AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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El precio de la fama [Privado]
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El precio de la fama [Privado]
Lucille volvió a leer la carta que tenía entre las manos bajo la tenue luz que el candelabro desprendía. Se la había aprendido de memoria y no necesitaría sostenerla y deslizar sus ojos por ella para saber, palabra por palabra, lo que decía, pero aun así continuaba leyéndola. Casi era como si de esa manera pudiera descrifrar algún mensaje oculto en la escueta nota. Suspiró y se dejó caer en la cama. Estaba agotada, era cierto, pero no podía dormir. El sol no tardaría en acariciar con sus rayos las calles de París, hacía ya bastante que el ensayo había terminado y debería descansar, pero no podía. Y sabía que no lo haría hasta tomar una decisión, pero no conseguía dar con la respuesta que necesitaba.
Se acomodó y cerró los ojos, dejando que cientos de imágenes se sucedieran. Recordó la primera vez que había visto a Fausto, había sido en el estreno de una obra de teatro, una en la que ella no había conseguido ni un mísero papel secundario. Demasiado mayor para encarnar a alguno. Eso fue lo que le dijeron y esa fue, también, la primera ocasión en la que su mayor temor se vio reflejado en su día a día. El tiempo pasaba para todos, incluso para ella, aunque no lo aceptara, y hacía ya años que había dejado de ser esa jovencita que soñaba con comerse el mundo y con convertir su nombre en algo inmortal. Su sueño comenzaba a desquebrajarse y las deudas se acumulaban. Pero, a pesar de todo, asistió a ese estreno, ataviada con sus mejores galas, un vestido recién comprado que le quedaba como un guante, es cierto, que se ceñía a su cuerpo como una segunda piel, pero que había comprado acudiendo a Marlowe. Su pacto se había iniciado allí. Sí, esa obra supuso para ella un sinfín de primeras veces. El principio de su propio fin.
Acudió y esbozó la mejor de sus sonrisas. Necesitaba hacerle ver al mundo que no le importaba que la hubieran rechazado, aunque por supuesto que eso no era cierto. Había llorado amargamente sobre las sábanas de su cama, oculta en sus propios aposentos, pero solo porque sabía que esas cuatro paredes le guardarían todos sus secretos, que nadie se enteraría de que estaba deshecha. Sí, esa noche fue la primera vez que vio a Fausto cara a cara, aunque no sería hasta meses más tarde que se volverían a encontrar, y en un lugar en el que no pensó poder encontrárselo. No se puede decir que se hubiera olvidado de esa noche, de esa obra, porque no lo había hecho, pero sí que había continuado con su vida, como si no hubiera pasado nada. Seguía ensañando la nueva obra de Marlowe, aunque esa no tenía nada que ver con la que contempló, esa noche, sobre el escenario. No tenía nada de arriesgado, nada de novedoso. No sería recordada por nada, pasaría sin pena ni gloria y la gente dejaría de hablar de ella tras el cierre del telón al acabar la última función.
Fue en una fiesta cuando lo volvió a verlo. No esperaba encontrárselo, porque había escuchado decir que no acudía a ese tipo de eventos. Y fue una gran sorpresa. Había estado pensando en acercarse a él, en intentar llamar la atención de ese hombre para conseguir triunfar en el mundo del teatro. Quizás pudiera ser su mecenas, quizás...Tenía muchas posibilidades. Fausto podría ser su tabla de salvación, lo único que hiciera que no cayera en el olvido con el paso del tiempo. No era sencillo, pero tenía que intentarlo. Lo hizo, y fracasó. El hombre no se fijó en ella y Lucille sintió que hacía el ridículo. Se rió de sus comentarios, estuvo todo lo que pudo a su alrededor, pero se marchó de la fiesta con la sensación de que él no recordaría ni su nombre, que ella tan solo sería una sombra de esa noche, alguien del que no recordar ni el rostro. No, no consiguió llamar su atención, y la mujer sintió que una nueva oportunidad de lograr lo que quería se le escapaba entre los dedos.
Y ahora recibía ese mensaje. Ver su nombre escrito en el propio pergamino hizo que tuviera que contener el aliento unos segundos. ¿Qué iba a hacer? No lo sabía. Por un lado, aceptar que necesitaba su ayuda significaría poder tener una nueva oportunidad, significaba poder llegar a triunfar, beber de las mieles de la fama, pero esta vez para siempre. Sin embargo...También significaba desprenderse de lo único que había estado con ella siempre, faltara o no el dinero: su orgullo. Se mordió el labio inferior, abrió los ojos y se volvió a incorporar. No iba a poder dormir, eso era cierto, así que decidió que lo mejor sería acudir al encuentro con Fausto. Solo así podría salir de dudas, podría encontrar la respuesta a sus preguntas.
Se preparó un buen baño caliente, puesto que eso ayudaría a que su cuerpo se relajara, aunque no lo hiciera su mente. No estuvo mucho tiempo, tan solo el suficiente para que el calor hiciera efecto. Después se vistió, recogió su cabello en un peinado que dejaba algún que otro mechón sobre su rostro, se perfumó y se dirigió hasta la dirección que estaba apuntada en la carta, con una caligrafía más que excelente. No tardó mucho en llegar, por fortuna, aunque el lugar no era, precisamente, lo que se habría imaginado. Por un segundo pensó que no se trataba más que de una broma de mal gusto y estuvo a punto de dar media vuelta y marcharse, pero algo hizo que se quedara. Tal vez las preguntas que rondaban su cabeza. Llamó a la puerta y esperó a que le abrieran mientras tragaba saliva, nerviosa.
Se acomodó y cerró los ojos, dejando que cientos de imágenes se sucedieran. Recordó la primera vez que había visto a Fausto, había sido en el estreno de una obra de teatro, una en la que ella no había conseguido ni un mísero papel secundario. Demasiado mayor para encarnar a alguno. Eso fue lo que le dijeron y esa fue, también, la primera ocasión en la que su mayor temor se vio reflejado en su día a día. El tiempo pasaba para todos, incluso para ella, aunque no lo aceptara, y hacía ya años que había dejado de ser esa jovencita que soñaba con comerse el mundo y con convertir su nombre en algo inmortal. Su sueño comenzaba a desquebrajarse y las deudas se acumulaban. Pero, a pesar de todo, asistió a ese estreno, ataviada con sus mejores galas, un vestido recién comprado que le quedaba como un guante, es cierto, que se ceñía a su cuerpo como una segunda piel, pero que había comprado acudiendo a Marlowe. Su pacto se había iniciado allí. Sí, esa obra supuso para ella un sinfín de primeras veces. El principio de su propio fin.
Acudió y esbozó la mejor de sus sonrisas. Necesitaba hacerle ver al mundo que no le importaba que la hubieran rechazado, aunque por supuesto que eso no era cierto. Había llorado amargamente sobre las sábanas de su cama, oculta en sus propios aposentos, pero solo porque sabía que esas cuatro paredes le guardarían todos sus secretos, que nadie se enteraría de que estaba deshecha. Sí, esa noche fue la primera vez que vio a Fausto cara a cara, aunque no sería hasta meses más tarde que se volverían a encontrar, y en un lugar en el que no pensó poder encontrárselo. No se puede decir que se hubiera olvidado de esa noche, de esa obra, porque no lo había hecho, pero sí que había continuado con su vida, como si no hubiera pasado nada. Seguía ensañando la nueva obra de Marlowe, aunque esa no tenía nada que ver con la que contempló, esa noche, sobre el escenario. No tenía nada de arriesgado, nada de novedoso. No sería recordada por nada, pasaría sin pena ni gloria y la gente dejaría de hablar de ella tras el cierre del telón al acabar la última función.
