AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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You breathe the name of your savior in your hour of need |Abigail S. Zarkozi| +18
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You breathe the name of your savior in your hour of need |Abigail S. Zarkozi| +18
Solo, joven y muerto. Así se habían despedido muchos antes que él, ¿es que acaso no iba llamar la atención ni siquiera para esfumarse del todo? Ah, según parecía, como sustento de alimentación para un chupasangres, se volvía más poético, aunque todos sabíamos que el desengañado río Llobregat siempre había tenido algo de artístico en sus pensamientos grises que, a pesar de su tonalidad, no conseguían borrar la decencia de sus actos finales. Bien, eso se estaba a punto de acabar, o al menos lo intentaba con todas sus fuerzas, abandonado a la apatía casi autodestructiva que lo había llevado a convertirse en bolsa de sangre de un personaje para la humanidad como lo había sido y continuaba siendo ese vampiro. ¿Sería por los recuerdos, casi epelilépticos, de su virginidad perdida en la purgación más oscura que lo separó para siempre de Polonia? Aquello no iba a ningún lado, prostituto, ya te has hecho mayorcito en una ciudad de luces y muerte…
Apenas tenía marcas en el cuello del último ¿intercambio?, hacía unos pocos días que probablemente se recortarían en breves, hasta él empezaba a sentir los efectos de esa falsa urgencia como si fuera su propio cuerpo el que lo necesitaba para subsistir. Por lo menos, su último trabajito le ayudaba a mantenerse distraído, o a sustentarle el placebo perfecto, pues un hombre tan experto en los delirios carnales de la psique, humana y sobrenatural, podía realizar cada paso de forma automática, con los ojos vendados hasta si las filias de turno no lo requerían para esa ocasión. Había acudido a la casa de los clientes, un matrimonio experimental recién llegado de Inglaterra, al que no debía faltarle el dinero a pesar de que la vivienda en cuestión fuera más bien humilde. Aparte de él mismo, habían pedido al burdel otro chico y una chica, cantidad lo bastante sobrada para la pequeña reunión que, a su vez, la volvía tan íntima como se habrían propuesto.
El exceso de intimidad, no obstante, se hizo insostenible cuando tuvieron que apelar a la mezcla perfecta para el apartado más penoso del cementerio, en aquel siglo y los que estuvieran por unirse: sexo y drogas. ¿Qué demonios había sido aquella mierda de sustancia esa vez? ¿Opio? No creía, pero nunca había probado nada como aquello y eso que en los ambientes de su oficio estaba acostumbrado a prácticamente cualquier cosa. Los ruidos de las carcajadas idas, el olor del humo y los fluidos alcoholizados más el tacto de ya no sabía cuántas jodidas pieles al mismo tiempo, se embotaron en su cabeza, como si estuvieran peleando por ver quién penetraba mejor hasta el último recoveco de su mente. Odiaba esa sensación, su mente era lo único abstracto que le quedaba, y de esa forma tan aparentemente sencilla, sumada al festival emocional de todas sus experiencias recientes, Oscar se sintió realmente agobiado.
Tuvo que salir de allí, no había más alternativa para acordarse de lo que significaba respirar. Prácticamente no pensaba, recordaba, el aire de la calle, el sonido de sus pasos contra el suelo empedrado, su propia respiración agitada, y al final, de muerte súbita, las partículas que lo mecían con la misma facilidad de un objeto volátil se convirtieron en una pared. Allí mismo reposó durante largo rato, tampoco supo cuánto exactamente por culpa de ese estado que trataba de someter con toda la autoridad que la cama y la vida le habían otorgado hasta el presente. En serio, ¿con qué basura infecta fabricaban sus drogas los jodidos ingleses? ¿O la habrían exportado de cualquier país exótico que hubieran colonizado de té con leche? Oscar no dejaba de ver cosas que no estaban ahí, no podían estar ahí, y aunque no sirviera de nada en absoluto, se impulsó de nuevo para seguir moviéndose por aquel lugar indefinido en el que había acabado (¿las afueras de otra casa?). Arrastrándose por las paredes, sosteniéndose en pie con una fuerza tan sobrehumana como las presencias que marcaban su existencia, siguió caminando en tanto su vista se llenaba de caras: el impávido despotismo de Ciro, la nublada memoria de aquella mujer, el reproche preocupado de Carolina y por último, el rostro perfecto al otro lado de una puerta del único ser en el no había parado de pensar desde que faltaran al respeto juntos a todos los dictámenes de un prostíbulo.
—Abigail. —pronunció, ronco y necesitado pero tan varonil que incluso el mismísimo Zeus violentando jovencitas hubiera enrojecido de pleno. Él mismo quiso que la inquisidora lo hiciera conforme estuvo supervisándole entre las sombras durante el encargo eclesiástico por el que se habían conocido; el ceño fruncido y perlado de sudor, los labios apunto de esbozar una mueca de asco superior a la imagen de la chica gimiendo con el cuello arqueado y sus manos rodeándoselo igual que tuvo que rodear el de ese viejo mientras Oscar le ensartaba las nalgas y le hacía correrse de humillación… No había vuelto a verla desde aquella victoria que esperaba que le hubiera ayudado a anotarse, así que era perfectamente normal estar alucinando con su visión en un momento de debilidad como aquél. Quizá por ese motivo también era la única que se le había aparecido de cuerpo entero.
Y Dios, joder, qué cuerpo… Valía la pena estar drogado sólo por eso.
Apenas tenía marcas en el cuello del último ¿intercambio?, hacía unos pocos días que probablemente se recortarían en breves, hasta él empezaba a sentir los efectos de esa falsa urgencia como si fuera su propio cuerpo el que lo necesitaba para subsistir. Por lo menos, su último trabajito le ayudaba a mantenerse distraído, o a sustentarle el placebo perfecto, pues un hombre tan experto en los delirios carnales de la psique, humana y sobrenatural, podía realizar cada paso de forma automática, con los ojos vendados hasta si las filias de turno no lo requerían para esa ocasión. Había acudido a la casa de los clientes, un matrimonio experimental recién llegado de Inglaterra, al que no debía faltarle el dinero a pesar de que la vivienda en cuestión fuera más bien humilde. Aparte de él mismo, habían pedido al burdel otro chico y una chica, cantidad lo bastante sobrada para la pequeña reunión que, a su vez, la volvía tan íntima como se habrían propuesto.
El exceso de intimidad, no obstante, se hizo insostenible cuando tuvieron que apelar a la mezcla perfecta para el apartado más penoso del cementerio, en aquel siglo y los que estuvieran por unirse: sexo y drogas. ¿Qué demonios había sido aquella mierda de sustancia esa vez? ¿Opio? No creía, pero nunca había probado nada como aquello y eso que en los ambientes de su oficio estaba acostumbrado a prácticamente cualquier cosa. Los ruidos de las carcajadas idas, el olor del humo y los fluidos alcoholizados más el tacto de ya no sabía cuántas jodidas pieles al mismo tiempo, se embotaron en su cabeza, como si estuvieran peleando por ver quién penetraba mejor hasta el último recoveco de su mente. Odiaba esa sensación, su mente era lo único abstracto que le quedaba, y de esa forma tan aparentemente sencilla, sumada al festival emocional de todas sus experiencias recientes, Oscar se sintió realmente agobiado.
Tuvo que salir de allí, no había más alternativa para acordarse de lo que significaba respirar. Prácticamente no pensaba, recordaba, el aire de la calle, el sonido de sus pasos contra el suelo empedrado, su propia respiración agitada, y al final, de muerte súbita, las partículas que lo mecían con la misma facilidad de un objeto volátil se convirtieron en una pared. Allí mismo reposó durante largo rato, tampoco supo cuánto exactamente por culpa de ese estado que trataba de someter con toda la autoridad que la cama y la vida le habían otorgado hasta el presente. En serio, ¿con qué basura infecta fabricaban sus drogas los jodidos ingleses? ¿O la habrían exportado de cualquier país exótico que hubieran colonizado de té con leche? Oscar no dejaba de ver cosas que no estaban ahí, no podían estar ahí, y aunque no sirviera de nada en absoluto, se impulsó de nuevo para seguir moviéndose por aquel lugar indefinido en el que había acabado (¿las afueras de otra casa?). Arrastrándose por las paredes, sosteniéndose en pie con una fuerza tan sobrehumana como las presencias que marcaban su existencia, siguió caminando en tanto su vista se llenaba de caras: el impávido despotismo de Ciro, la nublada memoria de aquella mujer, el reproche preocupado de Carolina y por último, el rostro perfecto al otro lado de una puerta del único ser en el no había parado de pensar desde que faltaran al respeto juntos a todos los dictámenes de un prostíbulo.
