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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

¿Estás dispuesto a regresar más doscientos años atrás?



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Mensaje por Wolfgang Leisser Dom Dic 27, 2015 4:17 am

But the vain men never hear anything but praise

Una buena cantidad de inquisidores fue convocada y el primer grupo ya se encontraba allí. Los presentes aguardaban impacientes la llegada del superior que les daría las debidas instrucciones. Wolfgang, que en realidad daba poca importancia a todo lo que estuviera relacionado con sus tareas dentro de aquella gran organización, siempre era de los últimos en llegar. Esta ocasión no fue la excepción. Con gran despreocupación, llegó al lugar. Sin embargo, esa impasibilidad le duró poco.  Tomó asiento y apenas lo tuvieron cerca, tres de sus compañeros comenzaron a cuchichear entre ellos. Hablaban de él, de sus preferencias sexuales y su supuesta homosexualidad. Nada estaba comprobado, pero los rumores en torno a él eran cada vez más frecuentes. Había quien no perdía la oportunidad de fastidiarlo con ello, utilizando el tema en su contra, denigrándolo, insultándolo de todas las maneras posibles, aún sin tener una prueba real. No importaba. Wolfgang se había propuesto no caer en provocaciones, pero no siempre lo conseguía. Esta vez logró hacerlo durante un buen rato, hasta que escuchó un comentario en verdad desagradable y las risitas estúpidas que lo acompañaron se tornaron en verdad molestas. Se volvió y los miró.

¿Hay algo que quieras decirme, Paul? —cuestionó con absoluta seriedad, enfrentando a sus agresores, particularmente al que parecía ser el cabecilla del grupo. Los susurros cesaron y los dos individuos restantes se miraron entre sí regalándose una sonrisa cómplice.

Nada, es solo que, bueno, ya sabes… —balbuceó Paul haciéndose el idiota—. Hablábamos de esas personas que llevan vidas secretas —su burlona sonrisa era insinuante.

Wolfgang le sostuvo la mirada. Estaba molesto, en su interior se abría paso una creciente rabia que pintaba para volverse difícil de dominar, pero de momento continuó inexpresivo, sin mover un solo músculo de la cara.

¿Qué clase de vidas secretas? —inquirió con voz firme el muchacho, aunque era evidente que se refería a él y a su secreto—. Si tienes algo que decir, solo hazlo. ¿O no tienes los cojones suficientes para hablar de frente? —lo retó.

Oh, Wolfie, soy mucho más hombre que tú, de eso estoy seguro. Todos lo saben. M-a-r-i-c-a —escupió con ánimos de ofenderlo. Paul echó la cabeza hacia atrás y rió en voz alta, sus compinches lo secundaron.

Solo entonces la cólera de Wolf se desbordó. Sintiéndose incapaz de continuar tolerando la situación, rápidamente se levantó del asiento y se lanzó sobre Paul atestándole el primer golpe. Éste no demoró en responderle y lo golpeó el abdomen. Wolfgang se quedó sin aire y se dobló del dolor; el resto de los compinches de Paul se unieron a la pelea. Eran tres contra uno pero el rubio no estaba dispuesto a caer sin al menos luchar. Los golpeó, incluso a uno de ellos le rompió la nariz. Sin embargo, a pesar de todos sus esfuerzos, no logró evitar caer al piso y ser pateado por sus agresores. Todos los presentes se pusieron de pie y entre gritos e incitaciones fueron formando un círculo alrededor de ellos. Nadie tuvo la decencia de pedir que pararan con aquel espectáculo tan inaceptable, todos parecían estar gozando con él.


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Última edición por Wolfgang Leisser el Vie Jun 10, 2016 10:04 pm, editado 1 vez


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Mensaje por Desmond M. Baines Miér Ene 20, 2016 9:56 pm

Hay más religión en la ciencia del hombre,
que ciencia en su religión.
(Henry David Thoreau)



Extraía, con mucha pericia, la sangre de un cádaver que acababa de colocar en la mesa de experimentos; primero y con gran cuidado, sacó los órganos, los cuales reservó en frascos de vidrio de diferentes tamaños. El líquido, en el que eran sumergidos, se tornaba de varios colores hasta llegar a convertirse en un verde esmeralda. Cada frasco se colocaba, de acuerdo a su función, en varios estantes. Aquella habitación parecía tener un perfecto orden en el caos de la ciencia más cruel. Desmond era extremadamente organizado y no se permitía tener su espacio de trabajo desordenado, pues eso podía ser un problema a la hora de realizar sus investigaciones, las cuales, tenían toda la pinta de ser los rituales más hórridos en la historia de la Inquisición. Pero él no había sido el único que se encargara de aquellas prácticas tan siniestras; su maestro, pertenecía a toda una línea de científicos que se dedicaban a ultrajar a cualquier ser viviente con el fin de lograr sus más oscuros objetivos.

Esa noche, el desgraciado que había caído en sus perversos planes, era un cambiante. Uno bastante joven, a quien habían condenado a la pena máxima. Esa pena, era ser el conejillo de indias de los tecnólogos. Desmond estaba satisfecho con su labor; su reputación entre los inquisidores era impecable y trataba de mantenerla siempre así.

Mientras examinaba el cuerpo de aquel mozo, alguien llamó a la puerta de su laboratorio. Por el orden de los golpes, supo que se trataba de su asistente. De inmediato, dejó su labor y se apresuró a atenderlo. El muchacho, se quedó perplejo al notar las manchas de sangre en las prendas de su superior. Se dio cuenta de su error; había interrumpido a Desmond y esa era una de las tantas cosas que no toleraba. Con los labios temblorosos le mostró un sobre que llevaba en sus manos.

—S-señor, lamento haberos causado un disgusto innecesario. Pero le ha llegado esto por parte del Arzobispo y me enconmedó que se lo hiciera llegar lo antes posible —Titubeó el muchacho, entregándole sin demora aquella misiva—. Con su permiso.

