AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Seguimos siendo lo que somos | Privado
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Seguimos siendo lo que somos | Privado
“Aunque mucho perdimos mucho queda. Y aunque ya no tenemos aquel vigor,
capaz de mover los cielos y la tierra, seguimos siendo lo que somos: indoblegables”
Paullina Simons.
capaz de mover los cielos y la tierra, seguimos siendo lo que somos: indoblegables”
Paullina Simons.
Hubo un tiempo, hacía tantos años que bien podría parecer otra vida, en el que se había sentido invencible. Capaz de todo. Inmortal. La juventud es engañosa, las fuerzas parecen crecer día a día a la par de los sueños. El espíritu de quien posee juventud es imposible de doblegar.
¿Qué sucede cuando las fuerzas se van extinguiendo y el alma comienza a cansarse? ¿Cómo puede vivir alguien que ya no confía en su propia determinación para alcanzar lo que se proponga? ¿Qué le mueve? ¿La sabiduría proveniente de todo lo aprendido ya? No. Inercia. Chantelle era simplemente incapaz de modificar el estado en el que su vida se hallaba, no podía dejar de hacer lo que hacía ni de ser quien era. Aunque lo quisiera, no podría ignorar que siempre sería una inquisidora.
Y porque no podía modificar lo que era, había acabado denunciando ante sus superiores a Fernand y a su maldita orden de rebeldes. ¿Qué más daba? Tomara la decisión que tomara, ella se sentiría horrible: una traidora. Si hablaba traicionaba a su amigo, si callaba traicionaba a Dios.
El plan era muy arriesgado… pero estaba bien cuidado, habían tenido una semana para armarlo y había sido arreglado cada mínimo detalle por los expertos en batallas.
Cabalgaron al amanecer hasta llegarse cerca del lugar en donde los hombres de Fernand solían entrenarse, según habían estudiado –gracias al dato certero de Chantelle- algunos vivían allí.
Se arriesgaban al ir a la luz del día, pero solo de esa forma podían estar seguros de que serían anulados los insurrectos vampiros que pudiera haber, cuantos menos mejor. El objetivo no era matar a los rebeldes –aunque lo harían sin dudarlo si ellos presentaban batalla-, sino que buscarían doblegarlos, que se arrepintiesen y desearan volver a las filas santas. Querían destruir sus armas, esa era la meta y para eso estaban preparados.
Chantelle no estaba al mando -no le correspondía ni siquiera estar allí en realidad, mas estaba y era parte de aquello-, pero el líder de los soldados era un buen amigo suyo y le daba el lugar que alguien con su trayectoria merecía.
-No sé por qué has querido venir –le dijo mientras dejaban los caballos. De allí en más el grupo de unos treinta soldados seguiría a pie-. Deberías quedarte aquí, Chantelle. Ya has hecho suficiente.
-¿Dudas de mi capacidad para pelear, Pierre? –se ofendió, aunque sabía que ya no tenía veinte años. Fue suficiente para que su compañero dejara el tema.
No podía no ir. No podía simplemente entregar a Fernand y luego no hacerse cargo de su traición. ¿Y si él moría allí esa mañana? Al menos Chantelle tendría el valor de ver lo que había hecho, lo que ella misma había provocado. Estaba allí esa fría mañana porque debía hacerse cargo de sus actos, para bien o para mal.
Tenían el lugar rodeado, se acercarían de a poco dispuestos a incendiar la dichosa armería y si los insurrectos salían de la edificación, huyendo como ratas, allí los estarían esperando.
“Dios, que Fernand no se encuentre aquí”, rezó mientras avanzaba hacia el lugar junto a su pequeño grupo de compañeros. Y se sintió la más hipócrita de las mujeres.
Chantelle Reuven- Inquisidor Clase Alta
- Mensajes : 60
Fecha de inscripción : 06/02/2017
Re: Seguimos siendo lo que somos | Privado
Fernand era un hombre de guerra; siempre trazaba una estrategia para alcanzar sus objetivos. Si se deshiciera de esa aura, sería un hombre como todos los otros. Aquella vez tuvo que serlo, cuando tras una jornada común y corriente en la armería clandestina, llegó un muchacho corriendo, irrumpiendo en el lugar. Algo importante tenía que decir.
— Respira, muchacho. — dijo sujetando al esmirriado niño para que regulara el ritmo de su corazón— ¿Qué viste?
— Se aproxima… una tropa de extraños armados. — dijo a duras penas, pero bastó para que todos los presentes se pusieran alerta. Podían significar muy buenas o paupérrimas noticias.
Varias voces, a su manera, preguntaron cómo eran. El pequeño, desde su visión, sólo pudo aportar que iban sobre los caballos más bellos que hubiera visto y que de ellos cargaban ostentosos crucifijos. No necesitaban más. La Inquisición estaba en camino, y los visitaba en su peor momento. Pocas armas y municiones. Tendrían que bastar. ¡Tenían que hacerlo!
— Halphen, Gounelle, Girard. — llamó Fernand — Preparen las armas. Prepárense para la batalla.
Se movieron al instante. El tiempo se transformó en su recurso más importante. Un segundo de demora podía hacer la diferencia entre un arma cargada y un cadáver. Una vez listos, Fernand se elevó sobre una de las cajas y llamó la atención de la Orden de los Insurrectos.
— Hermanos, estamos en guerra, ¿de acuerdo? Quiero cada centímetro de campo vigilado. Halphen, ve por la parte del río. Gounelle, tu grupo por la izquierda. Girard, por el centro. Quien encuentre primero a los bastardos de la señal: Tres tiros seguidos, y de preferencia gasten los tiros con esos hijos de puta. ¿Entendido? ¡Viva la Orden de los Insurrectos! Vamos. Vayan, vayan. Rápido.
Con fervor, los hombres y mujeres se pusieron en marcha. Hicieron un barrido del perímetro, pero no encontraron nada. Volvieron con las manos vacías.
— Ni señal de esos desgraciados, Louvencourt. Los animales también están tranquilos.
— No importa. Quiero cada palmo de tierra registrado aquí.
La mayoría de los presentes reinició el rastreo, quedando únicamente un miembro adolescente y Fernand. El aire estaba detenido. El silencio sólo era interrumpido por el canto de los pájaros. Con aquella calma, Fernand pensaba que el enemigo efectivamente estaba muy distante, y que todo no había pasado de ser una falsa alarma, pero la Inquisición había ido a destruir el arsenal de la Orden de los Insurrectos y capturar al líder, que tantos problemas les habían causado.
Eso hasta que los primeros disparos rompieron las ventanas. La reacción fue inmediata.
— Rápido, niño, recoge todo. Recarga las armas. Date prisa. — ordenó Fernand.