Fue en una fiesta cuando lo volvió a verlo. No esperaba encontrárselo, porque había escuchado decir que no acudía a ese tipo de eventos. Y fue una gran sorpresa. Había estado pensando en acercarse a él, en intentar llamar la atención de ese hombre para conseguir triunfar en el mundo del teatro. Quizás pudiera ser su mecenas, quizás...Tenía muchas posibilidades. Fausto podría ser su tabla de salvación, lo único que hiciera que no cayera en el olvido con el paso del tiempo. No era sencillo, pero tenía que intentarlo. Lo hizo, y fracasó. El hombre no se fijó en ella y Lucille sintió que hacía el ridículo. Se rió de sus comentarios, estuvo todo lo que pudo a su alrededor, pero se marchó de la fiesta con la sensación de que él no recordaría ni su nombre, que ella tan solo sería una sombra de esa noche, alguien del que no recordar ni el rostro. No, no consiguió llamar su atención, y la mujer sintió que una nueva oportunidad de lograr lo que quería se le escapaba entre los dedos.
Y ahora recibía ese mensaje. Ver su nombre escrito en el propio pergamino hizo que tuviera que contener el aliento unos segundos. ¿Qué iba a hacer? No lo sabía. Por un lado, aceptar que necesitaba su ayuda significaría poder tener una nueva oportunidad, significaba poder llegar a triunfar, beber de las mieles de la fama, pero esta vez para siempre. Sin embargo...También significaba desprenderse de lo único que había estado con ella siempre, faltara o no el dinero: su orgullo. Se mordió el labio inferior, abrió los ojos y se volvió a incorporar. No iba a poder dormir, eso era cierto, así que decidió que lo mejor sería acudir al encuentro con Fausto. Solo así podría salir de dudas, podría encontrar la respuesta a sus preguntas.
Se preparó un buen baño caliente, puesto que eso ayudaría a que su cuerpo se relajara, aunque no lo hiciera su mente. No estuvo mucho tiempo, tan solo el suficiente para que el calor hiciera efecto. Después se vistió, recogió su cabello en un peinado que dejaba algún que otro mechón sobre su rostro, se perfumó y se dirigió hasta la dirección que estaba apuntada en la carta, con una caligrafía más que excelente. No tardó mucho en llegar, por fortuna, aunque el lugar no era, precisamente, lo que se habría imaginado. Por un segundo pensó que no se trataba más que de una broma de mal gusto y estuvo a punto de dar media vuelta y marcharse, pero algo hizo que se quedara. Tal vez las preguntas que rondaban su cabeza. Llamó a la puerta y esperó a que le abrieran mientras tragaba saliva, nerviosa.
Eloïse L. Eluchans- Humano Clase Baja
- Mensajes : 31
Fecha de inscripción : 06/12/2015
Re: El precio de la fama [Privado]
Hay quien dice que la vida no es más que eso: puro teatro. Lo decían entonces, incluso bajo la juiciosa mirada de un hombre como Fausto, pero lo que pocos sabían era que si equiparaban la existencia misma a las argucias de aquel mundo de maquillaje y claroscuros, le estaban otorgando un poder mayor que el que se había ganado desde niño (si es que la sociopatía le había dejado ser niño alguna vez). Fausto podía controlarlo todo, hasta lo que menos le importara, pues en los negocios del poder no había cabida para las apetencias personales. Imaginaos, pues, lo que pasaba cuando algo conseguía barrer con su habitual apatía y asentarse en lo que él, el eterno amoral, calificaría como 'gustos'. Sí, amigos míos, a Fausto le gustaba el teatro. Por lo tanto, el teatro estaba condenado.
Palabras, gestos, entonaciones repletas de artificio que, sin embargo, buscaban llegar al alma. Tocar el resultado más humano desde una mentira. Había tanto que analizar respecto al papel del cazador en todo aquel ámbito. Demasiado sentimental para él, ¿verdad? Pues claramente repudiaba el sentimentalismo, lo descartaba de cualquier cosa que hiciera, pero su deber para con la cultura y, como eje de todos los caminos, el conocimiento, no le privaba de haber leído, visto, escuchado (¿y sentido?) infinidad de obras y de ramas consideradas artísticas, como aquélla en cuestión. De hecho, su propio piso acogía a unas cuantas, y no serían las últimas. ¿Adónde llevaba toda esa contradicción? Ah, demasiado intenso para una primera cita. Sólo quedaba la cautelosa certeza de que estando tan sumamente alejado de los demás, el poder de su influencia era tan certero como las pisadas de Lucille Elisabeth Eluchans sobre el escenario. Aun si a día de hoy, corrían el riesgo de ser las últimas. Así lo decía el temor de sus pupilas. Por algo, y a pesar de todo, la había acabado citando allí. Y el punto de mira de Fausto era mucho más exigente que el público para el que actuaba
La primera vez que se dignó a posar su mirada en la actriz, supo ver que se trataba de una tela barata entre algodones, un pajarillo que piaba con timidez en medio de la bandada más escandalosa. Aquellas reuniones sociales le causaban el mismo impacto que una mosca aplastada contra el cristal de la ventana desde la que lo juzgaba todo y a todos. La fiesta únicamente había llegado a contar con su inusual presencia por el pequeño encargo sobrenatural que iba a zanjar y a darle un cliente nuevo al mismo tiempo. Normalmente él ponía el lugar y las reglas, pero aquella vez había mucho en juego y, lo más importante, sacaría beneficios más allá del soporífero dinero que, de todas maneras, ya le sobraba. La frialdad de sus ojos azules apenas se enzarzó con nadie, ni con la falsa princesita que sólo se distinguía de los demás porque no encajaba con ellos, a pesar de haber ido hasta allí para fingirlo. A pesar de querer enfrentarse a esa frialdad para llegar a lo más alto.
Fue durante uno de los ensayos de su dramaturgo favorito que su perfecta memoria la reconoció en aquel mar insulso de soliloquios y moralejas con las que se contentaba la crítica más burda. Una actriz ya lejos de la promesa de la juventud que escupía sus líneas con una exactitud desesperada, pero también, detrás del fango y las mieles de la decadencia, prometedora. El teólogo ahora comprendía (le apetecía comprender) los titubeos con los que había intentado acercarse a su juicio, la acción más ilusa a la que podían aspirar quienes compartían el mismo aire. No obstante, a veces los peones aparentemente irrelevantes del tablero elegían una posición lo bastante curiosa como para que a la estrella de la partida le apeteciera usarlos en su jugada maestra. O sencillamente, a los movimientos de Fausto los impulsaba una motivación indescifrable. Puede que un poco de ambas cosas. Fuera como fuere, hizo llegar la misiva a su reciente experimento para disponer la cita en sus dominios y así forzar el primer encuentro directamente voluntario por parte del comensal más exigente de toda la mesa. En efecto, la vida de aquella mujer había pasado a ser comparada con una mesa, hecho que no cambiaría hasta que demostrara que podía expresar mucho más que un mueble.
No se movió de su escritorio cuando escuchó que llamaban a la puerta y alzó la voz con distracción para indicarle que estaba abierta, lo que le permitía la entrada al lugar. Aquel piso usado de manera extra-oficial (por así decirlo ante el enorme repertorio de viviendas a su nombre que le sobraban) y que sólo daba a conocer a quien él dispusiera, se estancaba más bien en la clase media. Sencillo, ni muy amplio ni muy enjuto, no podía disimular que daba cobijo (o lo que fuera) a la magnificencia que allí se guardaba: extraños objetos que se desperdigaban en torno al austero mobiliario, cuadros, mapas, esculturas paganas, incluso armas exóticas, y un sinfín más. Lucille pudo adentrarse por aquel paraje para terminar por fin en frente de donde él continuaba acomodado, pendiente de las hojas y pergaminos que había dispuestos hasta que su mirada se elevó y clavó en la profana presencia de la actriz. La primera vez que ella podía ver sin tapujos que la estaba mirando a los ojos.
