AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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When the lights go out
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When the lights go out
Los párpados le pesaban tanto que apenas era capaz de mantenerse despierta los primeros minutos después del ataque, y una vez aquella bestia hubo desaparecido en la noche. Con la mano derecha se concentró en intentar que la sangre no brotara a borbotones desde la profunda herida abierta en su vientre. El brazo izquierdo, por el contrario, descansaba a un lado de su cuerpo, totalmente inutilizable, y en una postura bastante poco natural. Estaba magullado, pero lo más doloroso era la abultación en torno a su codo, donde el hueso se podía entrever bajo la piel, desplazado de su lugar habitual. Al poco tiempo, sin embargo, y cuando había perdido tanta sangre que apenas sabía cómo era posible que aún siguiera con vida, las heridas dejaron de dolerle, y todo cuanto sentía era una gran pesadez en cada uno de sus músculos. Se sentía cansada, agotada, como si hubiera estado corriendo durante horas, como cuando te despiertas en mitad de la noche de una pesadilla, y el corazón te va a mil por hora aunque desconozcas el motivo. En ese momento, sin embargo, aquel órgano iba bastante más despacio que en esas otras ocasiones. Peligrosamente despacio. Tanto, que casi parecía estar avisando de que iba a detenerse de forma inminente.
Después de todo, la muerte, no era tan terrible como la pintaban. No había dolor, ni sufrimiento. Aunque sí un intenso frío que poco a poco se iba instalando en cada átomo de su ser. La pérdida de sangre te permite saborear los últimos momentos de tu vida, como si más que estar sumergida en una espiral de terror, fueras una espectadora pasiva de lo que había sido tu existencia. Era un final tranquilo, calmo. Un final que se le antojaba dulce, a pesar del dolor y del miedo sufrido durante el ataque de aquella... Cosa. Ni siquiera estaba segura de qué era lo que le había atacado. Su tamaño era mucho mayor del de un perro, e incluso de un lobo, y el hecho de que hubiera sido a escasos kilómetros del centro de la ciudad descartaba a un oso casi por completo. Además, estaba segura de que rugía. Repasó mentalmente, mientras por sus ojos se iban sucediendo un sinfín de imágenes concernientes a sus viajes, a su felicidad al lado de los hombres que había amado, intentando encontrar una respuesta. Era por simple curiosidad, sin embargo. Ya no podía decir que le importase lo más mínimo. Iba a morir. ¿Qué más daba a manos de qué hubiera sido? ¿Un león? ¿Un tigre? ¿De dónde demonios habría salido un tigre y qué haría paseando por las calles de París a medianoche? No es que tuviera mucho sentido. Pero ya no importaba. Ya nada importaba.
A medida que la oscuridad iba engulléndola, arrastrándola cada vez con más fuerza hasta su seno, todo iba perdiendo paulatinamente la relevancia que antes tuvo. Su familia, sus amigos, su trabajo, su esposo, su difunto primer marido... Todo se le antojaba ahora lejano e indiferente. Nada parecía tan molesto, ni siquiera el hecho de que Ralston hubiese cambiado tanto después del matrimonio. Aunque pese a estar notando cómo la vida se le escapaba lentamente, tras cada suspiro, había algo que no había podido dejar de hacer: aún lo echaba de menos. Lo amaba. A pesar de todo. Pero ese cariño, llegado a un punto, también dejó de ser importante. Ni siquiera escuchó la voz de una joven que se acercó corriendo en su ayuda, antes de perder por completo el conocimiento. ¿Dónde despertaría después? ¿En el cielo o el infierno?
Quizá en ninguno de los dos. Quizá todo era una mentira, como ella siempre había supuesto. Tal como fuere, pronto lo descubriría...
O no.
Cuando abrió los ojos, de golpe, abrumada por una punzada de dolor que la sacó de la oscuridad con absoluta brusquedad, no fue nubes lo que vio a su alrededor. No se encontró rodeada de los seres queridos a los que había perdido. No estaba en un lugar maravilloso, en aquel lugar del que hablaban las sagradas escrituras. Pero tampoco estaba rodeada de fuego, ni de seres grotescos que buscaban devorarla sin miramientos. Tampoco estaba rodeada de enemigos, que juraban venganza con cada parpadeo. No. La realidad, casi podía decir, que era mucho peor que eso. Se despertó rodeada de desconocidos que iban y venían. Rodeada de sangre, de sábanas blancas manchadas del líquido escarlata que aún brotaba de su vientre. Se despertó rodeada de agujas que se hundían en su piel, y que a pesar de tener por función estabilizarla, la habían sacado del primer sueño dulce y tranquilo que había tenido en años. Y de golpe comprendió aquello de lo que muchos poetas y artistas hablaban: la muerte, la oscuridad, es agradable. Todo es quietud, las preocupaciones desaparecen y el dolor deja de tener importancia. La realidad, sin embargo, es cruel, es trágica, y todo cuanto te aguarda en ella es dolor. Un dolor que te corta la respiración, que te recuerda que estás vivo. Algo que para muchos, como para ella en aquel momento, no era lo que querían recordar.
