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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

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Mensaje por Cordelia Holtz Sáb Feb 13, 2016 2:15 pm



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Travesías. Nuestra vida, la peor de todas. Llena de altos en el camino, tempestades que ralentizan nuestro paso y azotan nuestro ánimo. Y aún así, en verdad, nada tan provechoso como una. Ya sea la que atravesamos por obligación en el transcurso del cambio que se sucede desde la niñez a la juventud y finalmente a la madurez y vejez, o aquellas que decidimos llevar a cabo en busca de la propia experiencia.  Sin embargo, la calidad de dicha travesía radica en gran parte en la planificación de ésta. El problema se presenta cuando las travesías son tan inesperadas como su transcurso y posterior desenlace. La descripción más acertada en el llamado Caso Samedi.

Una mañana del mes de agosto, una carta arribó en la mansión de los Holtz. Su destinataria sería la dueña del hogar, y su reacción ante tal misiva trastocaría de forma inesperada sus planes de calma aquellos días.

- ¡Antoniette!
- Si, mi señora.
- ¿Has leído el contenido de este sobre?
- En absoluto, señora. Yo nunca haría tal cosa.
- Antoniette, mi paciencia tiene un límite. Hasta ahora he decidido pasarlo por alto, pero llevo ya demasiado tiempo recibiendo sobres que han sido claramente abiertos antes de llegar a mis manos –difícil ocultar la huella de un primer sello acuñando otro encima. La magia del lacre-.
- Pero señora, le aseguro que…
- Abandona este hogar inmediatamente.
- Pero señora… -rogó por última vez mientras la mujer se deslizaba ya escaleras arriba-.

Por desgracia para la pobre Antoniette, había perdido su empleo. Y por desgracia también para Cordelia, ella misma había perdido a una sirvienta que le era fiel y que, en ningún momento había sido partícipe en la lectura o apertura de sus cartas.
Pero, ¿por qué esta situación había sido diferente a las otras? ¿Por qué la irlandesa había estallado en cólera de semejante manera y prescindido de su empleada? La respuesta es bien simple: confidencialidad. Hasta aquel momento, la correspondencia que recibía la mujer comprendía un sinfín de escritos amorosos procedentes de hombres de todo tipo, alguna que otra misiva del cardenal de París, su marido y su estimada madre. Poca era la variedad de mensajes que la mujer leía, dadas estas circunstancias. Sin embargo, el último sobre que a casa de los Holtz había llegado procedía ni más ni menos que de la ciudad de Lafayette, afincada en el estado de Louisiana, America. Una ciudad que la cazadora ya no retenía en su memoria y que le había proporcionado algún que otro lazo con las personas del lugar.

Esa misma noche, la cazadora se enfundó en sus atuendos menos llamativos –sin perder la elegancia que caracterizaba a ésta- y tras hacer llamar al cochero, subió junto con un par de maletas a un carruaje que se quedaría a mitad de camino para poder embarcarse a continuación en un barco que la llevaría al llamado Nuevo Mundo. Un mundo que de nuevo tenía bien poco. Atestado ya de los pecados y crímenes de que hacía gala el Viejo Mundo. Fingiéndose próspero, pero en decadencia de forma no muy diferente al anterior.

Pensativa y preocupada a partes iguales, aquel viaje en barco se asemejaba tanto a cruzar el Aqueronte que la mujer no pudo disfrutar de éste en ningún momento, temerosa de lo que podría encontrarse al llegar a tierra. Tal vez al Diablo, aposentado en el mismísimo centro del Infierno. Sin embargo, una vez hubo pisado territorio extranjero, una sombra del pasado aguardaba entre la multitud, oteando entre ésta y buscando intranquilo a la cazadora.

La mujer sonrió aliviada, suspiró y comenzó su paso en dirección al único caballero que conocía de todos aquellos.

- Jack Revenant… benditos los ojos.

Ambos se abrazaron efusivamente y de inmediato pusieron rumbo a Lafayette. Próximos a la casa de los Revenant, Cordelia vislumbró a una mujer que parecía montar guardia, pero cuyo rostro le era algo más que familiar. Se trataba de Lydia Revenant, la hermana de Jack.

- Menos mal. Estaba preocupada. ¿Por qué habéis tardado tanto? –preguntó a su hermano todavía a medio bajar del carro-.
- La culpa es mía –confesó Cordelia haciéndose visible para Lydia-. Probablemente el peso de las maletas retrasó el paso de los caballos.
- No me gusta que Jack salga cuando la luna está a punto de hacer acto de presencia.
- Si, algo intuyo por la carta que me enviasteis.

Lydia Revenant no sólo era la hermana de Jack. Ésta era conocedora de las inclinaciones de su hermano hacia la irlandesa y aunque los años que transcurrieran desde su partida hubieran sido ingentes para afianzar la relación entre los hermanos y para que Lydia se encargara de que Jack no sucumbiera a los encantos de ninguna mujer –más que a los suyos propios-, las cosas volvían a complicarse con Cordelia en la casa. No obstante, a la muchacha no le quedaba más remedio que aceptar a su nueva invitada, pues Jack había insistido de todas las formas posibles con que ella era la solución a sus plegarias.



