuestión planteada merecía algo mejor. Se exigió hacerlo.

Cerró de golpe el libro y pasó la mano por su pasta dura un par de veces. Como si en ese acto encontrara valor para poder hablar. Pero ni siquiera le dio tiempo. Como siempre, había esperado demasiado tiempo para abrir la boca. Se sintió aturdido al sentir el tacto de Sybelle. Miró el punto ahí donde la mano enguantada hacia contacto con su pecho. Estaba sorprendido, por decir lo menos, pero incluso en medio de su confusión, incluso a través del guante y su suéter, sintió con asombrosa claridad el frío que ella emanaba. Alzó el rostro lleno de duda: «¿qué eres?», pero no alcanzó a formular la pregunta.

—Gra-gracias —en cambio, pronunció aquella palabra tambaleante. Tan quedo que hubiera dado igual si lo hacía o no—. Nunca me he considerado un hombre con muchos dones, pero… —pausó y frunció el ceño, como si le costara conciliar el cumplido con su persona—, pero prometo no olvidarlo —y a pesar de que todo aquello lo descolocaba de sobremanera, logró esbozar una sonrisa sincera. Porque Finn poseía algo que al mundo parecía hacerle mucha falta, era genuino, en su torpeza e ingenuidad, era un hombre auténtico.

—Yo… —trató de formular una respuesta, pero en cambio una interrogante lo atacó, incapaz de evadirla—, yo acepto que he tenido momentos malos, pero si dijera que la vida me ha tratado mal, a pesar de dónde me encuentro ahora, estaría mintiendo y sería muy egoísta. No, no puedo decir eso… pero tampoco puedo negar el hecho de que no importa la edad, todos tienen motivos para preocuparse o entristecerse, sin embargo… —se mordió el labio inferior. Desde luego, había dicho todo aquello sin mirarla, que ya era bastante hacerlo hablar tanto—. Sin embargo, suena como si tuvieras muchos dolores a cuestas, a pesar de tu juventud —aquello no era un reclamo, ni una acusación. En la voz del inglés se escuchó una preocupación real. Su mirada, gacha y fija en el libro en su regazo, estaba adornada por un par de cejas contrariadas.

—Sólo quisiera encontrar paz en ese jarrón —al fin se decidió a responder la pregunta—, tranquilidad interior para no hacer el tonto cada vez que salgo —aunque lo decía de manera escueta, era de las pocas veces que hablaba de todas sus inseguridades, porque eran éstas mismas las que se lo impedían—. ¿Qué te gustaría encontrar a ti? —Volvió a fijar sus ojos en los ajenos. Azul contra azul como las olas que se rompen en el océano, esas que estaban descritas con asombrosa belleza en la ilustración de libro.

La compañía de Sybelle le hacía bien. Una vez que pudo tomar de nuevo aire, llegó a esa conclusión. No es que de pronto dejara de ser todo lo torpe y retraído que era por naturaleza, ni ella, con su belleza e inteligencia, tenía tales poderes; pero le resultaba sorprendentemente más sencillo hablar, hilar una palabra tras otra en frases más largas y más personales. No sabía qué fibras lograba tocar ella en su interior, pero lo agradecía. El incidente que los hizo encontrarse después de algunos años, ahora pasaba a ser un recuerdo de hace algunas horas, terrible como siempre resultaba para Finn, pero sólo eso, una memoria.

Sonrió confundido y de inmediato volvió a agachar la mirada, rascándose la sien. Se sintió indigno de los cumplidos, de la atención que la mujer le brindaba incluso. La ansiedad, como era costumbre, lo estaba estrangulando pero poco a poco, tras los minutos de charla, sintió algo cálido también, algo que le recorría el cuerpo. Se sentía cómodo y era tan raro que por un momento temió que fuera de hecho algo malo.

Fue a decir algo, aunque no estuvo seguro el qué, cuando sintió el primer copo descansar en la punta de su nariz, mismo que pronto se derritió ante su calor corporal. Alzó el rostro hacia el cielo, ese que antes estuvo poblado de estrellas y ahora los cubría con una ligera nevada. Sonrió y cerró los ojos para luego asentir.