El joven asistente terminó marchándose a toda prisa. Desmond no le dio demasiada importancia a la carta hasta cuando observó aquel sello, justo en el centro del sobre. Reconoció ese olor tan característico de los papeles que usaban para ese tipo de misivas y al ver de qué se trataba, frunció el ceño. Asistir a una convocatoria en ese momento, no era algo que le agradara. Pero había jurado obediencia absoluta, así que no le quedaba más alternativa que abandonar su trabajo e ir al lugar en donde se llevaría a cabo la reunión. Por suerte, no estaba tan lejos, pues, apenas hacía varios días, había arribado a Roma para encargarse de determinados asuntos para su facción.

Organizó todo antes de marcharse y dejó claras instrucciones a su hijo, que lo había acompañado para ayudarle con varias de las investigaciones que estaba llevando a cabo.

Se dirigió a toda marcha a las estancias de la Inquisición, junto con otros dos inquisidores más —también tecnólogos—, sin esperar encontrarse con un alboroto en medio del salón. Desmond y sus otros dos compañeros observaron la escena con cierto recelo y con cara de no aprobar lo que estaba sucediendo en ese momento. De inmediato, uno de los inquisidores que le acompañaba decidió intervenir; luego le siguió el otro y Desmond, siendo un completo enemigo de esos espectáculos, no le quedó más alternativa que meterse para intentar poner fin a la pelea. Pero, cuando quiso apartar a los tres muchachos que pateaban a otro que estaba tirado en el suelo, uno de éstos lo golpeó.

Desmond le observó, con tal frialdad, que el pobre sujeto se quedó petrificado en su lugar. Todos los demás callaron y al darse cuenta de que se trataba de uno de los líderes de las diferentes facciones, no pudieron evitar sentirse nerviosos. Sin percatarse de que los presentes guardaron silencio, tomó por el cuello al muchacho y lo alzó; estaba a punto de romperle todos los huesos del cuello cuando escuchó un llamado de atención de su superior. Desmond hizo caso omiso, estaba tan ensimismado en su ira, que no cedió, sino, hasta el tercer llamado.

¡Baines! ¡Déjalo ya! Terminarás matándolo —exclamó el hombre que acababa de llegar. Era uno de los altos mandatarios de la Inquisición.

Al darse cuenta de lo que estaba haciendo, soltó de inmediato al muchacho, estampándolo contra el suelo. Desmond no dijo nada, pero no se iba a quedar de brazos cruzados. Su reputación le daba demasiadas ventajas. Sólo que en ese momento, lo más sensato era callar y mantener la calma.

—¿Qué se supone que estabas haciendo, Baines? Me decepcionas; ese ha sido un comportamiento inadecuado. Luego hablaremos sobre esto —volvió a hablar el superior, moviendo la cabeza de un lado a otro.

—Lo lamento —respondió entre los dientes Desmond, sin apartar la mirada de su futura rata de laboratorio—. No volverá a pasar, Micer. No volverá a pasar... Se lo aseguro.


Última edición por Desmond M. Baines el Jue Abr 28, 2016 1:46 am, editado 2 veces


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Mensaje por Wolfgang Leisser Lun Mar 28, 2016 5:57 pm

No supo por cuánto tiempo se prolongó aquel momento, pero entendió que tenía todas las de perder. Nada podía hacer contra tres hombres, jóvenes, corpulentos y arduamente entrenados para pelear. Él también poseía tales habilidades pero, además del pequeño inconveniente que significaba que lo superaran en número, lo habían derribado y estaba siendo golpeado sin piedad. Sin embargo, en ningún momento le cruzó por la cabeza rendirse. Aún tirado en el suelo, rodando de un lado a otro, como un vil saco de papas, Wolfgang intentó defenderse. Lanzó un nuevo golpe, falló y volvió a lanzar otro para fallar de nuevo. Era vergonzoso pero ni siquiera consiguió rozarlos. Lo único que ganó fue desencadenar una nueva ola de desagradables risas, y que le atestaran un golpe en el rostro que terminó por romperle el labio y la nariz. Para ellos el ataque se había convertido en un juego, uno en el que claramente se habían propuesto fastidiarlo.

Los golpes cesaron un momento, instantes en los que Paul, el cabecilla del grupo, se acercó e inclinó su rostro para verificar que, efectivamente, le había destrozado el rostro al rubio. Wolfgang se quedó muy quieto, en completo silencio, escuchando sus propios jadeos y el latir desenfrenado de su corazón. Esperó el momento oportuno para atacar y sorprendió a Paul cuando, de manera inesperada, lo jaló de una pierna hasta lograr derribarlo. El inquisidor cayó al suelo junto a él y, aprovechando que se había golpeado la cabeza y el impacto lo había dejado algo aturdido, el rubio decidió descargar toda su ira en él. Estaba enloquecido de rabia, hecho una furia. Casi gruñendo y con todas las fuerzas que le quedaban, le propinó tremendo puñetazo en la cara, reventándole el ojo. La sangre salpicó el piso y a algunos de los presentes que excitados por la pelea lo alentaron a seguir golpeándolo.

Afortunadamente todo cesó justo a tiempo, cuando alguien apareció y los detuvo. Fatigado y dolorido como se encontraba, Wolfgang alzó la vista y logró identificar entre los presentes a Desmond Baines, líder de los tecnólogos. Según él, Baines nada tenía que hacer allí y mucho menos tenía porque inmiscuirse en sus asuntos; desde el suelo lo miró de mala gana. No podía presumir de conocerlo bien, porque apenas habían coincidido en varias ocasiones, pero estaba seguro de saber lo necesario: era un tipo arrogante, con aires de superioridad; el típico chulo que se sabía bueno en su campo y que se sentía con el derecho de humillar a todo el que consideraba como inferior.