—Abigail. —pronunció, ronco y necesitado pero tan varonil que incluso el mismísimo Zeus violentando jovencitas hubiera enrojecido de pleno. Él mismo quiso que la inquisidora lo hiciera conforme estuvo supervisándole entre las sombras durante el encargo eclesiástico por el que se habían conocido; el ceño fruncido y perlado de sudor, los labios apunto de esbozar una mueca de asco superior a la imagen de la chica gimiendo con el cuello arqueado y sus manos rodeándoselo igual que tuvo que rodear el de ese viejo mientras Oscar le ensartaba las nalgas y le hacía correrse de humillación… No había vuelto a verla desde aquella victoria que esperaba que le hubiera ayudado a anotarse, así que era perfectamente normal estar alucinando con su visión en un momento de debilidad como aquél. Quizá por ese motivo también era la única que se le había aparecido de cuerpo entero.
Y Dios, joder, qué cuerpo… Valía la pena estar drogado sólo por eso.
Última edición por Oscar Llobregat el Lun Oct 15, 2018 9:09 pm, editado 1 vez
Oscar Llobregat- Prostituto Clase Media
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Re: You breathe the name of your savior in your hour of need |Abigail S. Zarkozi| +18
Mi primera noche libre, sola, en lo que me parecía una eternidad, y ¿qué hacía yo? Fingir que era una señorita de sociedad bien remilgada y sumamente arreglada, con un vestido apretado del color de los rubíes más puros y con los cabellos peinados según la moda (una ventaja de vivir en París era que siempre tenía las tendencias al alcance de mi mano, ¿viva?), mientras me dirigía al teatro a disfrutar de una representación. ¿Cuál? ¡Ni la más remota idea! Había estado tan ocupada los últimos días que no había podido encargarme de buscar un dato tan irrelevante como me lo parecía ese, porque, total, ¿acaso alguien iba al teatro a ver el trabajo de los actores...? Era sabido por toda la alta sociedad, a la que pertenecía más por nombre que por comportamiento, que a un teatro se iba a ver y ser visto, y si la elusiva Abigail Zarkozi abandonaba la Inquisición durante una noche para dirigirse hacia la Ópera de París, bien sabían todos que lo que hicieran los actores sería irrelevante. Lo sabían todos, por cierto, y yo lo sabía también, pero precisamente para eso había ido, y además elegante sin estar demasiado emperifollada: quería echar un vistazo a la alta sociedad, quería que la alta sociedad recordara que seguía perteneciendo a ella y con una fortuna importante, y quería recordarles que si no alternaba entre ellos, con sus corsés y sombreros de copa, era porque no quería, no por no ser capaz. Así pues, tenía muy claro, mientras me arreglaba las joyas y el peinado en el carruaje con el sello familiar que había tomado para dirigirme hacia el edificio, que tenía todas las de ganar; ¿cuán difícil podía ser...? Me enfrentaba, casi a diario, a vampiros y otros sobrenaturales que querían matarme, una velada en el teatro no me mataría, y con esa mentalidad bajé del carruaje, me dirigí hacia la entrada y fui conducida a mi palco, a donde se dirigieron todas las miradas antes incluso de que pudiera sentarme.
Tal vez mi sempiterna ausencia del ojo público había sido grandiosamente exagerada, pero desde luego ni siquiera yo estaba preparada para lo afiladas que se tornaron las miradas de los asistentes a la función, y tuve que hacer acopio de toda mi fuerza de voluntad para no sonreír, con sorna, y saludar a mi estimado público. ¿Qué esperaban? ¿Que me pusiera a llorar por unas cuantas expresiones de desaprobación y murmullos a mi alrededor? Para gallinas cluecas ya tenía a todos los eclesiásticos que desaprobaban mi estilo de vida y se empeñaban en demostrármelo día sí y día también, así que eso me había vuelto particularmente resistente a estupideces varias como lo eran aquellas. Por otro lado, no estaba preparada porque no estaba tan acostumbrada a aguantarme la risa que me provocaba el patetismo ajeno, nada sorprendente tratándose de mí, que a veces parecía incapaz de tener la boca cerrada, e incluso tenía la impresión de que si un día me mordía la lengua, terminaría por envenenarme. Por eso tenía cuidado de no hacerlo, aparte de porque no quería darle el gusto a ninguno de esos viejos estúpidos y criticones de morirme antes que ellos, ¡ni loca! Así pues, no me quedó más remedio que mostrarme impávida, elegante y en mi sitio durante toda la representación, la cual probablemente sólo estuve siguiendo yo, pero ¡qué se le iba a hacer! Por suerte, no fui la única que aplaudió al final, aunque sólo hubiera sido por seguir el ejemplo de la difunta reina María Antonieta al popularizar ese gesto tan campesino, y en cuanto las palmas de los asistentes dejaron de juntarse en un poco entusiasta gesto de obligado respeto, yo ya me había puesto en pie y me estaba dirigiendo hacia mi carruaje, que me aguardaba fuera con toda la paciencia que se le suponía a alguien que trabaja para una. Con algo menos de esa maravillosa virtud, yo me subí sin esperar su ayuda y lo mandé hacia mi casa, a donde le costó llegar lo que me pareció una eternidad. Qué impaciente me había vuelto tanta sociedad...
Por suerte, al final pude llegar, y cuando lo hice le di el resto de la noche libre al cochero, más para poder estar sola y no aguantar a nadie del servicio que por un favor por sus buenos servicios, o algo así. Ni que se caracterizara por ser brillante... Pero, claro, tenía que tenerlo porque la sociedad no veía bien que yo me moviera por París montando un caballo a horcajadas, ni siquiera a mujeriegas; por lo mismo, había tenido que buscarme a alguien que me cubriera las espaldas, y no quería ni pensar en cómo había salido eso. Por suerte, no tuve que hacerlo, pues una voz casi de ultratumba (pero en sensual) me llamó por mi nombre y yo, sabedora de la identidad de su propietario, lo recibí con una sonrisa ladina y lo invité a pasar a mi morada, poco humilde pero más que adecuada para ambos. Con paso lento, él se unió a mí y yo lo conduje al interior, sin que me interesara lo más mínimo si alguien nos veía o no, igual que me importó poquísimo esperar a cerrar la puerta antes de besarlo en los labios como todo saludo, pues ¿quién necesitaba palabras si podía probar su lengua y enredar los dedos en sus cabellos, suaves y cortos? Él debió de pensar lo mismo, a juzgar por cómo me lo devolvió, y cuando nos separamos le mordí el labio inferior y lo conduje hasta el baño, donde me esperaba la bañera llena que mi servicio, consciente de mis hábitos, me había preparado. Sin mediar más palabras, le indiqué que me ayudara con el vestido, que fue cayendo al suelo, a nuestro alrededor, a medida que sus dedos hábiles lo iban desanudando, y yo hice lo propio con él, aunque sin quedar ninguno de los dos desnudos del todo porque no me fiaba de mí cuando él se encontraba delante. Una vez listos, lo suficiente para mí, lo invité a unirse a mí en la bañera, donde me situé con la espalda apoyada en su pecho y sus brazos rodeándome, con suavidad.
– No te esperaba, Oscar, pero la tuya es una sorpresa particularmente agradable. ¿Cómo te va?
Tal vez mi sempiterna ausencia del ojo público había sido grandiosamente exagerada, pero desde luego ni siquiera yo estaba preparada para lo afiladas que se tornaron las miradas de los asistentes a la función, y tuve que hacer acopio de toda mi fuerza de voluntad para no sonreír, con sorna, y saludar a mi estimado público. ¿Qué esperaban? ¿Que me pusiera a llorar por unas cuantas expresiones de desaprobación y murmullos a mi alrededor? Para gallinas cluecas ya tenía a todos los eclesiásticos que desaprobaban mi estilo de vida y se empeñaban en demostrármelo día sí y día también, así que eso me había vuelto particularmente resistente a estupideces varias como lo eran aquellas. Por otro lado, no estaba preparada porque no estaba tan acostumbrada a aguantarme la risa que me provocaba el patetismo ajeno, nada sorprendente tratándose de mí, que a veces parecía incapaz de tener la boca cerrada, e incluso tenía la impresión de que si un día me mordía la lengua, terminaría por envenenarme. Por eso tenía cuidado de no hacerlo, aparte de porque no quería darle el gusto a ninguno de esos viejos estúpidos y criticones de morirme antes que ellos, ¡ni loca! Así pues, no me quedó más remedio que mostrarme impávida, elegante y en mi sitio durante toda la representación, la cual probablemente sólo estuve siguiendo yo, pero ¡qué se le iba a hacer! Por suerte, no fui la única que aplaudió al final, aunque sólo hubiera sido por seguir el ejemplo de la difunta reina María Antonieta al popularizar ese gesto tan campesino, y en cuanto las palmas de los asistentes dejaron de juntarse en un poco entusiasta gesto de obligado respeto, yo ya me había puesto en pie y me estaba dirigiendo hacia mi carruaje, que me aguardaba fuera con toda la paciencia que se le suponía a alguien que trabaja para una. Con algo menos de esa maravillosa virtud, yo me subí sin esperar su ayuda y lo mandé hacia mi casa, a donde le costó llegar lo que me pareció una eternidad. Qué impaciente me había vuelto tanta sociedad...