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Mensaje por Alphonse de La Rive Lun Mar 07, 2016 6:42 pm



¿Quién es el que me ama? El que hace suyos mis mandamientos y los obedece. Y al que me ama, mi Padre lo amará, y yo también lo amaré y me manifestaré a él.


Versículo impreso en el Evangelio Según San Juan, en las Escrituras Sagradas, las cuáles permanecían sobre el regazo del clérigo, mientras repasaba aquel bendito párrafo una y otra vez. ¿Quién proclamaba aquellos mandamientos? Él, quien yace en los placeres del Paraíso. Él, quien refugiándose en ese supuesto libre albedrío, disfruta viendo a sus vástagos derramar la sangre de los que son sus propios hermanos. Él, atreviéndose a hablar del amor cuando permitió que su primer hijo viviera el final junto a la peor de las creaciones -la mujer-, Él, paradigma del perdón castigando los errores que se atreve a recubrir de miel para que así los pecadores no puedan resistirse a probar los vicios que tan sabrosos les son tentados sobre sus labios. Él, quien habla del amor pero obliga a cumplir ciertas reglas en pos de la caída al inframundo y a la mortificación eterna. ¿Quién era, pues, Alphonse, para dejarse guiar por lo que ama? Su matrimonio con el Señor parecía haber muerto entre versículos perdidos, y se sentía más confuso -y libre- que nunca.

Sentía que viajaba en el tiempo, a un tiempo que había creído mejor cuando solo era un crío viviendo estúpidas aventuras gracias a su entrega a la Inquisición. Aquel viaje le pareció eterno, como aquel primero -siendo un niño, abandonado por su familia en lo que creían una vida mejor. Cuando todavía no se había entregado al amor de Dios, y creía ver en su tío obispo la Salvación. Cuan iluso era-. El mar le provocaba cierto respeto, y cuando cerraba los ojos en el camarote especial dispuesto únicamente por su persona, sentía como las olas se llevaban su alma, arrastrando ésta hacia las profundidades desconocidas -donde el frío y el calor se entremezclaban, creando terroríficas sensaciones desconocidas para un mortal como él-. Rezaba, consultaba la Biblia y pedía perdón por abandonar su gran nación en son de la mencionada peor creación, una mujer. Se sentía como un inocente Adán, siendo tentado por Eva -la verdadera serpiente, el auténtico mal-. Como si Satanás se hubiera apoderado de su razón, siendo un nuevo ángel envidioso del poder de Dios, expulsado del Paraíso por haber osado igualar al inigualable.

Y entre sueños, los recuerdos de cuando había vivido en aquella tierra británica. Cuando Estados Unidos aún era un sueño para aquellos ciudadanos de segunda clase, viviendo bajo la autoridad de la gran Europa. Canadá era todavía un halo de pensamiento entre incipientes revolucionarios, y seguía siendo territorio francés. Aquellos años en los que combatía junto a un italiano alejado de la convulsa política del viejo continente y la guerra que susurraban los vientos traídos de los rincones más remotos al norte de la esclavitud. Había abandonado las colonias para volver junto a su madre, y volvería viendo como el hijo pródigo había sabido prosperar sin ayuda de nadie.

La biblia se cerró sobre su regazo, y con ayuda de quiénes trabajaban para él, puso si primer pie en la tierra prometida. No se imaginaba cuanto había cambiado aquello que había creído conocer. Por fortuna para él, y para desgracia de la irlandesa, Alphonse no se sentía solo en Estados Unidos. Al fin y al cabo, había vivido más años allí de los que ella podría creer. Pudo divisarla a lo lejos, sin embargo no se acercó a ella, y se ocultó bajo la gran capa negra que cubría su cuerpo y rostro -había abandonado sus ropajes eclesiásticos-. Y agarró con fuerza la copia de la carta que ella había recibido -en Francia él leía cada una de las cartas que le eran enviadas, y cuando había llegado ésta no dudó por un segundo en seguirla, temiendo perderla como aquella última vez. Copió letra a letra lo que la misiva decía-, oculta en uno de sus bolsillos.

Llovía. Un buen recibimiento para los dos fugitivos.
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Mensaje por Cordelia Holtz Vie Mar 18, 2016 7:05 am



El jardín de las delicias. Estatuas de áspero material. Primorosas sonrisas y candorosas intenciones reflejadas en éstas. Proserpina, al fin lejos de las garras de Hades observa con recelo a Eros y Psique en la fusión de un beso marmolado. La naturaleza viva en cada uno de los colores de sus hijas las flores.
La capa de la irlandesa, tejida con el material con el cual se tejen los sueños, se deja llevar por el travieso viento de la mañana. Sus pasos, al mismo tiempo, buscan la juventud. Su fuente. La que corona aquel jardín de fantasía a chorros y que incita a cualquiera a danzar a su alrededor hasta perder el sentido.
En la fuente, un sobre. En el sobre, el Infierno. El despertar de aquel Edén para caer en tierra yerma, rica únicamente en desilusiones y desesperanzas: el mundo real.