— Pero somos dos contra quién sabe cuántos, señor.
— ¡Me importa un carajo! No me entrego sin pelear.
El joven empezó a rezar al tiempo que hacía lo único que podía hacer: combatir y esperar que el resto de los hombres volviera a tiempo. Entretanto, como un terrible presentimiento, un pensamiento atravesó la cabeza de Fernand como una lanza mortal.
— Espero que estés ahí, Chantelle. Haz de cuenta que yo no soy importante en tu vida. — desafió.
Su voluntad de confrontarla era mucha, pero podía echar todo a perder.
— Respira, muchacho. — dijo sujetando al esmirriado niño para que regulara el ritmo de su corazón— ¿Qué viste?
— Se aproxima… una tropa de extraños armados. — dijo a duras penas, pero bastó para que todos los presentes se pusieran alerta. Podían significar muy buenas o paupérrimas noticias.
Varias voces, a su manera, preguntaron cómo eran. El pequeño, desde su visión, sólo pudo aportar que iban sobre los caballos más bellos que hubiera visto y que de ellos cargaban ostentosos crucifijos. No necesitaban más. La Inquisición estaba en camino, y los visitaba en su peor momento. Pocas armas y municiones. Tendrían que bastar. ¡Tenían que hacerlo!
— Halphen, Gounelle, Girard. — llamó Fernand — Preparen las armas. Prepárense para la batalla.
Se movieron al instante. El tiempo se transformó en su recurso más importante. Un segundo de demora podía hacer la diferencia entre un arma cargada y un cadáver. Una vez listos, Fernand se elevó sobre una de las cajas y llamó la atención de la Orden de los Insurrectos.
— Hermanos, estamos en guerra, ¿de acuerdo? Quiero cada centímetro de campo vigilado. Halphen, ve por la parte del río. Gounelle, tu grupo por la izquierda. Girard, por el centro. Quien encuentre primero a los bastardos de la señal: Tres tiros seguidos, y de preferencia gasten los tiros con esos hijos de puta. ¿Entendido? ¡Viva la Orden de los Insurrectos! Vamos. Vayan, vayan. Rápido.
Con fervor, los hombres y mujeres se pusieron en marcha. Hicieron un barrido del perímetro, pero no encontraron nada. Volvieron con las manos vacías.
— Ni señal de esos desgraciados, Louvencourt. Los animales también están tranquilos.
— No importa. Quiero cada palmo de tierra registrado aquí.
La mayoría de los presentes reinició el rastreo, quedando únicamente un miembro adolescente y Fernand. El aire estaba detenido. El silencio sólo era interrumpido por el canto de los pájaros. Con aquella calma, Fernand pensaba que el enemigo efectivamente estaba muy distante, y que todo no había pasado de ser una falsa alarma, pero la Inquisición había ido a destruir el arsenal de la Orden de los Insurrectos y capturar al líder, que tantos problemas les habían causado.
Eso hasta que los primeros disparos rompieron las ventanas. La reacción fue inmediata.
— Rápido, niño, recoge todo. Recarga las armas. Date prisa. — ordenó Fernand.
— Pero somos dos contra quién sabe cuántos, señor.
— ¡Me importa un carajo! No me entrego sin pelear.
El joven empezó a rezar al tiempo que hacía lo único que podía hacer: combatir y esperar que el resto de los hombres volviera a tiempo. Entretanto, como un terrible presentimiento, un pensamiento atravesó la cabeza de Fernand como una lanza mortal.
— Espero que estés ahí, Chantelle. Haz de cuenta que yo no soy importante en tu vida. — desafió.
Su voluntad de confrontarla era mucha, pero podía echar todo a perder.
Fernand de Louvencourt- Licántropo Clase Alta
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Fecha de inscripción : 17/03/2017
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Re: Seguimos siendo lo que somos | Privado
Había funcionado, los rebeldes habían salido de su guarida como moscas directas a la miel. Con suerte no habrían dejado más que una guardia mínima de hombres custodiando su arsenal, ese que el grupo de inquisidores entre los que Chantelle se encontraba debía destruir.
Mientras los hombres se organizaban para ver quienes entraban primero y quienes custodiaban la retaguardia, mientras encendían las antorchas con las que pretendían incendiar el lugar, Chantelle hizo lo que siempre hacía antes de una misión así: tomó su pistola, que brillaba lustrosa, y envolvió en su cañón un rosario pequeño.
¿Dónde estaría él? Lo cierto era que Fernand se había vuelto impredecible para ella, le había costado leerlo la última vez que se habían visto. Por un lado, Chantelle creía que él de seguro estaría a la cabeza del grupo que había salido al encuentro de los inquisidores… por otra parte, sabía bien que él no dejaría sin custodia las armas, era muy inteligente, más que algunos de los inquisidores que la rodeaban en esos momentos.
-¡Destruyan todo! –gritó Pierre-. ¡Y recuerden que si ven a de Louvencourt deben capturarlo con vida!
Los soldados no tardaron en hacer añicos las ventanas. Ingresaron confiados, sabiendo que el grueso de las filas enemigas había caído en la trampa, corriendo hacía donde los estaban esperando con brazos abiertos y armas cargadas.
Chantelle siguió a sus compañeros, que rápidamente se dividieron. Un grupo de cinco hombres se dispuso a buscar las provisiones de alimento y armamento de los rebeldes, en cuanto ellos encendieran el fuego tendrían que salir todos del lugar, pero mientras tanto el grupo de Chantelle podría buscar cualquier tipo de información que les sirviera para detectar a tiempo futuros ataques que los insurrectos tuviesen planeados.
Se metió en un pequeño cuarto, en la mesa había un mapa extendido y algunas cruces negras marcaban distintos puntos de la ciudad, ¿qué significaba? Sin detenerse a pensar demasiado, Chantelle lo enrolló y escondió entre sus ropas. Desde afuera le llegaban ruidos de pelea…
“Sí que te conozco, Fernand”, se dijo al ver que no se había equivocado, él había dejado una guardia de rebeldes en el lugar.
Claro que no contaba con que él mismo se hubiese quedado, hacía unos minutos el pensamiento había surcado su mente pero se había ido veloz. ¡No podía creer que él estuviese allí, peleando!
Dos de sus compañeros acabaron reducidos por Fernand, sin que tuviese que emplear demasiada fuerza. ¡Malditos inquisidores! ¿Es que nunca iban a entrenar lo suficiente? Cuando Fernand ya iba por el tercer contrincante, Chantelle hizo lo que se suponía que debía hacer. Salió completamente del escondite que la pared le brindaba y apuntó con su arma –de la que colgaba el rosario gastado por tantos rezos- directamente a él, a su amigo querido, a su compañero, a uno de los hombres que más admiraba…
-¡Ya basta, Fernand! –dijo, sorprendida de que su voz no temblase-. Somos más que tú y en menos de dos minutos todo esto arderá, así que ya basta. Ríndete, ríndete y ven conmigo.