Por suerte, al final pude llegar, y cuando lo hice le di el resto de la noche libre al cochero, más para poder estar sola y no aguantar a nadie del servicio que por un favor por sus buenos servicios, o algo así. Ni que se caracterizara por ser brillante... Pero, claro, tenía que tenerlo porque la sociedad no veía bien que yo me moviera por París montando un caballo a horcajadas, ni siquiera a mujeriegas; por lo mismo, había tenido que buscarme a alguien que me cubriera las espaldas, y no quería ni pensar en cómo había salido eso. Por suerte, no tuve que hacerlo, pues una voz casi de ultratumba (pero en sensual) me llamó por mi nombre y yo, sabedora de la identidad de su propietario, lo recibí con una sonrisa ladina y lo invité a pasar a mi morada, poco humilde pero más que adecuada para ambos. Con paso lento, él se unió a mí y yo lo conduje al interior, sin que me interesara lo más mínimo si alguien nos veía o no, igual que me importó poquísimo esperar a cerrar la puerta antes de besarlo en los labios como todo saludo, pues ¿quién necesitaba palabras si podía probar su lengua y enredar los dedos en sus cabellos, suaves y cortos? Él debió de pensar lo mismo, a juzgar por cómo me lo devolvió, y cuando nos separamos le mordí el labio inferior y lo conduje hasta el baño, donde me esperaba la bañera llena que mi servicio, consciente de mis hábitos, me había preparado. Sin mediar más palabras, le indiqué que me ayudara con el vestido, que fue cayendo al suelo, a nuestro alrededor, a medida que sus dedos hábiles lo iban desanudando, y yo hice lo propio con él, aunque sin quedar ninguno de los dos desnudos del todo porque no me fiaba de mí cuando él se encontraba delante. Una vez listos, lo suficiente para mí, lo invité a unirse a mí en la bañera, donde me situé con la espalda apoyada en su pecho y sus brazos rodeándome, con suavidad.
– No te esperaba, Oscar, pero la tuya es una sorpresa particularmente agradable. ¿Cómo te va?
Invitado- Invitado
Re: You breathe the name of your savior in your hour of need |Abigail S. Zarkozi| +18
Oscar llevaba siglos batallando contra cualquier posible adicción, en el campo que fuera, desde las drogas bebidas hasta las esnifadas, fumadas o suministradas de otras formas que el ingenio humano encontraba para facilitar su camino hacia la perdición para la que, realmente, había nacido. Pero sobre todo, y más importante, a la adicción que se hallaba representada en una sola persona, mujer u hombre, humana o sobrenatural por ser, efectivamente, la más parecida a lo único que había trastocado su vida de la cabeza a los pies: el deseo de encontrar a su salvadora.
Bien mirado, en tal caso puede que la visión de la inquisidora en pleno apogeo por culpa de que aquella porquería endiabladamente efectiva de los británicos lo tuviera abrazadito en una falsa satisfacción cobrara aún más sentido. ¿Quién le había hecho recordar aquella sensación de inevitable magnetismo contranatura y todos los campos cubiertos por la inmunidad del negocio al que se dedicaba? La misma Abigail a la que ahora se entregaba con todas sus fuerzas, como si no estuvieran prácticamente arrebatadas por el puto estupefaciente que intensificaba las calamidades que regían su vida en el presente. No, seguramente actuaba incluso con más, las sacaba de donde podía o las reutilizaba con la astucia del animal callejero que nunca había dejado de ser. No en vano aquella mujer tenía algo de distinto respecto a su predecesora y es que precisamente había logrado impactarle después de llevar cinco años dedicándose al dominio de la carne y la gestión de todas las emociones que conllevaba esa habilidad.
No, joder, no podía tratarse de una puta coincidencia, y si se había puesto a divagar sobre las malditas adicciones se debía a que probablemente no le importaría indagar más sobre aquella en cuestión y terminar lo bastante enganchado a la droga británica para que fuera difícil recobrar el orgullo, porque… hostia puta, ¡el efecto de sus besos estaba tan bien logrado que ni él mismo captaría la diferencia! Inventazo, Dios salve a la reina y todas esas expresiones grandilocuentes de tipejos ingleses.
De acuerdo, eso empezaba a volverse perturbador, no hacía honor a un hombre decente como el joven prostituto. Pero claro, nadie se ponía a pensar en el honor cuando iba drogado hasta las cejas y más anestesiado del mundo que cuando nació su desengaño.
Un momento… ¿Demasiada recreación? ¿Demasiado real? ¡Si había algo que lo volviera así de loco sencillamente no podía tratarse de una burda imitación! Nadie había inventado una droga con tanto poder, por muchos comentarios jocosos que obtuviera a cambio de esa afirmación a la que por fin consiguió amarrarse y salir del paso.
—¿Eres tú? —preguntó, no supo si cuando la hubo medio desnudado, increíblemente ágil para el estado que seguía combatiendo, o cuando bebió directamente de uno de sus pezones hasta darse cuenta de lo arriesgado que podía volverse aquel vórtice de realidad y alucinación —una en la que no le importaría pasarse largo rato, pero alucinación a fin de cuentas—. Fuera como fuere, el contacto con el agua le ayudó a recuperarse poco a poco, a identificar las auténticas características de su entorno y a lidiar nuevamente con las reacciones que la imagen de Abigail sabía obtener de él, un vulgar pelele al lado de su talento para la perdición. O la más peligrosa de las suertes—. Vale, genial, preferiría que olvidaras que te he hecho esa pregunta de mierda.
¡Vaya forma más nefasta de volver a aparecérsele! Eso no tenía que pasar así. No sabía cómo diablos tenía que pasar, pero no era así. Y pensar aquello en mitad de un baño preparado por los dioses con la espalda de otra diosa medio en cueros encima de él… Antes que engancharse, mejor sería no volver a probar aquella basura infecta nunca más, porque menudas incongruencias le provocaba.
—Voy drogado, como no sé si se habrá notado, y hasta hace unos minutos estaba trabajando cerca de aquí… ¿Ésta es tu casa? Te juro que no ha sido porque la viniera espiando. —Iba a pararse a reflexionar sobre lo imbécil que sonaba al hablar cuando, Dios, el trabajo, sí, ¿le habrían echado de menos? Afortunadamente los otros dos compañeros sabrían apañárselas y podrían cubrirle para la ocasión siempre que la madame no les amenazara lo bastante… Si lo pensaba mejor, quizá debería volver y no jugarse que lo echaran, pero un acercamiento literalmente húmedo con Abigail y las secuelas descontroladas de la insistente droga se estaban encargando de mantenerlo anclado a la bañera, sin remedio ni absolutamente ganas de encontrarlo si es que no se había escondido entre los pechos en los que ahora podría deslizar la mirada por el ansiado tobogán de su canalillo sólo con una ligera flexión de cuello.— ¿Cómo te va a ti? ¿Cómo fue todo después de eso? ¿Conseguiste lo que querías de ese cerdo?
Ni el recuerdo nauseabundo de aquel engendro apagó el incendio de su cuerpo que burbujeaba en el agua y que no tenía nada que ver con la eficiente labor de los criados de la chica.
Bien mirado, en tal caso puede que la visión de la inquisidora en pleno apogeo por culpa de que aquella porquería endiabladamente efectiva de los británicos lo tuviera abrazadito en una falsa satisfacción cobrara aún más sentido. ¿Quién le había hecho recordar aquella sensación de inevitable magnetismo contranatura y todos los campos cubiertos por la inmunidad del negocio al que se dedicaba? La misma Abigail a la que ahora se entregaba con todas sus fuerzas, como si no estuvieran prácticamente arrebatadas por el puto estupefaciente que intensificaba las calamidades que regían su vida en el presente. No, seguramente actuaba incluso con más, las sacaba de donde podía o las reutilizaba con la astucia del animal callejero que nunca había dejado de ser. No en vano aquella mujer tenía algo de distinto respecto a su predecesora y es que precisamente había logrado impactarle después de llevar cinco años dedicándose al dominio de la carne y la gestión de todas las emociones que conllevaba esa habilidad.
No, joder, no podía tratarse de una puta coincidencia, y si se había puesto a divagar sobre las malditas adicciones se debía a que probablemente no le importaría indagar más sobre aquella en cuestión y terminar lo bastante enganchado a la droga británica para que fuera difícil recobrar el orgullo, porque… hostia puta, ¡el efecto de sus besos estaba tan bien logrado que ni él mismo captaría la diferencia! Inventazo, Dios salve a la reina y todas esas expresiones grandilocuentes de tipejos ingleses.