Si vivir significaba sufrir de ese modo, prefería que la devolvieran a la oscuridad de la que la habían sacado a rastras.
Apenas susurró una negativa a las bolsas de sangre que las enfermeras trajeron para transferirle, antes de volver a caer inconsciente. Pero ya no era lo mismo. Ahora volvía a sentir su cuerpo, y las consecuencias tan terribles del ataque experimentado. Y todo cuanto podía preguntarse, mientras sentían cómo la movían de una camilla a otra, era: ¿por qué?
Después de todo, la muerte, no era tan terrible como la pintaban. No había dolor, ni sufrimiento. Aunque sí un intenso frío que poco a poco se iba instalando en cada átomo de su ser. La pérdida de sangre te permite saborear los últimos momentos de tu vida, como si más que estar sumergida en una espiral de terror, fueras una espectadora pasiva de lo que había sido tu existencia. Era un final tranquilo, calmo. Un final que se le antojaba dulce, a pesar del dolor y del miedo sufrido durante el ataque de aquella... Cosa. Ni siquiera estaba segura de qué era lo que le había atacado. Su tamaño era mucho mayor del de un perro, e incluso de un lobo, y el hecho de que hubiera sido a escasos kilómetros del centro de la ciudad descartaba a un oso casi por completo. Además, estaba segura de que rugía. Repasó mentalmente, mientras por sus ojos se iban sucediendo un sinfín de imágenes concernientes a sus viajes, a su felicidad al lado de los hombres que había amado, intentando encontrar una respuesta. Era por simple curiosidad, sin embargo. Ya no podía decir que le importase lo más mínimo. Iba a morir. ¿Qué más daba a manos de qué hubiera sido? ¿Un león? ¿Un tigre? ¿De dónde demonios habría salido un tigre y qué haría paseando por las calles de París a medianoche? No es que tuviera mucho sentido. Pero ya no importaba. Ya nada importaba.
A medida que la oscuridad iba engulléndola, arrastrándola cada vez con más fuerza hasta su seno, todo iba perdiendo paulatinamente la relevancia que antes tuvo. Su familia, sus amigos, su trabajo, su esposo, su difunto primer marido... Todo se le antojaba ahora lejano e indiferente. Nada parecía tan molesto, ni siquiera el hecho de que Ralston hubiese cambiado tanto después del matrimonio. Aunque pese a estar notando cómo la vida se le escapaba lentamente, tras cada suspiro, había algo que no había podido dejar de hacer: aún lo echaba de menos. Lo amaba. A pesar de todo. Pero ese cariño, llegado a un punto, también dejó de ser importante. Ni siquiera escuchó la voz de una joven que se acercó corriendo en su ayuda, antes de perder por completo el conocimiento. ¿Dónde despertaría después? ¿En el cielo o el infierno?
Quizá en ninguno de los dos. Quizá todo era una mentira, como ella siempre había supuesto. Tal como fuere, pronto lo descubriría...
O no.
Cuando abrió los ojos, de golpe, abrumada por una punzada de dolor que la sacó de la oscuridad con absoluta brusquedad, no fue nubes lo que vio a su alrededor. No se encontró rodeada de los seres queridos a los que había perdido. No estaba en un lugar maravilloso, en aquel lugar del que hablaban las sagradas escrituras. Pero tampoco estaba rodeada de fuego, ni de seres grotescos que buscaban devorarla sin miramientos. Tampoco estaba rodeada de enemigos, que juraban venganza con cada parpadeo. No. La realidad, casi podía decir, que era mucho peor que eso. Se despertó rodeada de desconocidos que iban y venían. Rodeada de sangre, de sábanas blancas manchadas del líquido escarlata que aún brotaba de su vientre. Se despertó rodeada de agujas que se hundían en su piel, y que a pesar de tener por función estabilizarla, la habían sacado del primer sueño dulce y tranquilo que había tenido en años. Y de golpe comprendió aquello de lo que muchos poetas y artistas hablaban: la muerte, la oscuridad, es agradable. Todo es quietud, las preocupaciones desaparecen y el dolor deja de tener importancia. La realidad, sin embargo, es cruel, es trágica, y todo cuanto te aguarda en ella es dolor. Un dolor que te corta la respiración, que te recuerda que estás vivo. Algo que para muchos, como para ella en aquel momento, no era lo que querían recordar.
Si vivir significaba sufrir de ese modo, prefería que la devolvieran a la oscuridad de la que la habían sacado a rastras.
Apenas susurró una negativa a las bolsas de sangre que las enfermeras trajeron para transferirle, antes de volver a caer inconsciente. Pero ya no era lo mismo. Ahora volvía a sentir su cuerpo, y las consecuencias tan terribles del ataque experimentado. Y todo cuanto podía preguntarse, mientras sentían cómo la movían de una camilla a otra, era: ¿por qué?
Viktóriya P. von Habsburg- Humano Clase Alta
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Fecha de inscripción : 07/09/2014
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