Ciertamente, los Revenant eran poseedores de un jardín que despertaba envidias. Una inverosimilitud de envidias, pensó entre sonrisas la cazadora abriendo la puerta y dejando que el frío de la mañana se llevara el calor de sus mejillas. Pues tras la llamada del Paraíso, el jardín de los Revenant parecía un mal sueño.

- ¿Qué haces aquí? –interrumpió el hermano mayor.
- Busco mi juventud. ¿La has visto?

Ambos comenzaron a reír y poco después entraron en la casa. El desayuno estaba servido y también el conflicto.

- Llevo un buen rato esperando por vosotros –el temperamento de Lydia no pasaba desapercibido en ninguna de las estancias en que coincidían los tres mosqueteros-. Creía que en Francia las personas eran más educadas.
- Yo soy de Irlanda –finalizó la mujer como siempre, sin dar la menor importancia al carácter de la joven y ya puestos, a la joven en si-.

Cordelia quiso preguntar acerca del asunto que la había arrastrado mar adentro, pero el tiempo de que disponían aquella mañana era escaso y la iglesia esperaba a sus feligreses de cada domingo.

El monseñor Sharpe era un hombre mayor. Daba las gracias por poder peinar canas todavía –antes de que su cabello desapareciera del todo- y durante una misa llena de interacciones con sus parroquianos, demostró no sólo un carácter afable, sino también que era un hombre piadoso y comprometido con la causa. La misma causa que había sentado a la cazadora en aquella iglesia.

- Y dijo Jehová Dios: He aquí el hombre es como uno de nosotros, sabiendo el bien y el mal; ahora, pues, que no alargue su mano, y tome también del árbol de la vida, y coma, y viva para siempre.

El monseñor dedicó su tiempo aquella mañana al Génesis y hacía especial hincapié en determinadas frases que no pasaron desapercibidas para la británica, al contrario que el significado que éstas encerraban. Algo que todos los allí presentes, al contrario que ella, no ignoraban, pues eran partícipes de la situación que obligaba a la lectura de los mismos.

- Y vio Jehová que la maldad de los hombres era mucha en la tierra, y que todo designio de los pensamientos del corazón de ellos era de continuo solamente el mal.

Cuando la misa dio por concluida, los Revenant se acercaron a Sharpe y Cordelia fue con ellos.

- Esta es la persona de la que le hablamos.

Monseñor Sharpe asió las manos de la mujer al tiempo que la admiraba atento y cordial, pero intranquilo. No era para nada lo que había esperado. Empezando ya por su sexo.

- No se preocupe. Le aseguro que podrá ayudarnos.

Anexo a la iglesia estaba el despacho del monseñor. Una vez dentro, los cuatro comenzaron a tratar por fin el tema en cuestión.

- Muchacha, ¿sabes lo que es un Loa?

Cordelia negó con la cabeza.

- Los Loa, según culturas paganas y bastante absurdasvudú aclaró Jack en el oído de la mujer-, son espíritus que sirven de intermediarios entre los hombres y Bondye, aquel que regenta el mundo sobrenatural. Pamplinas, en mi opinión. Vienen a ser como una mala copia de los ángeles en nuestra religión, pero a diferencia de éstos, a los Loa hay que servirles. Existen cuatro familias de Loas –no sólo el monseñor estaba estupendamente informado, sino que sobre su mesa descansaban los libros necesarios para ello-: Los Rada, los Petwo, los Ghede y los Dantor. Dentro de la familia de los Ghede hay un loa que recibe el nombre de Barón Samedi.

Cordelia sonrió.

- Si me hubiera contado la historia ayer habría sido más graciosa, ¿no cree?Samedi, sábado en francés-.

Sharpe ignoró el comentario de la mujer.

- Los Ghede son espíritus de la muerte. Y este, en particular, la ha tomado con nosotros.
- ¿Creen que por qué últimamente ha comenzado a desaparecer gente, es un espíritu el que se los lleva? ¿No han pensado en la conclusión más razonable que es que sea alguien de carne y hueso el que esté haciendo todo esto? – la sonrisa burlona seguía ahí-.
- Que Lafayette sea pequeño no significa que seamos unos ignorantes, señorita. Si hemos llegado a una conclusión tan descabellada es porque alguien vio al Barón.
- ¿Quién?
- Es un joven que está a mi cuidado. Se dedica a hacer las tareas de la iglesia. Cambiar el agua, limpiar… y créame que confío en él.

Algo olía a podrido y esta vez no era en Dinamarca, sino en Louisiana.


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