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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

¿Estás dispuesto a regresar más doscientos años atrás?



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Mensaje por Alphonse de La Rive Jue Oct 15, 2015 11:50 am



Padre. Era una palabra que le había acompañado durante todo su servicio al Altísimo. Una palabra con un significado totalmente diferente a lo que se enfrentaba actualmente. Padre. ¿Cuántas veces le habían llamado de semejante forma; voces sin rostro ocultas tras confesiones encomendadas a un ser que despreciaba a todos los que eran sus hijos, su rebaño? Padre. Y el deseo de oír esa palabra pronunciada por una joven que despertaba en sus recuerdos -supuestamente olvidados- el fantasma de alguien perteneciente a una vida pasada -reencarnación. ¿Era real? Ella, con sus cabellos rubio ceniza rozando su cintura. Los ojos tristes, brillantes, como si siempre estuvieran a punto de convertirse en un mar de lágrimas-.

Dominique, nombre elegido a conciencia. Auguraba sus días venideros, el reencuentro con su dueño, a quien pertenece; un dios mortal. O, más bien, su representación en la Tierra.

Desde la primera vez que había cruzado una mínima mirada con ella, había notado la presencia de Eros en la habitación. Riéndose de él, burlándose de sus deseos más fervientes pero a la vez inmundos. El pecado entraba en juego, mas no era la mayor preocupación del clérigo -después de todo, Dios era amor y perdón-, lo era la debilidad. El no sentirse dueño de sus propios pensamientos -mente en blanco y las imágenes de un remoto tiempo volviendo, un rostro tergiversando en un nuevo ser, pero con los reflejos del anterior-. Quizá ese anhelo era solo debido a los mencionados recuerdos, y quizá por eso había decido rescatar un precioso vestido. En tonos celeste, chorreras en blanco y un delicado encaje negro. Un cuello cisne terminado en puntilla blanca. Inocente, como ella; aún siendo una niña a los ojos de los demás -una niña con afán de crecer-. Un rostro impoluto e inmaculado sin rastro de imperfecciones. Una muñeca de porcelana decorada y dibujada a gusto de su creador, de su padre.

Alphonse no era un hombre detallista. No, al menos, con la mayoría de la gente. Aunque para la muchacha aquello solo fuera un simple presente, había mucho más detrás de ello. El solo imaginarla con aquel vestido, el cual la madre de la cría había llevado tiempo atrás -un regalo de Alphonse hacia ella cuando mantenían su relación en secreto. Devuelto a las manos de su dueño legítimo cuando la unión entre ambos se quebrantó. Procurando encubrir un secreto cada vez más evidente-, le hacía desvelarse de las dormidas reminiscencias.

Había decidido acudir un sábado por la mañana, cuando sabía que la tía de la pequeña no pululaba por la mansión. Quería tener un momento de soledad con su vástago .Poder disfrutar de unos instantes entre padre e hija -confesiones y rezos entre una feligresa y su pastor-. Uno de sus carruajes particulares le había llevado hasta allí; cubiertas sus espaldas por dos miembros de la guardia roja. En cuanto llegó, bajó de éste. Sus ropajes escarlatas vibrantes ante los rayos del sol. Y el vestido apoyado sobre sus brazos, a buen recaudo. Sonrió. Mas, la sonrisa no solo era de una alegría más que evidente al reencontrarse con Dominique, sino entremezclada esa emoción con la nostalgia y la amargura. ¿Cuántas veces había acudido a aquel lugar de incógnito, bajo una máscara que ocultara su verdadero yo, huyendo de las miradas inquisidoras? Y la historia se repetía. Siempre se repite, con la diferencia de que ahora la unión era todavía más fuerte. Aquel antiguo amor aún vivía dentro de Dominique, retales de alguien que le había abandonado. ¿Significaba, acaso que los fantasmas eran reales? Empero no como nos habían contado desde niños, sino disfrazados entre los vivos. Y todos los espíritus de quiénes había amado, podrían aparecer ante sus ojos para hacerle feliz una vez más.

