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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

¿Estás dispuesto a regresar más doscientos años atrás?



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Mensaje por Alexander Sköld Jue Mar 15, 2018 10:22 pm

I would always rather be dignified than intelligent


[4 AÑOS ATRÁS]


Otra vez tarde —acusó Sebastiano, apenas vio llegar a su alumno. Lo abordó con un semblante aparentemente tranquilo, las manos entrelazadas detrás de la espalda y el mentón ligeramente elevado. La clave estaba en sus ojos: lo miraba dejándole claro que esa mañana no era del todo bienvenido a sus clases.

Lo sé, lo lamento. No volverá a pasar —respondió de modo automático Alexander, sin siquiera mirarlo, y como si restara importancia al incidente, comenzó a vendarse las manos para iniciar cuanto antes el entrenamiento.

Eso dijiste la última vez —la voz del italiano se tornó más severa.

Estoy aquí. ¿No es eso lo que importa? —¡Maldita sea! Sólo debía quedarse callado, morderse la lengua y fingir, al menos, que le apenaba la situación. Pero el muy tonto, con toda la desfachatez del mundo, se atrevió a replicar, y con un ligero –aunque bastante perceptible- tono de impaciencia, además.

Hubo un momento de silencio, en el que Sebastiano le sostuvo la mirada y quizá inconscientemente su mentón se alzó un poco más. En ese instante debió preguntarse si la decisión de entrenar a Alexander había sido la correcta. Él, un inquisidor veterano, ¿qué necesidad tenía de soportar tanta insolencia? Alexander jamás le había faltado al respeto con palabras, pero lo insultaba continuamente con sus acciones. Ciertamente, era un diamante en bruto; poseía talento, pero alguien como Sebastiano sabía muy bien que la pasión y el coraje no servían de nada si se carecía de algo todavía más importante, como lo era la disciplina. A Alexander, que llevaba cerca de un mes siendo su alumno, le faltaba mucho de eso. Se desconcentraba con facilidad, desobedecía órdenes y, como acababa de reafirmar, era demasiado impuntual. Insistía en que aquello no era un juego para él pero, con su actitud, a veces demostraba lo contrario. No se tomaba las cosas con la seriedad necesaria y a Sebastiano le molestaba mucho eso.

¿Quién es ella? ¿Qué hace aquí? —Preguntó de pronto Alexander, dándose cuenta de que no estaban solos.

Sebastiano dejó escapar en forma de suspiro el aire retenido en sus pulmones. Ganas no le faltaron de poner a Alexander en su lugar pero, por esa ocasión, y sólo porque tenía un motivo para hacerlo, decidió posponer el castigo.

Ven, voy a presentarlos —dijo ya un poco más sosiego y apuró el paso, dirigiéndose hasta donde la otra persona se encontraba. Alexander lo siguió. Por algún motivo, aquello no le dio muy buena espina.

Ella es Rumanella —prosiguió, cuando al fin estuvieron los tres reunidos—. Rumanella, él es Alexander. Entrenarán juntos a partir de hoy.

Hubo un momento de silencio, uno bastante incómodo, en el que ninguno de los dos se atrevió a decir nada. Con el rostro desencajado, Alexander observó a Rumanella. Era bonita, no podía negarlo, eso captó inmediatamente su atención, pero también demasiado joven, incluso más joven que él. Además, se veía… débil. Por todos los infiernos, ¿Sebastiano hablaba en serio? Sus intensos ojos verdes viajaron de Rumanella al italiano; lo miró buscando una respuesta, alguna explicación coherente, pero ésta nunca llegó.

Pero… es una chica —expresó, y por la forma en que lo dijo, dio a entender que tal cosa le parecía casi un insulto.

Qué observador, Alexander —replicó su mentor con sarcasmo, alzando una ceja, un poco divertido con la situación.

Creí que… —miró a Rumanella, pero enseguida sus ojos volvieron al italiano—. Usted dijo…

¿Si? —Atajó Sebastiano bruscamente—. ¿Hay algo que quieras decir al respecto? ¿Acaso la presencia de Rumanella representa para ti un inconveniente?

¡Por supuesto que era un inconveniente, maldición! Dejando de lado que ella se veía tan frágil y estaba seguro de que podría romperla al primer golpe, le molestaba demasiado la idea de tener un compañero. Era sumamente competitivo, pero también muy territorial y receloso. Se había acostumbrado a ser sólo él, y quería que las cosas continuaran así. Sebastiano jamás había dicho nada sobre sumar a más personas al entrenamiento, ni siquiera había mostrado la intención de hacerlo. ¿Por qué el cambio tan abrupto? ¿Por qué así? ¿Por qué ella? ¿Lo hacía para castigarlo? Rumanella tuvo que enfrentarse a la intensa, centelleante y para nada cálida mirada de Alexander, hasta que éste apartó la vista.

No —respondió –o mejor dicho, refunfuñó- finalmente, tragándose sus palabras.

Excelente —asintió Sebastiano, satisfecho de que el sueco decidiera callarse la maldita boca por primera vez—. Y tú, Rumanella, ¿hay algo que quieras decir? Estás muy callada. Si quieren opinar sobre algo, este es el momento, porque después de hoy hablaremos lo menos posible. Estoy cansado de que me hagan perder el tiempo —y, por supuesto, miró a Alexander de refilón.