Enseguida se hizo escuchar una voz que destacó por encima de la de todos los presentes, una que Wolfgang supo identificar como la de un superior. Como pudo se incorporó y encontró el espacio suficiente hasta lograr ponerse de pie negándose a emitir cualquier sonido que delatara lo mal que se sentía, por más mínimo que éste fuese. Sentía las piernas débiles, su respiración aún era jadeante y podía percibir la cálida sensación de la sangre escurriéndole de la nariz y labios, el sabor metálico en su lengua. Una rabia sorda brotaba de él cuando miró directamente a los ojos a sus atacantes, y posteriormente al superior que los reprendió.  

Su actitud es reprobable —recriminó sin dejar de observarlos, a cada uno de ellos, pero deteniéndose frente a Wolf—. Leisser, ¿acaso no has aprendido nada de lo que se te ha enseñado durante todos estos años?

—masculló él sin ganas y con evidente fastidio.

Sí, ¿qué? —el hombre, que supo identificar en Wolfgang aquella actitud tan negativa, se le plantó enfrente, esperando que su respuesta fuera completada como era debido.

Sí, señor  —pronunció, arrastrando las palabras.

Durante los siguientes minutos se desencadenó un pequeño interrogatorio, una serie de preguntas que el superior realizó minuciosamente con el fin de descubrir al autor de todo aquello. Para él todos eran culpables, porque todos habían participado, pero evidentemente siempre habría alguien que cargaría con la mayor de las cruces. Paul y sus compañeros apuntaron a que Wolfgang había sido el que inició con las agresiones físicas y, desde luego, si se omitía que ellos habían empezado con las agresiones verbales, el rubio quedaba como el típico buscapleitos al que al final le salió el tiro por la culata.

Leisser —pronunció apretando la mandíbula—. ¿Por qué no me sorprende? ¿No te cansas de dar problemas? Deberías estar avergonzado. ¡Debería expulsarte! Pero voy a darte una última oportunidad. La última —repitió alzando la voz para recalcar que esta vez hablaba en serio. Luego hizo una pausa, segundos en los que se le notó pensativo, probablemente decidiendo qué haría con él. Finalmente añadió—: Estarás a cargo de Baines. A partir de ahora lo asistirás en todo lo que te pida. ¿Tienes alguna objeción? —cuestionó, pero alzó las cejas como una advertencia, dejando en claro que no admitiría una respuesta negativa de su parte.

No… señor —repitió entre dientes. Sintió el fuerte impulso de replicar, de refutar tajantemente la decisión tomada, pero no lo hizo. La inquisición no le importaba en lo más mínimo, la iglesia mucho menos, pero no convenía que lo expulsaran. Si estaba ahí era porque tenía un propósito, una meta que aún no había culminado. Debía aguantar, hasta el final.

¿Baines? —satisfecho con la respuesta de Leisser, el hombre se dirigió esta vez al líder de los tecnólogos, esperando escuchar lo mismo de él—. ¿Tienes tú algún problema con ello? Porque si no es así entonces quiero que lo lleves a la enfermería en este instante y luego a tu laboratorio. Seguro lo encontrarás útil en algo.

Parecía que todo había terminado, pero la realidad es que apenas empezaba. Estaba seguro de que Paul y sus amigos no lo dejarían en paz, que a pesar de haber salido airosos se tomarían ese episodio como algo demasiado personal y que lo utilizarían como la excusa perfecta para agredirlo cada que tuvieran la oportunidad. Sin embargo, eso era lo de menos. Ahora Wolfgang tenía sobre los hombros algo que lo fastidiaba aún más: tener que secundar a Baines. Dirigió al tecnólogo una mirada de pocos amigos y en su boca se dibujó una pequeña mueca de disgusto. La tensión en el ambiente se disparó.


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Mensaje por Desmond M. Baines Jue Abr 28, 2016 2:02 am

Cierta vez, mientras observaba perplejo un frasco que contenía lo que parecía ser la garra de un licántropo, su maestro dijo que podía compararse a sí mismo con un ángel o con un demonio. Dios lo había elegido como su sucesor y, según contaba, en sus manos estaba el poder de imitar la cosmogonía que ninguna criatura sobre la faz de la tierra era capaz de hacer; el Creador le había proporcionado el secreto del Génesis y nadie lo detendría en su misión. Desmond no había comprendido esas palabras en ese entonces, pues, todavía era un niño. Pero cuando su mente maduró, entendió perfectamente a lo que se refirió Graham Wells en vida, y ahora, era él quien alardeaba con aquellas palabras caóticas. Se sentía intocable, único y perfecto, alguien que había heredado el gran misterio de la Creación; secreto que nunca compartiría con nadie, ni siquiera con Baptiste, su hijo, a quien convirtió al vampirismo para que no sufriera las penas de la mortalidad, como lo hizo su difunta esposa alguna vez.

En la Inquisición era temido por sus actos nefastos, nadie se atrevía a levantarle la voz o hacerlo enojar. ¿Y cómo no? A pesar de que Desmond trabajara en sus investigaciones en completa soledad, los rumores igual se paseaban por los pasillos, y aunque no le agradaran los chismes, saber que su posición imponía miedo, alimentaba su ego. Y precisamente, por esa misma razón, sus superiores preferían invitarlo a determinadas reuniones, en especial si se encontraban miembros de menor nivel. Le gustaba ser un espectador y aportar ideas a las futuras labores que aquellos desempeñarían, haciéndoles entender que si fallaban, el destino que les esperaría no sería tan bueno.