Mientras los hombres se organizaban para ver quienes entraban primero y quienes custodiaban la retaguardia, mientras encendían las antorchas con las que pretendían incendiar el lugar, Chantelle hizo lo que siempre hacía antes de una misión así: tomó su pistola, que brillaba lustrosa, y envolvió en su cañón un rosario pequeño.
¿Dónde estaría él? Lo cierto era que Fernand se había vuelto impredecible para ella, le había costado leerlo la última vez que se habían visto. Por un lado, Chantelle creía que él de seguro estaría a la cabeza del grupo que había salido al encuentro de los inquisidores… por otra parte, sabía bien que él no dejaría sin custodia las armas, era muy inteligente, más que algunos de los inquisidores que la rodeaban en esos momentos.
-¡Destruyan todo! –gritó Pierre-. ¡Y recuerden que si ven a de Louvencourt deben capturarlo con vida!
Los soldados no tardaron en hacer añicos las ventanas. Ingresaron confiados, sabiendo que el grueso de las filas enemigas había caído en la trampa, corriendo hacía donde los estaban esperando con brazos abiertos y armas cargadas.
Chantelle siguió a sus compañeros, que rápidamente se dividieron. Un grupo de cinco hombres se dispuso a buscar las provisiones de alimento y armamento de los rebeldes, en cuanto ellos encendieran el fuego tendrían que salir todos del lugar, pero mientras tanto el grupo de Chantelle podría buscar cualquier tipo de información que les sirviera para detectar a tiempo futuros ataques que los insurrectos tuviesen planeados.
Se metió en un pequeño cuarto, en la mesa había un mapa extendido y algunas cruces negras marcaban distintos puntos de la ciudad, ¿qué significaba? Sin detenerse a pensar demasiado, Chantelle lo enrolló y escondió entre sus ropas. Desde afuera le llegaban ruidos de pelea…
“Sí que te conozco, Fernand”, se dijo al ver que no se había equivocado, él había dejado una guardia de rebeldes en el lugar.
Claro que no contaba con que él mismo se hubiese quedado, hacía unos minutos el pensamiento había surcado su mente pero se había ido veloz. ¡No podía creer que él estuviese allí, peleando!
Dos de sus compañeros acabaron reducidos por Fernand, sin que tuviese que emplear demasiada fuerza. ¡Malditos inquisidores! ¿Es que nunca iban a entrenar lo suficiente? Cuando Fernand ya iba por el tercer contrincante, Chantelle hizo lo que se suponía que debía hacer. Salió completamente del escondite que la pared le brindaba y apuntó con su arma –de la que colgaba el rosario gastado por tantos rezos- directamente a él, a su amigo querido, a su compañero, a uno de los hombres que más admiraba…
-¡Ya basta, Fernand! –dijo, sorprendida de que su voz no temblase-. Somos más que tú y en menos de dos minutos todo esto arderá, así que ya basta. Ríndete, ríndete y ven conmigo.
Chantelle Reuven- Inquisidor Clase Alta
- Mensajes : 60
Fecha de inscripción : 06/02/2017
Re: Seguimos siendo lo que somos | Privado
Solos contra el mundo, dos hombres se posicionaron tras las ventanas y comenzaron a disparar. No se necesitaba ser un genio para llegar a una fatal conclusión: O llegaban más hombres o estaban acabados.
— Dios te salve María, llena eres de gracia… — recitaba el más joven. Fernand apenas lo oía, pues no conseguía callar el clamor de sus propios pensamientos.
Un disparo tras otro que no servían para detener el ataque. El caudillo llevaba suficientes años de experiencia como para saberlo. Su fin no era acabar con el enemigo, ya que era imposible, sino generar la mayor cantidad de ruido para alertar a sus compañeros y amigos. Mientras antes llegaran, menor daño recibirían. Las probabilidades de salir con vida aumentarían.
— Acércate. Acércate, canalla. Muere. — murmuraba al tiempo que a su blanco apuntaba e, inmediatamente después, disparaba.
De pronto fue todo junto. El arsenal, la Orden de los Insurrectos y los Inquisidores. Al final apareció la vida. No la propia, sino la del desgraciado muchacho. Una situación tan apremiante requería de un plan de acción inmediato. Cuando no se podía evitar el mal, era deber del comandante amortiguarlo. El mal menor, algo que Fernand odiaba hacer. Habló fuerte a su compañero, sin voltear a mirarlo; no había tiempo para ello.
— ¡Correrás por la parte de atrás y buscarás a los demás! ¡Que vengan aquí, pero ya! — dijo enfático, dejando claro que no lo iba a acompañar — Siempre debe haber un Insurrecto custodiando las armas. ¡Anda, rápido!
El chico se fue y el licántropo quedó solo, dependiendo únicamente de la voluntad de Dios y de sus pies. Se enfrentó directamente con sus contrincantes en cosa de segundos, ignorando el dolor de una bala que había impactado en su hombro derecho. El bravío de su salvaje sangre lo empujaba a luchar. Ya se habría rendido de ser un humano mortal. El lugar ardía, pero no era preocupante; sus hombres sabían qué hacer.
Lo que no sabía era enfrentarse a Chantelle, que fue exactamente lo que pasó cuando ella lo acorraló.
— Esto… esto era lo que te molestaba ese día. Qué bien guardado te lo tenías. — murmuró, sin verla.
De haber planeado la situación, jamás la hubiese mirado, como el máximo repudio a demostrar en su lugar. No obstante, nada estaba trazado. No lo había hecho por negación. Pero ahora la realidad le escupía en la cara, y fue así que tuvo el coraje de girarse y ver a los ojos a la doblemente traidora. Qué hubiera dado por escuchar esas mismas palabras días atrás.
— ¿Qué vas a hacer? ¿Me vas a disparar, degollar o torturar antes de matar? Hay tantas opciones, pero no vas a matarme. Ya lo hubieras hecho. Algo tienen esos bastardos para mí. Tenemos una dicotomía, porque no puedes llevarme a mí y al mismo tiempo el arsenal. Nos enseñaron los mismos tutores, lo sabes. No hay tiempo. — desafió el ser sobrenatural. — Decide pronto, Chantelle. Los disparos, todo este escándalo, ya fue oído. La mayoría de mis hombres no son como los tuyos; algunos no se han alimentado desde ayer y están hambrientos, fuertes e impacientes. Tienes dos minutos como máximo para llevarte el botín que elijas o salir con las manos vacías.
