Dulce Hogar || Connor P. O'Laughlin

por **Saoirse C. O'Laughlin** Lun Ene 04, 2016 10:08 pm

“¿Puede haber algún aquí? No. Ella comprende el allí. Cuando está en Beirut, el hogar es Nueva York. Cuando está en Nueva York, el hogar es Beirut. El hogar no está nunca donde ella está, sino donde no está.”

Rabih Alameddine

El reloj marcaba las seis de la mañana cuando Saoirse despertó esa mañana, cubierta de sudor y durmiendo sobre el colchón sin sábanas. Había sido una noche agitada, pero no recordaba exactamente por qué, solo que no podía -ni quería- volver a dormir.

Las luces del amanecer se filtraban por las ventanas, tiñendo corredores y dormitorios de una tenue luz blanca. El piso de madera crujía bajo los pies descalzos de la joven mientras recorría la casa para asearse, vestirse y descorrer las cortinas de los ventanales. De camino a la cocina, al pasar junto a la puerta cerrada del otro dormitorio, no pudo evitar que la curiosidad se apoderara de ella. Se detuvo un segundo y, tras convencerse de que solo echaría un vistazo para saber cuántos cafés preparar, entreabrió la puerta de la habitación. Por la rendija se asomaron sus ojos turquesa, posándose con ligereza sobre la cama tendida, el armario cerrado, el orden casi obsesivo de la pieza a pesar de estar sumida en la penumbra. Estaba tan impecable que se le encogía el corazón.

La puerta de roble volvió a cerrarse, con un sentido suspiro de fondo. ¿Otra noche en la que su hermano no llegaba a casa? A veces deseaba que su pasión hubieran sido los animales o, al menos, solo la pintura. De ese modo podrían seguir viviendo en Irlanda, cerca del mágico verde de sus praderas y de aquellos precipicios que uno podría sentarse a observar por días y días si el clima lo permitiera. Quizás su madre nunca habría enfermado de haberse quedado allí en el campo... Ese pensamiento recurrente la llenaba de culpa. Le hacía sentir que su madre había dado la vida a cambio de que sus hijos pudieran cumplir sus sueños. O peor, que ellos habían vendido la salud de su madre en Londres.

Preparó el café con aire ausente, pensando en su padre y en su tierra natal. No tenía el talento de su hermano para el dibujo, pero podía defenderse con el lienzo y el pincel. Quizás le dibujara algo para enviárselo por correo; algo que hablara de sus vidas en París, pero de la nostalgia que sentía días como ese por su otro hogar. El olor del café que inundaba la estancia la sumió en un sopor de recuerdos, nostalgia y somnolencia del que solo pudo arrancarla el fuerte golpe en la puerta principal, un par minutos después.

¿Sería el cartero? ¿Su institutriz? ¿Su hermano? Desde el momento en que había observado los extraños dibujos en el libro de su madre sobre hombres lobo y personas que se alimentaban de sangre ajena, ya no se sentía tan segura. Pero lo que la tenía con los nervios a flor de piel no era eso, era el saber que poseía libros prohibidos y que la inquisición con gusto la ahorcaría por eso.

Manoteó un cuchillo y lo escondió tras de sí, asomándose con sigilo nuevamente al corredor. ¿Habría entrado alguien a la casa?

por **Connor P. O'Laughlin** Mar Ene 26, 2016 9:33 pm

Entrar dando tumbos en tu propia casa, sin estar seguro del todo de si es la tuya o no, distaba mucho de ser el comportamiento deseable para alguien que se dedicaba a lo que yo me dedicaba. En el tiempo que llevaba en París, a fuerza de muchas noches sin dormir, muchos disgustos, y sobre todo, un esfuerzo casi obsesivo por hacerme caso de tantos pacientes como me fuera posible, mi nombre había empezado a ser considerablemente conocido entre los profesionales de mi sector. Una joven promesa, como alguna vez había oído que me llamaban. ¿Qué pensarían si me vieran en ese estado? Apestando a cerveza y ron barato, con las ropas arrugadas y llenas de pequeñas manchas que seguramente habían ido a parar allí al volcar alguna bebida sobre mi mismo. Peor aún, ¿qué pensaría mi propia hermana, al verme entrar de nuevo así? Odiaba hacerle eso. Odiaba ver como su ceño se fruncía de preocupación por mi culpa. Sólo esperaba que aquella mañana aún siguiera durmiendo, o que estuviese ya en sus clases. ¿Qué hora era? Ni siquiera de eso estaba seguro.

Tras tropezarme unas tres veces con el mismo escalón, el primero, me di cuenta de que no estaba en condiciones de subir las escaleras para llegar a mi habitación. La sala de estar, unos metros más allá del recibidor me parecía en aquellos momentos bastante más accesible. Y también mucho menos terrorífica. ¿Desde cuando las escaleras se movían tanto? Me quedé sentado unos momentos sobre la madera gastada de aquel peldaño. Me había rendido ante ese minúsculo obstáculo. Superado. Me sentía absolutamente estúpido. Y cuando había llegado al culmen de mi auto-reprimenda, de mi auto-castigo, escuché el leve crujido del piso a mi espalda. Y verla allí, inmóvil, junto a la puerta de la cocina, me hizo sentir más vergüenza que cualquier otra cosa. Me llevé las manos al rostro y lo escondí entre ellas. Incapaz de deducir qué era lo que debía decir en aquella ocasión.

