AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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El pretexto que susurran las sombras | Flashback | Privado
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El pretexto que susurran las sombras | Flashback | Privado
¿Sabes lo que me gusta de ti? Que ves cosas donde los demás sólo ven oscuridad.
Federico Moccia.
Federico Moccia.
Al menos, ahora que recibiría en su casa a un viejo amigo, Jean Paul Lafrancq estaría más tranquilo. Pondría su foco en el tal Herman y dejaría de torturarla, de momento era esa la esperanza que Aruna albergaba, veía en la estadía de aquel visitante una posible calma dentro de la tormenta que era su matrimonio.
Pese a que él siempre le repetía lo mal anfitriona que era, Aruna no dejaba de esforzarse para poder superarse con cada nueva visita recibida, cuánto más lo haría ahora que el hombre pensaba pasar allí algunas semanas y que era alguien a quien Lafrancq parecía estimar y respetar. Claro que nunca podría ser perfecta, nada lo sería allí hasta que Aruna no pudiese dominar el idioma de la nueva tierra en la que estaba obligada a permanecer y echar raíces.
Pese a la imposibilidad del idioma, Aruna iba de un lugar a otro de la casa dando sus ordenes en español –su lengua madre, teñida con su acento andaluz-, mismas que eran traducidas con presteza por su fiel dama de compañía.
-Sabemos que el señor van Haacht gusta del whisky escocés. Asegúrense de que no falte en su recamara una botella por si desea beber antes de dormir. ¿De qué color son las sábanas? Que hagan juego con los cortinados.
Repasaba una y otra vez cada detalle, volvía a caminar por la habitación en la que el hombre descansaría. No lo hacía simplemente porque era su deber como la señora de aquella casa, sino también porque aquella visita ya le estaba aportando color a su vida aburrida, al fin tenía de qué ocuparse, algo que distraía su mente. Ah, pero debía tener cuidado pues aquello por poco le hacía olvidar de sus rezos. Tan entretenida estaba a la espera de la llegada de van Haacht que un día no notó que se había perdido la misa del atardecer. La culpa fue horrible y, a modo de penitencia autoimpuesta, Aruna hizo ayuno durante dos días en los que se dedicó a la oración.
Finalmente llegó la noche en la que Herman golpeó a la puerta. Aruna no sabía demasiado de él ni de sus intenciones en la ciudad, tampoco por qué prefería quedarse en casa de su viejo amigo en lugar de en un hotel, pero aceptaba aquella visita sin preguntar demasiado pues ya sabía que Jean Paul detestaba sus preguntas.
Era mucho más alto de lo que había imaginado, le sacaba algunos centímetros a su esposo. Además tenía un rostro de lo más particular, bello y masculino. Aruna no se detuvo demasiado en eso, ver a otro hombre que no fuese su esposo era pecado y ella no quería tener que pasar otros dos días sin comer.
Lo hombres hablaron y hasta rieron. Jean la presentó a su amigo y ella simplemente hizo una reverencia ante él a modo de saludo pues, pese a entender algo de lo que en francés hablaban, ella no podía expresarse para darle la bienvenida. Su tara mental con respecto a aquel idioma era un misterio, algo que jamás entendería.
-Que lleven las pertenencias del señor a su habitación –ordenó en voz baja a Nesa, su dama de compañía, que no tardó en traducir al resto del personal que estaba dispuesto a la espera de directivas-. Estén listos para servir la cena en diez minutos.
Pronto pasaron al salón comedor. Era pasada la hora de la cena y todos estaban hambrientos, eso era seguro. Jean tomó asiento en la cabecera de la mesa, era el lugar que le correspondía por ser dueño de la casa, de modo que Aruna y el visitante quedaron sentados frente a frente. Se atrevió a elevar la vista hacia él, mientras su esposo hablaba apresurado -de seguro contando alguna anécdota de esas que solo a él le hacían gracia-, y su sorpresa fue descubrir que van Haacht la observaba detenidamente.