O las armas o Fernand.
— Dios te salve María, llena eres de gracia… — recitaba el más joven. Fernand apenas lo oía, pues no conseguía callar el clamor de sus propios pensamientos.
Un disparo tras otro que no servían para detener el ataque. El caudillo llevaba suficientes años de experiencia como para saberlo. Su fin no era acabar con el enemigo, ya que era imposible, sino generar la mayor cantidad de ruido para alertar a sus compañeros y amigos. Mientras antes llegaran, menor daño recibirían. Las probabilidades de salir con vida aumentarían.
— Acércate. Acércate, canalla. Muere. — murmuraba al tiempo que a su blanco apuntaba e, inmediatamente después, disparaba.
De pronto fue todo junto. El arsenal, la Orden de los Insurrectos y los Inquisidores. Al final apareció la vida. No la propia, sino la del desgraciado muchacho. Una situación tan apremiante requería de un plan de acción inmediato. Cuando no se podía evitar el mal, era deber del comandante amortiguarlo. El mal menor, algo que Fernand odiaba hacer. Habló fuerte a su compañero, sin voltear a mirarlo; no había tiempo para ello.
— ¡Correrás por la parte de atrás y buscarás a los demás! ¡Que vengan aquí, pero ya! — dijo enfático, dejando claro que no lo iba a acompañar — Siempre debe haber un Insurrecto custodiando las armas. ¡Anda, rápido!
El chico se fue y el licántropo quedó solo, dependiendo únicamente de la voluntad de Dios y de sus pies. Se enfrentó directamente con sus contrincantes en cosa de segundos, ignorando el dolor de una bala que había impactado en su hombro derecho. El bravío de su salvaje sangre lo empujaba a luchar. Ya se habría rendido de ser un humano mortal. El lugar ardía, pero no era preocupante; sus hombres sabían qué hacer.
Lo que no sabía era enfrentarse a Chantelle, que fue exactamente lo que pasó cuando ella lo acorraló.
— Esto… esto era lo que te molestaba ese día. Qué bien guardado te lo tenías. — murmuró, sin verla.
De haber planeado la situación, jamás la hubiese mirado, como el máximo repudio a demostrar en su lugar. No obstante, nada estaba trazado. No lo había hecho por negación. Pero ahora la realidad le escupía en la cara, y fue así que tuvo el coraje de girarse y ver a los ojos a la doblemente traidora. Qué hubiera dado por escuchar esas mismas palabras días atrás.
— ¿Qué vas a hacer? ¿Me vas a disparar, degollar o torturar antes de matar? Hay tantas opciones, pero no vas a matarme. Ya lo hubieras hecho. Algo tienen esos bastardos para mí. Tenemos una dicotomía, porque no puedes llevarme a mí y al mismo tiempo el arsenal. Nos enseñaron los mismos tutores, lo sabes. No hay tiempo. — desafió el ser sobrenatural. — Decide pronto, Chantelle. Los disparos, todo este escándalo, ya fue oído. La mayoría de mis hombres no son como los tuyos; algunos no se han alimentado desde ayer y están hambrientos, fuertes e impacientes. Tienes dos minutos como máximo para llevarte el botín que elijas o salir con las manos vacías.
O las armas o Fernand.
Fernand de Louvencourt- Licántropo Clase Alta
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Re: Seguimos siendo lo que somos | Privado
Todo aquello tenía que ser rápido, tenía que acabar pronto, no había tiempo para perder hablando, pero aún así Chantelle no podía evitarlo porque era una mujer que acostumbraba dar explicaciones sobre todos sus actos y estos, que la llevaban a traicionar a un amigo, no iban a quedar fuera de eso. No podría jamás dejar de ser quien era: una espía, alguien que vivía denunciando a otros.
-Quise advertirte –le dijo y se acercó lentamente a él, cada paso le pesaba como si sus zapatos estuviesen hechos con hierro-, de hecho lo hice, Fernand. Te dije que pronto esto ocurriría, me puse en peligro por ti y…
Tuvo que callar pues entraron más inquisidores, refuerzos que le ayudarían a hacer una de las peores cosas, arrestar a quien más admiraba.
-Te elijo a ti –le respondió, tal vez tardíamente-, que ardan las armas, ¿qué importa eso ya? Tú eres el arma que más daño puede hacer a nuestra sociedad. Nos vamos –su voz era firme y ella no podía creerlo-. Caballeros, este es Fernand de Louvencourt y se viene con nosotros.
Pese a que dio la orden, como si estuviese en verdad al mando, fue ella misma la que avanzó. Bajó su arma y se acercó a él mientras sus cuatro compañeros le apuntaban con sus armas, llenas con balas de plata. Era horrible, valerse de saber el daño que ese metal podría hacerle a él para tener la seguridad de que podrían llevárselo de allí, pero Chantelle estaba segura de ser ella misma una mujer terrible, sin códigos ni valores intactos ya. Todos los había corrompido la sagrada orden, todo lo había traicionado ya por seguir a Cristo. ¡Ojalá hubiese seguido a Fernand cuando tuvo la oportunidad! ¡Cuánto deseaba volver el tiempo atrás y decirle que sí, que sí quería ser parte de los insurrectos! Pero era imposible, ya nada podía cambiar, ella era una espía de la Santa Inquisición y estaba haciendo lo que debía allí.
-Intentaré protegerte –le susurró en cuanto se acercó a él-, sé que no me creerás, pero intentaré que no te dañen. Sólo haz lo que te digan y no…
Un estruendo. El techo se desmoronó a un costado de aquel refugio, las llamas de fuego habían comenzado a consumir todo allí y el techo no era la excepción, ya ardía; Chantelle fue consiente de cuanto calor hacía y de lo espeso que el aire se tornaba. Y lo peor: no podían salir por donde habían entrado, por allí ya todo estaba en llamas.
-¡Salgamos de aquí! ¡Ya tenemos al mal nacido! –gritó alguien, uno de sus compañeros pero el humo le impedía distinguir el rostro-. ¿Por dónde, de Louvencourt? ¿Cuál es la otra salida?
-Fernand –susurró ella, pero tuvo el buen tino de callar.
¿Qué iba a susurrarle? ¿Qué no cometiese una locura? ¿Justo a él que gustaba de vivir al límite? Pero no lo creía capaz de algo así, al menos quería creerlo… Podía marcarles el camino hacia la otra salida y vivir junto con ellos, o callar y condenarlos –y condenarse- a morir allí adentro.