De acuerdo, eso empezaba a volverse perturbador, no hacía honor a un hombre decente como el joven prostituto. Pero claro, nadie se ponía a pensar en el honor cuando iba drogado hasta las cejas y más anestesiado del mundo que cuando nació su desengaño.
Un momento… ¿Demasiada recreación? ¿Demasiado real? ¡Si había algo que lo volviera así de loco sencillamente no podía tratarse de una burda imitación! Nadie había inventado una droga con tanto poder, por muchos comentarios jocosos que obtuviera a cambio de esa afirmación a la que por fin consiguió amarrarse y salir del paso.
—¿Eres tú? —preguntó, no supo si cuando la hubo medio desnudado, increíblemente ágil para el estado que seguía combatiendo, o cuando bebió directamente de uno de sus pezones hasta darse cuenta de lo arriesgado que podía volverse aquel vórtice de realidad y alucinación —una en la que no le importaría pasarse largo rato, pero alucinación a fin de cuentas—. Fuera como fuere, el contacto con el agua le ayudó a recuperarse poco a poco, a identificar las auténticas características de su entorno y a lidiar nuevamente con las reacciones que la imagen de Abigail sabía obtener de él, un vulgar pelele al lado de su talento para la perdición. O la más peligrosa de las suertes—. Vale, genial, preferiría que olvidaras que te he hecho esa pregunta de mierda.
¡Vaya forma más nefasta de volver a aparecérsele! Eso no tenía que pasar así. No sabía cómo diablos tenía que pasar, pero no era así. Y pensar aquello en mitad de un baño preparado por los dioses con la espalda de otra diosa medio en cueros encima de él… Antes que engancharse, mejor sería no volver a probar aquella basura infecta nunca más, porque menudas incongruencias le provocaba.
—Voy drogado, como no sé si se habrá notado, y hasta hace unos minutos estaba trabajando cerca de aquí… ¿Ésta es tu casa? Te juro que no ha sido porque la viniera espiando. —Iba a pararse a reflexionar sobre lo imbécil que sonaba al hablar cuando, Dios, el trabajo, sí, ¿le habrían echado de menos? Afortunadamente los otros dos compañeros sabrían apañárselas y podrían cubrirle para la ocasión siempre que la madame no les amenazara lo bastante… Si lo pensaba mejor, quizá debería volver y no jugarse que lo echaran, pero un acercamiento literalmente húmedo con Abigail y las secuelas descontroladas de la insistente droga se estaban encargando de mantenerlo anclado a la bañera, sin remedio ni absolutamente ganas de encontrarlo si es que no se había escondido entre los pechos en los que ahora podría deslizar la mirada por el ansiado tobogán de su canalillo sólo con una ligera flexión de cuello.— ¿Cómo te va a ti? ¿Cómo fue todo después de eso? ¿Conseguiste lo que querías de ese cerdo?
Ni el recuerdo nauseabundo de aquel engendro apagó el incendio de su cuerpo que burbujeaba en el agua y que no tenía nada que ver con la eficiente labor de los criados de la chica.
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Re: You breathe the name of your savior in your hour of need |Abigail S. Zarkozi| +18
¿Por qué tenía que mencionar al inútil por el que nos habíamos conocido? Es decir, no lo odiaba tanto como podría porque gracias a mi manera de conseguir lo que quería de babosos asquerosos había cruzado mi camino con el del prostituto que compartía la bañera conmigo en aquel momento, sí, pero ¿acaso no sabía que los lobos teníamos buena memoria y que yo, en particular, era muy imaginativa...? Con sólo mencionarlo ya me vino a la cabeza su recuerdo y tuve que cerrar los ojos y pensar en otras cosas para contener las arcadas y no vomitar en el agua, algo que definitivamente habría estropeado la situación por completo y mucho más que mencionar a ese... a ese, dejémoslo ahí. Es más, fue tan grande el esfuerzo que tuve que hacer que me olvidé de que me había preguntado si era yo porque, a ver, ¿quién iba a ser si no? No es por nada, pero si se relacionaba en su trabajo con muchas mujeres que se me parecían lo más mínimo, iba a tener que buscar a mi siguiente amante en el burdel más a menudo, ¡qué excitante tenía que ser eso...! Aun así, lo ignoré, me centré en olvidar y, con mucho esfuerzo y aún más estómago, lo conseguí y volví a apoyarme en él, que definitivamente era la mejor parte de ese momento que estábamos compartiendo de la forma más improvisada posible. Debía reconocer que, normalmente, cuando decidía guiarme por la inventiva y por la casualidad no solía tener un resultado tan bueno como aquel, hasta si ni siquiera estábamos retozando más allá de darnos un baño juntos; eso, estaba segura, sólo habría mejorado lo que ya de por sí era bueno, pero mejor no abusar, ¿eh? La costumbre me decía, casi me gritaba, que cuando se intenta conseguir demasiado de algo que ya parece demasiado bueno para ser verdad, termina siendo demasiado bueno para ser verdad, con lo cual adiós muy buenas a la intención inicial. Y ¿por dónde demonios iba, que él y su cuerpo me habían distraído (normal, por otro lado)? Ah, sí, responderle.
– Aquí vivo, sí. No creía que estuvieras vigilándome porque, para hacerlo, tendrías que haber sabido dónde vivía, y la memoria no me falla, así que sé que no te lo dije. Aun así, eres libre de hacerme una visita si alguna vez vuelves a pasar por aquí cerca, ¿eh? Te prefiero en plenas facultades, pero no te voy a hacer ascos si me necesitas: estás invitado. Ah, y sí, me sirvió, pero ¿podemos no hablar de eso? No quiero morirme del asco cuando estoy contigo.
Me giré para darle un beso en la comisura de los labios, apenas un roce, y después me incliné hacia delante en busca de una barra de jabón de Marsella con la que poder rozar mi piel para sentirme limpia, que era realmente la intención inicial que había tenido con la idea del baño en el que habíamos terminado los dos. Algo me decía, sin embargo, que su cercanía no me iba a permitir cumplir con ese objetivo tan ideal, y mucho menos cuando él decidió ayudarme y empezó a masajearme la espalda con el jabón. Sonriendo, aunque él no lo vio porque seguía estando apoyada en su pecho, me abracé las rodillas, me aparté el pelo y encorvé la espalda para que él pudiera tener la superficie disponible para hacer lo que quisiera sin ningún tipo de obstáculo más allá de las cicatrices que tenía en la espalda, no demasiadas pero sí llamativas para alguien que apenas me las había visto nunca. Siendo inquisidora, las marcas de mi cuerpo eran un gaje del oficio al que me había acostumbrado enseguida, incluso antes de pasar a formar parte de las filas del Santo Oficio (¿ves, Oscar? Así es justamente como se recuerdan cosas horribles del pasado: sin detalles, sin permitir que te amarguen. Bien lo sabía yo, que tenía malos recuerdos para dar, tomar y regalar), así que apenas les prestaba atención, y la mayoría de mis amantes también solía ignorarlas, entre otras cosas porque no les daba la oportunidad siquiera de fijarse en ellas. En la situación en la que nos encontrábamos, Oscar estaba casi obligado a mirarlas, pero algo me decía, a juzgar por el movimiento lento y sensual de sus manos, que apenas se estaba fijando tampoco en ellas, y eso me satisfacía. Así pues, en silencio y relajada pese a que mi compañía no me provocara ansias pacíficas y de quietud precisamente, permanecí todo el tiempo que él dedicó a mi espalda, y cuando terminó me giré para hacer lo propio con su pecho, provocando, con el movimiento, que mis cabellos me taparan los pechos de forma casi pudorosa, como si la sola idea cupiera entre nosotros.
– Estabas aquí por trabajo, ¿no? ¿Cómo te va? Hace tiempo que no visito el burdel, apenas he tenido ratos que dedicar a mí misma y mucho menos a mi placer, así que por desgracia no he podido no acercarme. Te veo bien, pero tú eres como yo y puedes mentir cuando lo deseas y hacer que todo parezca que va perfectamente cuando no es cierto, así que prefiero preguntarte.
– Aquí vivo, sí. No creía que estuvieras vigilándome porque, para hacerlo, tendrías que haber sabido dónde vivía, y la memoria no me falla, así que sé que no te lo dije. Aun así, eres libre de hacerme una visita si alguna vez vuelves a pasar por aquí cerca, ¿eh? Te prefiero en plenas facultades, pero no te voy a hacer ascos si me necesitas: estás invitado. Ah, y sí, me sirvió, pero ¿podemos no hablar de eso? No quiero morirme del asco cuando estoy contigo.
