AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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El silencio es una de esas cosas que echas de menos cuando no está presente. Los ruidos propios de la ciudad, el bullicio generado por la actividad diaria del gentío, el ruidoso latido de los corazones a su alrededor... Todo entremezclado generaba un estruendo difícil de ignorar. Incluso tratando con todas sus fuerzas de hacer oídos sordos, resultaba prácticamente imposible. En esos momentos necesitaba silencio, tranquilidad, paz de espíritu, como suelen decirle, a fin de poner en orden todos esos pensamientos que se acumulaban en su cabeza sin parar. Dolía. El exceso de ruido. La falta de quietud. El nerviosismo tan impropio de su persona. ¿Cuánto tiempo hacía desde la última vez que se había sentido tan inquieta? Lo peor de todo era desconocer el motivo, o más bien, la dificultad que encontraba para identificar el motivo de más peso entre tantos como tenía. La ausencia de un hogar al que volver, la frustración por desear tener uno después de tantos siglos disfrutando de su soledad sin que nada la afectase. ¿En qué momento había recuperado necesidades tales como esa, tan humanas, tan mundanas, tan absurdas? Para un ser condenado a no morir nunca, ansiar tener algo parecido a una familia, a un compañero, resultaba sumamente patético.
Sobre todo teniendo en cuenta que ella misma se había deshecho del ser que cumplía dicha función en su vida. Sus ansias de venganza, a pesar de no haber terminado con la muerte de su Creador, sí que habían conducido al desenlace más obvio desde el inicio. La soledad era pesada y molesta. Ruidosa también. Y se odiaba por ello.
Y aquí radicaba un nuevo problema, uno que antes lograba controlar con relativa facilidad pero que ahora le resultaba casi imposible de manejar con la cabeza fría. El odio conducía a la sed, a una necesidad de beber, de destruir, de sesgar vidas, que le recordaban vagamente a sus años de neófita. Antes, a pesar de que sus deseos por provocar daño a otros eran fuertes, era capaz de controlar sus impulsos sin tener que pensárselo demasiado. Pero ahora había que verla. Ni siquiera se había molestado en adornar su exterior para atraer presas valiéndose de su físico, de su apariencia. Escondida entre las sombras, observaba a los viandantes, acechando, esperando el momento perfecto, a la víctima perfecta. No le importaba quién, ni cuándo, ni cómo, ni siquiera estaba pensando en lo que podría ocurrirle a ella o a su reputación si era descubierta. Sólo necesitaba beber de ese néctar que la llamaba, que llenaba de calor sus venas heladas. El aroma a humanidad era abrumador. ¿Dónde se encontraba? ¿En qué rincón de aquella pútrida ciudad estaba escondida? Ni lo sabía, ni le interesaba. Entre aquella sinfonía terrorífica de aromas, esperaba, ansiaba, encontrarse con la víctima que haría que su malestar se disipase, aunque fuera por un momento. Porque al hundir sus colmillos en la delicada piel de un cuello, el mundo exterior se silenciaba, y sus pensamientos dejaban de divagar. Todo lo que necesitaba era sangre.
Sangre.
Cuando su vista se teñía de rojo, la bestia se calmaba. Y entonces, sólo entonces, podía descansar.
Hay un monstruo en las calles de París, esperando oculto entre tinieblas...
Sobre todo teniendo en cuenta que ella misma se había deshecho del ser que cumplía dicha función en su vida. Sus ansias de venganza, a pesar de no haber terminado con la muerte de su Creador, sí que habían conducido al desenlace más obvio desde el inicio. La soledad era pesada y molesta. Ruidosa también. Y se odiaba por ello.
Y aquí radicaba un nuevo problema, uno que antes lograba controlar con relativa facilidad pero que ahora le resultaba casi imposible de manejar con la cabeza fría. El odio conducía a la sed, a una necesidad de beber, de destruir, de sesgar vidas, que le recordaban vagamente a sus años de neófita. Antes, a pesar de que sus deseos por provocar daño a otros eran fuertes, era capaz de controlar sus impulsos sin tener que pensárselo demasiado. Pero ahora había que verla. Ni siquiera se había molestado en adornar su exterior para atraer presas valiéndose de su físico, de su apariencia. Escondida entre las sombras, observaba a los viandantes, acechando, esperando el momento perfecto, a la víctima perfecta. No le importaba quién, ni cuándo, ni cómo, ni siquiera estaba pensando en lo que podría ocurrirle a ella o a su reputación si era descubierta. Sólo necesitaba beber de ese néctar que la llamaba, que llenaba de calor sus venas heladas. El aroma a humanidad era abrumador. ¿Dónde se encontraba? ¿En qué rincón de aquella pútrida ciudad estaba escondida? Ni lo sabía, ni le interesaba. Entre aquella sinfonía terrorífica de aromas, esperaba, ansiaba, encontrarse con la víctima que haría que su malestar se disipase, aunque fuera por un momento. Porque al hundir sus colmillos en la delicada piel de un cuello, el mundo exterior se silenciaba, y sus pensamientos dejaban de divagar. Todo lo que necesitaba era sangre.