-Quise advertirte –le dijo y se acercó lentamente a él, cada paso le pesaba como si sus zapatos estuviesen hechos con hierro-, de hecho lo hice, Fernand. Te dije que pronto esto ocurriría, me puse en peligro por ti y…
Tuvo que callar pues entraron más inquisidores, refuerzos que le ayudarían a hacer una de las peores cosas, arrestar a quien más admiraba.
-Te elijo a ti –le respondió, tal vez tardíamente-, que ardan las armas, ¿qué importa eso ya? Tú eres el arma que más daño puede hacer a nuestra sociedad. Nos vamos –su voz era firme y ella no podía creerlo-. Caballeros, este es Fernand de Louvencourt y se viene con nosotros.
Pese a que dio la orden, como si estuviese en verdad al mando, fue ella misma la que avanzó. Bajó su arma y se acercó a él mientras sus cuatro compañeros le apuntaban con sus armas, llenas con balas de plata. Era horrible, valerse de saber el daño que ese metal podría hacerle a él para tener la seguridad de que podrían llevárselo de allí, pero Chantelle estaba segura de ser ella misma una mujer terrible, sin códigos ni valores intactos ya. Todos los había corrompido la sagrada orden, todo lo había traicionado ya por seguir a Cristo. ¡Ojalá hubiese seguido a Fernand cuando tuvo la oportunidad! ¡Cuánto deseaba volver el tiempo atrás y decirle que sí, que sí quería ser parte de los insurrectos! Pero era imposible, ya nada podía cambiar, ella era una espía de la Santa Inquisición y estaba haciendo lo que debía allí.
-Intentaré protegerte –le susurró en cuanto se acercó a él-, sé que no me creerás, pero intentaré que no te dañen. Sólo haz lo que te digan y no…
Un estruendo. El techo se desmoronó a un costado de aquel refugio, las llamas de fuego habían comenzado a consumir todo allí y el techo no era la excepción, ya ardía; Chantelle fue consiente de cuanto calor hacía y de lo espeso que el aire se tornaba. Y lo peor: no podían salir por donde habían entrado, por allí ya todo estaba en llamas.
-¡Salgamos de aquí! ¡Ya tenemos al mal nacido! –gritó alguien, uno de sus compañeros pero el humo le impedía distinguir el rostro-. ¿Por dónde, de Louvencourt? ¿Cuál es la otra salida?
-Fernand –susurró ella, pero tuvo el buen tino de callar.
¿Qué iba a susurrarle? ¿Qué no cometiese una locura? ¿Justo a él que gustaba de vivir al límite? Pero no lo creía capaz de algo así, al menos quería creerlo… Podía marcarles el camino hacia la otra salida y vivir junto con ellos, o callar y condenarlos –y condenarse- a morir allí adentro.
Chantelle Reuven- Inquisidor Clase Alta
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Fecha de inscripción : 06/02/2017
Re: Seguimos siendo lo que somos | Privado
Esa era la Chantelle que conocía: intrépida e inmediata. No importaba cuánto dudara de su decisión, actuaba. Así había sido entrenada, para que las urgencias no bloquearan su mente.
— Bien hecho, Chantelle — expresó el caudillo cuando su eterna amistad mandó el arsenal al demonio. Él, en su lugar, hubiera actuado igual. Pero no la miró cuando oyó su susurro. En vez de eso, se preguntó por qué se esmeraba en reconquistar esperanzas perdidas.
Un líder jamás estaba a salvo; mucho menos podía ser protegido. Estaba ahí para poner pecho a las balas. Cada día se jugaba la libertad de la sangre, de su sangre. El desmoronamiento de la estructura era una prueba más de lo que esperaba: muerte y riesgo de muerte.
Fue llamado por Chantelle, como si se le pidiera ayuda, pero Fernand sólo se dispuso a esperar. Cerró los ojos y se abstrajo unos segundos. Había reflexionado por tanto tiempo que estaba consciente de que moriría en batalla o en medio de una ejecución pública, motivo por el cual no pensaba casarse ni dejar descendencia. Él tomaba en cuenta que, si su cabeza rodaba, las de sus vástagos le seguirían. ¿Por qué no morir en ese mismo instante, junto con esos gusanos y una vieja amistad? No parecía tan malo, pero algo le molestaba. Abrió los ojos con las pupilas dilatadas cuando halló la razón: si perdía la vida, se llevaría un puñado de títeres de la inquisición; ningún líder o autoridad de la cúspide. Ni siquiera le haría cosquillas a la institución que le había lavado el cerebro por años. Pero él debía seguir vivo, hasta que la cabeza de Inquisición cayera.
De mala gana, golpeó el piso con los pies, sonando hueco debajo. Guiaba a un túnel subterráneo que conectaba el arsenal con un pueblo cercano. No lo había utilizado para no abandonar las armas, pero ahora era la única vía de escape.
— Adelante. — desafió Fernand, aprisionado y todo, más altivo que nunca — Has traído a cien. Llévame ante mil y que me conviertan en mártir. La sangre les beba y el corazón les parta. A tus amigos, asesinos, bestias sedientas de almas y poder. Salga vivo o muerto de esto, llevaré la victoria a mis camaradas. Y si no, no soy digno de la libertad.
— Bien hecho, Chantelle — expresó el caudillo cuando su eterna amistad mandó el arsenal al demonio. Él, en su lugar, hubiera actuado igual. Pero no la miró cuando oyó su susurro. En vez de eso, se preguntó por qué se esmeraba en reconquistar esperanzas perdidas.
Un líder jamás estaba a salvo; mucho menos podía ser protegido. Estaba ahí para poner pecho a las balas. Cada día se jugaba la libertad de la sangre, de su sangre. El desmoronamiento de la estructura era una prueba más de lo que esperaba: muerte y riesgo de muerte.
Fue llamado por Chantelle, como si se le pidiera ayuda, pero Fernand sólo se dispuso a esperar. Cerró los ojos y se abstrajo unos segundos. Había reflexionado por tanto tiempo que estaba consciente de que moriría en batalla o en medio de una ejecución pública, motivo por el cual no pensaba casarse ni dejar descendencia. Él tomaba en cuenta que, si su cabeza rodaba, las de sus vástagos le seguirían. ¿Por qué no morir en ese mismo instante, junto con esos gusanos y una vieja amistad? No parecía tan malo, pero algo le molestaba. Abrió los ojos con las pupilas dilatadas cuando halló la razón: si perdía la vida, se llevaría un puñado de títeres de la inquisición; ningún líder o autoridad de la cúspide. Ni siquiera le haría cosquillas a la institución que le había lavado el cerebro por años. Pero él debía seguir vivo, hasta que la cabeza de Inquisición cayera.
De mala gana, golpeó el piso con los pies, sonando hueco debajo. Guiaba a un túnel subterráneo que conectaba el arsenal con un pueblo cercano. No lo había utilizado para no abandonar las armas, pero ahora era la única vía de escape.