Me giré para darle un beso en la comisura de los labios, apenas un roce, y después me incliné hacia delante en busca de una barra de jabón de Marsella con la que poder rozar mi piel para sentirme limpia, que era realmente la intención inicial que había tenido con la idea del baño en el que habíamos terminado los dos. Algo me decía, sin embargo, que su cercanía no me iba a permitir cumplir con ese objetivo tan ideal, y mucho menos cuando él decidió ayudarme y empezó a masajearme la espalda con el jabón. Sonriendo, aunque él no lo vio porque seguía estando apoyada en su pecho, me abracé las rodillas, me aparté el pelo y encorvé la espalda para que él pudiera tener la superficie disponible para hacer lo que quisiera sin ningún tipo de obstáculo más allá de las cicatrices que tenía en la espalda, no demasiadas pero sí llamativas para alguien que apenas me las había visto nunca. Siendo inquisidora, las marcas de mi cuerpo eran un gaje del oficio al que me había acostumbrado enseguida, incluso antes de pasar a formar parte de las filas del Santo Oficio (¿ves, Oscar? Así es justamente como se recuerdan cosas horribles del pasado: sin detalles, sin permitir que te amarguen. Bien lo sabía yo, que tenía malos recuerdos para dar, tomar y regalar), así que apenas les prestaba atención, y la mayoría de mis amantes también solía ignorarlas, entre otras cosas porque no les daba la oportunidad siquiera de fijarse en ellas. En la situación en la que nos encontrábamos, Oscar estaba casi obligado a mirarlas, pero algo me decía, a juzgar por el movimiento lento y sensual de sus manos, que apenas se estaba fijando tampoco en ellas, y eso me satisfacía. Así pues, en silencio y relajada pese a que mi compañía no me provocara ansias pacíficas y de quietud precisamente, permanecí todo el tiempo que él dedicó a mi espalda, y cuando terminó me giré para hacer lo propio con su pecho, provocando, con el movimiento, que mis cabellos me taparan los pechos de forma casi pudorosa, como si la sola idea cupiera entre nosotros.
– Estabas aquí por trabajo, ¿no? ¿Cómo te va? Hace tiempo que no visito el burdel, apenas he tenido ratos que dedicar a mí misma y mucho menos a mi placer, así que por desgracia no he podido no acercarme. Te veo bien, pero tú eres como yo y puedes mentir cuando lo deseas y hacer que todo parezca que va perfectamente cuando no es cierto, así que prefiero preguntarte.
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Re: You breathe the name of your savior in your hour of need |Abigail S. Zarkozi| +18
Soltar de golpe y porrazo que de todas maneras no haría falta que se lo hubiese dicho para averiguar dónde vivía no sólo sonaba demasiado perturbador, o perturbadoramente invasivo, sino que tampoco casaba en absoluto con la personalidad de Oscar. 'Intrusivo' o 'insistente' eran algunos de esos adjetivos de la cultura normalizada, en aquel siglo y los que aún estaban por llegar, que nadie emplearía para referirse a su comportamiento con los demás, mucho menos si hablábamos de hacerlo con el enigma que Abigail Zarkozi suponía en sí misma, en aquel entresijo tan sibilino como apetitoso. ¿Por cuántas féminas sobrenaturales más había que pasar para que el mundo se diera cuenta de que el 'inofensivo' alcance Llobregat antes que aguantar secuelas, también sabía provocarlas? Sin pretenderlo ni darse cuenta, por supuesto, pero ahí radicaba su encanto y aquella inquisidora en cuestión sí había podido averiguarlo. Lo realmente extraño era que en lugar de desentenderse y largarse de allí, lo metía en su bañera para enjabonarse y enjabonarlo como respuesta. Eso nos ofrecía una perspectiva rápida, pero veraz, de cuán interesante podía resultar aquella intervención del destino que había decidido juntarlos. Por segunda vez y todas las que se avecinaban.
—Créeme, yo también me prefiero en plenas facultades. —¿Y por eso estaba coqueteando con la muerte? Qué tío más raro, y de nuevo, qué suerte que no se encontraba ante alguien corriente a la que le asustaran los desvaríos más peligrosos del existencialismo— Al final este estado ha llevado a algo bueno, no voy a engañarte, pero los detalles sí los voy a dejar para otro día en el que tenga la dignidad menos presente. Suele irse por su cuenta cada vez que te le apareces delante, creo que ya te hiciste una idea en su momento... —Pues fuera quien fuera aquella depredadora de sonrisa torcida, parecía estar hecha para adentrarse en su posible locura.
Siguiendo las peticiones de la anfitriona, claro que 'podían no hablar de eso' y el polaco lo demostró de la forma más auténtica posible: no volviéndolo a hacer, ni siquiera para indicar que había tomado nota, porque esa clase de comentarios, además de innecesarios, eran total y absolutamente contraproducentes. Si la había cagado una vez, no iba a repetir la secuencia, aunque hubiera sacado un tema tan desagradable única y exclusivamente porque implicaba los intereses 'laborales' de Abigail y por tanto, tenía que ver con ella —desde luego, por el atractivo del sujeto religioso en cuestión no había sido—. Ahí no se trataba de explicarse sino de complacerla. Algo que, por cierto, engrosaba su virilidad con una eficiencia mayor que si hinchara el pecho para desgraciarse como sólo el sexo masculino era capaz: abriendo la boca para algo que no fuera comer coños.
Algunos no tenían pelos en la lengua porque no querían, ya se sabe.
—Sería más apropiado decir que estaba aquí por trabajo y dado que he vuelto a acabar a un mísero suspiro de cenarme tu cuerpo, también me encuentro a mil jodidas millas de ser profesional… Otra vez —respondió, siendo su tono de voz lo más gracioso del conjunto al sonar a un nivel mil veces más encantado de lo que alguna gente como la puñetera madame le parecería apropiado. Allí estaban, cuestionando su autoridad de nuevo aunque no se hallara físicamente presente ni supiera de aquel encuentro que, por descontado, no le remuneraban. ¡Joder, el burdel se haría un bolso con sus tripas si aquello llegaba a sus oídos! Vaya, otra imagen más que esquivar, la que aquella hurraca de apestoso satén provocaba en la memoria, aun cuando la suya no era la de un lobo. Irónico que su relación despertara tal animadversión a los ojos de personas repugnantes cuando ellos dos, cada uno a su manera, representaban lo que la sociedad condenaba a la vez que deseaba en secreto. Antes que el aliento de borrachos y sudorosos perfumados, habían soportado el de la hipocresía gimiéndoles en la oreja.
Muy a pesar de su situación física, en principio adulterada, los descensos y ascensos de sus dedos guiando la esponja por la espalda de Abigail eran tan efectivos que ella apenas tenía tiempo de decidir si estaban relajándola como el mejor de los masajes o estimulándola como si cada poro de su cuerpo se convirtiera en un pequeño clítoris bajo el tacto experimentado de Oscar, en un baño que tendría de purificador lo que ellos de… vírgenes. Casi agradeció que la mujer interrumpiera la algidez de aquel recorrido al girarse hacia él para imitarlo y empezar a hacer lo mismo con el pecho del hombre, mientras le ofrecía a éste una visión sutil, aunque apetitosamente real, del suyo propio…
Pues eso: casi.
—Así que apenas has tenido tiempo… ¿En qué líos andas metiéndote ahora? —bromeó, y aprovechó que la sensualidad, desesperante y natural a partes iguales, de su sonrisa masculina se apoderaba de su rostro —y ya puestos, de todo el foco de la escena— para que el desliz de pasear la mirada por la rebosante desnudez de la chica que ahora se le presentaba de frente pareciera fluida, incluso necesaria… 'Pareciera', claro, porque no lo estaba siendo de verdad desde que la había confundido con una ilusión producto de la droga, en absoluto— Deben de ser mucho más interesantes que la respuesta a tu pregunta de cómo me va, la cual no voy a fingir que es positiva porque a ti no pretendo mentirte. Pero si te consuela saberlo, en estos precisos instantes la cosa ha cambiado drásticamente. Es lo que tiene que seas uno de los giros de guión más complicados y extraordinarios con los que un mero espectador puede toparse.
—Créeme, yo también me prefiero en plenas facultades. —¿Y por eso estaba coqueteando con la muerte? Qué tío más raro, y de nuevo, qué suerte que no se encontraba ante alguien corriente a la que le asustaran los desvaríos más peligrosos del existencialismo— Al final este estado ha llevado a algo bueno, no voy a engañarte, pero los detalles sí los voy a dejar para otro día en el que tenga la dignidad menos presente. Suele irse por su cuenta cada vez que te le apareces delante, creo que ya te hiciste una idea en su momento... —Pues fuera quien fuera aquella depredadora de sonrisa torcida, parecía estar hecha para adentrarse en su posible locura.