Sangre.
Cuando su vista se teñía de rojo, la bestia se calmaba. Y entonces, sólo entonces, podía descansar.
Hay un monstruo en las calles de París, esperando oculto entre tinieblas...
Ophelia M. Haborym- Vampiro Clase Alta
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Apestaba a muerte. Los rincones de París rechinaban la masacre bajo el anonimato de la inocencia cazada. Esta vez, Bénédicte Rivérieulx no siguió el patrón acostumbrado de cosechar el pánico sembrado durante días en los prisioneros de sus mazmorras con tanto esmero seleccionadas. En lugar de eso, tomó un distinguido traje de gala, como si fuera a un baile de la corte francesa, y se encaminó a la ciudad con un solo objetivo en mente: gozar. Una palabra peligrosa para cualquier mortal, pero escabroso para los que han abandonado la fragilidad de la carne.
A través de las ventanas de su carruaje fue tentando con uvas a diferentes niños que se le cruzaron en el camino, recolectando un total de cinco. Hubiera subido más, de no ser que no tenía más espacio en su vehículo. Les prometió que los llevaría a comer lujosos platillos, así como docenas de uvas como las que aplastaban con los dientes. Fue dulce y cortés, como un príncipe. Eso hasta que abrió la puerta y les ordenó que jugaran a las escondidillas con tono de pordiosero demencial.
Fue un festival de la esperanza perdida acabar con cada uno de ellos. Primero con la escuincla del oso, que si no la mataba el vampiro, la mataría el tifus. Le desangró la garganta cortándola con sus propios colmillos, amando cada quejido grotesco que emergió de su tráquea. Luego fue por el gordo con pecas, un diablillo que pensó que se saldría con la suya, como siempre. A aquél, Bénédicte le dio una muerte lenta, desmembrándolo primero y destrozándole el cráneo con el pié para rematar. Le siguieron dos niñas que iban juntas, de la mano. El vampiro no las separó, encargándose de que muriesen juntas, abrazándolas al mismo tiempo hasta romperles los huesos. Beber de ellas mientras agonizaban fue una experiencia sublime.
Le faltaba un niño, el mayor de todos. Con diez años aproximados, prometía convertirse en líder de algún callejón. Protegería a otros huérfanos como él y llegaría a la adultez. Eso si Bénédicte no lo impedía. Eso si dejaba de enredarse con sus propios pies antes la terrible vista de un aristócrata ensangrentado.
— Mira qué costalazo te diste. Estoy tratando de que partas con dignidad y no me estás facilitando el éxito en mi misión. — se lamentó Bénédicte con hipocresía.
— ¡Tú los mataste! ¡Maldito monstruo! — escupió el osado niño de cara sucia.
— ¿Monstruo? Errado estás, pequeño insolente. No soy ni siquiera malvado; soy un filántropo fracasado y un samaritano no mucho mejor. — y con una velocidad sobrehumana, tomó al niño por su tobillo izquierdo y lo alzó en el aire, como un trofeo de pesca.
Fue cuando tuvo a su víctima entre sus garras que la sintió. La presencia de otro inmortal. Una agradable sorpresa, pues hacía mucho que no tenía público. Bénédicte se sonrió, imaginando qué postura tomaría aquella criatura, si el horror, la complicidad, la indiferencia o el total y completo desprecio.
Bénédicte fijó su vista en el huérfano y severamente ordenó:
— Suplica.
Un grito ensordecedor salió del pequeño cuando el vampiro empezó a infligirle dolor a través de la mente. Que lo oyeran, que pidiera ayuda. No importaba lo que hiciera; su destino estaba sellado. ¿Sellado cómo? Eso era lo que el milenario quería averiguar.
A través de las ventanas de su carruaje fue tentando con uvas a diferentes niños que se le cruzaron en el camino, recolectando un total de cinco. Hubiera subido más, de no ser que no tenía más espacio en su vehículo. Les prometió que los llevaría a comer lujosos platillos, así como docenas de uvas como las que aplastaban con los dientes. Fue dulce y cortés, como un príncipe. Eso hasta que abrió la puerta y les ordenó que jugaran a las escondidillas con tono de pordiosero demencial.
Fue un festival de la esperanza perdida acabar con cada uno de ellos. Primero con la escuincla del oso, que si no la mataba el vampiro, la mataría el tifus. Le desangró la garganta cortándola con sus propios colmillos, amando cada quejido grotesco que emergió de su tráquea. Luego fue por el gordo con pecas, un diablillo que pensó que se saldría con la suya, como siempre. A aquél, Bénédicte le dio una muerte lenta, desmembrándolo primero y destrozándole el cráneo con el pié para rematar. Le siguieron dos niñas que iban juntas, de la mano. El vampiro no las separó, encargándose de que muriesen juntas, abrazándolas al mismo tiempo hasta romperles los huesos. Beber de ellas mientras agonizaban fue una experiencia sublime.