— Adelante. — desafió Fernand, aprisionado y todo, más altivo que nunca — Has traído a cien. Llévame ante mil y que me conviertan en mártir. La sangre les beba y el corazón les parta. A tus amigos, asesinos, bestias sedientas de almas y poder. Salga vivo o muerto de esto, llevaré la victoria a mis camaradas. Y si no, no soy digno de la libertad.
Fernand de Louvencourt- Licántropo Clase Alta
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Re: Seguimos siendo lo que somos | Privado
-¿Acaso no eres tú también un asesino, Fernand? –le preguntó, admirada y contrariada a la vez al oír su apasionada declaración. Le había sonado increíblemente ambigua-. Todos lo somos, nadie tiene las manos limpias aquí y aunque te pese tú no eres mejor que nosotros, no eres más digno de vivir que yo. La diferencia es que yo debo obediencia a mis superiores y por eso hago lo que hago, tú en cambio pudiendo ser libre elijes esta vida. Y no me digas que lo haces para liberar a otros porque eso no es real, ninguno de los que murió hoy aquí era libre.
¿Por qué tenía que ser tan soberbio? ¿Por qué simplemente no se dejaba ayudar? Chantelle se sintió dolida como amiga al notar como él desechaba la idea de ser ayudado por ella en un futuro, de ser protegido, pero tampoco podía decirle nada. ¿Ella se escandalizaba cuando había sido la primera en traicionar la amistad que tenían? La primera en faltar el respeto… ¡Si tan solo pudiera ser como Fernand! ¡Si pudiera separar perfectamente los sentimientos! Chantelle no podía, ni siquiera estando allí tan cerca del fuego.
No había tiempo que perder y todos lo sabían. Los soldados no tardaron en dejar un libre acceso al túnel que Fernand les había enseñado. Primero bajó Chantelle, tras ella metieron al prisionero y luego comenzaron a bajar los demás.
-¡Una farola! –pidió ella al notar el olor a humedad de allí abajo y la estrechez de las paredes-. ¡Necesitamos luz aquí abajo!
Elevó la antorcha que le pasaron y asumió con integridad el rol que tácitamente le habían asignado, el de abrir la marcha. Suponía que todos la seguían, pero no perdía tiempo en mirar hacia atrás. Solo sentía la presencia de Fernand cerca y aunque eso podía incomodar a cualquiera –después de todo era el líder de los Insurrectos, temible y feroz licántropo- a ella le daba seguridad.
-¿En cuánto tiempo crees que saldremos de los túneles? –le preguntó, suponiendo que sabría-. ¿Qué harás cuando estés frente a la líder de la facción uno? Te advierto que ella no es como su padre, Fernand.
La altura era la justa, tan así era que ella creía que algunos de sus compañeros deberían avanzar algo encorvados para que al caminar sus cabezas no rozasen el techo. Quien había hecho eso les había salvado la vida –de momento- sin saberlo.
¿Por qué tenía que ser tan soberbio? ¿Por qué simplemente no se dejaba ayudar? Chantelle se sintió dolida como amiga al notar como él desechaba la idea de ser ayudado por ella en un futuro, de ser protegido, pero tampoco podía decirle nada. ¿Ella se escandalizaba cuando había sido la primera en traicionar la amistad que tenían? La primera en faltar el respeto… ¡Si tan solo pudiera ser como Fernand! ¡Si pudiera separar perfectamente los sentimientos! Chantelle no podía, ni siquiera estando allí tan cerca del fuego.
No había tiempo que perder y todos lo sabían. Los soldados no tardaron en dejar un libre acceso al túnel que Fernand les había enseñado. Primero bajó Chantelle, tras ella metieron al prisionero y luego comenzaron a bajar los demás.
-¡Una farola! –pidió ella al notar el olor a humedad de allí abajo y la estrechez de las paredes-. ¡Necesitamos luz aquí abajo!
Elevó la antorcha que le pasaron y asumió con integridad el rol que tácitamente le habían asignado, el de abrir la marcha. Suponía que todos la seguían, pero no perdía tiempo en mirar hacia atrás. Solo sentía la presencia de Fernand cerca y aunque eso podía incomodar a cualquiera –después de todo era el líder de los Insurrectos, temible y feroz licántropo- a ella le daba seguridad.
-¿En cuánto tiempo crees que saldremos de los túneles? –le preguntó, suponiendo que sabría-. ¿Qué harás cuando estés frente a la líder de la facción uno? Te advierto que ella no es como su padre, Fernand.
La altura era la justa, tan así era que ella creía que algunos de sus compañeros deberían avanzar algo encorvados para que al caminar sus cabezas no rozasen el techo. Quien había hecho eso les había salvado la vida –de momento- sin saberlo.
Chantelle Reuven- Inquisidor Clase Alta
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Re: Seguimos siendo lo que somos | Privado
Sólo eso le faltaba. Que lo llamaran asesino por defender a los que amaba y a sí mismo. No replicó; no tenía caso. Que siguiera pensando que no era libre; así era más fácil desprenderse de la responsabilidad. ¿Cómo no veía que cualquier individuo era libre sólo por el hecho de ser tal? ¿Quién le había dicho a su confidente que no podía elegir? Mentira. Él sabía que era mentira y con eso bastaba, por ahora. Chantelle era, en parte, otra víctima de las manipulaciones de la Inquisición. Y al mirarla a esa cara que acogía y amenazaba al mismo tiempo, se veía a sí mismo en el pasado, al Fernand joven e intenso que se enorgullecía con cada infiel llevado ante la justicia divina. No le correspondía a él zamarrear a Chantelle para hacerla cambiar de opinión; ya no eran unos críos y nadie podía inmiscuirse en sus decisiones, pero la experiencia de los años le vaticinaba que, eventualmente, la pelirroja se daría un golpe fuerte contra la institución que defendía, al igual que había acontecido con él. Esa era una batalla que no podía luchar por ella.
Resignado a lo que sabía de antemano, incluso durante la última vez en que la había instado a tomar otro camino, susurró a la mujer:
— Yo sí te di elección, Chantelle. No lo olvides.