—¿Qué te ocurre? ¿No era lo que esperabas? —inquirió con sorna respecto al piso. Antes de que se pensara que realmente esperaba una respuesta, volvió a fijarse con tranquilidad en lo que había sobre la mesa, pero contrariamente a lo que imaginaba, se puso también en pie. El abrigo negro, elegante y característico en la figura de Fausto, restaba sobre una de las perchas de la pared, con lo que alejó la vista de los manuscritos de una vez por todas y se aproximó a la ataviada Lucille en camisa holgada y chaleco negro, como el alquimista al que habían estorbado en mitad de su hábitat creativo. Intimo pero impecable— Trabajar con lo orgánico, es justo de lo que careces y que espero que no te atrevas a reprochar, o habrás venido en vano —comentó sin más, una vez la hubo rodeado, y extendió la palma de su mano cuando se separó de ella unos pasos—. Porque asumo que has venido para quedarte. Puedes darme tu abrigo o pensarte mejor en estos pocos segundos si prefieres dar media vuelta, y estoy siendo bastante paciente si consideramos que ya debías haber tomado tu decisión antes de llamar a la puerta.
Palabras, gestos, entonaciones repletas de artificio que, sin embargo, buscaban llegar al alma. Tocar el resultado más humano desde una mentira. Había tanto que analizar respecto al papel del cazador en todo aquel ámbito. Demasiado sentimental para él, ¿verdad? Pues claramente repudiaba el sentimentalismo, lo descartaba de cualquier cosa que hiciera, pero su deber para con la cultura y, como eje de todos los caminos, el conocimiento, no le privaba de haber leído, visto, escuchado (¿y sentido?) infinidad de obras y de ramas consideradas artísticas, como aquélla en cuestión. De hecho, su propio piso acogía a unas cuantas, y no serían las últimas. ¿Adónde llevaba toda esa contradicción? Ah, demasiado intenso para una primera cita. Sólo quedaba la cautelosa certeza de que estando tan sumamente alejado de los demás, el poder de su influencia era tan certero como las pisadas de Lucille Elisabeth Eluchans sobre el escenario. Aun si a día de hoy, corrían el riesgo de ser las últimas. Así lo decía el temor de sus pupilas. Por algo, y a pesar de todo, la había acabado citando allí. Y el punto de mira de Fausto era mucho más exigente que el público para el que actuaba
La primera vez que se dignó a posar su mirada en la actriz, supo ver que se trataba de una tela barata entre algodones, un pajarillo que piaba con timidez en medio de la bandada más escandalosa. Aquellas reuniones sociales le causaban el mismo impacto que una mosca aplastada contra el cristal de la ventana desde la que lo juzgaba todo y a todos. La fiesta únicamente había llegado a contar con su inusual presencia por el pequeño encargo sobrenatural que iba a zanjar y a darle un cliente nuevo al mismo tiempo. Normalmente él ponía el lugar y las reglas, pero aquella vez había mucho en juego y, lo más importante, sacaría beneficios más allá del soporífero dinero que, de todas maneras, ya le sobraba. La frialdad de sus ojos azules apenas se enzarzó con nadie, ni con la falsa princesita que sólo se distinguía de los demás porque no encajaba con ellos, a pesar de haber ido hasta allí para fingirlo. A pesar de querer enfrentarse a esa frialdad para llegar a lo más alto.
Fue durante uno de los ensayos de su dramaturgo favorito que su perfecta memoria la reconoció en aquel mar insulso de soliloquios y moralejas con las que se contentaba la crítica más burda. Una actriz ya lejos de la promesa de la juventud que escupía sus líneas con una exactitud desesperada, pero también, detrás del fango y las mieles de la decadencia, prometedora. El teólogo ahora comprendía (le apetecía comprender) los titubeos con los que había intentado acercarse a su juicio, la acción más ilusa a la que podían aspirar quienes compartían el mismo aire. No obstante, a veces los peones aparentemente irrelevantes del tablero elegían una posición lo bastante curiosa como para que a la estrella de la partida le apeteciera usarlos en su jugada maestra. O sencillamente, a los movimientos de Fausto los impulsaba una motivación indescifrable. Puede que un poco de ambas cosas. Fuera como fuere, hizo llegar la misiva a su reciente experimento para disponer la cita en sus dominios y así forzar el primer encuentro directamente voluntario por parte del comensal más exigente de toda la mesa. En efecto, la vida de aquella mujer había pasado a ser comparada con una mesa, hecho que no cambiaría hasta que demostrara que podía expresar mucho más que un mueble.
No se movió de su escritorio cuando escuchó que llamaban a la puerta y alzó la voz con distracción para indicarle que estaba abierta, lo que le permitía la entrada al lugar. Aquel piso usado de manera extra-oficial (por así decirlo ante el enorme repertorio de viviendas a su nombre que le sobraban) y que sólo daba a conocer a quien él dispusiera, se estancaba más bien en la clase media. Sencillo, ni muy amplio ni muy enjuto, no podía disimular que daba cobijo (o lo que fuera) a la magnificencia que allí se guardaba: extraños objetos que se desperdigaban en torno al austero mobiliario, cuadros, mapas, esculturas paganas, incluso armas exóticas, y un sinfín más. Lucille pudo adentrarse por aquel paraje para terminar por fin en frente de donde él continuaba acomodado, pendiente de las hojas y pergaminos que había dispuestos hasta que su mirada se elevó y clavó en la profana presencia de la actriz. La primera vez que ella podía ver sin tapujos que la estaba mirando a los ojos.
—¿Qué te ocurre? ¿No era lo que esperabas? —inquirió con sorna respecto al piso. Antes de que se pensara que realmente esperaba una respuesta, volvió a fijarse con tranquilidad en lo que había sobre la mesa, pero contrariamente a lo que imaginaba, se puso también en pie. El abrigo negro, elegante y característico en la figura de Fausto, restaba sobre una de las perchas de la pared, con lo que alejó la vista de los manuscritos de una vez por todas y se aproximó a la ataviada Lucille en camisa holgada y chaleco negro, como el alquimista al que habían estorbado en mitad de su hábitat creativo. Intimo pero impecable— Trabajar con lo orgánico, es justo de lo que careces y que espero que no te atrevas a reprochar, o habrás venido en vano —comentó sin más, una vez la hubo rodeado, y extendió la palma de su mano cuando se separó de ella unos pasos—. Porque asumo que has venido para quedarte. Puedes darme tu abrigo o pensarte mejor en estos pocos segundos si prefieres dar media vuelta, y estoy siendo bastante paciente si consideramos que ya debías haber tomado tu decisión antes de llamar a la puerta.
Fausto- Cazador Clase Alta
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Fecha de inscripción : 28/11/2011
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Re: El precio de la fama [Privado]
Lucille se mordió el labio inferior, como siempre hacía cuando estaba nerviosa. Pequeñas manías que, si alguien se dedicara a observarla de verdad durante algunos meses, se daría cuenta de que eran rastros efímeros de una debilidad que se afanaba en esconder en lo más hondo de su ser. Casi nunca salían a la luz, la mujer se encargaba de no delatar su propia inseguridad, pero ahora, bajo el cobijo que su pequeño aposento, tan solo tenía que temerse a sí misma. No había nadie más, tan solo se encontraban ella, sus pensamientos y la carta que sostenía sobre sus manos. Palabras que lograban turbarla más que cualquier otra cosa puesto que la obligaban a debatirse entre lo que deseaba y su propia razón. El sentido y la sensibilidad, el raciocinio y sus más anhelados sueños.