Siguiendo las peticiones de la anfitriona, claro que 'podían no hablar de eso' y el polaco lo demostró de la forma más auténtica posible: no volviéndolo a hacer, ni siquiera para indicar que había tomado nota, porque esa clase de comentarios, además de innecesarios, eran total y absolutamente contraproducentes. Si la había cagado una vez, no iba a repetir la secuencia, aunque hubiera sacado un tema tan desagradable única y exclusivamente porque implicaba los intereses 'laborales' de Abigail y por tanto, tenía que ver con ella —desde luego, por el atractivo del sujeto religioso en cuestión no había sido—. Ahí no se trataba de explicarse sino de complacerla. Algo que, por cierto, engrosaba su virilidad con una eficiencia mayor que si hinchara el pecho para desgraciarse como sólo el sexo masculino era capaz: abriendo la boca para algo que no fuera comer coños.
Algunos no tenían pelos en la lengua porque no querían, ya se sabe.
—Sería más apropiado decir que estaba aquí por trabajo y dado que he vuelto a acabar a un mísero suspiro de cenarme tu cuerpo, también me encuentro a mil jodidas millas de ser profesional… Otra vez —respondió, siendo su tono de voz lo más gracioso del conjunto al sonar a un nivel mil veces más encantado de lo que alguna gente como la puñetera madame le parecería apropiado. Allí estaban, cuestionando su autoridad de nuevo aunque no se hallara físicamente presente ni supiera de aquel encuentro que, por descontado, no le remuneraban. ¡Joder, el burdel se haría un bolso con sus tripas si aquello llegaba a sus oídos! Vaya, otra imagen más que esquivar, la que aquella hurraca de apestoso satén provocaba en la memoria, aun cuando la suya no era la de un lobo. Irónico que su relación despertara tal animadversión a los ojos de personas repugnantes cuando ellos dos, cada uno a su manera, representaban lo que la sociedad condenaba a la vez que deseaba en secreto. Antes que el aliento de borrachos y sudorosos perfumados, habían soportado el de la hipocresía gimiéndoles en la oreja.
Muy a pesar de su situación física, en principio adulterada, los descensos y ascensos de sus dedos guiando la esponja por la espalda de Abigail eran tan efectivos que ella apenas tenía tiempo de decidir si estaban relajándola como el mejor de los masajes o estimulándola como si cada poro de su cuerpo se convirtiera en un pequeño clítoris bajo el tacto experimentado de Oscar, en un baño que tendría de purificador lo que ellos de… vírgenes. Casi agradeció que la mujer interrumpiera la algidez de aquel recorrido al girarse hacia él para imitarlo y empezar a hacer lo mismo con el pecho del hombre, mientras le ofrecía a éste una visión sutil, aunque apetitosamente real, del suyo propio…
Pues eso: casi.
—Así que apenas has tenido tiempo… ¿En qué líos andas metiéndote ahora? —bromeó, y aprovechó que la sensualidad, desesperante y natural a partes iguales, de su sonrisa masculina se apoderaba de su rostro —y ya puestos, de todo el foco de la escena— para que el desliz de pasear la mirada por la rebosante desnudez de la chica que ahora se le presentaba de frente pareciera fluida, incluso necesaria… 'Pareciera', claro, porque no lo estaba siendo de verdad desde que la había confundido con una ilusión producto de la droga, en absoluto— Deben de ser mucho más interesantes que la respuesta a tu pregunta de cómo me va, la cual no voy a fingir que es positiva porque a ti no pretendo mentirte. Pero si te consuela saberlo, en estos precisos instantes la cosa ha cambiado drásticamente. Es lo que tiene que seas uno de los giros de guión más complicados y extraordinarios con los que un mero espectador puede toparse.
Oscar Llobregat- Prostituto Clase Media
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Re: You breathe the name of your savior in your hour of need |Abigail S. Zarkozi| +18
Siendo realista, una capacidad que había desarrollado a trompicones durante los últimos años de mi vida, forzada siempre por las circunstancias adversas a mí y a mis deseos, no hacía tanto tiempo que había visto a Oscar por primera y última vez, y sin embargo se me antojaba una eternidad, algo de lo que eran enteramente responsables las circunstancias a las que me había visto arrastrada durante, precisamente, ese tiempo que nos había separado. Entonces me había visto obligada a recurrir a él para ganarme el acceso a más misiones, dada la estrategia de ignorarme a la que entonces se habían asegurado de someterme ciertos miembros desagradables de la Inquisición; ahora, no estaba recurriendo a él y no me faltaban las misiones... para asignarlas. Para realizarlas, sin embargo, estaba en la misma situación de entonces: atada de pies y manos. Qué curioso, ¿no?, que pese a que los detalles cambiaran la historia siguiera siendo exactamente la misma que hacía lo que nos parecía una personal eternidad, teñida de los colores de los acontecimientos que la habían poblado para hacerla menos tediosa. A mí, en lo personal, me parecía menos curioso que frustrante, porque al parecer siempre iba a repetir los mismos patrones hasta el día en que mi corazón decidiera dejar de latir y mi lado licántropo no pudiera hacer nada por evitarlo. Esa perspectiva, tan negra, no me parecía demasiado apropiada dadas las circunstancias, pero no podía olvidar que había llegado a casa después de un rato alternando con la alta sociedad parisina, y la amargura era una consecuencia inevitable de tan emperifollada compañía. Para mi fortuna, el roce de mis manos contra el pecho de Oscar, en quien me resistía a apoyar mi desnudez porque sabía que eso terminaría en él llenándome y yo suspirando de placer, me distraía lo suficiente para ser capaz de lidiar con sus preguntas pese a que él no diera respuestas claras a las mías. Tampoco podía pretender que así fuera si yo le prohibía mencionar ciertos temas, ¿no?
– Estoy en tantos líos que no tengo dedos para contarlos, Oscar. Pero, sin que sirva de precedente, ni los he buscado yo ni me suelen incumbir a mí, ¿no es tan insólito que casi ni te lo crees? Lo sé, yo tampoco. Ha pasado bastante tiempo desde que me viste la última vez – al parecer me había decidido por eso, bastante tiempo. No estaba mal. – y ahora resulta que no soy una inquisidora más, he ascendido hasta liderar una facción. ¿No me has visto siempre cara de guerrera? Pues ahí estoy, a la cabeza de los soldados. Eso implica que ahora tengo que dar misiones a los demás y ocuparme de los aspectos más aburridos de todo el Santo Oficio, así que en el fondo estoy igual que como estaba antes: necesitada de misiones. Y de algo que me entretenga.
Soné aburrida, porque lo estaba. El entusiasmo inicial que había mostrado cuando me había apropiado del cargo que una vez había estado ligado a mi mayor enemigo se había esfumado en cuanto había tenido que enfrentarme a la realidad de dicho cargo, y sobre todo a solucionar los errores ajenos. Toda la excitación de la caza, de ese proceso de planificación del más mínimo detalle hasta poder saber cómo demonios iba a llevar a cabo mi plan, se había excitado demasiado rápido una vez había conseguido mi objetivo, y eso me había llevado a reflexionar, quizá demasiado, con respecto a todo lo demás. ¿Sería igual en el resto de mi vida que entonces, cansándome de los resultados obtenidos porque lo que me apasionaba era el proceso, con el mundo en mi contra? Tal vez sí. Tal vez aquella noche me lo había demostrado, al sentirme pletórica antes de enfrentarme a la sociedad pero vacía en cuanto había dejado de tener sus rostros en mi campo de visión; ese vacío seguía invadiéndome cada vez con más fuerza, y por un momento me hizo dejar de pensar en nada que no fuera él, debajo de mí, tan sensual y tan ofrecido que me parecía un pecado resistirme, incluso si yo era una pecadora nata. No, lo necesitaba, y quizá era egoísta pensar en ello cuando tal vez él tuviera una intensión totalmente diferente y ni siquiera se encontraba aún en plenas facultades, pero jamás me había caracterizado por mi generosidad abrumadora, y ni siquiera un amigo como él sería una excepción. Con movimientos estudiados me coloqué justo encima de él, a horcajadas, con ambos brazos apoyados en los bordes de la bañera y haciendo aún algo de fuerza para que él tuviera la oportunidad de decidir si se conformaba con el roce de su longitud contra mí, fomentado por mis movimientos suaves e incitado por mis gemidos bajos y mi expresión de abandono, o si quería llegar hasta el fondo. Nunca mejor dicho.
– ¿Sigo siendo una caja de sorpresas para ti, Oscar? Tiene fácil solución: ahora tú decides si quieres seguir así o si prefieres tomar las riendas.