Aruna Lafrancq- Humano Clase Alta
- Mensajes : 25
Fecha de inscripción : 21/02/2017
Re: El pretexto que susurran las sombras | Flashback | Privado
Hacía años que no veía a Jean Paul Lafrancq, un viejo amigo con el que Herman había pasado momentos muy gratos y de los que guardaba muy buenos recuerdos. Lo cierto era que las andanzas del neerlandés en los últimos tiempos habían sido de todo menos agradables. Desde que perdiera su baronía se había movido dando tumbos de un lado para otro, escapando de aquellos que lo querían fuera de juego y buscando alianzas que lo ayudaran a recuperar sus posesiones. Si se paraba a hacer un balance de lo conseguido, se daba cuenta de que, si bien no había logrado encontrar a nadie que lo ayudara en su empresa, al menos, había burlado a la muerte en numerosas ocasiones, y Herman encontraba en eso algo de lo que sentirse orgulloso.
Su llegada a París fue, como todo en los últimos años, un alto involuntario en su camino hacia España. Ya se podía decir que había recuperado la movilidad en el brazo, y poco rastro quedaba ya de la herida de bala que lo había estrellado en aquel edificio. Sus alas, no obstante, todavía no habían vuelto a responder de la misma forma que antaño, así que, por el momento, dejar la ciudad por el aire se le antojaba imposible. Por suerte, todavía le quedaban contactos allí que no conocieran sus últimos movimientos, así que, después de hacerse con una pluma y unos cuantos pergaminos, escribió una carta a su buen amigo anunciando su pronta visita.
Sabía que él diría que sí de inmediato —se conocían lo suficiente para tener ese nivel de confianza—, así que ni siquiera esperó la respuesta de su parte. Dejó un par días de margen, tiempo que aprovechó para hacerse con una vestimenta lo suficientemente digna como para no llamar la atención y algunos enseres que simularían su equipaje. Casi sin darse cuenta allí estaba, frente a la puerta de la casa de su buen amigo, esperando que nadie se percatara del aspecto desarrapado que había llevado hasta hacía apenas una hora. Dio tres golpes secos en la puerta y esperó a que el mayordomo lo invitara a pasar al recibidor.
—¡Jean Paul! —saludó, efusivo—. Mi viejo amigo, te veo bien —dijo—. Deben de tratarte estupendamente.
—Ya lo creo —contestó el otro, envolviendo en un abrazo amistoso al cambiante—. Es una alegría tenerte aquí, Herman. Bienvenido.
Lo cierto era que, desde la última vez, Lafrancq había engordado algo y, sobre todo, se había avejentado mucho más rápido que él. Cuando a Herman le hablaban sobre su buen aspecto, él siempre lo achacaba a la herencia genética de su familia, algo que no se alejaba en exceso de la realidad. Su madre se conservaba tan bien como lo hacía él; de ella era, a fin de cuentas, de quien había heredado su condición de cambiante.
—No sabía que te hubieras casado —comentó cuando le presentó a Aruna, a la que saludó con una inclinación de cabeza, una sonrisa y unas palabras en francés—. Es un placer, madame.
—Dudo que te entienda —dijo Jean Paul—. No habla francés, sólo castellano.
Para cuando Herman quiso repetir el saludo en una lengua que la mujer pudiera comprender, ella ya se había girado para comenzar a gestionar al personal de la casa. La observó alejarse y pudo escuchar, aunque no sin dificultad, el acento que delataba su procedencia. ¡Ah! ¡Cómo le gustaban a Herman las mujeres del sur! Siempre tan vivas y alegres, le resultaba un auténtico placer pasar el tiempo con ellas, aunque lo cierto era que el aura de Aruna se veía algo apagada, no con ese brillo que compartían las de su tierra.
No le dio más importancia, aunque tampoco tuvo mucho tiempo para ello; Jean Paul le pasó un brazo por los hombros y lo guió hasta el comedor.
—Cuéntame, ¿qué te trae por París?