Era la oportunidad que había estado esperando, incluso, toda su vida. Y ahora que comenzaba a acariciarla entre los dedos…le entraba el miedo. Porque sí, Lucille Eluchans no era más que una muchacha asustadiza, una cuyos sueños eran una especie de losa sobre sus hombros, unas cadenas que la impedían avanzar o, sencillamente, moverse. Sí, en ocasiones sentía la necesidad de liberarse, pero el teatro significaba un todo. Era un amante exigente y aunque le costara reconocerlo, tal vez ella no había estado a la altura. O quizás, sencillamente, se había reído de ella. Suspiró y releyó por enésima vez la misiva. Una oportunidad de oro que no volvería a presentarse ante ella. Una trampa que la atraparía para siempre. Una cosa. La otra. O puede que ambas. No perdía nada yendo a donde la citaba. ¿O tal vez sí? La actriz no podía pensar con claridad. Si fuera más joven…si la experiencia de la vida no hubiera marcado cada poro de su piel, correría a verlo, sin importarle las consecuencias, pero ahora…Todo era muy diferente. ¿Qué podía perder? Antes se habría dicho que nada. Ahora la respuesta era bien distinta. Su orgullo, esa era la respuesta. Lo único que no había perdido, lo único que seguía conservando, aunque su habitación apenas tuviera muebles y su despensa hacía siglos que no sabía lo que era estar completamente llena.
No tenía respuesta a esa pregunta. No al menos hasta que se encontrara frente a frente con el hombre que podía convertirla en lo que siempre había soñado pero que, también, podía hundirla en el más oscuro y profundo de los abismos. Se incorporó. No podía quedarse más tiempo encerrada entre esas cuatro paredes, aunque el sueño comenzara a vencerle y el cansancio hiciera mella en todo su ser. Sabía perfectamente que no podría dormir, por lo que se puso rumbo al lugar en el que la había citado. Habría sido mejor ir en calesa, era cierto, pero no podía permitírselo. Tendría que confiar en sus propios pies, en que aguantaran lo suficiente como para llegar. El frío nocturno acarició su piel nada más salir, pero no le importó. Tan solo se limitó a abrocharse bien su abrigo y a enfundarse los guantes blancos que había comprado hacía ya demasiado como para acordarse ni siquiera del nombre de la tienda en donde los encontró. Así soportaría mejor el aire, aunque si era sincera consigo misma, el helor ni siquiera lo sentía. Estaba demasiado concentrada pensando como para poder darse cuenta de cualquier otra cosa. En su mente solo había un nombre: Fausto. Ese ser misterioso del que casi nadie le había podido facilitar algún detalle. Su nombre, su porte…Poco más se conocía. Al menos dentro de los círculos en los que la mujer intentaba encajar. Pero una cosa era clara, podía lograr que el furor del público la acariciara con sus aplausos tras la caída del telón de una obra maestra.
Había prostituido su propia sangre, dejando que Marlowe bebiera de ella a cambio de unas cuantas monedas con las que poder continuar con un ritmo de vida que no era, ni por asomo, el suyo, para poder seguir aparentando poseer más riquezas de las que tenía que, por otra parte, eran completamente nulas. Sí, había vendido su propia sangre, pero solo se trataba de un intercambio entre dos adultos, algo que les beneficiaba a ambos y que era un arma de doble filo. Él conocía su secreto, ella suyo. Un negocio peligroso para ambos, pero que los ayudaba a mantenerse en su extraña armonía. Su cabeza volvió unos segundos al ensayo de esa misma noche, o al de cualquier otra, ya que no se diferenciaban demasiado. Siempre discutían, siempre se retaban, siempre…Suspiró y parpadeó un par de veces mientras sacudía la cabeza. Tenía demasiadas cosas en las que pensar, mucho más importantes que la obra del vampiro. ¿Qué iba a hacer? No lo sabía. Quería ir, pero… ¿Qué estaba dispuesta a sacrificar por conseguirlo?
Los nervios atravesaban su espina dorsal mientras esperaba que respondiera, que la permitiera entra. Por fortuna para la actriz, no se demoró demasiado en hacerlo, aunque los segundos parecieron detenerse, burlándose de ella hasta convertirse en minutos, incluso horas. Observó a su alrededor. Esperaba una casa llena de lujos que fuera el reflejo de alguien de su posición social, pero la realidad con la que se topó la descolocó por completo. Alzó una ceja, deslizó su mirada por todos y cada uno de los rincones, mientras intentaba grabarlo todo en su mente. A fuego. Después, sus ojos se centraron en la figura masculina que tenía delante, revisando una serie de documentos a la tenue luz que desprendían las velas del candelabro. No dijo nada, se limitó a quedarse allí quieta, esperando a que él comenzara a explicar el motivo de su carta, pero ni siquiera eso fue como pensó en un primer momento.
─No, no es lo que me esperaba, señor, aunque creo que eso no es algo que le sorprenda ─comentó, encogiéndose de hombros. ─Una actriz sabe moverse en cualquier escenario, por extraño que este mismo sea, por mucho que diste de lo que se había imaginado─ añadió. Sí, así se lo tomaría. Sería la actriz de su propia vida, hasta que el hombre que tenía frente ella lo decidiera. Escuchó lo que le dijo y estuvo a punto de replicarle, pero se contuvo, tensando su cuerpo y apretando sus puños. Soltó aire y después volvió a dibujar una dulce sonrisa en sus labios. ─Es posible, pero sabe muy bien que no trabajo en obras orgánicas desde hace mucho. Mi trabajo consiste en repetir frases más que manidas en situaciones que gustan al público en general, pero que tienen poco de grandiosas─ dijo, mientras se quitaba el abrigo y se lo tendía, dejando claro, de esa forma, que no pensaba marcharse. Se sentó en uno de los sillones que había frente al escritorio en el que él se encontraba, cruzando sus manos sobre su falda. ─¿Tiene alguna obra en mente? ¿Algún clásico? Quizá había pensado en Lope de Vega o…¿Puede que el más inmortal de los dramaturgos? Aquel cuyo nombre seguirá pronunciándose delicadamente: Shakespeare.
Era la oportunidad que había estado esperando, incluso, toda su vida. Y ahora que comenzaba a acariciarla entre los dedos…le entraba el miedo. Porque sí, Lucille Eluchans no era más que una muchacha asustadiza, una cuyos sueños eran una especie de losa sobre sus hombros, unas cadenas que la impedían avanzar o, sencillamente, moverse. Sí, en ocasiones sentía la necesidad de liberarse, pero el teatro significaba un todo. Era un amante exigente y aunque le costara reconocerlo, tal vez ella no había estado a la altura. O quizás, sencillamente, se había reído de ella. Suspiró y releyó por enésima vez la misiva. Una oportunidad de oro que no volvería a presentarse ante ella. Una trampa que la atraparía para siempre. Una cosa. La otra. O puede que ambas. No perdía nada yendo a donde la citaba. ¿O tal vez sí? La actriz no podía pensar con claridad. Si fuera más joven…si la experiencia de la vida no hubiera marcado cada poro de su piel, correría a verlo, sin importarle las consecuencias, pero ahora…Todo era muy diferente. ¿Qué podía perder? Antes se habría dicho que nada. Ahora la respuesta era bien distinta. Su orgullo, esa era la respuesta. Lo único que no había perdido, lo único que seguía conservando, aunque su habitación apenas tuviera muebles y su despensa hacía siglos que no sabía lo que era estar completamente llena.