Le faltaba un niño, el mayor de todos. Con diez años aproximados, prometía convertirse en líder de algún callejón. Protegería a otros huérfanos como él y llegaría a la adultez. Eso si Bénédicte no lo impedía. Eso si dejaba de enredarse con sus propios pies antes la terrible vista de un aristócrata ensangrentado.
— Mira qué costalazo te diste. Estoy tratando de que partas con dignidad y no me estás facilitando el éxito en mi misión. — se lamentó Bénédicte con hipocresía.
— ¡Tú los mataste! ¡Maldito monstruo! — escupió el osado niño de cara sucia.
— ¿Monstruo? Errado estás, pequeño insolente. No soy ni siquiera malvado; soy un filántropo fracasado y un samaritano no mucho mejor. — y con una velocidad sobrehumana, tomó al niño por su tobillo izquierdo y lo alzó en el aire, como un trofeo de pesca.
Fue cuando tuvo a su víctima entre sus garras que la sintió. La presencia de otro inmortal. Una agradable sorpresa, pues hacía mucho que no tenía público. Bénédicte se sonrió, imaginando qué postura tomaría aquella criatura, si el horror, la complicidad, la indiferencia o el total y completo desprecio.
Bénédicte fijó su vista en el huérfano y severamente ordenó:
— Suplica.
Un grito ensordecedor salió del pequeño cuando el vampiro empezó a infligirle dolor a través de la mente. Que lo oyeran, que pidiera ayuda. No importaba lo que hiciera; su destino estaba sellado. ¿Sellado cómo? Eso era lo que el milenario quería averiguar.
Bénédicte Rivérieulx- Vampiro Clase Alta
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Fecha de inscripción : 24/03/2016
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Cuando las bestias sedientas de sangre pierden el control no son capaces de razonar. A pesar de que esta premisa resulta bastante obvia si estuviésemos hablando de animales, cuando hablamos de vampiros la cosa cambia un poco, ya que, a diferencia de los animales sin conciencia, los vampiros pueden razonar. O deberían ser capaces de hacerlo.
Ophelia, incluso cuando todavía era humana, no podía ser considerada como alguien "bueno", nunca fue honesta, ni se interesaba por los demás más de lo necesario. Era cruel con quien no le agradaba, sobrepasando límites que se consideraban morales incluso, sin que los remordimientos hicieran acto de presencia. El motivo era simple: para sobrevivir en aquella época necesitabas ser retorcido. Si no contabas con fuerza física, con poder económico o político, estabas condenado a ser pisoteado, humillado y maltratado. Pero siendo tan orgullosa y vanidosa como era, supo encontrar el mejor modo de defenderse de aquella clase de sociedad. El pretexto de que se lo merecían siempre le pareció adecuado. Ojo por ojo, diente por diente. Si el pez grande se comía al pequeño, ella se encargaba de debilitar a los grandes hasta convertirlos en su presa. Si no tienes fuerza ni poder, la astucia es una buena aliada. Cualquier era válido para obtener sus fines.
Evidentemente, su actitud no mejoró al convertirse en vampiro. Ya que además de contar con su inteligencia anterior, se le dotó de la capacidad física para destruir a quien se interpusiera en su camino, y el tiempo necesario para obtener un estatus que antes nunca pudo tener. Esa era su forma de ignorar las leyes sociales del mundo, y también esa mentira que muchos se dicen de que sólo los buenos acaban siendo recompensados. De humana inmoral pasó a inmortal retorcida... A bestia racional. A monstruo pensante. Al menos, hasta hacía poco.
Si un animal salvaje se descontrola, puede causar bastantes estragos, pero tarde o temprano caerá. No es demasiado complicado. Pero cuando un ser que no puede morir pierde todo aquello que no sea instinto, ¿cómo es posible detenerlo? ¿Qué interruptor hay que pulsar para hacerle reaccionar, hacerle recuperar la cordura, el control?
De haberse tratado de cualquier otro, probablemente la escena que tuvo lugar ante sus ojos hubiera bastado para despertarla. El dulce aroma de las frutas, mezcladas con el néctar joven y fresco que salía a borbotones de sus cuerpos despedazados... ¡Ah! ¡Maldición! Ahora podía recordar por qué las víctimas infantiles, independientemente de su aspecto, o de dónde vinieran, eran las más apreciadas por aquellos de su especie que no tenían miedo a dejarse llevar. Era como una droga. Con un sorbo no era suficiente. Con un bocado no estabas satisfecho. Su sangre llamaba a más sangre.