Herman tuvo que inventarse una historia creíble —o, más bien, adaptar la real para hacer de ella una versión pacífica y no sobrenatural— que Lafrancq se creyó por completo. Si algo se le daba bien al pájaro era hablar y hablar con el único propósito de camelar a aquellos que pudieran serle beneficiosos para algo. Otra cosa en la que tenía experiencia era en desviar el tema de conversación cuando la atención se centraba en algo que él no creía que fuera conveniente airear, por lo que, en un momento dado, dio pie a Jean Paul para que comenzara hablar de sus múltiples hazañas —que Herman ya conocía— y dejó que hablara, fingiendo que escuchaba cuando su mente estaba pensando en el comensal que tenía frente a él. Sí que había tenido buena suerte su amigo al casarse con una mujer como aquella. Se quedó mirándola como quien admira una obra maestra, y lo único que hizo cuando ella se dio cuenta fue sonreír amablemente. Por suerte para él, el servicio trajo los primeros platos, con lo que su falta de tacto quedó opacada por el olor de la comida.
Apenas habían comenzado cuando el mayordomo entró en el comedor y se acercó hacia el anfitrión. Susurró algo en su oído y Lafrancq se levantó, un tanto molesto.
—Por favor, seguid sin mí —pidió, mirando a Herman—. No desearía que se enfriara la cena. No tardaré.
Y desapareció, dejando a los otros dos solos.
—Debo felicitarla, señora Lafrancq. La cena está siendo exquisita, la mejor que he probado en mucho tiempo —dijo en un perfecto castellano, teñido con un fuerte acento norteño—. También quería agradecerle el hecho de que me pueda hospedar en su casa. Mi visita a París ha sido un tanto… imprevista. Deseo molestar lo menos posible, por lo que le prometo que no abusaré ni de su confianza, ni de la de su esposo. —Probó otro bocado de su plato y bebió un sorbo de vino. Miró hacia la puerta por donde su amigo había salido y, puesto que seguía sin venir, se dirigió otra vez a la mujer—. Jean Paul ha comentado que no habla usted francés. ¿Hace poco tiempo que ha llegado a París, acaso?
* La letra cursiva significa que habla en castellano.
Su llegada a París fue, como todo en los últimos años, un alto involuntario en su camino hacia España. Ya se podía decir que había recuperado la movilidad en el brazo, y poco rastro quedaba ya de la herida de bala que lo había estrellado en aquel edificio. Sus alas, no obstante, todavía no habían vuelto a responder de la misma forma que antaño, así que, por el momento, dejar la ciudad por el aire se le antojaba imposible. Por suerte, todavía le quedaban contactos allí que no conocieran sus últimos movimientos, así que, después de hacerse con una pluma y unos cuantos pergaminos, escribió una carta a su buen amigo anunciando su pronta visita.
Sabía que él diría que sí de inmediato —se conocían lo suficiente para tener ese nivel de confianza—, así que ni siquiera esperó la respuesta de su parte. Dejó un par días de margen, tiempo que aprovechó para hacerse con una vestimenta lo suficientemente digna como para no llamar la atención y algunos enseres que simularían su equipaje. Casi sin darse cuenta allí estaba, frente a la puerta de la casa de su buen amigo, esperando que nadie se percatara del aspecto desarrapado que había llevado hasta hacía apenas una hora. Dio tres golpes secos en la puerta y esperó a que el mayordomo lo invitara a pasar al recibidor.
—¡Jean Paul! —saludó, efusivo—. Mi viejo amigo, te veo bien —dijo—. Deben de tratarte estupendamente.
—Ya lo creo —contestó el otro, envolviendo en un abrazo amistoso al cambiante—. Es una alegría tenerte aquí, Herman. Bienvenido.
Lo cierto era que, desde la última vez, Lafrancq había engordado algo y, sobre todo, se había avejentado mucho más rápido que él. Cuando a Herman le hablaban sobre su buen aspecto, él siempre lo achacaba a la herencia genética de su familia, algo que no se alejaba en exceso de la realidad. Su madre se conservaba tan bien como lo hacía él; de ella era, a fin de cuentas, de quien había heredado su condición de cambiante.
—No sabía que te hubieras casado —comentó cuando le presentó a Aruna, a la que saludó con una inclinación de cabeza, una sonrisa y unas palabras en francés—. Es un placer, madame.
—Dudo que te entienda —dijo Jean Paul—. No habla francés, sólo castellano.