No tenía respuesta a esa pregunta. No al menos hasta que se encontrara frente a frente con el hombre que podía convertirla en lo que siempre había soñado pero que, también, podía hundirla en el más oscuro y profundo de los abismos. Se incorporó. No podía quedarse más tiempo encerrada entre esas cuatro paredes, aunque el sueño comenzara a vencerle y el cansancio hiciera mella en todo su ser. Sabía perfectamente que no podría dormir, por lo que se puso rumbo al lugar en el que la había citado. Habría sido mejor ir en calesa, era cierto, pero no podía permitírselo. Tendría que confiar en sus propios pies, en que aguantaran lo suficiente como para llegar. El frío nocturno acarició su piel nada más salir, pero no le importó. Tan solo se limitó a abrocharse bien su abrigo y a enfundarse los guantes blancos que había comprado hacía ya demasiado como para acordarse ni siquiera del nombre de la tienda en donde los encontró. Así soportaría mejor el aire, aunque si era sincera consigo misma, el helor ni siquiera lo sentía. Estaba demasiado concentrada pensando como para poder darse cuenta de cualquier otra cosa. En su mente solo había un nombre: Fausto. Ese ser misterioso del que casi nadie le había podido facilitar algún detalle. Su nombre, su porte…Poco más se conocía. Al menos dentro de los círculos en los que la mujer intentaba encajar. Pero una cosa era clara, podía lograr que el furor del público la acariciara con sus aplausos tras la caída del telón de una obra maestra.
Había prostituido su propia sangre, dejando que Marlowe bebiera de ella a cambio de unas cuantas monedas con las que poder continuar con un ritmo de vida que no era, ni por asomo, el suyo, para poder seguir aparentando poseer más riquezas de las que tenía que, por otra parte, eran completamente nulas. Sí, había vendido su propia sangre, pero solo se trataba de un intercambio entre dos adultos, algo que les beneficiaba a ambos y que era un arma de doble filo. Él conocía su secreto, ella suyo. Un negocio peligroso para ambos, pero que los ayudaba a mantenerse en su extraña armonía. Su cabeza volvió unos segundos al ensayo de esa misma noche, o al de cualquier otra, ya que no se diferenciaban demasiado. Siempre discutían, siempre se retaban, siempre…Suspiró y parpadeó un par de veces mientras sacudía la cabeza. Tenía demasiadas cosas en las que pensar, mucho más importantes que la obra del vampiro. ¿Qué iba a hacer? No lo sabía. Quería ir, pero… ¿Qué estaba dispuesta a sacrificar por conseguirlo?
Los nervios atravesaban su espina dorsal mientras esperaba que respondiera, que la permitiera entra. Por fortuna para la actriz, no se demoró demasiado en hacerlo, aunque los segundos parecieron detenerse, burlándose de ella hasta convertirse en minutos, incluso horas. Observó a su alrededor. Esperaba una casa llena de lujos que fuera el reflejo de alguien de su posición social, pero la realidad con la que se topó la descolocó por completo. Alzó una ceja, deslizó su mirada por todos y cada uno de los rincones, mientras intentaba grabarlo todo en su mente. A fuego. Después, sus ojos se centraron en la figura masculina que tenía delante, revisando una serie de documentos a la tenue luz que desprendían las velas del candelabro. No dijo nada, se limitó a quedarse allí quieta, esperando a que él comenzara a explicar el motivo de su carta, pero ni siquiera eso fue como pensó en un primer momento.
─No, no es lo que me esperaba, señor, aunque creo que eso no es algo que le sorprenda ─comentó, encogiéndose de hombros. ─Una actriz sabe moverse en cualquier escenario, por extraño que este mismo sea, por mucho que diste de lo que se había imaginado─ añadió. Sí, así se lo tomaría. Sería la actriz de su propia vida, hasta que el hombre que tenía frente ella lo decidiera. Escuchó lo que le dijo y estuvo a punto de replicarle, pero se contuvo, tensando su cuerpo y apretando sus puños. Soltó aire y después volvió a dibujar una dulce sonrisa en sus labios. ─Es posible, pero sabe muy bien que no trabajo en obras orgánicas desde hace mucho. Mi trabajo consiste en repetir frases más que manidas en situaciones que gustan al público en general, pero que tienen poco de grandiosas─ dijo, mientras se quitaba el abrigo y se lo tendía, dejando claro, de esa forma, que no pensaba marcharse. Se sentó en uno de los sillones que había frente al escritorio en el que él se encontraba, cruzando sus manos sobre su falda. ─¿Tiene alguna obra en mente? ¿Algún clásico? Quizá había pensado en Lope de Vega o…¿Puede que el más inmortal de los dramaturgos? Aquel cuyo nombre seguirá pronunciándose delicadamente: Shakespeare.
Eloïse L. Eluchans- Humano Clase Baja
- Mensajes : 31
Fecha de inscripción : 06/12/2015
Re: El precio de la fama [Privado]
Los labios de Fausto tardaron mucho menos en torcer una sonrisa prácticamente indescifrable que lo que aquella nueva presa ─¿y quién no era presa a ojos de un cazador?─ tardó a su vez en reaccionar ante los impredecibles parajes que le habían permitido la entrada esa vez. No fue hasta que la actriz dio rienda suelta al supuesto don por el que buscaba ganarse la vida ─y la dignidad de la que poco a poco iba a tener que desprenderse─ al entonar su respuesta con palabras, que la indescifrable sonrisa del hombre tranquilo reveló su auténtica naturaleza: la curiosidad.
Así es, al único superviviente del diablo le daba curiosidad aquella pobre intérprete de las vanidades humanas que, al parecer, se conocía bien. Aunque no lo suficiente, o de lo contrario no habría terminado entre aquellas cuatro paredes de clase media que sostenían la arquitectura más alta de todas; la del conocimiento. Pero a pesar de esas obviedades para las que él no tenía tiempo y que a ojos del resto siempre agilizaban los convencionalismos sociales ─por eso acababa reclamando por carta y sin paños calientes la presencia de una de tantas almas a las que apenas dirigía un par de ojeadas entre fiesta y fiesta─, estropeados y faltos de todo interés, que seguían moviendo la humanidad ─o que todavía persistían en hacer felices a los más ignorantes─, Fausto había querido tenerla allí y entonces, bajo el beneficio de la duda. ¿Y qué era algo tan oficialmente incompleto como el beneficio de la duda para ese coleccionista de sombras? ¿El halago más exigente de todos los que un ser como él podía reclamar a los demás?
Pobres compañeros de oxígeno.
─En efecto, no me sorprende tu sorpresa. ¿También estás acostumbrada a recitar ese tipo de paradojas en el escenario? Siempre que alguien haya sabido escribirlas previamente, por descontado, lo que de un tiempo a esta parte es menos habitual que la originalidad del teatro para el que ya no sirves ─expuso con una tranquilidad precisa, de cirujano, afilada pero inequívoca.
Aceptó el abrigo sin soltarle la mirada a la mujer, quien la había depositado tan ingenuamente sobre la de él como haría cualquiera que tuviera el alcance de esos ojos azules a un simple movimiento de cabeza. Después, la dejó ir por fin al girarse brevemente para guardar la prenda y darle a ella tiempo para sentirse falsamente cómoda con el espacio. Tiempo que empleó en sentarse sobre uno de sus sillones y ofrecerle más simbolismos que evidenciaran su actual posición de superioridad, al seguir observándola de pie en sus propios dominios.