Pero esa vez, no sería espectador de los dictámenes de los líderes, sino de una riña completamente estupida. De no ser por sus otros dos compañeros, se hubiera ido; sin embargo, al intervenir para detener aquel espectáculo tan deprimente, también quedó como culpable, y eso hizo que sus ojos brillaran de pura molestia. En algún punto, de la discusión que se inició, quiso llevarle la contraria al mayor y se aguantó, ya que tenía todas las de perder. Aún así, en su mente se grabaron a fuego los rostros de cada uno de los hombres jóvenes ahí presentes, teniendo toda la intención de mover sus influencias para hacerles pagar.

Dispuesto a no seguir siendo sermoneado, Desmond fue a sentarse lejos; tenía la mandíbula tensa y la rabia aún no se le había pasado. En su mente estaba planeando exhaustivamente el más hórrido castigo para todos esos pobres infelices. Pudo haber estado horas en aquel letargo, ideando su venganza, pero la voz de su superior volvió a arrastrarlo a la realidad. Desmond lo miró con un deje de fastidio y bufó al escuchar aquellas palabras; no estaba de humor para soportar compañía de nadie, aún así, bajó la guardia y luego de un par de minutos, se puso de pie y se dirigió de nuevo al grupo.

—Micer... Con todo respeto —respondió finalmente, aparentando estar calmado—. ¿Es necesario todo esto? Los verdugos podrían darles un severo castigo por la falta en la que han caído. ¿Qué pasaría si el Santo Padre se enterara de que tenemos revoltosos en nuestro grupo? —Inquirió, fingiendo preocupación, pero sólo hallaba la manera de manipular al superior y obtener algo más de todo aquello—. Bien, podré soportar a este chiquillo insolente, pero... ¿Y qué hay de estos jóvenes? Uno de ellos me golpeó, cuando mis compañeros y yo sólo queríamos acabar con esta riña impúdica. Estoy muy decepcionado y ofendido. Permítame hacerme cargo de todo este asunto y no lo decepcionaré.

Desmond dejó caer su carta, sabiendo que el hombre no iba a negarse ante aquellas palabras. Aunque, en un principio, frunció los labios y observó con cierta preocupación a los demás inquisidores, terminó aceptando la petición del líder de los tecnólogos.  

—De acuerdo, Baines. Pero, por favor, controla tus impulsos esta vez. Te los enviaré cuando decida su sentencia.

—Muchas gracias, señor. Espero que algo como esto no se repita nuevamente; me encargaré de que Leisser no vuelva a provocar a otros inquisidores, y que los soldados aprendan su lección... de buena manera. Mientras tanto, mis compañeros estarán al tanto de todo, en lo que termino con mis pendientes en el laboratorio —sonrió con malicia, observando detenidamente a Wolfgang Leisser—. ¿Pretendes que te lleve cargado? ¡Camina! Tengo trabajo y tu lentitud me atrasa.

Sentenció, dirigiéndole una mirada de pocos amigos. De no haber estado en frente de un superior, Desmond de seguro habría tomado a Wolfgang por el cuello para arrastrarlo por todo el lugar, pero se guardó sus impulsos y sólo siguió su camino, sin esperar al muchacho.


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Mensaje por Wolfgang Leisser Vie Jun 10, 2016 10:03 pm

Las palabras de Baines, así como la lacerante forma en la que lo miró, sólo lograron fastidiarlo aún más, pero no tuvo otra opción que seguirlo. Eran órdenes, simples, llanas, aunque no por eso fáciles de cumplir. En el rígido entrenamiento recibido por parte de la inquisición, durante muchos años, le habían recalcado demasiadas veces que éstas no se discutían, sólo se obedecían. No era algo sencillo, desde luego. A causa de su carácter, a Wolfgang siempre se le había dificultado seguir al pie de la letra los mandatos de otros, era uno de los mayores retos a los que debía enfrentarse día con día, pero era listo y entendía a la perfección lo que significaba pasarlos por alto. No le convenía. Por eso, constantemente se tragaba su orgullo, y en esta ocasión nuevamente tuvo que limitarse a apretar los labios y guardarse cualquier opinión desagradable que tuviera al respecto.

Mientras apuraba el paso para no quedarse atrás, continuó pensando en lo que acababa de ocurrir, y lo que más le hizo rabiar fue el “chiquillo insolente” que había utilizado Baines para referirse a él, dándole así la primera prueba de que lo que se decía sobre él, era completamente cierto. No era más que un idiota, petulante y engreído. Ojalá hubiera tenido la posibilidad ponerlo en su lugar, o al menos de zafarse de esa estúpida situación, pero supo que de momento era imposible. En ese instante, se reprochó a sí mismo el no haber sido lo suficientemente fuerte para pasar por alto los insultos de Paul y sus compinches. No importaba cuántas excusas pusiera de por medio, nada cambiaría la realidad: se había dejado envolver por sus provocaciones, como un vil novato.

Cuando llegaron al pasillo que conducía hasta la enfermería, Leisser, ya un tanto resignado, aminoró el paso, pero Baines siguió de largo, lo que le confirmó que no tenía la menor intención de cumplir con esa parte del trato. Pero a Wolfgang no le importó, no lo consideró necesario. Comparado con los recuerdos que cargaba de su terrible infancia, mismos que aún seguían oprimiéndole el pecho, esas heridas superficiales, no eran la gran cosa; sanarían en un par de días. Continuó caminando y se llevó la mano al rostro para terminar de limpiar los restos de sangre que tenía en ella.

Cinco minutos después, estaban en el laboratorio. Resultaba curioso, pero era la primera vez que lo pisaba. Se tomó algunos momentos para recorrer el lugar con la vista y se encontró con una vasta cantidad de instrumentos. Algunos de ellos, hasta ese momento, no tenía ni idea de que existían, mucho menos cuál era su función. La labor de los tecnólogos era ardua e imprescindible, la mayoría de los inquisidores lo sabía, pero a otros, como Wolfgang, no les parecía la gran cosa, principalmente porque no tenían idea de todo lo que significaba aquella facción. Sin embargo, aunque sus actividades en aquel escondite fueran más que honorables, él no estaba dispuesto a convertirse en una más de sus ratas de laboratorio.