Para cuando Herman quiso repetir el saludo en una lengua que la mujer pudiera comprender, ella ya se había girado para comenzar a gestionar al personal de la casa. La observó alejarse y pudo escuchar, aunque no sin dificultad, el acento que delataba su procedencia. ¡Ah! ¡Cómo le gustaban a Herman las mujeres del sur! Siempre tan vivas y alegres, le resultaba un auténtico placer pasar el tiempo con ellas, aunque lo cierto era que el aura de Aruna se veía algo apagada, no con ese brillo que compartían las de su tierra.
No le dio más importancia, aunque tampoco tuvo mucho tiempo para ello; Jean Paul le pasó un brazo por los hombros y lo guió hasta el comedor.
—Cuéntame, ¿qué te trae por París?
Herman tuvo que inventarse una historia creíble —o, más bien, adaptar la real para hacer de ella una versión pacífica y no sobrenatural— que Lafrancq se creyó por completo. Si algo se le daba bien al pájaro era hablar y hablar con el único propósito de camelar a aquellos que pudieran serle beneficiosos para algo. Otra cosa en la que tenía experiencia era en desviar el tema de conversación cuando la atención se centraba en algo que él no creía que fuera conveniente airear, por lo que, en un momento dado, dio pie a Jean Paul para que comenzara hablar de sus múltiples hazañas —que Herman ya conocía— y dejó que hablara, fingiendo que escuchaba cuando su mente estaba pensando en el comensal que tenía frente a él. Sí que había tenido buena suerte su amigo al casarse con una mujer como aquella. Se quedó mirándola como quien admira una obra maestra, y lo único que hizo cuando ella se dio cuenta fue sonreír amablemente. Por suerte para él, el servicio trajo los primeros platos, con lo que su falta de tacto quedó opacada por el olor de la comida.
Apenas habían comenzado cuando el mayordomo entró en el comedor y se acercó hacia el anfitrión. Susurró algo en su oído y Lafrancq se levantó, un tanto molesto.
—Por favor, seguid sin mí —pidió, mirando a Herman—. No desearía que se enfriara la cena. No tardaré.
Y desapareció, dejando a los otros dos solos.
—Debo felicitarla, señora Lafrancq. La cena está siendo exquisita, la mejor que he probado en mucho tiempo —dijo en un perfecto castellano, teñido con un fuerte acento norteño—. También quería agradecerle el hecho de que me pueda hospedar en su casa. Mi visita a París ha sido un tanto… imprevista. Deseo molestar lo menos posible, por lo que le prometo que no abusaré ni de su confianza, ni de la de su esposo. —Probó otro bocado de su plato y bebió un sorbo de vino. Miró hacia la puerta por donde su amigo había salido y, puesto que seguía sin venir, se dirigió otra vez a la mujer—. Jean Paul ha comentado que no habla usted francés. ¿Hace poco tiempo que ha llegado a París, acaso?
* La letra cursiva significa que habla en castellano.
Herman van Haacht- Cambiante Clase Baja
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Fecha de inscripción : 17/07/2017
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Re: El pretexto que susurran las sombras | Flashback | Privado
Siempre que su esposo tenía visitas, ella se ocupaba de desempeñar su rol de fiel compañera de la mejor forma posible. Estaba atenta a cualquier necesidad, no solo de su esposo –que eso lo hacía siempre- sino también de los invitados. No lo hacía de manera abnegada, había una razón algo egoísta de fondo y ese era procurar motivos para que las visitas felicitasen a Jean Paul por la magnífica y detallista esposa que tenía. Eso era todo a lo que Aruna aspiraba: a que su marido fuese halagado a causa de ella y supiera así que, pese a todos los defectos que ella tenía, no se había equivocado al elegirla.
Poco sabía del hombre que tenía frente a sí. Lo observaba detenidamente, como queriendo adivinar la forma en la que podría participar de la charla que mantenía con Jean Paul. Parecía joven, su rostro y la firmeza de su postura así lo decían, pero a la vez alguien muy vivido. Las diferencias entre él y su esposo eran evidentes.