La aldaba asomaba en la puerta. El rostro de un diminuto demonio le devolvía al religioso la mirada. Una sonrisa socarrona; invitándole a entrar. Como si se tratara de una iglesia, donde las decoraciones de demonios y desfiguraciones mostraban el mal habitando fuera de la fe. El amor, y la paz, en el interior de la santidad. Los frescos de los libros sagrados y sus historias, Cristo crucificado pero siendo la salvación de la humanidad, y la Virgen acogiéndonos en su pecho, siempre con el perdón en sus ojos. ¿Y, si en cuanto cruzara aquella puerta, se volviera a encontrar la redención que tanto codiciaba? No lo pensó dos veces, y sostuvo la cabeza de aquel demonio para así llamar a aquella inmensa puerta que le daba la bienvenida.


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Mensaje por Dominique de Bricassart Jue Oct 22, 2015 5:00 am


¿Los fantasmas existen?, se preguntó Dominique de Bricassart aquella mañana.
La noche anterior había traído consigo recuerdos de otro tiempo. Se veía a si misma, engalanada, a la espera de algo, sin saber qué. Su madre, la mujer que la cuidó, la única que supo quererla por como era, por lo que era. Su madre estaba allí. El vestido de la niña era blanco, pomposo, costoso de vestir e imposible acarrear con él de forma cómoda. El de su madre, por el contrario, representaba su paso al más allá. Oscuro, con una cola terminada en bruma y detalles rojos. Rojos como la sangre, nuestra sangre, se molestaba en decir el espectro de aquella mujer. Hija mía continuaba, al mismo tiempo que alzaba su mano en dirección a la niña, con la palma hacia arriba, buscando la mano de ésta, su apoyo, comprensión y sobre todo, su ayuda para salir de aquel infierno que era la muerte. Yo soy tu madre, un bucle de frases, de pensamientos, de sensaciones. Claro que era su madre, mas la niña lo interpretaba de una forma absolutamente distinta. Había hecho las veces de madre durante los últimos años, pero sabía -creía saber- que la sangre de ambas no se parecía más que en el color. ¡Tu sangre!, vociferó asustando a su hija. Yo te lo mostraré. Y dejando entrever un cuchillo oculto en algún bolsillo de aquellos tétricos ropajes, lo hundió en su propia mano -más monstruosa y translúcida por momentos- y abrió una brecha igual a la que le haría a continuación a aquel angelito de cabellos rubios que la miraba aterrorizada mientras la sangre de ambas brotaba y sus manos se unían, sintiendo la joven un poder inimaginable a sus ojos. Presente pasado y futuro luchaban por salir en aquella habitación. El mal, el bien, el mundo, la nada. El corazón de la pequeña Bricassart se aceleraba por momentos mientras sólo podía apreciar el río de sangre que comenzaba a cubrir sus delicados tobillos hasta ahogarla en el despertar de aquella pesadilla.

Las lágrimas en la almohada comenzaban a convertirse en una costumbre. Lo que no era costumbre sin embargo eran las visitas del Arzobispo. La joven había conseguido encontrar el apoyo de alguien tras la muerte de su progenitora, el Cardenal Alphonse de la Rive. Un ángel venido a menos que a ojos de la muchacha era la representación mismísima de su querido Dios: alguien bondadoso, con un rostro cálido y ojos sinceros, y que no la juzgaba por como era o lo que era, sino que le demostraba su afecto siempre que tenía la ocasión.
Un carruaje tirado por caballos anunció dicha visita, consiguiendo que la niña olvidara por un momento el terrible sueño en el cual se había visto envuelta aquella noche, y decidiera sustituir la preocupación de su rostro por alegría e ilusión al bajar las escaleras de aquella fría mansión.

- ¡Alphonse! -gritó eufórica lanzándose a rodear el cuello de su querido amigo y apretujando su rostro entre sus ropajes, sintiendo el aroma característico de la vejez, para ella experiencia y seguridad – Perdón -dijo separándose-, su Ilustrísima -fingiendo tontamente en aquel paripé finalizado en una reverencia mal hecha antes de echar a reir- ¿Qué haces aquí? ¿Vienes a llevarme al jardín botánico? ¡Me prometiste que lo harías!

Su mano, asiendo la del hombre. Y así permanecería todo el tiempo que éste quisiera. Por los siglos de los siglos, amén.


Última edición por Dominique de Bricassart el Dom Feb 14, 2016 11:31 am, editado 2 veces


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Mensaje por Alphonse de La Rive Sáb Feb 13, 2016 2:30 pm



Inconfesables pecados había cometido a lo largo de su vida. Y, sin duda, el peor de todos era aquel al cual no se atrevía a poner nombre, aquel aún no cometido, pero ya solo terrible en pensamiento.