Ni siquiera podía decirse que estuviese consciente, cuando de un salto salió de entre las sombras y se apareció ante el otro inmortal y la última de sus presas. En trance, sus ojos únicamente seguían el cuerpo que se mecía lentamente en el aire, atraída por él, esperando el momento perfecto para abalanzarse y beber. Nada importaba. Parecía que todo lo que había a su alrededor había desaparecido.
Necesitaba beber.
Ophelia, incluso cuando todavía era humana, no podía ser considerada como alguien "bueno", nunca fue honesta, ni se interesaba por los demás más de lo necesario. Era cruel con quien no le agradaba, sobrepasando límites que se consideraban morales incluso, sin que los remordimientos hicieran acto de presencia. El motivo era simple: para sobrevivir en aquella época necesitabas ser retorcido. Si no contabas con fuerza física, con poder económico o político, estabas condenado a ser pisoteado, humillado y maltratado. Pero siendo tan orgullosa y vanidosa como era, supo encontrar el mejor modo de defenderse de aquella clase de sociedad. El pretexto de que se lo merecían siempre le pareció adecuado. Ojo por ojo, diente por diente. Si el pez grande se comía al pequeño, ella se encargaba de debilitar a los grandes hasta convertirlos en su presa. Si no tienes fuerza ni poder, la astucia es una buena aliada. Cualquier era válido para obtener sus fines.
Evidentemente, su actitud no mejoró al convertirse en vampiro. Ya que además de contar con su inteligencia anterior, se le dotó de la capacidad física para destruir a quien se interpusiera en su camino, y el tiempo necesario para obtener un estatus que antes nunca pudo tener. Esa era su forma de ignorar las leyes sociales del mundo, y también esa mentira que muchos se dicen de que sólo los buenos acaban siendo recompensados. De humana inmoral pasó a inmortal retorcida... A bestia racional. A monstruo pensante. Al menos, hasta hacía poco.
Si un animal salvaje se descontrola, puede causar bastantes estragos, pero tarde o temprano caerá. No es demasiado complicado. Pero cuando un ser que no puede morir pierde todo aquello que no sea instinto, ¿cómo es posible detenerlo? ¿Qué interruptor hay que pulsar para hacerle reaccionar, hacerle recuperar la cordura, el control?
De haberse tratado de cualquier otro, probablemente la escena que tuvo lugar ante sus ojos hubiera bastado para despertarla. El dulce aroma de las frutas, mezcladas con el néctar joven y fresco que salía a borbotones de sus cuerpos despedazados... ¡Ah! ¡Maldición! Ahora podía recordar por qué las víctimas infantiles, independientemente de su aspecto, o de dónde vinieran, eran las más apreciadas por aquellos de su especie que no tenían miedo a dejarse llevar. Era como una droga. Con un sorbo no era suficiente. Con un bocado no estabas satisfecho. Su sangre llamaba a más sangre.
Ni siquiera podía decirse que estuviese consciente, cuando de un salto salió de entre las sombras y se apareció ante el otro inmortal y la última de sus presas. En trance, sus ojos únicamente seguían el cuerpo que se mecía lentamente en el aire, atraída por él, esperando el momento perfecto para abalanzarse y beber. Nada importaba. Parecía que todo lo que había a su alrededor había desaparecido.
Necesitaba beber.
Quería beber
Iba a beber.
Ophelia M. Haborym- Vampiro Clase Alta
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Bénédicte no ocultó su falta de impresión cuando de entre los callejones un rostro acaecido respondió a su invitación. Qué delicia, qué tragedia nocturna ululaba entre las calles de París, con esa serpiente desenvuelta, enseñando la lengua.
De contento que le ponía la situación, tintineó al huérfano en el aire, cual campana. Su garganta tocaba las notas de una orquesta fúnebre, a punto de llegar al clímax de su canción. El mocoso lloraba y suplicaba, sin saber a quién iba dirigida su imploración. Llegaba al final de su existencia, lo presentía, y por eso la absoluta negación. Aquel era la mejor sazón para una velada de maldición. Fue así que, imitando a la hiena que al cadáver desmenuza, disolvió los huesos del tobillo que sujetaba, rompiéndolo con la fuerza sobrehumana de su puño.
No sintió miedo de que alguien viniera auxiliar al pequeño, o de ser descubierto. ¿Quién vendría? ¿Qué era el estúpido, sino otro vago inmundo, parásito de los dignos? Si no lo acababa él, un mortal más elevado lo haría. Le estaba ahorrando el sufrimiento, la humillación que sentiría al descubrir que ni con un pedazo de pan era capaz de a su familia alimentar.
Chorreó la sangre hacia abajo, formando un carcho sobre los adoquines. Ya la criatura sollozaba, en vista de que le faltaba garganta para seguir gritando. Haciendo caso omiso de la cruenta escena, Bénédicte acogió a la vampiresa con una acogedora mirada.