– Estoy en tantos líos que no tengo dedos para contarlos, Oscar. Pero, sin que sirva de precedente, ni los he buscado yo ni me suelen incumbir a mí, ¿no es tan insólito que casi ni te lo crees? Lo sé, yo tampoco. Ha pasado bastante tiempo desde que me viste la última vez – al parecer me había decidido por eso, bastante tiempo. No estaba mal. – y ahora resulta que no soy una inquisidora más, he ascendido hasta liderar una facción. ¿No me has visto siempre cara de guerrera? Pues ahí estoy, a la cabeza de los soldados. Eso implica que ahora tengo que dar misiones a los demás y ocuparme de los aspectos más aburridos de todo el Santo Oficio, así que en el fondo estoy igual que como estaba antes: necesitada de misiones. Y de algo que me entretenga.
Soné aburrida, porque lo estaba. El entusiasmo inicial que había mostrado cuando me había apropiado del cargo que una vez había estado ligado a mi mayor enemigo se había esfumado en cuanto había tenido que enfrentarme a la realidad de dicho cargo, y sobre todo a solucionar los errores ajenos. Toda la excitación de la caza, de ese proceso de planificación del más mínimo detalle hasta poder saber cómo demonios iba a llevar a cabo mi plan, se había excitado demasiado rápido una vez había conseguido mi objetivo, y eso me había llevado a reflexionar, quizá demasiado, con respecto a todo lo demás. ¿Sería igual en el resto de mi vida que entonces, cansándome de los resultados obtenidos porque lo que me apasionaba era el proceso, con el mundo en mi contra? Tal vez sí. Tal vez aquella noche me lo había demostrado, al sentirme pletórica antes de enfrentarme a la sociedad pero vacía en cuanto había dejado de tener sus rostros en mi campo de visión; ese vacío seguía invadiéndome cada vez con más fuerza, y por un momento me hizo dejar de pensar en nada que no fuera él, debajo de mí, tan sensual y tan ofrecido que me parecía un pecado resistirme, incluso si yo era una pecadora nata. No, lo necesitaba, y quizá era egoísta pensar en ello cuando tal vez él tuviera una intensión totalmente diferente y ni siquiera se encontraba aún en plenas facultades, pero jamás me había caracterizado por mi generosidad abrumadora, y ni siquiera un amigo como él sería una excepción. Con movimientos estudiados me coloqué justo encima de él, a horcajadas, con ambos brazos apoyados en los bordes de la bañera y haciendo aún algo de fuerza para que él tuviera la oportunidad de decidir si se conformaba con el roce de su longitud contra mí, fomentado por mis movimientos suaves e incitado por mis gemidos bajos y mi expresión de abandono, o si quería llegar hasta el fondo. Nunca mejor dicho.
– ¿Sigo siendo una caja de sorpresas para ti, Oscar? Tiene fácil solución: ahora tú decides si quieres seguir así o si prefieres tomar las riendas.
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Re: You breathe the name of your savior in your hour of need |Abigail S. Zarkozi| +18
Bufar en aquellos momentos le habría hecho competir con el relincho de un caballo en mitad de una carrera a medio ganar… o a medio perder. El intermedio de puro gozo o estrepitosa caída que le sugería una presencia como la de aquella mujer, ahora ascendida en su calidad de inquisidora aun cuando jamás lo habría necesitado para disponer el mundo a un solo chasquido de sus dedos. Ganar se ganaba siempre, ¿qué otra forma había de describir lo que se sentía sabiendo que habías conseguido captar su atención? Pero también perder... la cordura, la estabilidad, la jodida conexión con aquellos apartados de la realidad que no estuvieran supeditados a los designios de Abigail Zarkozi. Todo eso y más para un simple Oscar como el que se hinchaba bajo ella a cada roce, deslizamiento o choque de carnes en su plena esencia.
Las circunstancias de aquella guerrera, tal y como se había referido a sí misma —tal y como él la había considerado siempre— habían dado un vuelco en todo ese tiempo, pero las del prostituto tampoco se quedaban atrás. Quizá lo único que tuvieran en común fuera que todo surgía de sus respectivos empleos; ella encabezando un ejército y él, batallando unos nuevos demonios tan dignos de temer como los que caían a diario bajo el filo de la Inquisición. Ahora, a manos del polaco que atenazaba la sabiduría del desengaño en sus ojos, puede que también se hubiera extinguido alguna que otra vida. Se había depositado violencia sobrenatural sobre sus hombros y lejos de flaquear con la acostumbrada debilidad de los humanos, todo su cuerpo emanaba ese poder tembloroso previo al estallido de un volcán que nadie espera que estalle, pero que puede arrasarlo absolutamente todo.
Tal vez por ese motivo la temperatura del agua aún no había perdido su burbujeante calor.
—Espléndido entonces, porque yo sigo ávido de conocer más sobre los peligros de tu mundo y puedo ofrecer toneladas de entretenimiento en más de un sentido —afirmó, sin un ápice de inseguridad en su modo de hablar o de pronunciar las palabras en mitad de su estado de estrambótica embriaguez, que lejos de ralentizar sus mejores destrezas, en aquellos momentos estaban elevando la sensibilidad de su organismo hasta el punto de volver todavía más audaz dónde y cómo tocaba—. No me cuesta nada imaginarte en ese escenario, de hecho, quizá siempre te haya visto en la posición en la que estás ahora mismo sin necesidad de que tus jefes me dieran permiso. Si su opinión te importa poco a ti, es imposible que a mí me alteren el pulso.
La mujer se terminó de deslizar por encima de su piel; limpia, expectante, en perfecta ebullición. Oscar la retuvo de las caderas mientras retaba una vez más a sus instintos con aquella disposición de los hechos a su entera merced. El hombre seguía sin poderse creer que a pesar de todo aquel derroche de potencia que representaba, esa loba estuviera dispuesta a hacerle sentir con el control de alguna parte de ella.
—Vuelves a hacerme elegir en contra de mi propia mente y de mi propio cuerpo. Permíteme decir que dudo mucho que nadie haya sabido jugar tan bien a eso con alguien de mi profesión —respondió, al tiempo que sus pupilas, por fin, abarcaban todo su entorno, libres del sopor y dueñas del momento—. Me resistí una vez a ti, porque creía que así disponía mejor mis cartas, pero no estoy hecho para la estrategia, ni para la intriga. Soy un vulgar humano al lado de tu sibilina maestría y no voy a poder aguantar una segunda vez con nuestros cuerpos totalmente desnudos, en una bañera como ésta y puesto hasta las cejas de la única sustancia capaz de convertirme en la bestia a la que, de un tiempo a esta parte, llevo jugando a ser. Tampoco voy a insultar a tu experiencia preguntándote si estás segura de aguantarlo, así que sólo te pediré una cosa —sus uñas clavadas ya en su cintura, ascendiendo en un adictivo hormigueo al mismo nivel de sus dientes cuando gruñeron apenas a un milímetro de los labios de la chica—: jamás habré merecido tu buena opinión de mí, pero, aun así, intenta no perderla.
Las circunstancias de aquella guerrera, tal y como se había referido a sí misma —tal y como él la había considerado siempre— habían dado un vuelco en todo ese tiempo, pero las del prostituto tampoco se quedaban atrás. Quizá lo único que tuvieran en común fuera que todo surgía de sus respectivos empleos; ella encabezando un ejército y él, batallando unos nuevos demonios tan dignos de temer como los que caían a diario bajo el filo de la Inquisición. Ahora, a manos del polaco que atenazaba la sabiduría del desengaño en sus ojos, puede que también se hubiera extinguido alguna que otra vida. Se había depositado violencia sobrenatural sobre sus hombros y lejos de flaquear con la acostumbrada debilidad de los humanos, todo su cuerpo emanaba ese poder tembloroso previo al estallido de un volcán que nadie espera que estalle, pero que puede arrasarlo absolutamente todo.
Tal vez por ese motivo la temperatura del agua aún no había perdido su burbujeante calor.
—Espléndido entonces, porque yo sigo ávido de conocer más sobre los peligros de tu mundo y puedo ofrecer toneladas de entretenimiento en más de un sentido —afirmó, sin un ápice de inseguridad en su modo de hablar o de pronunciar las palabras en mitad de su estado de estrambótica embriaguez, que lejos de ralentizar sus mejores destrezas, en aquellos momentos estaban elevando la sensibilidad de su organismo hasta el punto de volver todavía más audaz dónde y cómo tocaba—. No me cuesta nada imaginarte en ese escenario, de hecho, quizá siempre te haya visto en la posición en la que estás ahora mismo sin necesidad de que tus jefes me dieran permiso. Si su opinión te importa poco a ti, es imposible que a mí me alteren el pulso.