El tiempo que pasaba junto a Dominique era una cura, un alivio en su día a día, en las horas repletas de atrocidades, mentiras y abandono. Junto a ella, veía el reflejo de la mujer que una vez amó, y el propio reflejo del niño que una vez fue. La paz le inundaba, y cada bocanada de aire era más fresca y pura.

Cuando la muchacha le dio la bienvenida, y se lanzó sobre sus brazos, no pudo por menos sonreír, y corresponder con un suave abrazo. El aroma de la cría era inconfundible, y como si se tratara de un reflejo involuntario, el cardenal no pudo por menos hundir sus dedos en el cabello de la pequeña, disfrutando de aquel único e intransferible perfume.  


-Ya te echaba de menos -murmuró él finalmente, suspirando cuando Dominique optó por separarse. Les hizo un gesto con la cabeza a sus guardias, para posteriormente entrar en la casa-. Estamos solos, ¿no? -mencionó una vez dentro. Portaba con él el mencionado vestido, oculto bajo unas telas de seda que no dejaban entrever nada de éste-.

Cuando la muchacha le dio la respuesta que esperaba, por fin dejo vislumbrar el presente que le había traído.

No podía dejar de recrear la misma escena en su mente y memoria. Dominique, convirtiéndose en toda una mujer, cubriendo su inmaculado cuerpo con los ropajes propios de una dama. Y él, observando cada detalle, sin perder escena de aquel baile secreto entre su pequeña, y el padre de todos.


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Mensaje por Dominique de Bricassart Dom Feb 14, 2016 11:31 am


La tía de Dominique detestaba al cardenal. Siempre intuyó que entre la madre de la muchacha y el eclesiástico se sucedía algo más que una inocente amistad y ahora que ésta había muerto y la niña estaba a su cargo, no pretendía dejar que viera muy a menudo al hombre. Por suerte para la niña, éste siempre solía hacer acto de presencia en los momentos de ausencia de la amargada francesa.

- Sabes que estamos solos. Siempre lo estamos.

Dominique contemplaba a Alphonse. Su sonrisa era imposible de ocultar y su mirada dejaba al descubierto la complicidad que sentía hacia éste.

- ¿Qué llevas ahí? A ver, ¡enséñamelo! ¿Es para mi? -la muchacha se acercó peligrosamente al cardenal y comenzó a alargar sus brazos intermitentemente para lograr hacerse con el paquete- Vamos, dámelo –continuó la joven hasta que comprendió que aquella no era la mejor forma-. Por favor, Alphonse… - Dominique se abrazó al cardenal y alzó el rostro para que éste observara su triste mueca. Esa actitud de niña infantil... siempre era lo que hacía que consiguiera todo aquello que buscaba- Me haría tanta ilusión recibir un regalo de tu mano, poder contemplarlo y pensar en ti…

Tarde o temprano, el regalo caería en manos de la niña y la atención de ésta pasaría de la fingida anteriormente por el arzobispo, al obsequio que en verdad llamaba su atención.

Eufórica, desenvolvió el paquete y vislumbró el hermoso vestido que en él se encontraba y que Alphonse había dispuesto de forma tan amorosa.

- Dios santo, es precioso.

Lo atusó, lo estiró, se imaginó enfundándose en él y su emoción era tal que no cabía en ella misma. Saltó escaleras arriba olvidándose del arozbispo y se apresuró por desvestirse para meterse dentro de su nueva piel. Por desgracia para la niña, aquel vestido no parecía ser completamente de su talla.

- ¡Alphonse! ¿Puedes venir? – gritó desde su habitación haciendo subir a éste- Creo que no me vale, ¿podrías ayudarme a subirlo?

El desnudo de la niña no era visible, pues mantenía su vestido interior. Sin embargo, se trataba de un vestido que aún así poco dejaba a la imaginación dada la mala calidad de la tela y la marcada transparencia de ésta. Sí, la niña podía considerarse de clase alta y dinero no le faltaba, pero si había algo con lo que Dominique podía definirse más que con la superioridad de su posición social, era por su carácter nostálgico, el cual llegaba tan lejos que a la niña le era prácticamente imposible deshacerse de aquel vestido interior que le había acompañado durante algunos años, incluidos aquellos en los que su madre todavía vivía.

Una vez consiguió que el cardenal se molestara en ayudarla con sus ropas, sintió sus frías manos como fríos cuchillos sobre su piel.