─La pregunta más importante que deberías hacerte ahora mismo es la siguiente: ¿Realmente habría de ofenderte que te acabe de anunciar ─un juicio tan ineludible como que el fuego quemaba─ que no sirves para una maquinaria que en estos momentos está defectuosa? ─inquirió, a medida que se movía por aquel escenario que era plenamente suyo, lo suficiente como para incidir en la psique de su reciente sujeto de análisis─ Te lo expongo con una claridad espasmódica porque te la has ganado en esta primera toma de contacto. Conoces tus armas aunque hayas olvidado cómo usarlas. No te preocupes, puede que nunca supieras hacerlo en realidad, ni nada ni nadie te preparara para esta etapa de tu vida a un lado o al otro de los bastidores. Llevas demasiado tiempo dando palos de ciego y eso es algo que muchos pobres diablos podrían disimular, pero da la casualidad de que tú estás expuesta al público, mi infeliz comediante. Una de las formas menos evasivas de engullir los efectos de la derrota.
Le hablaba él, a quien toda su contestación le había gustado. De hecho, la señorita Eluchans no habría podido responder mejor a las palabras con las que la había recibido, sólo que, como bien le había dicho, ya había sido bastante más conciso de lo que acostumbraba, así que no iba a darle el beneplácito de una afirmación como aquélla. Nada personal, no lo hacía con nadie. Al menos, no sin sudor y lágrimas de sangre. Pero con aquel conocimiento sarcástico de su situación como actriz vapuleada por los desvaríos de la demanda y del supuesto arte que obtenían a cambio y que ella finalmente encarnaba delante de todos, le había confirmado que merecía la pena tenerla en su puntilloso punto de mira. En otras palabras, que podía ser tan interesante como él había podido intuir. ¿Y qué había más egocéntricamente satisfactorio que convertir los logros de los demás en sus propios logros? Lo peor siempre era que por muy insufrible que se hiciera, no había forma de quitarle la razón en eso.
─¿Alguna otra obra en mente, dices? ─La curvatura de su boca pareció dibujarse en su rostro al mismo tiempo que su ceja se elevaba por las infranqueables montañas del cinismo─ Siempre acuden a mi cabeza cientos de títulos apoteósicos cuando me toca lidiar con la basura de moda, pero tu problema no va por ese camino. Eso sería lo más sencillo, ¿verdad? Hacer lo que siempre has hecho: repetir las palabras de otros y esperar la crítica de otros tantos. Dime, ¿crees que conmigo vas a volver al mismo patio de recreo del que vienes? Qué decepción, Lucille, con lo bien que habías empezado… ─negó ligeramente con la cabeza, una vez se hubo detenido ante el mobiliario─ Trabajar con lo orgánico es ir mucho más allá. Huelga decir que no ayuda el material que te ves forzada a tratar actualmente y apoyarte en otros textos de una calidad muchísimo mayor sería beneficioso. Es más, llegará un punto que caer en tus labios será la mejor isla en la que podrían haber naufragado los versos del ubicuo señorito de Birmingham ─si ella supiera la ironía de llamar a Shakespeare 'el más inmortal de los dramaturgos' trabajando para quien trabajaba...─, pero antes de alcanzar semejante autosatisfacción te falta un trecho enorme por recorrer. Te lo parezca o no, desconoces tantas vías para abordar eso que llamáis teatro que aún no sabes siquiera lo que es salir de tu zona de confort. Quizá tampoco sepas si quieres saberlo. ─se cruzó de brazos frente a ella antes de recostarse ligeramente sobre el respaldo del otro sillón que había cerca─ Una vez dentro de esto, no hay vuelta atrás. Yo no dejo obras incompletas, las medias tintas son para los que desgracian la escritura con sus inseguridades.
Así es, al único superviviente del diablo le daba curiosidad aquella pobre intérprete de las vanidades humanas que, al parecer, se conocía bien. Aunque no lo suficiente, o de lo contrario no habría terminado entre aquellas cuatro paredes de clase media que sostenían la arquitectura más alta de todas; la del conocimiento. Pero a pesar de esas obviedades para las que él no tenía tiempo y que a ojos del resto siempre agilizaban los convencionalismos sociales ─por eso acababa reclamando por carta y sin paños calientes la presencia de una de tantas almas a las que apenas dirigía un par de ojeadas entre fiesta y fiesta─, estropeados y faltos de todo interés, que seguían moviendo la humanidad ─o que todavía persistían en hacer felices a los más ignorantes─, Fausto había querido tenerla allí y entonces, bajo el beneficio de la duda. ¿Y qué era algo tan oficialmente incompleto como el beneficio de la duda para ese coleccionista de sombras? ¿El halago más exigente de todos los que un ser como él podía reclamar a los demás?
Pobres compañeros de oxígeno.
─En efecto, no me sorprende tu sorpresa. ¿También estás acostumbrada a recitar ese tipo de paradojas en el escenario? Siempre que alguien haya sabido escribirlas previamente, por descontado, lo que de un tiempo a esta parte es menos habitual que la originalidad del teatro para el que ya no sirves ─expuso con una tranquilidad precisa, de cirujano, afilada pero inequívoca.
Aceptó el abrigo sin soltarle la mirada a la mujer, quien la había depositado tan ingenuamente sobre la de él como haría cualquiera que tuviera el alcance de esos ojos azules a un simple movimiento de cabeza. Después, la dejó ir por fin al girarse brevemente para guardar la prenda y darle a ella tiempo para sentirse falsamente cómoda con el espacio. Tiempo que empleó en sentarse sobre uno de sus sillones y ofrecerle más simbolismos que evidenciaran su actual posición de superioridad, al seguir observándola de pie en sus propios dominios.
─La pregunta más importante que deberías hacerte ahora mismo es la siguiente: ¿Realmente habría de ofenderte que te acabe de anunciar ─un juicio tan ineludible como que el fuego quemaba─ que no sirves para una maquinaria que en estos momentos está defectuosa? ─inquirió, a medida que se movía por aquel escenario que era plenamente suyo, lo suficiente como para incidir en la psique de su reciente sujeto de análisis─ Te lo expongo con una claridad espasmódica porque te la has ganado en esta primera toma de contacto. Conoces tus armas aunque hayas olvidado cómo usarlas. No te preocupes, puede que nunca supieras hacerlo en realidad, ni nada ni nadie te preparara para esta etapa de tu vida a un lado o al otro de los bastidores. Llevas demasiado tiempo dando palos de ciego y eso es algo que muchos pobres diablos podrían disimular, pero da la casualidad de que tú estás expuesta al público, mi infeliz comediante. Una de las formas menos evasivas de engullir los efectos de la derrota.
Le hablaba él, a quien toda su contestación le había gustado. De hecho, la señorita Eluchans no habría podido responder mejor a las palabras con las que la había recibido, sólo que, como bien le había dicho, ya había sido bastante más conciso de lo que acostumbraba, así que no iba a darle el beneplácito de una afirmación como aquélla. Nada personal, no lo hacía con nadie. Al menos, no sin sudor y lágrimas de sangre. Pero con aquel conocimiento sarcástico de su situación como actriz vapuleada por los desvaríos de la demanda y del supuesto arte que obtenían a cambio y que ella finalmente encarnaba delante de todos, le había confirmado que merecía la pena tenerla en su puntilloso punto de mira. En otras palabras, que podía ser tan interesante como él había podido intuir. ¿Y qué había más egocéntricamente satisfactorio que convertir los logros de los demás en sus propios logros? Lo peor siempre era que por muy insufrible que se hiciera, no había forma de quitarle la razón en eso.