¿Y ahora qué? —inquirió malhumorado, cuando intuyó que la intención de Baines era continuar con su trabajo e ignorarlo, probablemente con el único fin de fastidiarlo más—. ¿Qué pretendes? ¿Qué me quede aquí todo el día, viéndote divertirte con tus juguetitos, hasta que muera de aburrimiento? —pronunció con desdén, al tiempo que cogía de la mesa, con absoluto descuido, un matraz de fondo plano, restándole importancia.

Sólo entonces su interlocutor volvió a prestarle atención. A Leisser le pareció advertir en sus ojos un agudo «no te atrevas a tocar mis cosas», algo que parecía más bien una amenaza.

No voy a darte el gusto. Me largo. —Ignorando la muda advertencia de Baines, soltó el frágil instrumento sobre la mesa, logrando que éste se estrellara contra un mortero.


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Mensaje por Desmond M. Baines Mar Jun 28, 2016 2:30 am

Si algo molestaba a Desmond, hasta hacer que se borrara la petulante sonrisa de sus labios, era que interrumpieran sus investigaciones. Siempre había sido un sujeto solitario, alguien que solía permanecer gran parte de su tiempo confinado en la oscuridad de su laboratorio. No le agradaba estar en compañía de nadie, y poco se hacía presente en las reuniones de la organización, a menos que estas exigieran su presencia. Sólo así se atrevía a dejar a un lado su trabajo. Pero cuando ocurrían actos, como el que había presenciado esa vez, su humor se volvía mucho más hostil. A pesar de ser un vampiro, una criatura cuya existencia podría alcanzar milenios, Desmond apreciaba el tiempo, y tener que perderlo en situaciones deplorables, lo irritaba más que nada.

Maldijo internamente, una y otra vez, el instante en que accedió a asistir a la susodicha reunión que había organizado uno de los líderes, y desde luego, uno de los miembros más prestigiosos dentro de la Inquisición. Si no le tuviera tanto respeto al Arzobispo, habría dejado escapar una blasfemia ante él. Pero hizo todo su esfuerzo mental para no exclamar alguna frase que pudiera restarle créditos; en vez de eso, se valió de su posición para vengarse con discreción, pues no se iba a quedar de brazos cruzados. Uno a uno, los culpables caerían en su red, de eso estaba seguro. No toleraba que nadie se burlara de él, y menos un grupo de novatos incompetentes, a quienes deseaba borrar del mapa.

Meditaba en silencio sus planes, mientras se dirigía de nuevo a su laboratorio, dejando atrás a Leisser, el origen de toda aquella disputa ridícula. No prestó demasiada atención si éste lo seguía o no; si no lo hacía, era su problema. Tan poca importancia le dio a Desmond al otro inquisidor, que al estar cerca de la enfermería, no se detuvo, por mucho que su superior se lo había ordenado. Una vez más, tampoco era su asunto. Las heridas y moretones se los había ganado el muy imbécil, y por Desmond, podría haber muerto por los golpes de los otros. No era algo que le iba a afectar; su única preocupación, aparte de recuperar su orgullo, era todo el trabajo a medio terminar que había dejado en el laboratorio. Y de  seguro, los curiosos habían aprovechado la ocasión para ir a inmiscuirse en sus cosas. Algo que le generaba malestar.

Al entrar en el laboratorio, reparó que todo estuviera tal y como lo había dejado antes. Continuaba ignorando a Wolfgang, y pensaba hacerlo todo lo que restaba del tiempo que tuviera que estar ahí. Se colocó sus indumentarias y justo cuando iba a buscar uno de los órganos que había extraído del cambiante que examinaba, notó que Leisser se había atrevido a tocar sus instrumentos de trabajo. Desmond lo fulminó con la mirada, advirtiéndole que dejara las cosas en su lugar. Pero áquel no obedeció, sino que dejó caer de manera descuidada el recipiente de vidrio, y para colmo, lo desafió.

Sus ojos se oscurecieron de pura rabia. Ya había tenido suficiente de él. Sin siquiera advertirle al otro de sus movimientos, Baines se le abalanzó encima, tomándolo por el cuello para lanzarlo contra la mesa, sin ánimos de aflojar el agarre de su mano.

—Escúchame bien, Leisser —dijo, observando al otro inquisidor fijamente—. Afuera podrás hacer lo que se te de la gana. ¡Puedes actuar como una maldita perra si quieres! Pero aquí, en el área de mi facción, vas a obedecerme y bajarás la guardia. —Lo alzó para luego dejarlo caer en el suelo—. Si aprecias tu vida... No, espera. No creo que la aprecies... Mira en donde terminaste, en el peor lugar de este pútrido edificio.

Las últimas palabras de Desmond se asemejaban más a una sentencia de muerte que a una sencilla advertencia. Sus labios se curvaron, esbozando una sonrisa siniestra, mientras por su mente se cruzaba la posibilidad de añadir un nuevo experimento ese día. se acercó nuevamente a Wolfgang, colocando un pie en su pecho para impedir que se moviera e intentara escapar. En ese momento, uno de sus ayudantes ingresó en el laboratorio; Baines le dirigió una mirada de pocos amigos y éste sólo se marchó despacio y en silencio, asegurando las puertas del lugar para que nadie más interrumpiera a su jefe.

—Ahora bien, ya que insistes en ser tan obediente —mencionó con un tinte de sarcasmo en su voz—. Hoy te ganaste el premio mayor, y ese premio es: Ser mi nueva ratita. Luego me encargaré de tus estúpidos compañeros. —Tomó un escalpelo y se inclinó lo suficiente sobre el otro inquisidor, colocando el filo de la cuchilla en su mejilla, mientras sostenía bruscamente su mandíbula—. ¿Qué tal si desfiguramos primero ese rostro asqueroso que tienes?