Ya dentro de los túneles, donde les había indicado, dejó los ojos titubeantes de Chantelle y los conminó a concentrarse en lo que tenían hacia delante. Fue como si le hubiese cerrado las puertas. No ventilaría asuntos que eran de ambos frente a esa tropa de títeres que los seguían con afán. Podía ser que no tuviera otra oportunidad para decirle todo lo que pasaba por su mente, pero asumía el riesgo. A lo mejor, Chantelle no necesitaba saberlo. En cambio, los Insurrectos necesitaban que Fernand se mantuviera firme. Ya fuera que consiguiese librarse de las manos enemigas o que su cuerpo acabase esparcido por las calles de París, no bajaría la cabeza. No se trataba de él, sino de lo que representaba. Un ideal más grande. Un sueño que hasta el hartazgo habían intentado apartarle, en vano. Ni siquiera la advertencia de Chantelle le hizo farfullar; al jurar lealtad a los suyos, sabía que debía enfrentarse a cualquiera. Podían cambiar las fichas, pero nunca el juego. Al fin y al cabo, querían su cabeza. Pero Chantelle, ¿qué quería? ¿siquiera lo sabía?
"Me conformo con que no sea como tú", pensó Fernand.
De esas almas compradoras cuyo tacto afectuoso dejaba una sensación de hielo que calaba hasta los huesos.
Pronto se acabó el camino. Sólo había una salida: la puertecilla en el techo. Ya, que lo sacaran de ahí de una buena vez. No quería pasar un segundo más viéndoles las caras suprimidas.
Resignado a lo que sabía de antemano, incluso durante la última vez en que la había instado a tomar otro camino, susurró a la mujer:
— Yo sí te di elección, Chantelle. No lo olvides.
Ya dentro de los túneles, donde les había indicado, dejó los ojos titubeantes de Chantelle y los conminó a concentrarse en lo que tenían hacia delante. Fue como si le hubiese cerrado las puertas. No ventilaría asuntos que eran de ambos frente a esa tropa de títeres que los seguían con afán. Podía ser que no tuviera otra oportunidad para decirle todo lo que pasaba por su mente, pero asumía el riesgo. A lo mejor, Chantelle no necesitaba saberlo. En cambio, los Insurrectos necesitaban que Fernand se mantuviera firme. Ya fuera que consiguiese librarse de las manos enemigas o que su cuerpo acabase esparcido por las calles de París, no bajaría la cabeza. No se trataba de él, sino de lo que representaba. Un ideal más grande. Un sueño que hasta el hartazgo habían intentado apartarle, en vano. Ni siquiera la advertencia de Chantelle le hizo farfullar; al jurar lealtad a los suyos, sabía que debía enfrentarse a cualquiera. Podían cambiar las fichas, pero nunca el juego. Al fin y al cabo, querían su cabeza. Pero Chantelle, ¿qué quería? ¿siquiera lo sabía?
"Me conformo con que no sea como tú", pensó Fernand.
De esas almas compradoras cuyo tacto afectuoso dejaba una sensación de hielo que calaba hasta los huesos.
Pronto se acabó el camino. Sólo había una salida: la puertecilla en el techo. Ya, que lo sacaran de ahí de una buena vez. No quería pasar un segundo más viéndoles las caras suprimidas.
Fernand de Louvencourt- Licántropo Clase Alta
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Re: Seguimos siendo lo que somos | Privado
Estaba cansada porque ya no era la muchachita que había sido, el correr de los años –que parecía ir a paso lento en Fernand, por su condición eso era claro- se ensañaba con ella. Ya no estaba en edad de andar por túneles subterráneos escapando de humaredas… Chantelle se arrepentía de no haber aceptado el pase a la facción dos cuando se lo habían propuesto, de eso entre otras cosas.
Quería darle un punto final a la situación. Con cada gesto, en cada frase y mirada pedante, Fernand demostraba estar convencido de lo que hacía, de su modo de vida. Ya había arribado a esa conclusión antes y no solo sobre él, sino sobre la naturaleza de ambos: las personas no dejaban nunca de ser lo que eran, no se separaban de su esencia. Él era un rebelde, siempre lo había sido, y ella una mujer entregada a la obediencia. Nada iba a cambiar porque las naturalezas que poseían –tan opuestas entre sí- eran fuertes y poderosas, mucho más que cualquier palabra que pudiesen decir para intentar doblegar al otro.
Llegaron al final del túnel y Chantelle se asombró de que fuera tan corto el trayecto. ¿Acaso los había guiado a una trampa? ¿Estarían los rebeldes aguardando sobre sus cabezas a que ellos emergieran por aquella puertilla? Chantelle se giró, lámpara en mano, y miró a los ojos a Fernand durante algunos instantes para intentar adivinar si se conducían a un combate o no. Pero no podía esperar que él le dijese nada.
Como era la primera en la fila, Chantelle comenzó a subir los peldaños de madera húmeda para poder llegar a la superficie. Se le hizo difícil, solo contaba con una mano pues no podía deshacerse de la farola. En cambio, lo que no le costó demasiado fue abrir la escotilla –señal de que el lugar solía utilizarse a menudo- y era una suerte. Emergió a la claridad del día con temor, mirando hacia un lado y otro. Había tranquilidad allí, aunque a lo lejos –si miraba hacia el Este- la humareda se elevaba mostrando el lugar del que se habían alejado ellos a tiempo. Dejó el farol a un lado y empuñó su arma, estando alerta recorrió algunos metros –hasta la línea de árboles- y vio que estaba sola, no había nadie en las inmediaciones; de seguro los rebeldes habían huido y estaban ya muy lejos. Mejor así, ellos no importaban, los inquisidores solo buscaban a Fernand. Pasaron algunos minutos hasta que se inclinó para advertirle a sus compañeros que era seguro salir:
-¡La zona está despejada! ¡Es seguro el perímetro! –advirtió, sin perder el estado de alerta.
Mientras sus compañeros emergían, Chantelle oyó cascos a lo lejos. Un grupo se jinetes se acercaba a ellos y el resto de los hombres que salían del túnel la imitó, empuñando sus armas.
-Son nuestros compañeros –dijo ella cuando distinguió a algunos de los soldados que se acercaban en la delantera-. Llegan a tiempo.
Todo se sucedió con rapidez. Se decidió que era prioridad llevar al prisionero ante la líder de la facción cuanto antes.
-Recuerda, ella es de cuidado –le advirtió una vez más a Fernand antes de montar, le habían ofrecido ir en el mismo caballo que el prisionero pero ella se había negado, cuanto antes se despidiera de él mejor sería. No quería alargar más aquello, ya era un sinsentido.
Quería darle un punto final a la situación. Con cada gesto, en cada frase y mirada pedante, Fernand demostraba estar convencido de lo que hacía, de su modo de vida. Ya había arribado a esa conclusión antes y no solo sobre él, sino sobre la naturaleza de ambos: las personas no dejaban nunca de ser lo que eran, no se separaban de su esencia. Él era un rebelde, siempre lo había sido, y ella una mujer entregada a la obediencia. Nada iba a cambiar porque las naturalezas que poseían –tan opuestas entre sí- eran fuertes y poderosas, mucho más que cualquier palabra que pudiesen decir para intentar doblegar al otro.
