Luna silenciosa [Privado]

Los pasos de Aslan crujieron sobre el suelo derrumbado que cubría las ruinas. A pesar de que la primavera colmaba París, en aquel lugar, bajo aquel atardecer carmesí y helado, el esclavo pudo sentir el frío en la piel y los huesos, como si el viento trajera consigo un mal presagio. Unas columnas enormes se erguían hacia el cielo a medias gris y a medias dorado y anaranjado, como si el oro y la plata se hubieran fundido para conformar aquel extraño matiz. Aslan pensaba en algo con profundidad; se sentó en un rincón, al lado de las columnas diezmadas y quebradas, entre las ruinas cubiertas de cristales rotos que centelleaban con la distante y pálida luz del sol.

Solía venir a aquel lugar cuando quería pensar; era solo en sitios como aquel, perdidos, abandonados, que se sentía como en casa. Oró en silencio, y después efectuó los cánticos propios de las oraciones del Islam. Su rostro se cubrió de sudor, y comenzó a notar las extremidades más templadas, como si dios hubiera disipado el frío de su alma, y hasta el mismísimo dolor.

Abrió los ojos, y notó el tacto del suelo rugoso en las yemas de los dedos. Y entonces, al levantar la mirada, se encontró de cara con la luna llena; silenciosa, oscura. Era una noche despejada, y apenas se veía una sola estrella, ni nubes, ni nada... solo esa luna pálida, bella y terrible. Esta se reflejó en la oscuridad de sus ojos negros, como si se tratara del mismísimo lucero del alba, del mismísimo Lucifer. Allí estaba, contemplando la noche como un lobo en la noche, con la piel oscura bañada por su luz pálida, creando un contraste extraño.

Aslan se preguntó si aquella noche duraría para siempre; y con ese pensamiento respiró profundamente. Como si una exhalación pudiera llevarse la oscuridad de su alma, fundiéndola con la noche... pero al abrir los ojos se encontró con el mismo lugar oscuro, desolado, bello en su propia decadencia; este no había cambiado, y él tampoco. Admiraba aquella belleza retorcida, similar a la de un cadáver joven, cubierto del rojo de la sangre. Y lo cierto es que el esclavo echaba de menos aquella sensación. Carne sobre carne, unidos en un solo latido. Imaginó que sus manos presionaban el cuello de una mujer; podía notar como el bombeo de su corazón se fundía con el suyo. Respiraciones agitadas, y silencio. Sus brazos temblaron. Y en sus ojos translució un profundo asco; el que se tenía a si mismo. Tomó uno de los cristales del suelo y se partió la carne con él. Del brazo le comenzó a caer sangre que, ensimismado, algo fuera de su propio control, contempló con cierta fascinación.

Tenía esa necesidad, por mucho que tratara de negarla. Sentía ganas de matar, el impulso. Pero su humanidad la frenaba. Una lágrima le cayó por el rostro atestiguando su debilidad. Una lágrima que la luna contempló en silencio, envuelta en el frío de una noche oscura...

Aquella voz lo sobresaltó, llenando el silencio de la noche. Se giró para contemplar el rostro ajeno, con los ojos rojos y húmedos, en los que se asomaban pequeñas lágrimas translúcidas. La conocía. Pero, sin embargo, aquel ser que lo contemplaba no le resultaba para nada familiar. Su mirar era frío y terrible; y era bella y hermosa, tan misteriosa como la luna que se alzaba en los cielos. A pesar de que sabía bien de quien se trataba, no fue capaz de pronunciar su nombre en voz alta hasta el cabo de unos cuantos segundos.

-¿Dunya? -Dijo al fin, frunciendo el ceño-

Se puso de pie mientras se presionaba el brazo. Brevemente, le llegó el olor metálico de la sangre, mezclado con el aroma de la vegetación que colmaba el lugar, por las grietas del cual crecían pequeñas motas de hierba. El esclavo dio un paso atrás como si no se creyera lo que veían sus ojos; quizá... quizá era solo producto de su imaginación. Quizá eran las sombras de aquella noche las que lo habían confundido. Pero aunque tenía la misma cara que la Dunya que había conocido en el pasado, la que ahora se plantaba ante sus ojos no tenía nada que ver con esa chica dulce e inocente que había conocido años atrás.

Su mirada era fría e ineludible, como magnética, y provocaba reacciones mezcladas en él. Por un lado, una profunda atracción envuelta en el misterio; por otro, miedo, ganas de huir, de correr y de esconderse... algo que, sin embargo, no era muy propio de Aslan. Él, como todo el mundo, también tenía su dosis de cobardía. Para la gente como él -los torturados, los culpables-, la muerte es el único de los refugios; por eso, en alguna oscura parte de su alma, Aslan la ansiaba, la deseaba. Desaparecer de ese mundo sería su descanso y el fin de sus agónicos días; vivir era un acto valiente para el que no estaba preparado. Por eso no sentía un miedo especial hacia las situaciones de peligro -si es que esta se podía calificar así-; de alguna forma extraña y retorcida, en ellas se sentía como en casa.

Por eso, como si todo aquello fuera producto de un sueño o de una visión de otra vida, el esclavo contestó. Como si esos ojos terribles que lo contemplaban fueran los de la mismísima vida, de la que él tanto ansiaba huir.

-¿Por qué no debería hacerlo? ¿Quién echaría de menos a un ser como yo? -Pronunció con la voz quebrada, pensando inocentemente que la muchacha pretendía impedírselo. Se secó las lágrimas con el dorso de la mano, entre pálidos sollozos-

Se sintió absurdo casi al momento de pronunciar esas palabras. Por otro lado, él apreciaba a Dunya y a su familia; le habían dado un hogar, y un techo, casi a cambio de nada. Tenía muy buenos recuerdos de todos ellos, aunque de Dunya siempre se había mantenido algo alejado, como si temiera mancillarla con un solo roce, con su sola presencia. Pero, entonces, dio un paso más hacia ella; era como si aquel miedo se hubiera esfumado. Era como si ella fuera distinta, como si todo hubiera cambiado en un solo parpadeo. La contempló con los ojos entornados, buscando en ella algún rasgo que le recordara a la Dunya del pasado... más no lo encontró.

-Deberías volver a casa. La noche se está tornando fría y tus padres estarán preocupados. -Su voz se tornó un susurro, y los latidos de su corazón se aceleraron. Quizá por el olor de sangre, o por la sensación de la carne quebrada sobre su brazo. O quizá por aquella aura terrible que emitía aquella extraña chica...-

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