La mujer se terminó de deslizar por encima de su piel; limpia, expectante, en perfecta ebullición. Oscar la retuvo de las caderas mientras retaba una vez más a sus instintos con aquella disposición de los hechos a su entera merced. El hombre seguía sin poderse creer que a pesar de todo aquel derroche de potencia que representaba, esa loba estuviera dispuesta a hacerle sentir con el control de alguna parte de ella.
—Vuelves a hacerme elegir en contra de mi propia mente y de mi propio cuerpo. Permíteme decir que dudo mucho que nadie haya sabido jugar tan bien a eso con alguien de mi profesión —respondió, al tiempo que sus pupilas, por fin, abarcaban todo su entorno, libres del sopor y dueñas del momento—. Me resistí una vez a ti, porque creía que así disponía mejor mis cartas, pero no estoy hecho para la estrategia, ni para la intriga. Soy un vulgar humano al lado de tu sibilina maestría y no voy a poder aguantar una segunda vez con nuestros cuerpos totalmente desnudos, en una bañera como ésta y puesto hasta las cejas de la única sustancia capaz de convertirme en la bestia a la que, de un tiempo a esta parte, llevo jugando a ser. Tampoco voy a insultar a tu experiencia preguntándote si estás segura de aguantarlo, así que sólo te pediré una cosa —sus uñas clavadas ya en su cintura, ascendiendo en un adictivo hormigueo al mismo nivel de sus dientes cuando gruñeron apenas a un milímetro de los labios de la chica—: jamás habré merecido tu buena opinión de mí, pero, aun así, intenta no perderla.
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Re: You breathe the name of your savior in your hour of need |Abigail S. Zarkozi| +18
El primer sonido que salió de mí fue una sincera carcajada, una muestra natural y espontánea de lo graciosa que me resultaba su curiosidad, tan semejante a la del ratón que quiere conocer mejor al gato que casi sería tierna si la situación se prestase para el más mínimo tipo de ternura, pero no lo hacía, de ahí que el segundo sonido fuera un gemido bajo, gutural, que anuló la risa y la sustituyó con jadeos en cuanto él se me clavó por completo. Nunca del todo habituada a aquella situación, hasta si como la prostituta por amor al arte en la que me había convertido con los años y mis fáciles excitaciones, lo disfruté como si fuera la primera vez, pues en cierto modo así era: con él, hasta entonces, nos habíamos limitado a las provocaciones y a arañar la superficie que él había abierto por completo para hincarse hasta bien dentro, dejando aparte cualquier ramalazo de poesía con la que poder hacer mención a un acto que difícilmente podía apartarse de lo sensitivo. Y vaya si así era... La destreza del prostituto estaba absolutamente equiparada con la mía propia, pese a que él por un momento había tenido miedo de decepcionarme; parecía, incluso, hecho justo para mí, porque el roce absoluto y gozoso que acompañaba a cada embestida suya, motivada por mí misma, era como una caricia placentera en mi bajo vientre, motivo por el cual no me corté lo más mínimo a la hora de hacérselo saber. Menos mal que la casa me pertenecía, que el servicio estaba más que habituado a mi personalidad disoluta y libertina y, sobre todo, que me importaba de menos a nada lo que cualquiera menos un par de afortunados pudieran pensar de mí; todo eso, sobre todo lo último, me garantizaba libertad absoluta para gozar del prostituto que conmigo no lo era en paz, y también me garantizó alcanzar la cima del placer más veces que en mucho tiempo, hasta tal punto que, para cuando ambos terminamos, me dejé caer sobre su pecho, exhausta.
– Tienes que estar bromeando, Oscar, ¿cómo demonios iba a perder la buena opinión de ti después de esto? Ni siquiera te quiero lejos ahora mismo, eso que te quede muy claro, y no suele ser lo habitual que así sea dadas mis circunstancias, así que considérate afortunado: sigues siendo un auténtico maestro al que una fulana de tres al cuarto que ni siquiera cobra no se puede comparar.
A la provocación, inevitable aunque la dijera con el tono sosegado y casi gangoso al que me obligaba mi garganta seca por tanto gemido hacía un momento, la acompañó una sonrisa; a la sonrisa, un guiño y un beso para el que me tuve que girar, aunque ni por esas le permití que abandonara el cálido refugio de entre mis piernas donde los dos estábamos muy bien, muchas gracias. Es más, tan bien estábamos que seguimos así incluso cuando quedé del todo frente a él, abierta de piernas y expuesta de tal modo que era lo contrario a la imagen del pudor, y aun así parecía haber algo inocente en la forma en que el pelo despeinado me caía sobre el pecho, como si así pretendiera cubrir algo que él había visto y tocado, nunca lo suficiente pero sí lo bastante por el momento. No iba a avergonzarme por admitir nada, y mucho menos cuando había sido tan condenadamente expresiva hacía un momento con él; es más, ni siquiera iba a arrepentirme de la compañía, hasta si esa compañía había venido puesta hasta las cejas de a saber qué demonios había consumido. Mi mayor esperanza al respecto era que se le hubiera pasado con cada contracción de mi cuerpo sobre su miembro, involuntarias durante los orgasmos pero voluntarias entonces, como si aún quisiera seguir provocándolo hasta dejarlo seco porque se había derramado por completo en mi interior. La idea, por cierto, me provocó una oleada de satisfacción que me inflamó la carne de nuevo y me tentó a iniciar de nuevo los movimientos que aún no habíamos terminado, de eso no me quedaba la menor duda. Terminé, sin embargo, decidiendo controlarme un instante, y por eso mis manos acudieron a su pecho para apoyarme mejor, como si el anclaje de su hombría en lo más profundo de mi ser no fuera lo bastante sólido para mí, y en cuanto se me terminó la excusa empezaron las caricias, casi arañazos.
– Tengo una multitud de talentos que al mundo le pasan desapercibidos pero a ti no, Oscar, y lo de ser prostituta por vocación es uno de ellos... Aunque no tanto como ser inquisidora, por supuesto, ahí he demostrado una y mil veces que se me da fantásticamente bien ser una maldita asesina. Así que dime, ahora que sabes que tu opinión me importa, ¿cómo puedo contribuir a que sigas creyéndome la mejor soldado de todo París? ¿Qué te apetece saber?
– Tienes que estar bromeando, Oscar, ¿cómo demonios iba a perder la buena opinión de ti después de esto? Ni siquiera te quiero lejos ahora mismo, eso que te quede muy claro, y no suele ser lo habitual que así sea dadas mis circunstancias, así que considérate afortunado: sigues siendo un auténtico maestro al que una fulana de tres al cuarto que ni siquiera cobra no se puede comparar.
A la provocación, inevitable aunque la dijera con el tono sosegado y casi gangoso al que me obligaba mi garganta seca por tanto gemido hacía un momento, la acompañó una sonrisa; a la sonrisa, un guiño y un beso para el que me tuve que girar, aunque ni por esas le permití que abandonara el cálido refugio de entre mis piernas donde los dos estábamos muy bien, muchas gracias. Es más, tan bien estábamos que seguimos así incluso cuando quedé del todo frente a él, abierta de piernas y expuesta de tal modo que era lo contrario a la imagen del pudor, y aun así parecía haber algo inocente en la forma en que el pelo despeinado me caía sobre el pecho, como si así pretendiera cubrir algo que él había visto y tocado, nunca lo suficiente pero sí lo bastante por el momento. No iba a avergonzarme por admitir nada, y mucho menos cuando había sido tan condenadamente expresiva hacía un momento con él; es más, ni siquiera iba a arrepentirme de la compañía, hasta si esa compañía había venido puesta hasta las cejas de a saber qué demonios había consumido. Mi mayor esperanza al respecto era que se le hubiera pasado con cada contracción de mi cuerpo sobre su miembro, involuntarias durante los orgasmos pero voluntarias entonces, como si aún quisiera seguir provocándolo hasta dejarlo seco porque se había derramado por completo en mi interior. La idea, por cierto, me provocó una oleada de satisfacción que me inflamó la carne de nuevo y me tentó a iniciar de nuevo los movimientos que aún no habíamos terminado, de eso no me quedaba la menor duda. Terminé, sin embargo, decidiendo controlarme un instante, y por eso mis manos acudieron a su pecho para apoyarme mejor, como si el anclaje de su hombría en lo más profundo de mi ser no fuera lo bastante sólido para mí, y en cuanto se me terminó la excusa empezaron las caricias, casi arañazos.
– Tengo una multitud de talentos que al mundo le pasan desapercibidos pero a ti no, Oscar, y lo de ser prostituta por vocación es uno de ellos... Aunque no tanto como ser inquisidora, por supuesto, ahí he demostrado una y mil veces que se me da fantásticamente bien ser una maldita asesina. Así que dime, ahora que sabes que tu opinión me importa, ¿cómo puedo contribuir a que sigas creyéndome la mejor soldado de todo París? ¿Qué te apetece saber?
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