- Es temprano, ¿no? ¿Qué haces levantada? -Murmuré, en apenas un hilo de voz. Ni siquiera pude fingir normalidad en mis palabras. Estaba demasiado afectado, y no sólo por el alcohol. Volví a girar la cabeza para mirarla, esta vez dibujando una leve sonrisa arrepentida. No podía ni imaginar el daño que le estaba haciendo a mi propia hermana con aquella actitud. No podía, ni quería. Ella era todo lo que tenía. Lo más importante. A la persona a la que más quería, y por la que debía mejorar, dejar de lado mis frustraciones. ¡Se suponía que debía protegerla de lo terrible del mundo! Defenderla, hacerla sentir segura y querida. Desde luego, estaba lejos de conseguirlo.

Y lo peor de todo era que, aunque lo sabía, aunque era consciente, aunque cada vez que llegaba a casa en ese estado me repetía exactamente las mismas palabras, luego ocurría algo que hacía que las olvidase de nuevo. Esa era mi maldición, y la suya, por mi culpa. Traté de levantarme sujetándome a la barandilla, para luego caer al suelo con torpeza. Y allí me quedé, sin saber si reír o llorar. Si volver a mirarla o rezar porque regresara a la cocina y se olvidase de mi. No la culparía, desde luego.

por **Saoirse C. O'Laughlin** Miér Feb 10, 2016 11:00 pm

Algo en la escena que tenía frente a sus ojos no cuadraba. Parecía un segmento de una parodia muy mala, una burla de mal gusto. Un tiempo atrás Saoirse habría asegurado que ese joven que fallaba una y otra vez en subir el primer escalón de la escalera de su casa era un impostor muy parecido a su hermano físicamente, pero muy diferente en sus modales. Su hermano era muy correcto, estudioso, trabajador, social, muy querido por todos los que le rodeaban como para recurrir a los vicios mundanos. Ahora intentaba convencerse de que sí se trataba de Connor. No sería la primera vez que lo veía en tan mal estado, el parecido con su hermano era increíble a pesar de que sus expresiones faciales eran más exageradas de las que utilizaba normalmente (nunca había visto su rostro tan desencajado por no poder subir un escalón, por ejemplo) y, si la memoria no le fallaba, con esa misma ropa había partido hacia el trabajo la mañana anterior.

Saoirse dio un pequeño paso hacia adelante, o eso le pareció luego de que la madera se quejara bajo sus pies y le regalara la atención de su hermano. No estaba segura de qué hacer con una situación semejante. ¿Ayudarlo a subir? ¿Recostarlo? ¿Llamar a otro médico? Solo quería llamar a alguien que los ayudara pero no se podía. Ya era grande y debía hacerse responsable porque estaba sola, nadie vendría a ayudarlos. Pero las preocupaciones pasaron a un segundo plano cuando cruzaron miradas. Sentía mucha vergüenza. De él, de sí misma, de la situación en sí. Estaba tan mortificada que sus mejillas ardían. Lo mismo le pasaba a su hermano mayor, reconocía su propia vergüenza reflejada en el rostro ajeno, y esto le partía el corazón. Cuando él intentó sonreír con normalidad y falló aún más estrepitosamente que al intentar subir las escaleras, la chica tuvo que desviar la mirada. No quería que se arruinase la imagen que tenía de su hermano, por eso no podía verlo en esa actitud de un hombre derrotado, humillado, avergonzado. Quería cerrar los ojos y solo abrirlos cuando le jurara que todo estaría bien, que se recompondría y nunca más bebería una gota de alcohol.

Pero claro que no fue así. El movimiento descoordinado de la forma humana haciendo aspavientos con las extremidades de su cuerpo, captó su atención por el rabillo del ojo justo antes de que cayera al piso de madera con un golpe sordo. -¡Connor!-exclamó con voz ahogada, apresurándose a arrodillarse junto a él. Arrojó la cuchilla sobre la madera del vestíbulo, que se deslizó hacia un lugar más seguro a unos cuantos metros (los suficientes como para que su hermano no cayera sobre ella y se lastimara aún más). Su atención volvió a la joven promesa de la medicina y lo recorrió con la mirada inundada en terror; estaba convencida de que, de un momento al otro, lo vería sangrar por alguna herida obtenida en el bar de mala muerte que frecuentaba o producto de la misma caída. -¿Te lastimaste?-preguntó viéndolo a los ojos nuevamente y haciendo un gran esfuerzo porque no se le quebrara la voz. Intentó pensar qué haría su madre en un momento como ese pero nada le vino a la mente. Entonces solo llenó el silencio las palabras que surgían en su mente a borbollones. -¿Te ayudo a llegar a la sala? Así podrás recostarte, estar más cómodo. Estoy segura de que el sofá no se mueve... Hice café.

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