Aruna se sobresaltó cuando su esposo se levantó de la mesa pues rara vez lo hacía, mucho menos habiendo visitas, estaba segura de que se trataba de algo en verdad importante. Lo siguió con la mirada, pero él ni siquiera le dio una explicación vedada.
Se había criado en un hogar lleno de violencia, donde los golpes estaban a la orden del día y su vida no había mejorado con el matrimonio, por eso Aruna estaba siempre lista para las malas noticias y con el latente temor a que todo pudiese cambiar, para mal, en cuestión de segundos.
-Oh, habla castellano –dijo, con la clara imposibilidad de ocultar la ilusión que eso le daba-. ¿Dónde lo ha aprendido? Gracias por el halago –algo sonrojada bajó la vista de nuevo a su plato de comida, intacto por el momento, con una sonrisa tímida en los labios-. No tiene que dar las gracias, esta es su casa. Siéntase en libertad de morar aquí cuanto desee y si necesita algo no tiene más que pedirlo, ahora que nos podemos comunicar me será fácil asistirle en lo que usted desee.
¿Hacía cuánto tiempo que no hablaba tanto con alguien que no fuese del servicio? Meses, seguramente. A Jean Paul le irritaba tremendamente el castellano, decía que carecía de suavidades o matices. Aruna no tenía en claro a qué se refería, por el contrario le parecía que el francés era inentendible y demasiado nasal.
-No hablo el idioma, lamentablemente –le confesó al hombre, dado el interés que mostraba-. Comprendo la mayoría de las frases, pero me avergüenza decirle que soy incapaz de hablarlo. He tenido a grandes maestros en la sala durante meses, gracias a ellos puedo comprender, pero no han logrado que venza el temor que me da hablarlo. No se imagina la alegría que me ha dado al permitirme hablar otra vez mi lengua madre con alguien de buena posición –alzó su copa, en actitud de brindis-. Gracias por eso, pero me temo que debo pedirle que no hablemos frente a mi esposo, se enfadaría conmigo.
Poco sabía del hombre que tenía frente a sí. Lo observaba detenidamente, como queriendo adivinar la forma en la que podría participar de la charla que mantenía con Jean Paul. Parecía joven, su rostro y la firmeza de su postura así lo decían, pero a la vez alguien muy vivido. Las diferencias entre él y su esposo eran evidentes.
Aruna se sobresaltó cuando su esposo se levantó de la mesa pues rara vez lo hacía, mucho menos habiendo visitas, estaba segura de que se trataba de algo en verdad importante. Lo siguió con la mirada, pero él ni siquiera le dio una explicación vedada.
Se había criado en un hogar lleno de violencia, donde los golpes estaban a la orden del día y su vida no había mejorado con el matrimonio, por eso Aruna estaba siempre lista para las malas noticias y con el latente temor a que todo pudiese cambiar, para mal, en cuestión de segundos.
-Oh, habla castellano –dijo, con la clara imposibilidad de ocultar la ilusión que eso le daba-. ¿Dónde lo ha aprendido? Gracias por el halago –algo sonrojada bajó la vista de nuevo a su plato de comida, intacto por el momento, con una sonrisa tímida en los labios-. No tiene que dar las gracias, esta es su casa. Siéntase en libertad de morar aquí cuanto desee y si necesita algo no tiene más que pedirlo, ahora que nos podemos comunicar me será fácil asistirle en lo que usted desee.
¿Hacía cuánto tiempo que no hablaba tanto con alguien que no fuese del servicio? Meses, seguramente. A Jean Paul le irritaba tremendamente el castellano, decía que carecía de suavidades o matices. Aruna no tenía en claro a qué se refería, por el contrario le parecía que el francés era inentendible y demasiado nasal.
-No hablo el idioma, lamentablemente –le confesó al hombre, dado el interés que mostraba-. Comprendo la mayoría de las frases, pero me avergüenza decirle que soy incapaz de hablarlo. He tenido a grandes maestros en la sala durante meses, gracias a ellos puedo comprender, pero no han logrado que venza el temor que me da hablarlo. No se imagina la alegría que me ha dado al permitirme hablar otra vez mi lengua madre con alguien de buena posición –alzó su copa, en actitud de brindis-. Gracias por eso, pero me temo que debo pedirle que no hablemos frente a mi esposo, se enfadaría conmigo.