— La cena está servida. Deprisa, antes de que se enfríe. — incitó el impío — No me dejes con el plato servido.
De contento que le ponía la situación, tintineó al huérfano en el aire, cual campana. Su garganta tocaba las notas de una orquesta fúnebre, a punto de llegar al clímax de su canción. El mocoso lloraba y suplicaba, sin saber a quién iba dirigida su imploración. Llegaba al final de su existencia, lo presentía, y por eso la absoluta negación. Aquel era la mejor sazón para una velada de maldición. Fue así que, imitando a la hiena que al cadáver desmenuza, disolvió los huesos del tobillo que sujetaba, rompiéndolo con la fuerza sobrehumana de su puño.
No sintió miedo de que alguien viniera auxiliar al pequeño, o de ser descubierto. ¿Quién vendría? ¿Qué era el estúpido, sino otro vago inmundo, parásito de los dignos? Si no lo acababa él, un mortal más elevado lo haría. Le estaba ahorrando el sufrimiento, la humillación que sentiría al descubrir que ni con un pedazo de pan era capaz de a su familia alimentar.
Chorreó la sangre hacia abajo, formando un carcho sobre los adoquines. Ya la criatura sollozaba, en vista de que le faltaba garganta para seguir gritando. Haciendo caso omiso de la cruenta escena, Bénédicte acogió a la vampiresa con una acogedora mirada.
— La cena está servida. Deprisa, antes de que se enfríe. — incitó el impío — No me dejes con el plato servido.
Bénédicte Rivérieulx- Vampiro Clase Alta
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Qué hermoso espectáculo. Los acordes que salían despedidos de las cuerdas vocales del infante, la sinfonía que representaba la cercanía del final de una vida, del cese de su existencia... ¿No era algo sumamente maravilloso? Cómo olvidar lo que se siente al segar un futuro en apenas un instante. Al ver cómo un corazón deja de latir, deja de llevar a cabo la función para la que estaba diseñado. ¿Acaso no era algo solamente permitido a los dioses, a los seres superiores? A los inmortales. A los vampiros. A aquellos monstruos que todos temen pero de los que nadie se atreve a hablar. Si aquel chiquillo, así como sus acompañantes, era dichoso o sumamente desafortunado, probablemente dependiese del punto de vista con que se mirara. ¿Quién no quiere ser victima directa de algo tan infinito como un Dios? Toda la importancia y reconocimiento que jamás hubieran conseguido en vida, la estaban obteniendo al convertirse en el alimento para nutrirles.
O al menos, eso es lo que ella habría dicho de haber estado en sus facultades mentales.
De haber estado en su sano juicio, no se habría limitado a tomar las sobras de otro vampiro. Después de todo, incluso a los seres como ella los veía como inferiores en muchos sentidos. Pero no estaba en condiciones para pensar en nada de eso. En cuanto la sangre del niño comenzó a gotear sobre el sucio suelo, sus ojos se fijaron en ese punto, en esa mancha que poco a poco fue creciendo en tamaño, con la ansiedad propia de una bestia hambrienta, de un chucho desesperado por comer aquello que estaba ante sus ojos, pero antes necesitaba oír las palabras mágicas. El permiso que nunca antes se habría planteado en pedir antes de tomar algo, pero que ahora, en su estado, se hacía algo necesario.
Así que al recibir la invitación, no dudó ni un instante antes de postrarse en el suelo y comenzar a beber de aquel regalo, de una víctima que no era suya, pero que le llamaba con tal fortaleza que le era imposible negarse a sus instintos. Visto desde fuera, la situación era más que patética. ¿Cómo una joven tan bien parecida era capaz de postrarse de forma tan lamentable ante un chico retorciéndose, y ante al asesino del mismo? Agradecida por beber de aquella sangre, deseando que el caudal que lentamente caía del cuerpo nunca cesara. Sin pensar en nada más, sólo en saciar su sed, en calmar sus ansias. Alzó la vista con ojos suplicantes, clavándolos en los del otro inmortal. Lo que aquella mirada decía era claro: más. Quiero más. Necesito más sangre. Tan sólo deseaba que aquel cuerpo se quebrara del todo, y en hundir sus colmillos en la tierna piel de aquel cuello...
O al menos, eso es lo que ella habría dicho de haber estado en sus facultades mentales.
De haber estado en su sano juicio, no se habría limitado a tomar las sobras de otro vampiro. Después de todo, incluso a los seres como ella los veía como inferiores en muchos sentidos. Pero no estaba en condiciones para pensar en nada de eso. En cuanto la sangre del niño comenzó a gotear sobre el sucio suelo, sus ojos se fijaron en ese punto, en esa mancha que poco a poco fue creciendo en tamaño, con la ansiedad propia de una bestia hambrienta, de un chucho desesperado por comer aquello que estaba ante sus ojos, pero antes necesitaba oír las palabras mágicas. El permiso que nunca antes se habría planteado en pedir antes de tomar algo, pero que ahora, en su estado, se hacía algo necesario.