- ¡Estás congelado! –dijo separando su cuerpo de las manos del hombre, volviéndose hacia éste y asiéndolas al tiempo que las frotaba entre sí, así como con las suyas propias. Acercando en adelante su boca a éstas para hacerlas partícipes del calor que podía llegar a desprender con su simple aliento. - ¿Mejor? – sus mejillas también participaron. Elevó cada mano hasta que entraron en contacto con éstas y poder compartir con ellas el calor que desprendían.


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Mensaje por Alphonse de La Rive Miér Abr 20, 2016 12:37 pm



No podía evitar pensar en cómo hubiera sido su vida si el camino del Señor no le hubiera sido impuesto. Quizá, su historia con Angelo jamás le habría convertido en el hombre cínico que es. Tal vez, podría haberse casado, formar una familia y ser cómo tantos. ¿Quién sabe? Incluso podría seguir siendo creyente. Y ella, Dominique, una joven completamente diferente, mas su hija. Poder decírselo, criarla, enseñarle. Y pasar sus últimos días junto a los que habrían sido sus hijos...


... no obstante, esa realidad jamás se podría cumplir. El destino no existe, y Alphonse jamás habría creído en esas estupideces acerca de los pasos que damos, siguiendo una senda que ya había sido preparada para nosotros antes incluso de haber nacido. No. Nosotros construimos nuestra propia existencia, aunque en ocasiones otros son los que nos guían hasta que decidimos separarnos. Y aquello fue la juventud del joven francés. Un niño asustadizo, solitario, quien se creyó rescatado por el Señor -cuando en verdad, esa fue su caída hacia el Infierno-. Observaba a la pequeña Dominique, apartada de sus padres, sin amigos a quien acudir. A su alrededor, decidiendo por ella. No, no podía permitir que la historia se repitiera. Si él corría la grandiosa suerte de seguir con los pies sobre este Valle de Lágrimas, jamás estaría sola. Si las puertas hacia el Reino de los Cielos -o, lo más probable, hacia los círculos dantescos-, aún les estaban cerradas, él estará a su lado. La hija pertenece al padre, y el padre a su hija.

Su felicidad, su risa convertida en cantos que maravillan sus oídos -una extraña calma a la que no estaba acostumbrado, cubriendo su pecho y dejando que éste le permitiera respirar sin ningún tipo de veneno en el aire. Puro. Pura. Un pequeño Edén, ciego ante los demás-.

Ah, pero la tentación. Ahí estaba, al acecho. Incluido en los lugares más prohibidos del desierto. Y, desde luego, Alphonse poco tenía que ver con nuestro señor Jesucristo. Él, negando cada tentación. Alphonse, apropiándose de todas, llegando incluso a competir con el mismísimo Diablo. La voz de Dominique, dulce, pidiendo su ayuda. Y él, caballeroso y servicial como pocos, no dudó en acudir a su llamada.

Allí estaba, la más virginal de las vírgenes. Sus secretos, revelados sin que apenas se diera cuenta. El hombre, acechándola desde la distancia y temiendo sus propios y miserables instintos. Una nueva Venus había nacido tras los brochazos de Botticelli. Sus cabellos ceniza parecían incluso balancearse como los de la diosa del amor y el deseo; en la atmósfera la temperatura parecía haberse incrementado. Su figura, la de una mujer todavía atrapada en la mente de una niña. Una niña que desconocía el poder de su cuerpo. La curva de sus senos, asomando tímidamente bajo la traslúcida tela. Su cintura, marcándose incipientemente en lo que acabaría siendo el pecado de todo hombre que se atreviera a mirarla. Lo mejor, es que ella no era consciente de en qué se había convertido.

Su padre, el religioso, respiró hondo y procuró alejar al mal de su, por supuesto, enferma mente. Con sumo cuidado la tomó de la susodicha cintura, sintiendo como su propio cuerpo temblaba por dentro nada más sentir una joven piel bajo la yema de sus dedos. Cuando la pequeña habló, la ensoñación del hombre desapareció.