Aruna Lafrancq- Humano Clase Alta
- Mensajes : 25
Fecha de inscripción : 21/02/2017
Re: El pretexto que susurran las sombras | Flashback | Privado
¡Oh, pero qué delicia de mujer! Escucharla hablar de corrido fue un hermoso regalo para los oídos de Herman, que disfrutaba no sólo de oír la dulce voz de una mujer hermosa, sino también de su acento sureño, tan fluído que no parecía ni real. Había tenido ocasión de conocer a bastante gente de aquella zona, y debía reconocer que no había nadie mejor para alegrar una velada. Le resultaban divertidos, y se había percatado de que siempre estaban dispuestos a celebrar, fuera lo que fuera. Levantó su copa, imitando el gesto de ella y le dio un sorbo.
—Lo aprendí de niño, junto a muchos otros idiomas —contestó, dejando la copa en la mesa y pasándose la lengua por los dientes—. Ya sabe, o imaginará, cómo es la educación de los niños de alta cuna. Aprender mucho para que el día de mañana estén preparados para todo, aunque, en el fondo, más de la mitad no sirve para absolutamente nada.
Eso era cierto en la mayoría de los casos. Para Herman, lo más útil habían sido los idiomas, y no para hacer negocios o contactos valiosos, desde luego; él los había usado para cortejar mujeres extranjeras, relacionarse con otros viciosos como él y sobrevivir en el periplo que el desgraciado de Krayenhoff le había obligado a meterse. Todo lo demás ya era historia .
—Por favor, no se avergüence de algo así —le pidió—. Reconozco que no es sencillo hablar bien el francés, sobre todo —echó el cuerpo hacia delante, tomando un aire más confidente con ella, y bajó la voz para seguir hablando— porque los franceses son demasiado estirados cuando se trata del idioma. Hay que pronunciarlo todo exactamente como ellos, si no fingen que no comprenden, y así es imposible. —Volvió a su sitio y tomó otro poco de comida—. Pero sabe usted hablar castellano que, a mi parecer, es más complejo, así que estoy seguro de que sólo hace falta que se suelte con el francés. ¿Sabe cuál es la clave? Los labios. Si se fija, todos los fruncen, así —hizo el gesto, como si estuviera besando el aire, y se lo mostró—. Diga conmigo: bonjour. Que no le dé vergüenza, nadie nos ve.
Le sonrió ampliamente, intentando que, así, se soltara y le siguiera el juego. Herman era muy consciente de lo terrible que era no poder comunicarse en la lengua materna de uno. Él hacía años que no lo hacía, y francamente, comenzaba a echarlo en falta. A veces se sorprendía hablando consigo mismo, como si su cerebro intentara no olvidar sus raíces. Si podía ayudar a la señora Lafrancq a tener una noche más feliz, ¿cómo no iba a hacerlo? Con lo que a él le gustaba alegrar la vida a las mujeres…
—¿Qué es eso de que Jean Paul se enfadaría con usted? —No se anduvo con rodeos al lanzar la pregunta—. ¿No le gusta que…?
Se calló en cuanto escuchó que su amigo volvía al comedor, tal y como ella le había pedido. Le gustaba Aruna, y lo último que deseaba era que recibiera un castigo por su culpa.
—Disculpadme, eran asuntos importantes —dijo Jean Paul cuando regresó—. ¿De qué estábamos hablando?
—Descuida, amigo, los asuntos urgentes hay que atenderlos cuanto antes —contestó Herman, volviendo al francés—. Lo cierto es que no lo recuerdo, la cena de tu esposa me ha dejado tan hipnotizado que casi olvido hasta mi nombre. —Rió y su amigo lo imitó—. Te envidio, Jean Paul, es una mujer maravillosa.
Desvió los ojos hacia Aruna, esperando que hubiera captado esas palabras —aunque fueran en francés—, puesto que, aunque le hubiera hablado a su amigo, iban dirigidas solamente a ella.
