Efluvio. {Libre}

Últimamente nada podía elevarla de sus aposentos. El lacerante dolor que crepitaba por cada ápice de sus músculos; tendones, nervios, arterias, huesos, poca vez daba tregua para levantarse de las precarias telas con parches, rasgaduras y uniones desentonadas en colores. Mucho menos para girarse. Tahlly se impulsó hacia un lado y gimió cuando el hombro se encendió en zarpazos adoloridos nacientes de un interior indefinido. No eran horas; más bien días en que apenas consumía bocado –Poco menos que bocado siempre, porque París en cuestiones de solidaridad era toda una desgracia de la que la monarquía debía avergonzarse– y se movía, dado el hecho que el dolor cobraba la importancia que solía darle a otras nimiedades como el sustento y movilidad. Se llevó una mano a la frente y notó la piel pálida perlada, resbaladiza y caliente. Quizá estaba enferma y ahora los textiles que se situaban bajo su cuerpo sucumbido en agonía serían su lecho mortal. Jadeó algo incomprensible, algún lenguaje idóneo basado en barbaridades para describir medianamente el indescriptible suplicio.

Levántate, resolló en su interior, no te vas a dejar pasmar por una tontería de cuya procedencia no conoces. Volvió a su posición anterior, boca arriba, y los huesos del hombro crujieron con la cadencia del entumecimiento. Arrugó el entrecejo con evidente dificultad para moverse y llevó las dos manos a los costados una vez que se levantó de cabeza a cadera, apoyándose en estas y aferrando las telas como si se tratase de la única cosa sólida y confiada a su alrededor. Tardó unos segundos en enfocar la vista fragmentada y nublada por el tormento creciente y se situó a si misma entre dos basureros, que había acomodado hacia 4 días para conveniencia personal. Aún estaba detrás de aquella taberna en el centro de París pero, inclusive cuando durante la noche los ruidos, alaridos y estruendos que se cernían en el ámbito y llegaban a las afueras eran captados por sus oídos, no había tenido la oportunidad de moverse debido al malestar empedernido. Un par de minutos y toda una vida transcurrieron antes que tuviera una perspectiva lejana del suelo, completamente vertical pero sin embargo los alrededores oscilando con un vaivén enfermizo, con la confusión adquirida por el largo tiempo estático como cómplice. Entre sus manos habitaba un pequeño frasquillo transparente con algún tipo de líquido desprovisto de color, en el que anidaba una fragancia maravillada que Tahlly, casualmente, había conseguido en una búsqueda ocasional de objetos para usar. Ahora era su tesoro particular, más exquisito y con más cuidado que su propia vida.

Salió del callejón camuflado entre penumbras con andares trabajosos, encorvada ligeramente para no ejercer esfuerzo en su columna. De entre un par de cajas se escurrió una silueta negra con profundidades verdosas, que le siguió como si se tratase de su sombra. Tahlly viró el rostro con un suspiro y agachó los ojos aletargados, asegurándose silenciosamente de que era seguida por Walburga, el gato que más le hacía compañía en éste y otros mundos. Acomodó la frágil vestidura blanca que poseía y que la identificaba como obvia miembro del grupo de los pobres de calle, aunque adecuo a su estatura y enmarcando de forma mínima su contextura. Walburga maulló y el sonido se escuchó amortiguado pese al bullicio de París.