─¿Alguna otra obra en mente, dices? ─La curvatura de su boca pareció dibujarse en su rostro al mismo tiempo que su ceja se elevaba por las infranqueables montañas del cinismo─ Siempre acuden a mi cabeza cientos de títulos apoteósicos cuando me toca lidiar con la basura de moda, pero tu problema no va por ese camino. Eso sería lo más sencillo, ¿verdad? Hacer lo que siempre has hecho: repetir las palabras de otros y esperar la crítica de otros tantos. Dime, ¿crees que conmigo vas a volver al mismo patio de recreo del que vienes? Qué decepción, Lucille, con lo bien que habías empezado… ─negó ligeramente con la cabeza, una vez se hubo detenido ante el mobiliario─ Trabajar con lo orgánico es ir mucho más allá. Huelga decir que no ayuda el material que te ves forzada a tratar actualmente y apoyarte en otros textos de una calidad muchísimo mayor sería beneficioso. Es más, llegará un punto que caer en tus labios será la mejor isla en la que podrían haber naufragado los versos del ubicuo señorito de Birmingham ─si ella supiera la ironía de llamar a Shakespeare 'el más inmortal de los dramaturgos' trabajando para quien trabajaba...─, pero antes de alcanzar semejante autosatisfacción te falta un trecho enorme por recorrer. Te lo parezca o no, desconoces tantas vías para abordar eso que llamáis teatro que aún no sabes siquiera lo que es salir de tu zona de confort. Quizá tampoco sepas si quieres saberlo. ─se cruzó de brazos frente a ella antes de recostarse ligeramente sobre el respaldo del otro sillón que había cerca─ Una vez dentro de esto, no hay vuelta atrás. Yo no dejo obras incompletas, las medias tintas son para los que desgracian la escritura con sus inseguridades.
Fausto- Cazador Clase Alta
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Fecha de inscripción : 28/11/2011
Localización : En tu cara de necio/a
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Re: El precio de la fama [Privado]
Lucille llevaba demasiado tiempo sola, sin tener que rendir cuentas a nadie. Sí, muchas veces se ponía bajo las órdenes de un maestro de ceremonias, de un dramaturgo, que hacía y deshacía a su antojo, pero eso no significaba que la muchacha se quedara callada y aceptara las órdenes sin pelear. No, eso nunca lo hacía, aunque algo le decía que si aceptaba la mano que le tendía Fausto iba a tener que morderse la lengua en más de una ocasión. ¿Cómo lo iba a conseguir? No lo sabía…Su orgullo y su altivez era lo único que le quedaba, pero tendría que prescindir de todo eso si quería alcanzar su sueño. Ese que una vez rozó con la punta de sus dedos, pero que se le escapó de entre las manos.
La fracasada actriz intentaba sobrevivir en un mundo que adoraba, pero que la maltrataba. El teatro era un amante exigente que siempre parecía pedir más de lo que estaba dispuesto a ofrecer, al menos en su caso, pero la mujer no podía evitar seguir al pie del cañón, golpe tras golpe. Daba igual, era su sueño y seguiría luchando por él, aunque todo parecía haberse distorsionado de tal forma que ella había llegado a perder su propio camino. Sí, esa era una buena forma de describir como se sentía. Como si se tratara de un animalillo que daba vueltas en círculos, sin saber muy bien qué dirección tomar. Una presa fácil que siempre sacaba sus garras por miedo a que alguien le hiciera daño. Herir antes de que te hieran. Esa era la política que seguía, aunque no siempre podía hacerlo a rajatabla. Un nombre se le vino a la cabeza: Marlowe. Instintivamente apretó los puños y cerró los ojos, pero de inmediato apartó de sus pensamientos la figura del dramaturgo. No, no iba a pensar en él y en sus peleas constantes. Esa noche no.
Se quedó callada unos segundos mientras asimilaba las palabras que salían de la boca del hombre. Si fuera cualquier otro, habría pagado muy caro semejante ofensa, pero no le quedaba más remedio que reconocer que él estaba en lo cierto. A pesar de que quería ocultarlo, en su interior sabía muy bien que había perdido la ilusión por encarnar un sinfín de personajes, que su propia actuación se había convertido en algo mecánico, muerto. ─¿Qué le puedo decir, señor? Los textos que llegan a mis manos no consiguen conmoverme de forma alguna, pero no voy a poner excusas. Que la obra no sea buena no tendría que significar que yo no diera lo mejor de mí. La desesperación inunda mi día a día y el tedio se encarga de que repita de memorias palabras a las que no les doy vida.
Sinceridad. La auténtica verdad estaba saliendo de sus labios, frente a alguien que, a pesar de ser conocido, para ella no era más que un completo desconocido que, de una forma o de otra, había accedido a ayudarla. ¿Qué motivos tendría? La mujer no los sabía, pero estaba segura de que había algo detrás de sus acciones. Nadie ayudaba sin pedir nada a cambio, pero a ella no le importaba el precio que tuviera que pagar. Peores tratos había hecho a lo largo de su vida como para que le importara si quisiera reconocimiento o si sencillamente buscaba algo de entretenimiento en una vida que comenzaba a resultarle monótona. Ya había firmado un pacto con el diablo, no le importaba firmar otro.
Se removió inquieta, observando por el rabillo del ojo todos y cada uno de los movimientos de Fausto. ─Es cierto que se trata de una maquinaria defectuosa, una que ha perdido su esencia y que solo es utilizada para generar dinero─lo miró unos segundos antes de continuar hablando, como si intentara medir sus palabras o aclarar la cantidad de ideas que iban y venían en su cabeza.─No niego eso, que el teatro ya no es lo que era, pero si de verdad piensa que no sirvo para este mundo…¿Por qué me ha hecho venir aquí? ¿Buscar reírse? Porque si es así, le informo de que yo no soy, ni seré, el bufón de nadie─dijo, mientras se erguía, intentando mostrar una dignidad que creía no poseer ya a esas alturas. Sin embargo, poco después el propio Fausto respondió, más o menos, a su pregunta. Veía algo en ella, algunas armas teatrales que la propia Lucille hacía mucho que había enterrado en lo más profundo de su ser. Porque sí que las conocía, era imposible no hacerlo cuando se había criado entre bambalinas.
─Las conozco, por supuesto que las conozco─comenzó a murmurar─Puede que no sepa mucho de mi vida, que tampoco le interese, pero me he criado en las entrañas del teatro y he compartido veladas con diversos actores cuyo nombre ha quedado grabado a fuego para siempre. Nunca nadie se olvidará de ellos y eso es, precisamente, lo que deseo. Ser inmortal, que mi propio nombre siga pronunciándose incluso cuando mis huesos no sean más que polvo y se haya olvidado el lugar en el que se encuentre mi tumba─dijo. Puede que fuera un sueño estúpido, algo más propio de un corazón inocente que seguía permitiéndose vivir de ilusiones. Algo que distaba mucho de la mujer en la que se había convertido, pero en su fuero interno no podía evitar seguir pensando de la misma forma, a pesar de todos los golpes que se había llevado a lo largo de su vida. Respiró hondo y se mordió el interior de su mejilla mientras sus manos se aferraban, como si de una tabla de salvación se tratase, a la tela de su propia falda.