—Lo aprendí de niño, junto a muchos otros idiomas —contestó, dejando la copa en la mesa y pasándose la lengua por los dientes—. Ya sabe, o imaginará, cómo es la educación de los niños de alta cuna. Aprender mucho para que el día de mañana estén preparados para todo, aunque, en el fondo, más de la mitad no sirve para absolutamente nada.
Eso era cierto en la mayoría de los casos. Para Herman, lo más útil habían sido los idiomas, y no para hacer negocios o contactos valiosos, desde luego; él los había usado para cortejar mujeres extranjeras, relacionarse con otros viciosos como él y sobrevivir en el periplo que el desgraciado de Krayenhoff le había obligado a meterse. Todo lo demás ya era historia .
—Por favor, no se avergüence de algo así —le pidió—. Reconozco que no es sencillo hablar bien el francés, sobre todo —echó el cuerpo hacia delante, tomando un aire más confidente con ella, y bajó la voz para seguir hablando— porque los franceses son demasiado estirados cuando se trata del idioma. Hay que pronunciarlo todo exactamente como ellos, si no fingen que no comprenden, y así es imposible. —Volvió a su sitio y tomó otro poco de comida—. Pero sabe usted hablar castellano que, a mi parecer, es más complejo, así que estoy seguro de que sólo hace falta que se suelte con el francés. ¿Sabe cuál es la clave? Los labios. Si se fija, todos los fruncen, así —hizo el gesto, como si estuviera besando el aire, y se lo mostró—. Diga conmigo: bonjour. Que no le dé vergüenza, nadie nos ve.
Le sonrió ampliamente, intentando que, así, se soltara y le siguiera el juego. Herman era muy consciente de lo terrible que era no poder comunicarse en la lengua materna de uno. Él hacía años que no lo hacía, y francamente, comenzaba a echarlo en falta. A veces se sorprendía hablando consigo mismo, como si su cerebro intentara no olvidar sus raíces. Si podía ayudar a la señora Lafrancq a tener una noche más feliz, ¿cómo no iba a hacerlo? Con lo que a él le gustaba alegrar la vida a las mujeres…
—¿Qué es eso de que Jean Paul se enfadaría con usted? —No se anduvo con rodeos al lanzar la pregunta—. ¿No le gusta que…?
Se calló en cuanto escuchó que su amigo volvía al comedor, tal y como ella le había pedido. Le gustaba Aruna, y lo último que deseaba era que recibiera un castigo por su culpa.
—Disculpadme, eran asuntos importantes —dijo Jean Paul cuando regresó—. ¿De qué estábamos hablando?
—Descuida, amigo, los asuntos urgentes hay que atenderlos cuanto antes —contestó Herman, volviendo al francés—. Lo cierto es que no lo recuerdo, la cena de tu esposa me ha dejado tan hipnotizado que casi olvido hasta mi nombre. —Rió y su amigo lo imitó—. Te envidio, Jean Paul, es una mujer maravillosa.
Desvió los ojos hacia Aruna, esperando que hubiera captado esas palabras —aunque fueran en francés—, puesto que, aunque le hubiera hablado a su amigo, iban dirigidas solamente a ella.
Herman van Haacht- Cambiante Clase Baja
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Re: El pretexto que susurran las sombras | Flashback | Privado
¡Al fin alguien la comprendía! Qué agradable era aquello de sentir que podía compartir otra vez un diálogo en su amada lengua. Hizo lo que él le proponía, por supuesto, porque la alegría que él le estaba dando era mayor que cualquier pudor que pudiese estar sintiendo en esos momentos al intentar hablar francés pese a sus muchas frustraciones en la materia. Aruna puso los labios tal como Herman le indicó y pronunció lo que él le dijo que pronunciase, aunque sabía que poder decir bien una o dos palabras no era igual a saber hablar bien el francés, sí que era un avance.
-Me está dando una enorme alegría al poder compartir esto, este momento en mi idioma. Que maravilloso, lo ha traído Dios hasta aquí –dijo y aunque pudiese sonar a demasiado, ella no estaba exagerando en lo absoluto y era lo que pensaba.
