Dilación (Iryn)

Desperté en mi cómoda cama sobresaltada. Otra pesadilla. Mi respiración se encontraba agitada y unas pequeñísimas lágrimas bajaban por mis mejillas recorriéndolas cual patinador deslizándose sobre el hielo. ¿Por qué siempre era lo mismo? ¿Por qué parecía ser que jamás podría vivir sin que alguna de aquellos sueños me atormentase?

Cerré los ojos y, ocultando la cabeza bajo la almohada, dejé que cada uno de mis miedos y pesares escapase entre mis llantos para acabar sobre las sábanas. Debo decir que mis lloros eran tan sonoros que incluso mis padres serían capaces de escucharlos. Finalicé aquel momento de horror, estrés y profunda desesperación lanzando un grito tan fuerte que era como si propio corazón lo estuviese produciendo.

Finalmente, cuando todos aquellos sentimientos se tranquilizaron, fui capaz de pensar con tranquilidad por primera vez en toda aquella mañana. Me senté en la cama notando cómo la luz entraba entre las cortinas de seda. ¿Qué hora sería aquella en la que mis pesadillas habían entrado produciendo aquel gran destrozo?

Sonriendo con una pequeñísima y cansada sonrisa me levanté de aquella cama posando mis desnudos pies sobre la fría superficie de mármol que cubría el suelo. Un par de escalofríos ascendieron por ellos hasta llegar a mi espalda y, más tarde, hasta mi cuello. Adoraba aquella sensación que me aportaba la frialdad de aquel material, adoraba sentir cómo aquellos escalofríos me recorrían. Supongo, que aquella la única manera de recordarme que seguía viva.

Me levanté y, distraídamente bajé por las escaleras. Mi mano derecha se iba moviendo por el aire haciendo pequeñas ondulaciones mientras mi mirada las seguía. Mis pies daban pequeños giros que no adquirían ningún sentido de vez en cuando. Me gustaba notar el tacto de cada uno de los materiales de aquella casa, sentir cómo acariciaban mi piel.

Acabé sentada en el sofá con una mirada ausente fijada en ninguna parte y con mis brazos abrazando a lo que eran mis propios pies. Mi cabeza se situaba sobre mis rodillas, en frente del café recién hecho por Catalina. Ella, ni sorda ni ignorante había escuchado mis sollozos y, con un buen acto de buena voluntad, había acabado haciéndome el desayuno. He de reconocer, que era una muy buena muchacha. Después de agradecérselo le pedí que se fuese a la cama dándole el día completamente libre y es que, realmente se lo merecía.

Cogí el café con ambas manos y lo removí con la cucharilla sin prestarle demasiada atención. Por eso, cuando me lo llevé a los labios, fui incapaz de darme cuenta de lo alta que era la temperatura a la que estaba y acabé quemándome la lengua.

-Ay… -Dije en voz alta soltando el café sobre la mesa de nuevo y corriendo a la cocina para coger un poco de agua fresca que aliviase la quemadura que había empezado a aparecer. Al notar cómo aquella sustancia incolora y sin sabor pero fría como el hielo recorría mi garganta todos mis pesares se calmaron como si estuviese limpiando mi propia alma.

Mientras bebía el líquido marrón que por fin se había templado se me ocurrió que aquel día podría salir a dar un paseo e ir a visitar aquel nuevo jardín botánico que habían abierto. Me gustaban aquellos sitios llenos de explosiones de color, conseguían tranquilizarme.

Decidida volví a subir las escaleras en dirección a mi habitación y cogí unas cuantas prendas al azar que luego constituirían lo que serían mis ropas para aquel día. Peiné mis cabellos con suavidad notando las caricias que me daba aquel delicado peine y, tras dejarlo sobre el tocador, me hice lo que era un pequeño recogido hecho por unas manos inexpertas. Decepcionada por el resultado acabé optando por la opción de dejármelo suelto.

Salí de casa cogiendo mi vestido con ambas manos con cuidado de no pisarlo, no querría estropear aquella tela color crema hecha con tanto esmero y cuidado. Las hojas de los árboles se caían haciendo pequeños movimientos onduladores de un lado a otro hasta acabar en el suelo, creando un suelo de secas hojas.

Me gustaba el otoño por aquellos tonos dorados que adquirían los árboles aunque a la vez odiaba el frío que comenzaba a hacer. Me abracé a mí misma un poco intentando infundirme el calor del que tanto había carecido en todo aquel tiempo y, comencé a moverme por las calles de París. Mientras mis pies recorrían todo el sendero que me separaba del jardín en mi mente comenzó a sonar una pequeña balada de mi tierra materna.

“Dulce voz ven a mí, haz que el alma recuerde…”

Por fin mi camino finalizó y llegué a aquel lugar lleno de mágicos colores. Amarillos, anaranjados, rosados, azules… debo decir que aquella escena realmente parecía sacada de un libro. Me acerqué a unos pequeños lirios para observarlos desde más cerca y oler su aroma. Sonreí un poco mientras me levantaba feliz por todo aquel paisaje que me rodeaba.

Di una vuelta sobre mí misma con las manos alzadas hacia el cielo haciendo que mi vestido bailase también, conmigo. Lo admito, aquel lugar era el más bonito de todos los que me había encontrado en París.