Había dejado escapar una carcajada, justo antes de alejarse de Leisser y dejarlo tirado en el suelo con una cortada en la mejilla. El juego de Desmond apenas comenzaba.



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Mensaje por Wolfgang Leisser Dom Oct 09, 2016 12:49 pm

Los movimientos de Desmond fueron inesperados y rápidos como los de cualquier otro vampiro. No le dio tiempo de actuar. Sin siquiera meter las manos, fue tomado del cuello y estampado violentamente contra la superficie de la mesa, y apenas dos segundos después, una vez más se encontró en el suelo, con el pie de Baines sobre el pecho. Cuando un tercero tuvo la intención de ingresar en el laboratorio, el rubio rápidamente quiso aprovechar la breve distracción de su agresor y forcejeó bajo su yugo, seguro de poder quitárselo de encima como si se tratara de un niño, pero se llevó tremenda desilusión. Y es que la apariencia de Desmond Baines era engañosa; lucía como si se tratara de un joven en pleno desarrollo -pero sólo Dios sabía la cantidad de años que llevaba a cuestas-, delgado y muy ligero, pero tenerlo encima era como ser aplastado por una enorme roca. Tuvo la impresión de que le rompería los huesos.

Desmond lo mantuvo inmovilizado. De ese modo lo obligó a escucharlo, y también a mirarlo fijamente a los ojos mientras pronunciaba burlas y amenazas. Por un momento, Wolfgang vio en él la crueldad de su padre, de su tío y de todos esos que tanto daño le habían hecho y lo odió con todo su ser. Cuando le acercó la navaja, el inquisidor parecía en verdad dispuesto a desfigurarle el rostro, pero así como aquella vez en la que finalmente enfrentó a su padre, luego de tantos abusos, Wolfgang se obligó a no sentir miedo y en ningún momento demostró debilidad, sino que permaneció inmóvil y atento, como si ya se hubiera resignado a su destino, y ese no era convertirse en la rata de laboratorio de Baines.

Rebosante de ira, apenas se vio libre de Baines, se levantó y se le fue encima como alma que lleva al diablo. Logró estamparlo contra la pared y pequeños pedazos de concreto cayeron sobre ambos. Era como si toda esa furia contenida lo hubiera vuelto más fuerte. Wolfgang gruñó y sin dejar de usar aquella energía a su favor, arrastró al vampiro hasta aventarlo aparatosamente contra la mesa. En segundos, todos los instrumentos que yacían sobre ella quedaron destruidos. El cuerpo de lo que al menos a simple vista parecía ser un humano, también terminó en el piso.

¡Qué osadía! Desmond querría matarlo. Lo expulsarían de la organización. Jamás completaría debidamente su tan ansiada venganza. Lo más sensato era recapacitar, volver en sí y disculparse con Baines, rápidamente; aceptar el castigo que éste creyera más conveniente y cumplir con él a regañadientes, aunque resultara humillante. Pero… ¡al demonio con eso! Wolfgang estaba harto, cansado de que todo el mundo quisiera hacer de él su maldito payaso. En ese día, que para él había sido particularmente malo, le hastiaba la sola idea de tener que comportarse como un inquisidor ejemplar. Todo lo que quería era desquitarse, drenar su frustración, moler a golpes a todo aquel que se empeñara en fastidiarle la existencia.

¿Creías que ibas a intimidarme por ser un maldito vampiro? —Rezongó, temblando, completamente dominado por la furia que lo colmaba—. No te tengo miedo. Te crees superior a los demás, ¡pero no eres más que un arrogante pedazo de imbécil! Levántate. Si tan hombre te sientes, ven aquí y haz valer tus palabras.

Desde luego, Wolfgang esperaba que Baines le respondiera; con golpes, con más insultos, qué más daba. El ardor de su pasado tan tortuoso se hizo notar. Como si con aquello pudiera limpiar parte del dolor que le habían provocado. O quizá en el fondo, lo que verdaderamente estaba buscando, era la excusa perfecta para mandar todo al demonio de una vez.


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Mensaje por Desmond M. Baines Dom Dic 04, 2016 4:01 pm

Se había burlado de Wolfgang, incluso, lo amenazó. Creía que aquel iba a ser como todos los demás que temblaban ante su presencia y advertencias, pero no, estaba equivocado. El otro inquisidor se le enfrentó, y cuando Desmond logró percatarse de ello, ya estaba en el suelo. Una parte del laboratorio yacía deshecha, con fragmentos de vidrio y utensilios quirúrgicos esparcidos por el piso. Obviamente, aquella escena desquició por completo al líder de los tecnólogos.

Él siempre estaba acostumbrado a dar órdenes y a ser obedecido de inmediato. Disfrutaba ser elogiado, y por supuesto, que todos creyeran que estaban frente a un ser supremo; pero entonces llegaría alguien que lo pondría en su lugar y eso... Eso no lo iba permitir. ¡Nadie haría flaquear su orgullo! ¡Él era Desmond Baines! El sucesor de uno de los mejores inquisidores que había tenido el Santo Oficio. ¿Cómo iba a dejar que aquel humano insignificante lo tratara de aquella forma? La mente de Desmond se quebró, dando paso a la más auténtica locura. Tal vez para muchos era un hombre metódico, arrogante, y que caía mal; sin embargo, sólo sus víctimas conocían al ser monstruoso que se ocultaba tras ese sujeto obstinado y de apariencia sublime. Era un demente, opacado por la fe ciega; alguien obsesionado con purgar al mundo de las criaturas que consideraba impuras.

Y así fue como Wolfgang había aparecido en esa lista negra. Y lo más probable era que lo ignoraba, pues su orgullo le cegaba por completo en ese instante.