Así que al recibir la invitación, no dudó ni un instante antes de postrarse en el suelo y comenzar a beber de aquel regalo, de una víctima que no era suya, pero que le llamaba con tal fortaleza que le era imposible negarse a sus instintos. Visto desde fuera, la situación era más que patética. ¿Cómo una joven tan bien parecida era capaz de postrarse de forma tan lamentable ante un chico retorciéndose, y ante al asesino del mismo? Agradecida por beber de aquella sangre, deseando que el caudal que lentamente caía del cuerpo nunca cesara. Sin pensar en nada más, sólo en saciar su sed, en calmar sus ansias. Alzó la vista con ojos suplicantes, clavándolos en los del otro inmortal. Lo que aquella mirada decía era claro: más. Quiero más. Necesito más sangre. Tan sólo deseaba que aquel cuerpo se quebrara del todo, y en hundir sus colmillos en la tierna piel de aquel cuello...
Ophelia M. Haborym- Vampiro Clase Alta
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Quería acariciarla, como a un cachorrito. El símbolo visible de lo que acarreaba la vida: la muerte, pero antes de eso, la decadencia. Ver a aquella mujer era contemplar el espejo roto de los sueños de cualquier moza de alta alcurnia. Si bien los ricos necesitaban a los de clase baja para hacer perdurar sus lujos, Bénédicte se arriesgaba al creer que ninguno de los aristócratas franceses había descendido tanto como la vampiresa que de rodillas bebía. ¿Se daría cuenta ella de su condición? Por la forma en que lo miraba a los ojos, al vampiro no le cabía duda.
Se aproximó el hombre inmortal a su semejante, hincándose para quedar a su altura. Se miraban como dos niños apoyando la boca en la ventana, con los labios hinchados del otro lado, horrorosos. La boca de Ophelia, toda roja, imitaba a los ojos de Bénédicte, a ratos tintos, como la fiebre. Él le posó una mano sobre la cabeza y la bajó por su pelo, apartando algunas hebras en el camino. Parecía un joven consolando a su hermanita menor.
— Mírate. Mírate cómo chorrea. — recitaba el vampiro, admirando la sangre — Se ve divina, libre, ensalzada. Estaba atrapada en ese cuerpo tan vulgar. Se desperdiciaba, llevándole oxígeno a quien, todos sabían, no iba a llegar ni a los quince. Has hecho bien, la has filtrado. Si hay alguna voz diciéndote lo contrario, dile que no. No te sientas endemoniada por saciar tu sed; ¿quién es capaz de afirmar que no amas a Cristo a través de ella? ¿Quieres más? ¿Quieres de mí, también? Dilo. No te sientas culpable, oscuridad mía. La culpa en sí misma es un método de tortura. Abraza tu existencia y líbrate de esas ataduras, que ni la culpa ni el miedo caben en nosotros.
Había que separa y unir. Una restauración de orfebre, ebanista, alquimista.
Se aproximó el hombre inmortal a su semejante, hincándose para quedar a su altura. Se miraban como dos niños apoyando la boca en la ventana, con los labios hinchados del otro lado, horrorosos. La boca de Ophelia, toda roja, imitaba a los ojos de Bénédicte, a ratos tintos, como la fiebre. Él le posó una mano sobre la cabeza y la bajó por su pelo, apartando algunas hebras en el camino. Parecía un joven consolando a su hermanita menor.
— Mírate. Mírate cómo chorrea. — recitaba el vampiro, admirando la sangre — Se ve divina, libre, ensalzada. Estaba atrapada en ese cuerpo tan vulgar. Se desperdiciaba, llevándole oxígeno a quien, todos sabían, no iba a llegar ni a los quince. Has hecho bien, la has filtrado. Si hay alguna voz diciéndote lo contrario, dile que no. No te sientas endemoniada por saciar tu sed; ¿quién es capaz de afirmar que no amas a Cristo a través de ella? ¿Quieres más? ¿Quieres de mí, también? Dilo. No te sientas culpable, oscuridad mía. La culpa en sí misma es un método de tortura. Abraza tu existencia y líbrate de esas ataduras, que ni la culpa ni el miedo caben en nosotros.
Había que separa y unir. Una restauración de orfebre, ebanista, alquimista.