─El teatro ahora está al servicio del mejor costor─comenzó a decir y su semblante se entristeció. Recordó cómo, no hacía demasiados años, lo importante era que la obra removiera los sentimientos de cualquiera que fuera a ver la representación y no agradar a un público que no entendía de nada. ─He venido aquí para hacer lo que me digas─le dijo, dejándolo de hablar de usted, al menos momentáneamente. Se sentía completamente desnuda en presencia de ese hombre. Era como si estuviera juzgándola permanentemente, aunque seguramente sería así. Como si el señor que tenía delante quisiera destruir toda la muralla que la mujer había edificado a su alrededor y atacar a su propio corazón. Lo orgánico…Hacía demasiado tiempo que no trabajaba de esa forma, puede que nunca lo hubiera hecho realmente. Vivía del teatro, pero su mayor anhelo era también su mayor pesadilla. Una dualidad con la que Lucille convivía a diario, y de la que nunca tenía suficiente. Que dijera que llegaría el momento en el que no hubiera mejores labios para pronunciar algún soneto hizo que se estremeciera. Era lo que siempre había querido y aunque hasta hace no mucho pensaba que no lo conseguiría, ahora lo veía más cercano, a pesar de que tuviera que recorrer un largo camino. Lo haría, sin lugar a dudas. Clavó su mirada en la de Fausto y tomó aire antes de hablar.─Nunca dejo nada a medias, mucho menos algo que me importa. Estoy aquí y acepto las consecuencias de ello. No me importa si el camino se convierte en una auténtica tortura. Llegaré a la meta o el recorrido se convertirá en mi propia tumba─añadió mientras se sentaba en uno de los sillones que allí había, esperando a que él volviera a pronunciarse.
La fracasada actriz intentaba sobrevivir en un mundo que adoraba, pero que la maltrataba. El teatro era un amante exigente que siempre parecía pedir más de lo que estaba dispuesto a ofrecer, al menos en su caso, pero la mujer no podía evitar seguir al pie del cañón, golpe tras golpe. Daba igual, era su sueño y seguiría luchando por él, aunque todo parecía haberse distorsionado de tal forma que ella había llegado a perder su propio camino. Sí, esa era una buena forma de describir como se sentía. Como si se tratara de un animalillo que daba vueltas en círculos, sin saber muy bien qué dirección tomar. Una presa fácil que siempre sacaba sus garras por miedo a que alguien le hiciera daño. Herir antes de que te hieran. Esa era la política que seguía, aunque no siempre podía hacerlo a rajatabla. Un nombre se le vino a la cabeza: Marlowe. Instintivamente apretó los puños y cerró los ojos, pero de inmediato apartó de sus pensamientos la figura del dramaturgo. No, no iba a pensar en él y en sus peleas constantes. Esa noche no.
Se quedó callada unos segundos mientras asimilaba las palabras que salían de la boca del hombre. Si fuera cualquier otro, habría pagado muy caro semejante ofensa, pero no le quedaba más remedio que reconocer que él estaba en lo cierto. A pesar de que quería ocultarlo, en su interior sabía muy bien que había perdido la ilusión por encarnar un sinfín de personajes, que su propia actuación se había convertido en algo mecánico, muerto. ─¿Qué le puedo decir, señor? Los textos que llegan a mis manos no consiguen conmoverme de forma alguna, pero no voy a poner excusas. Que la obra no sea buena no tendría que significar que yo no diera lo mejor de mí. La desesperación inunda mi día a día y el tedio se encarga de que repita de memorias palabras a las que no les doy vida.
Sinceridad. La auténtica verdad estaba saliendo de sus labios, frente a alguien que, a pesar de ser conocido, para ella no era más que un completo desconocido que, de una forma o de otra, había accedido a ayudarla. ¿Qué motivos tendría? La mujer no los sabía, pero estaba segura de que había algo detrás de sus acciones. Nadie ayudaba sin pedir nada a cambio, pero a ella no le importaba el precio que tuviera que pagar. Peores tratos había hecho a lo largo de su vida como para que le importara si quisiera reconocimiento o si sencillamente buscaba algo de entretenimiento en una vida que comenzaba a resultarle monótona. Ya había firmado un pacto con el diablo, no le importaba firmar otro.
Se removió inquieta, observando por el rabillo del ojo todos y cada uno de los movimientos de Fausto. ─Es cierto que se trata de una maquinaria defectuosa, una que ha perdido su esencia y que solo es utilizada para generar dinero─lo miró unos segundos antes de continuar hablando, como si intentara medir sus palabras o aclarar la cantidad de ideas que iban y venían en su cabeza.─No niego eso, que el teatro ya no es lo que era, pero si de verdad piensa que no sirvo para este mundo…¿Por qué me ha hecho venir aquí? ¿Buscar reírse? Porque si es así, le informo de que yo no soy, ni seré, el bufón de nadie─dijo, mientras se erguía, intentando mostrar una dignidad que creía no poseer ya a esas alturas. Sin embargo, poco después el propio Fausto respondió, más o menos, a su pregunta. Veía algo en ella, algunas armas teatrales que la propia Lucille hacía mucho que había enterrado en lo más profundo de su ser. Porque sí que las conocía, era imposible no hacerlo cuando se había criado entre bambalinas.
─Las conozco, por supuesto que las conozco─comenzó a murmurar─Puede que no sepa mucho de mi vida, que tampoco le interese, pero me he criado en las entrañas del teatro y he compartido veladas con diversos actores cuyo nombre ha quedado grabado a fuego para siempre. Nunca nadie se olvidará de ellos y eso es, precisamente, lo que deseo. Ser inmortal, que mi propio nombre siga pronunciándose incluso cuando mis huesos no sean más que polvo y se haya olvidado el lugar en el que se encuentre mi tumba─dijo. Puede que fuera un sueño estúpido, algo más propio de un corazón inocente que seguía permitiéndose vivir de ilusiones. Algo que distaba mucho de la mujer en la que se había convertido, pero en su fuero interno no podía evitar seguir pensando de la misma forma, a pesar de todos los golpes que se había llevado a lo largo de su vida. Respiró hondo y se mordió el interior de su mejilla mientras sus manos se aferraban, como si de una tabla de salvación se tratase, a la tela de su propia falda.
─El teatro ahora está al servicio del mejor costor─comenzó a decir y su semblante se entristeció. Recordó cómo, no hacía demasiados años, lo importante era que la obra removiera los sentimientos de cualquiera que fuera a ver la representación y no agradar a un público que no entendía de nada. ─He venido aquí para hacer lo que me digas─le dijo, dejándolo de hablar de usted, al menos momentáneamente. Se sentía completamente desnuda en presencia de ese hombre. Era como si estuviera juzgándola permanentemente, aunque seguramente sería así. Como si el señor que tenía delante quisiera destruir toda la muralla que la mujer había edificado a su alrededor y atacar a su propio corazón. Lo orgánico…Hacía demasiado tiempo que no trabajaba de esa forma, puede que nunca lo hubiera hecho realmente. Vivía del teatro, pero su mayor anhelo era también su mayor pesadilla. Una dualidad con la que Lucille convivía a diario, y de la que nunca tenía suficiente. Que dijera que llegaría el momento en el que no hubiera mejores labios para pronunciar algún soneto hizo que se estremeciera. Era lo que siempre había querido y aunque hasta hace no mucho pensaba que no lo conseguiría, ahora lo veía más cercano, a pesar de que tuviera que recorrer un largo camino. Lo haría, sin lugar a dudas. Clavó su mirada en la de Fausto y tomó aire antes de hablar.─Nunca dejo nada a medias, mucho menos algo que me importa. Estoy aquí y acepto las consecuencias de ello. No me importa si el camino se convierte en una auténtica tortura. Llegaré a la meta o el recorrido se convertirá en mi propia tumba─añadió mientras se sentaba en uno de los sillones que allí había, esperando a que él volviera a pronunciarse.
Eloïse L. Eluchans- Humano Clase Baja
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