—Me recuerda mi infancia en Londres —confesó con voz queda. Era la primera vez que hablaba de algo personal de manera tan natural, aunque fuera así de sencillo y poco trascendental—. Me gusta este clima, lo prefiero al calor —continuó y se sacudió un poco de nieve de los hombros.

—Agradezco mucho tus palabras, yo… yo no creo merecer nada de ello, pero tampoco soy nadie para decirte que estás equivocada —miraba a todos lados, menos a su interlocutora. Y aunque decía aquello, no se notaba molesto o incómodo, sólo tal vez un poco ausente, soñador como era él, y bromista como pocas veces se podía escuchar su voz.

—Aunque no lo creas —por enésima vez en la velada, se obligó a mirarla de frente. Era todo un hito, pues incluso significaba un esfuerzo físico, pero lo conseguía cada vez con más facilidad. Carraspeó—, aunque no lo creas, tus palabras me sientan bien, aunque yo no sea el mejor recibiendo cumplidos y consejos. Parece que siempre desestimo a las personas, pero no es eso —poco a poco, con una mano, fue apretando más y más la tela de su pantalón, conforme su discurso se fue haciendo más vehemente—, creo que tú lo entiendes, ¿verdad? Sabes que no es que no quiera escuchar, sino que me cuesta trabajo… —dejó que la frase se desvaneciera en la noche de nevada, porque a Finn le costaban trabajo muchas cosas y el final de esa sentencia podía ser cualquier cosa. Todo, o nada.

Asintió mordiéndose el labio inferior. No se dio cuenta de lo fuerte que lo estaba haciendo hasta que saboreó el gusto a hierro y sal característico de la sangre en la punta de su lengua. Luego sólo chupó la herida, sin contestar. No sabía qué más decir. Recordar le causaba mucho dolor, y tampoco creyó que fuera momento o lugar para ofertar sus batallas, aun cuando el marchante se tratara de Sybelle. Después tal vez sería momento, pensó. Su vida entera era un quizá eterno. Abría posibilidades porque creía que era necesario, siendo como era, y al final, nunca las tomaba, se quedaban ahí como líneas inconclusas de un mal poema.

—Me cuesta trabajo creer que tengas que lidiar con todo… con todo lo que el resto de nosotros lidiamos —habló vagamente mientras extendía una mano con la palma al cielo, para recibir en ella los copos de la nevada, ninguno igual al anterior—. Hay algo en ti Sybelle, algo que no parece terrenal, desde la primera vez que te vi me di cuenta de ello, obviamente no me atreví a decírtelo, pero aquí estamos… —esa forma torpe y desligada de hablar, era lo más parecido a un cumplido que podía obtenerse de Finn. Usualmente era así, bucólico.

El joven inglés tenía la desgracia de que cada mínima cosa que sucedía en su vida, se quedaba grabada en su memoria a fuego. Le era imposible olvidar, porque algún demonio había poseído su cuerpo y se lo impedía. Aunque con el tiempo había aprendido a sacar provecho de sus habilidades, la mayoría de las veces, las veía como un lastre. Se preguntaba si su vida hubiera sido distinta de no poseerlas. Sin embargo, esa noche, agradeció rememorar con tanta nitidez la primera vez que vio a Sybelle, que seguía tan igual como en aquel encuentro y se preguntó el por qué, pero no se aventuró a cuestionar.

—Dime algo… —rompió el silencio en el que repentinamente se habían enfrascado—. ¿Nos volveremos a ver? A mí me encantaría —la miró al rostro y le sonrió y qué hermosa imagen era esa, la del chico retraído, siendo como era por una maldita vez; tenía muchas dudas que quería que le resolvieran... a su tiempo—. Por ahora me tengo que ir, es muy tarde y… —no terminó. Estuvo a punto de mencionar la presencia de Aishe en su casa, pero decidió mejor callar, sacar el tema en otra oportunidad. No era alguien de mucha fe, no desde que había tenido que abandonar el hogar, pero ahora la tuvo y se sintió como si se encendiera una vela dentro de su pecho que hace mucho alguien había apagado con un frío soplo.

Y aunque dijo aquello, no se apresuró a ponerse de pie, porque dentro no quería irse. No lo hizo porque quería escuchar a Sybelle decirle que sí, que se verían en otra ocasión.