Bénédicte Rivérieulx- Vampiro Clase Alta
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Re: Empty Existence {Libre}
La paciencia nunca había sido una de sus virtudes. Ophelia era del tipo de mujer, de criatura, que sabía lo que quería, y tomaba lo que deseaba sin más, sin preocuparle de quién fuera, o quién osara interponerse en su camino. Nada importaba: al final, ella lo destruía todo. Estaba en su naturaleza, aquel salvaje instinto, aquella cruel e incontrolable necesidad de ver el mundo resquebrajarse ante sus ojos, las vidas ajenas crujir al aplastarlas con sus propias manos, como si fueran simples trozos de cristal. Frágiles, tan frágiles. Todo ello alimentaba su inmenso ego, aquella sensación de pertenecer a una raza muy superior, de ser parte de una "élite" de seres que nada tenían que ver con el desastre andante que eran los humanos. ¡Qué sorpresa se llevarían aquellos que una vez sufrieron por sus actos, al verla allí postrada! Al verla arrodillada bajo un cuerpo que se retorcía a punto de exhalar su último aliento, aguardando por unas palabras que nunca jamás había requerido por parte de nadie. Patética, tan patética que nadie la identificaría, que ni ella misma se lo creería de haberlo visto desde fuera. Algo que sin duda negaría en caso de que alguien se lo preguntara.
Pero, ¡ah! La sed... Y no sólo la sed, sino también el aura que desprendía el otro inmortal, la tenían tan ensimismada que había perdido no sólo la compostura, sino también el orgullo, algo que jamás en sus casi dos milenios de existencia la había abandonado. Porque la Ophelia que elegiría la muerte antes de mostrarse débil ante otro nunca se lo pensaría dos veces antes de matar a otro vampiro si éste tenía algo que ella quería con tanta intensidad como deseaba aquella sangre. Se estremeció levemente cuando el inmortal se agachó para ponerse a su altura. Como en trance, seguía con la mirada clavada en aquellos ojos que parecían relucir con el mismo color del líquido que ansiaba seguir bebiendo. Escarlata y fuego. Aquel ser tenía una esencia demasiado similar a la de aquel que una vez lo creó, ¿o quizá ya estaba delirando a causa de la desesperación? No era capaz de razonar lo bastante como para contestar a esa pregunta. ¿Qué importaba? ¿Qué más daba si la estaba tratando como a un infante, como a un ser inferior, si le daba el permiso que ella le pedía? Si le entregaba a la presa, todo lo demás le era indiferente.
- Quiero más... Quiero beber... Quiero saciar esta sed... De él... De vos... De toda criatura que se ponga en mi camino, hasta que no quede más que sangre a mi alrededor, y cuerpos pálidos como cascarones vacíos. -Su voz, dulce y delicada en contraposición a su naturaleza, salió de entre sus labios pintados con sangre de forma entrecortada. Su mirada vagaba entre el cuerpo que se desangraba, y el cuello del ser que se hallaba ante ella, incapaz de decidirse acerca de cuál le parecía más apetitoso. Un gemido de impaciencia se escapó de su garganta, y quiso agachar la cabeza para volver a beber del charco frente a ella. Nada importaba su orgullo si la sed vencía: una bestia hambrienta tiene por prioridad el alimento, independientemente del tipo de ser de que se tratara. Ella no era diferente, después de todo. De asesina inteligente y cruel, a una criatura guiada por instintos, ambas caras conformaban su persona, ambas naturalezas se entremezclaban. Aquella noche... Aquella maldita noche simplemente había vencido el instinto.
Pero, ¡ah! La sed... Y no sólo la sed, sino también el aura que desprendía el otro inmortal, la tenían tan ensimismada que había perdido no sólo la compostura, sino también el orgullo, algo que jamás en sus casi dos milenios de existencia la había abandonado. Porque la Ophelia que elegiría la muerte antes de mostrarse débil ante otro nunca se lo pensaría dos veces antes de matar a otro vampiro si éste tenía algo que ella quería con tanta intensidad como deseaba aquella sangre. Se estremeció levemente cuando el inmortal se agachó para ponerse a su altura. Como en trance, seguía con la mirada clavada en aquellos ojos que parecían relucir con el mismo color del líquido que ansiaba seguir bebiendo. Escarlata y fuego. Aquel ser tenía una esencia demasiado similar a la de aquel que una vez lo creó, ¿o quizá ya estaba delirando a causa de la desesperación? No era capaz de razonar lo bastante como para contestar a esa pregunta. ¿Qué importaba? ¿Qué más daba si la estaba tratando como a un infante, como a un ser inferior, si le daba el permiso que ella le pedía? Si le entregaba a la presa, todo lo demás le era indiferente.
