der Magie und ihrer losen Enden ☼☾ Libre

"...su elemento es el Todo, su color el Infinito y el Blanco, su piedra es la piedra del Universo y el cristal de todos los minerales, su polaridad es sin sexo y su animal son todos los conocidos e imaginados. Tiene la virtud de la sanación y la sabiduría, y es asociada con la adivinación, la flexibilidad, el crecimiento, la sanación, imaginación, la inmortalidad, intuición, renovación, las visiones y vitalidad. Es divinidad. Es acción."

Y ante sus ojos tenía lo que alguna vez llamó casa.
Recordaba que por su abuelo en el lugar donde vivían, había un árbol en una de las salas bajas. Y sí, era una sala gigante para un árbol tan frondoso como el que recordaba, de raíces profundas y no profanas, ni destructivas con el hogar.
El techo era un gran agujero donde las hojas secas caían en otoño, los excrementos de algunos pájaros eran pan de cada día, pero por la servidumbre con su trabajo, lo valía al escuchar sus cantos.

El árbol, que desde el primer día que preguntó con el índice de una bebé y que entre sonrisas y miradas sabias, le dijeron que se llamaba sauce blanco y que al crecer un poco más, entendió en su totalidad al haberle sido explicado que era mágico y una barrera, se podía alcanzar con las manos y muchas de sus ramas colgantes, acariciaban las cabezas de los niños Rosenkreuz.
En invierno se cerraba aquella ala, demasiado fría para pretender una fogata con los vientos helados y la nieve entrar por el gran agujero que el extraño abuelo Christian decía era una tradición.

Un ensueño, su casa así lo había sido y Lylah se preguntaba si lo seguía siendo.
Permitió al viento ondear sus cabellos y vestido cuando abrió la puerta y notó el aroma de la vejez y el olvido, pero solo había que ver la belleza de lo que había prometido ser suyo y de sus hermanos en su totalidad, ya no tenía roca pero aún sí magia, sabiduría y calma.
Un templo, un santuario. - Tempel.- susurró en su idioma, tocando las paredes, dejándose llevar durante horas por los pasadizos de la planta baja.

Por fin llegó entre raíces y moho, flores y hongos pequeños a la estancia de sus recuerdos. Abrió las puertas de par en par y terminó cerrándolas tras de si, sus labios se abrieron un poco y sus ojos más.
Cuánta nostalgia y recuerdos, en todas las esquinas y en los objetos que se conservaban aún con las lluvias, el polvo, el calor, el tiempo, y a excepción de algunas pinturas que estaban ondeadas y descoloridas, otras eran mezclas de color extrañas, psicodélicas y una que otra relucía hermosa como si fueran inmortales en realidad.

- Manifiéstate, Fuego.- conjuró encendiendo la chimenea, moviendo la mano con la misma elegancia, porque ni en la soledad se iba lo sutil que era. El calor era lo que faltaba, siempre se mantenía la calidez en el modesto castillo que fue segundo y último hogar de su abuelo. Retiró la sábana blanca del diván con cuidado de no levantar mucho polvillo acumulado y se sentó, dejando de lado su bolsa, buscando una cantimplora que tenía con agua fresca de uno de los arroyos más cercanos.

Lylah limpió sus labios, cerrando los ojos y pronto se quedó dormida sobre mullidos almohadones que parecían estar hechos de nubes, llegar allí la había agotado. 

En sus sueños alguien lloraba, mientras observaba a una bestia extraña cruzar la sala y perderse tras el árbol.
El tintinear de las campanillas de metal lo escuchó muy lejos. ¿Eran las de la perfumería?¿Estaba soñado? ¿Un sueño dentro de otro sueño? No podía ser...sí, si podía, siempre podría.
La joven bruja no abrió los ojos, creyendo que aún estaba en la sala que más amaba y se encontró de nuevo despierta en Alemania y esa sala, como si comenzara de nuevo la película, como si se hubiese atrevido - lo había hecho - a volver al lugar donde habían asesinado a la mayoría de su familia.

Quien entrara en la perfumería la Rosa de los Vientos, luego del pequeño ladronzuelo que se coló al interior, muy al interior donde nadie más debía, a parte de relajarse y perderse en sus suaves aromas, vería una acogedora y bella tienda dividida en dos lugares, una modesta sala de estar para los clientes de pedidos mediatos, con muebles blancos, flores frescas y libros, y el lugar donde se exhibían las fragancias ya existentes, los jabones, aceites y cremas, las tinturas y otras cosillas, junto a la caja. Sentaba sobre una alta banqueta, apoyada con uno de los codos en el mostrador se hallaba la durmiente meciéndose dormida.

Unos cuantos tirabuzones rubios caían por su rostro. Nada de magia a la vista visible y superflua, un lugar más de vanidad en París que guardaba sus propios secretos, como todo recipiente, humano, de madera, metal o vidrio, en aquella tienda.