Desmond se puso de pie, sacudiéndose los restos de polvo que cayeron en sus vestiduras. Las palabras del otro sujeto sonaron distantes, como un murmullo que sus oídos ignoraron; sus pensamientos se detuvieron en un punto inerte, con imágenes pérfidas de los más atroces asesinatos. ¿Qué estaba ocurriendo realmente como para que Desmond hubiera dejado de la burla? Su sonrisa dio paso a una mueca desagradable. Luego, su ceño fruncido desapareció, y la risa descomunal empezó a resonar entre los fríos muros de aquel siniestro laboratorio.

—¿Se supone qué eso va a hacerme cambiar? —Volvió a reír como un demente—. ¿Crees que mereces respeto, pedazo de bazofia? ¡Tú! —Le señaló—. Que eres un error de la naturaleza... ¡TÚ TIENES QUE SER DESTRUIDO! Dios no necesita a seres como tú.

Su rostro parecía deformarse de ira y odio. Su actitud de hacía un rato cambió por completo; ahora lucía como alguien diferente, desquiciado y totalmente fuera de sí. ¿Era ese el verdadero Desmond? Eso apenas estaba por verse.

Primero examinó con la mirada a Wolfang y luego, se quedó observando un área del laboratorio que se encontraba al fondo. Casi nadie reparaba en ella, sin embargo, gracias a los reflejos vacilantes de algunos candiles, se podía tener una idea de lo que ahí se ocultaba. Eran las herramientas de tortura que usaba Desmond para destruir a sus presas. Helaba la sangre con tan sólo verlas e imaginar sus verdaderos usos.

—Wolfgang Leisser —balbuceó—, aquel que ha osado levantar blasfemias contra mí. —Avanzó un par de pasos hacia adelante, acercándose lentamente a Wolfgang—. ¿Qué podré hacer con su insignificante existencia? No, imposible darle una muerte rápida. Y tampoco podría dejarlo morir... ¡NO LO MERECE! —Y fue en ese preciso momento que tomó de la nuca al otro inquisidor, obligándolo a arrodillarse. Quizás con el golpe pudo haberle lastimado terriblemente las rodillas—. Merece sufrir. Merece su infierno aquí en la tierra. ¿Escuchas? Los paladines del diablo aplauden tu proeza; sus mandíbulas cadavéricas desean arrancarte la piel a tirones. Pero no se las dejaré tan fácil; ahora tú, pequeña rata inmunda, me perteneces.



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Mensaje por Wolfgang Leisser Lun Mar 06, 2017 10:21 pm

Desmond Baines, una criatura de oscuridad, creía en Dios. Incluso en esos momentos, fue imposible no notarlo. Le pareció extraño y muy curioso. Cualquiera pensaría que ser miembro de la Inquisición conllevaba una devoción absoluta hacia el creador, pero no, lo cierto era que muchos de los que estaban allí, lo hacían por sus propios intereses. Recibir los favores de la Iglesia a cambio de fingir ser creyentes, para algunos, era un buen precio a pagar. Wolfgang formaba parte de ese grupo. Aunque, en su caso, en lugar de recibir, la Iglesia no había hecho más que quitarle. Siempre le acompañarían los horribles sucesos de su tortuosa infancia, los traumáticos recuerdos que hoy en día, luego de poco más de veintitrés años, continuaba reviviendo casi cada noche entre sueños. Siempre recordaría los horribles rostros, las inmundas sonrisas y el repugnante aliento de los desalmados sacerdotes que habían acabado con su inocencia, así como con la de muchos otros niños. Por eso estaba allí, donde tenía a todos esos infelices a la vuelta de la esquina, para vengarse. Por eso soportaba las constantes burlas, los acosos y a los estúpidos que como Baines buscaban divertirse a sus costillas. Ése era su precio a pagar, uno que estaba dispuesto a sufrir con tal de completar su misión. Porque ¿qué sería él si no lograba completar su tan ansiada venganza? Absolutamente nadie. Sólo un loco traumatizado, desperdiciando y viviendo una vida sin sentido.

Dejó de lado sus pensamientos y levantó la vista hacia Baines. Éste se había acercado y lo miraba fijamente con ojos inyectados de ira. Algo extraño sucedió. De pronto, ya no le pareció tan importante enfrentarlo. Wolfgang logró contener su furia y la transformó en algo más.

«Un error de la naturaleza» —citó impertérrito—. He oído eso unas cuantas vecesmás de las que puedas llegar a imaginar, pensó. Se inclinó hacia delante, acercándose un poco más, como si fuera a confesarle un secreto. Entonces, susurró—: Uno termina por acostumbrarse.

Pero ¿qué era lo que Desmond Baines consideraba tan imperdonable como para considerarlo un completo desacierto de la creación? De todas las posibles respuestas, era difícil elegir una sola. No obstante, la mente de Wolfgang decidió relacionarlo con lo que todo el mundo rumoreaba a sus espaldas –y también frente a él- hoy en día: su homosexualidad. Era un tema escandaloso que a más de uno ofendía y que lo condenaba a una vida llena de prejuicios y exclusión. No era de extrañarse, si su propio padre lo había rechazado por el mismo motivo. Con el tiempo había aprendido que para el mundo, ése era el más imperdonable de sus pecados.  

¿Cómo vas a castigarme? —Lo incitó, con un tono mordaz y arriesgado, luego de que lo obligara a postrarse ante él. No era una posición que le resultara ajena, muchas veces se había arrodillado ante otros hombres, mas siempre por decisión propia y con otros fines que al menos resultaban placenteros para ambas partes—. Vamos, soy un error de la naturaleza; te insulté, destruí tu laboratorio. Me lo merezco.