Llegaron al final del túnel y Chantelle se asombró de que fuera tan corto el trayecto. ¿Acaso los había guiado a una trampa? ¿Estarían los rebeldes aguardando sobre sus cabezas a que ellos emergieran por aquella puertilla? Chantelle se giró, lámpara en mano, y miró a los ojos a Fernand durante algunos instantes para intentar adivinar si se conducían a un combate o no. Pero no podía esperar que él le dijese nada.
Como era la primera en la fila, Chantelle comenzó a subir los peldaños de madera húmeda para poder llegar a la superficie. Se le hizo difícil, solo contaba con una mano pues no podía deshacerse de la farola. En cambio, lo que no le costó demasiado fue abrir la escotilla –señal de que el lugar solía utilizarse a menudo- y era una suerte. Emergió a la claridad del día con temor, mirando hacia un lado y otro. Había tranquilidad allí, aunque a lo lejos –si miraba hacia el Este- la humareda se elevaba mostrando el lugar del que se habían alejado ellos a tiempo. Dejó el farol a un lado y empuñó su arma, estando alerta recorrió algunos metros –hasta la línea de árboles- y vio que estaba sola, no había nadie en las inmediaciones; de seguro los rebeldes habían huido y estaban ya muy lejos. Mejor así, ellos no importaban, los inquisidores solo buscaban a Fernand. Pasaron algunos minutos hasta que se inclinó para advertirle a sus compañeros que era seguro salir:
-¡La zona está despejada! ¡Es seguro el perímetro! –advirtió, sin perder el estado de alerta.
Mientras sus compañeros emergían, Chantelle oyó cascos a lo lejos. Un grupo se jinetes se acercaba a ellos y el resto de los hombres que salían del túnel la imitó, empuñando sus armas.
-Son nuestros compañeros –dijo ella cuando distinguió a algunos de los soldados que se acercaban en la delantera-. Llegan a tiempo.
Todo se sucedió con rapidez. Se decidió que era prioridad llevar al prisionero ante la líder de la facción cuanto antes.
-Recuerda, ella es de cuidado –le advirtió una vez más a Fernand antes de montar, le habían ofrecido ir en el mismo caballo que el prisionero pero ella se había negado, cuanto antes se despidiera de él mejor sería. No quería alargar más aquello, ya era un sinsentido.
Chantelle Reuven- Inquisidor Clase Alta
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Re: Seguimos siendo lo que somos | Privado
Estaba abstraído. Su horizonte se había estrechado bruscamente para protegerlo. Su ambivalente Chantelle, ¿cuál sería su situación emocional? La compadecía en los próximos días, siendo amiga y enemiga, porque no podía ser una sin traicionar a la otra. Era así de conmovedor, sin embargo, que se esmerase en advertirle sobre el próximo encuentro, a pesar de la alta posibilidad de que su sentencia mediara entre la horca y la prisión de por vida. Querría ahorrarle las penurias de la tortura, pero ¿por qué? No la entendía. No quería hacerlo. Lo que Fernand quería era sacarla de allí, como un impulso estúpido y fantástico, tal como si una fuerza divina remeciera la tierra y pusiera todo en su lugar.
Pero nada pasaría, porque para que algo cambiara su lugar, primero debía existir la voluntad, y Chantelle no cedería, ni él tampoco. Por eso no le sorprendía que fuera ella quien lo llevara frente a una de las máximas autoridades en la Inquisición. Hasta lo agradecía, desde un punto de vista práctico, pero qué coraje le daba a su alma inconforme esa sumisión de parte de alguien a quien apreciaba, a pesar de todo. Y por ese mismo aprecio ignoró cada una de sus frases, porque no podían exhibir preocupación ante quienes los acompañaban, o ella también se metería en un conflicto del que no podría salir. Que los problemas se acabaran con él, y no fueran directamente a los hijos de Chantelle.
Vio llegar al resto de los hombres que acabarían de darle significado a su captura. Pasado ese punto, sus esperanzas serían mínimas. Dio esos pasos, cruzando la línea. Ya estaba. Nada que hacer, salvo esperar lo que fuera. Si venía una oportunidad, tenía que estar atento. Si llegaba la muerte, bienvenida fuera la puta.
Le tomó trabajo, pero no miró atrás; el ver cómo el arsenal ardía no ayudaría a la moral, y él debía estar completo por si había una próxima vez. Prefirió pensar que, cuando saliera de su prisión, vivo o muerto, ya habría un cese al fuego y la Orden de los Insurrectos estaría reabastecida gracias a un bergantín con cientos de fusiles. Y se alimentó de la calma de no haber dejado hijos sin padre ni de haber hecho viuda a una mujer. Con su muerte, Fernand era consciente de que sólo el nombre moriría, pero una poderosa esperanza se levantaría.
“Y así se enciende la llama de una rebelión: volviendo mártires a los precursores”
Pero nada pasaría, porque para que algo cambiara su lugar, primero debía existir la voluntad, y Chantelle no cedería, ni él tampoco. Por eso no le sorprendía que fuera ella quien lo llevara frente a una de las máximas autoridades en la Inquisición. Hasta lo agradecía, desde un punto de vista práctico, pero qué coraje le daba a su alma inconforme esa sumisión de parte de alguien a quien apreciaba, a pesar de todo. Y por ese mismo aprecio ignoró cada una de sus frases, porque no podían exhibir preocupación ante quienes los acompañaban, o ella también se metería en un conflicto del que no podría salir. Que los problemas se acabaran con él, y no fueran directamente a los hijos de Chantelle.
Vio llegar al resto de los hombres que acabarían de darle significado a su captura. Pasado ese punto, sus esperanzas serían mínimas. Dio esos pasos, cruzando la línea. Ya estaba. Nada que hacer, salvo esperar lo que fuera. Si venía una oportunidad, tenía que estar atento. Si llegaba la muerte, bienvenida fuera la puta.
Le tomó trabajo, pero no miró atrás; el ver cómo el arsenal ardía no ayudaría a la moral, y él debía estar completo por si había una próxima vez. Prefirió pensar que, cuando saliera de su prisión, vivo o muerto, ya habría un cese al fuego y la Orden de los Insurrectos estaría reabastecida gracias a un bergantín con cientos de fusiles. Y se alimentó de la calma de no haber dejado hijos sin padre ni de haber hecho viuda a una mujer. Con su muerte, Fernand era consciente de que sólo el nombre moriría, pero una poderosa esperanza se levantaría.
“Y así se enciende la llama de una rebelión: volviendo mártires a los precursores”
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Fernand de Louvencourt- Licántropo Clase Alta
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