- Quiero más... Quiero beber... Quiero saciar esta sed... De él... De vos... De toda criatura que se ponga en mi camino, hasta que no quede más que sangre a mi alrededor, y cuerpos pálidos como cascarones vacíos. -Su voz, dulce y delicada en contraposición a su naturaleza, salió de entre sus labios pintados con sangre de forma entrecortada. Su mirada vagaba entre el cuerpo que se desangraba, y el cuello del ser que se hallaba ante ella, incapaz de decidirse acerca de cuál le parecía más apetitoso. Un gemido de impaciencia se escapó de su garganta, y quiso agachar la cabeza para volver a beber del charco frente a ella. Nada importaba su orgullo si la sed vencía: una bestia hambrienta tiene por prioridad el alimento, independientemente del tipo de ser de que se tratara. Ella no era diferente, después de todo. De asesina inteligente y cruel, a una criatura guiada por instintos, ambas caras conformaban su persona, ambas naturalezas se entremezclaban. Aquella noche... Aquella maldita noche simplemente había vencido el instinto.
Ophelia M. Haborym- Vampiro Clase Alta
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Re: Empty Existence {Libre}
Así que ya había traspasado el límite, la divina sanguijuela. Bénédicte llevaba un tiempo más que suficiente esparciendo la muerte para reconocer esos ojos encendidos, el hambre precisa, el rumbo perdido. Poco a poco estaba cayendo en cuenta de que hasta la sangre hastiaba, y de que no bastaba con deshacerse del apetito físico, porque no había mente, humana o no, que conociera la saciedad.
Jugando con el cuello de sus ropas, Bénédicte tomó su tiempo para examinar la manera en que la vampiresa bebía del charco, imitando a los niños devorando los restos de comida. Impoluta, pero auténtica. Sin máscaras ni preocupaciones que fueran más allá de sus papilas gustativas. No obstante, eso no la volvía una criatura indefensa, ni mucho menos inocente. Poseía un horizonte tan amplio como sólo la inmortalidad podía entregar, por lo cual sus ambiciones iban abismantemente más lejos, saliendo de los márgenes de lo imaginable. Y aquella era, precisamente, la adicción de Bénédicte.
Luego de permitirle a la diablesa que ingiriera una buena cantidad, Demetrius se inclinó hasta quedar a la altura de la extraña y removió algo de la sangre que manchaba su rostro con la punta de los dedos.
— Hazlo. Acaba de limpiar este desorden, sigue conmigo, con hombres y mujeres, ancianos y niños. Haz que la ciudad se deshaga en tu boca. Y vuelve a repetirlo en los campos, lentamente, para que se esparza tu leyenda. — incitó Bénédicte, hasta que cambió la festividad por la solemnidad —. Pero me temo que volverás al mismo sitio. Esta sombra que llevas en la cara no es más que el presagio de la tragedia: podrías, ahora mismo, devorar Francia entera, y seguir teniendo hambre. ¿Entonces qué harías, comerte los pies o exponerte al sol? No, mademoiselle. La gallina de oro no se toca.
Hizo una pausa para llevarse los dedos ensangrentados a la boca, pero apenas tocó el fluido con la lengua; le faltaba ese aderezo del que sólo le proveía el miedo inocente de a quien se le han arrebatado las esperanzas. Fue ahí que algo le engrandeció la mirada.
— ¿Segura que es sangre lo que te hace falta?
Jugando con el cuello de sus ropas, Bénédicte tomó su tiempo para examinar la manera en que la vampiresa bebía del charco, imitando a los niños devorando los restos de comida. Impoluta, pero auténtica. Sin máscaras ni preocupaciones que fueran más allá de sus papilas gustativas. No obstante, eso no la volvía una criatura indefensa, ni mucho menos inocente. Poseía un horizonte tan amplio como sólo la inmortalidad podía entregar, por lo cual sus ambiciones iban abismantemente más lejos, saliendo de los márgenes de lo imaginable. Y aquella era, precisamente, la adicción de Bénédicte.
Luego de permitirle a la diablesa que ingiriera una buena cantidad, Demetrius se inclinó hasta quedar a la altura de la extraña y removió algo de la sangre que manchaba su rostro con la punta de los dedos.
— Hazlo. Acaba de limpiar este desorden, sigue conmigo, con hombres y mujeres, ancianos y niños. Haz que la ciudad se deshaga en tu boca. Y vuelve a repetirlo en los campos, lentamente, para que se esparza tu leyenda. — incitó Bénédicte, hasta que cambió la festividad por la solemnidad —. Pero me temo que volverás al mismo sitio. Esta sombra que llevas en la cara no es más que el presagio de la tragedia: podrías, ahora mismo, devorar Francia entera, y seguir teniendo hambre. ¿Entonces qué harías, comerte los pies o exponerte al sol? No, mademoiselle. La gallina de oro no se toca.
Hizo una pausa para llevarse los dedos ensangrentados a la boca, pero apenas tocó el fluido con la lengua; le faltaba ese aderezo del que sólo le proveía el miedo inocente de a quien se le han arrebatado las esperanzas. Fue ahí que algo le engrandeció la mirada.
— ¿Segura que es sangre lo que te hace falta?
Bénédicte Rivérieulx- Vampiro Clase Alta
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