Alzó la vista y lo miró fijamente. Con aquella cercanía a su favor, Wolfgang exploró a conciencia el rostro de Baines. Para su desgracia, el maldito era muy atractivo y la inmortalidad no hacía más que destacar sus buenos genes. Tenía unos impresionantes ojos azules y un rostro aniñado que contrastaba por completo con su avanzado intelecto. Desde ese ángulo, con aquel semblante encolerizado y con semejante amenaza de por medio, parecía realmente atemorizante; su ser emanaba oscuridad y frialdad. Pero Leisser no se acobardaría. Decidió demostrárselo, cuando rápidamente se quitó la camisa y dejó la parte superior de su cuerpo al descubierto. Varias cicatrices de golpes, mordidas e incluso quemaduras podían apreciarse sobre su pecho, abdomen y hombros. Pero, sin duda, las peores yacían en la espalda. Eran el recuerdo que le habían dejado los cerdos que habían abusado de él durante años.

Amenazarme con dolor no te dará la satisfacción que estás buscando —declaró con voz acompasada—. Ya no le temo. No he dejado de experimentarlo desde que tenía cinco años.

Dolor. Definitivamente era parte de su vida. Al principio, era inmenso, le fracturaba el alma. Después, simplemente dejó de sentir.


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Mensaje por Desmond M. Baines Jue Abr 27, 2017 1:07 am

Claro que sabía de Leisser, las ratas como él nunca pasaban desapercibidas, algo que le generó una profunda repulsión. Odiaba a esa clase de individuos, más que al resto; su única presencia era motivo de malestar para Desmond. Pero ahora, para su pésima suerte, tenía que cargar con el peor. Recordó todos y cada uno de los rumores acerca del tipo, ¡no podía simplemente tolerarlo! Necesitaba silenciar todo eso en su cabeza y acabar de una vez por todas con él, sin embargo, las palabras de su líder le hicieron eco, debía controlarse, a pesar de toda la ira demencial que se abría en su interior. ¿Y cómo hacerlo? Aquel estúpido había osado a desafiarlo, ¡incluso dentro de su laboratorio! Baines no se sentía capaz de controlarse; no obstante, también debía cuidar su expediente dentro de la Inquisición. La situación empezaba a desquiciarlo, necesitaba hallar una manera de poner en su lugar al irreverente de Wolfgang Leisser. Y sí que lo haría, sólo era cuestión de meditar bien sus próximas acciones.

En un principio consideró que sus amenazas iban a hacerlo titubear, pero se equivocó, ese inquisidor del demonio no iba a doblegar su orgullo, aunque por dentro realmente lamentara estar ahí. Desmond era un vampiro, era fácil para él detectar el miedo, porque se comportaba igual que un depredador, en especial, cuando llevaba ya un par de noches sin probar ni una gota de sangre. Él iba a cambiar la jugada a su favor, o al menos eso aseguraba. Pero las acciones del otro lo descolocaron por un momento, como si le hubieran dado una patada en el estómago.

Nunca antes nadie se había atrevido a desafiarlo con tanto descaro, Wolfgang ni siquiera se veía afectado por saber que iba a ser torturado, a diferencia de muchos otros que pasaron por la cámara de torturas. Desmond lo observó en silencio, aún con la ira tatuada en la mirada, aunque también se podía entrever un poco de confusión en ella. La única persona que tuvo la osadía de desafiarlo en el pasado había sido Elodie, pero ahora estaba muerta. Aquel recuerdo le hizo entrar en conflicto. Simplemente, y sin previo aviso, golpeó con brusquedad el rostro de Leisser, aunque no hizo uso de toda su fuerza sobrenatural para hacerlo.

—¡Ya cállate! ¡No te he dado permiso para que hables! Eres tan repulsivo como todos ellos —habló, luego de su breve silencio, apartándose de inmediato—. ¿Con qué ese es el juego, no, Leisser? —Rió nuevamente, como un loco ensimismado en su próximo crimen—. Eres un cerdo...

Gruñó, mientras le dedicaba una mirada de asco. No era tonto, sabía perfectamente hacia donde se encaminaba Wolfgang, pero más allá de sentirse molesto por su descubrimiento, aquello le dio una estupenda idea. Él, en realidad, no sabía nada; los golpes nunca eran parte de los terribles actos de Baines, ni siquiera los usaba para iniciar el espectáculo, eran cualquier cosa, en realidad. La sonrisa siniestra que reveló luego así lo demostraba.

—Tan estúpido, ¿por qué mejor no te quedaste callado, eh? —Chasqueó la lengua, yendo de un lado a otro, con las manos en la espalda—. Creíste que lo que se cuenta de esta facción era simple broma, que de seguro las torturas sólo quedan para los prisioneros, y todas tonterías que balbucearía un ignorante de tu calaña. —Se detuvo, escudriñándole con los ojos. Esas cicatrices en su piel le eran una completa tontería—. ¿Acaso te torturó un gato? Ay, Leisser le tiene miedo a los gatos. No sabes en donde te metiste, imbécil.

Se fue a la parte más oscura del laboratorio, ahí en donde apenas y llegaba la luz temblorosa de un par de candiles. Removió un par de cosas, incluso, se escuchó cuando abría unas pesadas puertas de hierro. Y al cabo de unos minutos, terminó revelando lo que buscaba entre las penumbras. Tenía un frasco en las manos, uno bastante grande, pues ahí se encontraba flotando, en una especie de líquido verdoso, la cabeza de un animal, específicamente de una hiena. Lo colocó sobre la mesa, al lado de otros instrumentos variados, los mismos que usaría un cirujano para remover extremidades y piel.

—¿Estás seguro que te has acostumbrado al dolor? —le interrogó, mofándose de él—. Si no quieres que la cabeza de esta hiena esté al lado de la tuya, tendrás que aceptar mis condiciones. —Le miró fijamente a los ojos desde donde estaba—. Puedes convertirte en mi alimento de esta noche o en mi experimento para trasplante de cabeza. ¿Qué dices? ¡Vamos! No es tan malo, ¿o sí?  




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