Se sintió tan libre en esos minutos de soledad con Herman, un desconocido hasta el momento para ella. Qué increíble resultaba que un extraño trajese desde afuera la felicidad que a ella le faltaba estando encerrada y dedicada a aquella casa en cuerpo y alma.
-Celebro entonces que le hayan enseñado tan bien el español, caballero –dijo y alzó su copa para festejar aquello con un brindis-. Esas enseñanzas de antaño hoy, a mí, me han hecho feliz, gracias por compartir esta charla conmigo.
A punto estaba de responderle, de confiarle el odio que Jean Paul le tenía a ese idioma y a la España en general. Sí, era una locura exponer así a su esposo, pero Aruna no estaba pensando con claridad en esos momentos… desgraciadamente, pero por fortuna también, el marido de Aruna regresó trayendo con él el silencio de su mujer.
Aruna no pudo evitar sonreír al entender que Herman la estaba elogiando, que felicitaba a su amigo por tenerla a ella, hasta se animó a decir un mudo gracias, con la esperanza de que el invitado pudiese leer sus labios, pero calló durante todo lo que duró la cena.
Un estruendo la sobresaltó, Aruna se despertó creyendo que aquello había sido un trueno, o un rayo pero no se oía lluvia. Se levantó de la cama y caminó hasta la ventana, la noche estaba despejada y la luna incipiente reinaba en el cielo. Otro sonido más… ella corrió hasta la puertilla que comunicaba su habitación con la de Jean Paul y descubrió que la cama estaba revuelta pero vacía, y las velas de la mesilla encendidas. Tomó una de ellas y salió al corredor, algo asustada y con un mal presentimiento en el pecho. Allí se encontró al señor Herman van Haacht y con pudor se abrazó el cuerpo, arrepentida de no haber tomado una bata para envolverse.
-¿Ha oído esos estruendos, señor van Haacht? –le preguntó asustada-. Jean Paul no está en su cama.
-Me está dando una enorme alegría al poder compartir esto, este momento en mi idioma. Que maravilloso, lo ha traído Dios hasta aquí –dijo y aunque pudiese sonar a demasiado, ella no estaba exagerando en lo absoluto y era lo que pensaba.
Se sintió tan libre en esos minutos de soledad con Herman, un desconocido hasta el momento para ella. Qué increíble resultaba que un extraño trajese desde afuera la felicidad que a ella le faltaba estando encerrada y dedicada a aquella casa en cuerpo y alma.
-Celebro entonces que le hayan enseñado tan bien el español, caballero –dijo y alzó su copa para festejar aquello con un brindis-. Esas enseñanzas de antaño hoy, a mí, me han hecho feliz, gracias por compartir esta charla conmigo.
A punto estaba de responderle, de confiarle el odio que Jean Paul le tenía a ese idioma y a la España en general. Sí, era una locura exponer así a su esposo, pero Aruna no estaba pensando con claridad en esos momentos… desgraciadamente, pero por fortuna también, el marido de Aruna regresó trayendo con él el silencio de su mujer.
Aruna no pudo evitar sonreír al entender que Herman la estaba elogiando, que felicitaba a su amigo por tenerla a ella, hasta se animó a decir un mudo gracias, con la esperanza de que el invitado pudiese leer sus labios, pero calló durante todo lo que duró la cena.
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Un estruendo la sobresaltó, Aruna se despertó creyendo que aquello había sido un trueno, o un rayo pero no se oía lluvia. Se levantó de la cama y caminó hasta la ventana, la noche estaba despejada y la luna incipiente reinaba en el cielo. Otro sonido más… ella corrió hasta la puertilla que comunicaba su habitación con la de Jean Paul y descubrió que la cama estaba revuelta pero vacía, y las velas de la mesilla encendidas. Tomó una de ellas y salió al corredor, algo asustada y con un mal presentimiento en el pecho. Allí se encontró al señor Herman van Haacht y con pudor se abrazó el cuerpo, arrepentida de no haber tomado una bata para envolverse.
-¿Ha oído esos estruendos, señor van Haacht? –le preguntó asustada-. Jean Paul no está en su cama.
Aruna Lafrancq- Humano Clase Alta
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Fecha de inscripción : 21/02/2017
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