-Oh, perdona, Dominique. Los mayores tendemos a enfriar con el tiempo -susurró, dedicándole una de las sinceras sonrisas, esas que solo le pertenecían a ella-. No obstante, los jóvenes guardáis ese calor natural. La vida, aún está creciendo en vuestro interior. Dios todavía no os ha abandonado, y los ángeles salvaguardan ese ardor durante el tiempo que os corresponde -la sonrisa, permanente. Y la respuesta ante la final pregunta de la niña. La mejilla sonrojada de la joven le recordaba a la inocencia que tanto anhelaba. Y el calor no pudo por menos que contagiarse. Como detalle final, un pequeño remate de esos minutos dedicados hacia el otro, posó sus labios sobre la frente de ella. Un beso pequeño, un contacto sincero. Quizá duró más de lo habitual, pero por extraño que pareciera, ninguno acabó sintiéndose incómodo. Y Alphonse, tras ello, creyó resucitar un poco-. Bueno, ¿te das la vuelta y te ayudo? Los corsés siempre me han parecido más que complejos... Por cierto, este regalo no ha sido en vano -había dado vueltas a lo que diría a continuación durante días-. Ya tienes cierta edad. Necesitas un buen vestido, para ser la más hermosa en la puesta de largo.

Quería que el mundo la viera. Era así como debía ser. Y que se dieran cuenta que solo podían admirarla, y únicamente él tocarla.


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Mensaje por Dominique de Bricassart Vie Abr 22, 2016 6:55 pm



-No puedo sino entristecer con tus palabras –declaró la joven volviéndose de nuevo para que el cardenal hiciera su trabajo, creyendo esconder su pesar en media sonrisa que nada lograba esconder-. Y es el propio tono con que profieres éstas, lo que más me aflige –su rostro buscó volverse, pero no logró otra cosa que quedar a medio camino-. Te refieres a nosotros como poco más que el principio yel fin del tortuoso camino que es la propia vida, y tus miradas inquieren en mi a menudo con envidia, buscando lo que yo tengo y de lo que tanto disfruto, pero… ¿sabes, Alphonse, qué yo también recelo de lo que tú tienes? –su perfil se mantenía firme, cosa que su mano derecha se negó a hacer. Alzó el vuelo sin saber si su próximo destino sería la rosa o la espina y se posó de nuevo sobre el dorso de la mano del arzobispo, acariciando con el dedo más inquieto con que pudo haber nacido cada una de las arrugas que se encontró en la aspereza de aquel páramo de vejez. Volvió a sonreir- Como hombre, tu vida es un fin en si mismo. Yo, como mujer, valgo como medio para el fin del hombre con quien acabe desposándome. Las arrugas que tarde o temprano burlarán mi juventud no serán de experiencia, sino de falta de ella –sus ojos amenazaban tormenta y su cuello, cauto, volvió a su estado natural, llevando la cabeza de la niña con él. Suspiró antes de alzar la vista-. El Reino de los Cielos vaticina tu llegada y vitorearán ésta hasta cansarse. En mi caso –el suelo reclamaba su mirada-, Dios se reserva el derecho a aceptar a alguien que juega con el fuego verde del Diablo. Da igual el vestido que lleve en la puesta de largo… porque eso no va a cambiar nada.

Nubes de zozobra habían restado cualquier atisbo de luz a un día que comenzara con rayos amenazantes.
Dominique sabía que el evento a que hacía referencia Alphonse era de gran importancia para ella. Sabía que a lo largo de su existencia, un número considerable de eventos, celebraciones o momentos lo serían, pero la niña… no podía dejar de pensar que de nada servirían al final cada una de esas situaciones y recepciones, que su destino seguiría siendo el mismo y que la vida como la dulce Bricassart no era más que la antesala de o realmente importante. Aquella en que tomas asiento y ojeas el reloj de bolsillo una y otra vez.
Pronto, comprendió que la actitud que había tomado no era la correcta en situación tal.

- Perdona –rogó secando todavía de espaldas unas lágrimas que caían en pendiente sobre su sonrisa-.

El vestido había conseguido sujetarse solo a la niña gracias a Alphonse y ahora se deslizaba con soltura a la par que ella, volviéndose para mirar al cardenal, todavía fingiendo la sonrisa.

- Espero que te guste como me queda. No hay mayor aprobación que la del Señor –bromeó. Pues por mucho que Alphonse ostentara la clase de puesto que ostentaba con respecto al Altísimo, seguía siendo un hombre y por tanto, como ella, y precisamente cercano a ella es como la muchacha lo sentía-. Pero supongo que con que te guste a ti me bastará.

Su labio inferior comenzaba a ser víctima de la inquietud. No sólo buscaba consejo con respecto a su vestido. Buscaba que el cardenal enjuagara las lágrimas de sus ojos y los miedos de su corazón.


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