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Mensaje por Rumanella Tocci Vie Mar 23, 2018 4:24 pm

Para bien o para mal, Rumanella era una muchacha obediente, principalmente de los mandatos de su maestro Sebastiano. ¿Cómo no retribuirle así todo lo que por ella había hecho? El último tiempo pasaba en la vida de la joven sin que ella pudiera identificar qué detestaba más, si las noches o los días. El dolor y el odio habían corroído, en partes iguales, todo lo que en su interior había: no solo los sentimientos, sino también los sueños. Por eso obedecía, porque obedecer la llevaba a no tener que pensar, y obedecerle puntualmente a él le daba la seguridad de que algún día todo cambiaría porque ella tendría la fuerza, las armas y la capacidad para encargarse de que así fuera.

Sebastiano era un maestro un tanto peculiar, nunca le advertía sobre lo que harían en el día o a la tarde siguiente. A veces la despertaba en mitad de la noche para que saliera al patio a lanzar flechas, alegando que aquello le serviría si alguna vez se encontraba en un bosque de noche y siendo perseguida por algún cambiante… Claro que a ella los cambiantes no le interesaban en lo absoluto, a penas sabía lo que eran –y de hecho le parecía un tanto imposible que existiese alguien capaz de transformarse en animal-, prefería imaginar que se enfrentaba a un vampiro –uno con nombre, apellido y un rostro demasiado nítido todavía en su mente-, pero creía ciega en lo que su maestro le decía porque dudar de él sería comenzar a dudar de ella misma. Como fuera, Sebastiano siempre la sorprendía y esa mañana no sería la excepción.

Nunca entrenaban por las mañanas, Rumanella elegía creer que simplemente al inquisidor le gustaban más las tardes bochornosas o las noches de viento frío, pero nunca se lo había preguntado. Por eso se sorprendió cuando él le dijo que la esperaba en el patio trasero de la iglesia -en la que ella ahora vivía- a primera hora… pero ahí estuvo, lista para entrenar; era tan puntual que incluso llegó antes que Sebastiano. Comenzó con una ronda de trote alrededor del patio para entrar en calor, misma que cortó en cuanto el hombre apareció.

-Rumanella, alístate para combate cuerpo a cuerpo –le dijo, y ella supuso que lucharía con él, como solían hacer.

Pero ese pensamiento cambió cuando la muchacha descubrió por qué nunca entrenaban por las mañanas: al parecer el hombre tenía otro discípulo y ella estaba usurpando su horario. Debía ir en busca de sus cosas, pero la soberbia del visitante la había dejado inmóvil.


-Buenos días, señor Alexander –saludó, con fingida dulzura, cuando el maestro los presentó. Tendría unos pocos años más que ella, pero la miraba de forma tan hiriente que Rumanella disfrutó de llamarlo así, para que entendiera que lo creía viejo.

Ah, y para confirmarle lo bien que leía ella las miradas, el tal Alexander se expresó desilusionado e insultado –según la apreciación de la italiana- por Sebastiano y a causa del género de Rumanella. ¿Acaso creía que él era mejor? Ya lo verían, ella no deseaba que su maestro se arrepintiera de haberla elegido.


-No tengo nada para decir, maestro. Solo que me ha parecido una idea brillante que desee medirme con alguien más. –No le importaba pecar de complaciente, adoraba saberse la favorita del inquisidor.

Se giró hacia el rincón donde estaban sus pertenencias. Allí se recogió su larga cabellera negra en lo alto de la cabeza y rápidamente se vendó las manos; para acabar con la derecha necesitó ayuda de su maestro y a él se acercó para solicitarle aquello. Mientras él la ayudaba, Rumanella se permitió suponer que él internamente la creía superior a Alexander, incluso que deseaba que le pateara el trasero pues había sido evidente en el trato que Sebastiano no estaba para nada complacido con su otro discípulo. Cuando estuvo lista se encaminó al centro del patio y tardó algunos segundos en analizar a su oponente, su altura no sería un problema pues ella era una mujer bastante alta para la media de las italianas; pero el peso de él era otro cantar, no quería exagerar pero tal vez Alexander pesara el doble que ella… y eso tenía una ventaja: sería más escurridiza. El tiempo de estudio acabó pronto y Rumanella decidió comenzar:


-¿Te molesta que te midan con una mujer? –le preguntó con una sonrisa burlona-. A esta chica hoy le regalarás algunos de tus dientes –le dijo, mirándolo con enojo, y le lanzó el primer golpe directo hacia el rostro.
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Mensaje por Alexander Sköld Jue Oct 25, 2018 11:33 pm

¿Qué? ¿Medirlo con alguien más? ¿Así que de eso se trataba todo? ¿Por eso estaba la tal Rumanella allí? Mientras terminaba de asimilar lo que había escuchando, una total y absoluta estupidez según su punto de vista, clavó los ojos en Sebastiano, como esperando una explicación de éste —misma que desde luego no llegó—, y posteriormente en la intrusa. Intrusa, sí, así es como la vería siempre, como se referiría a ella a partir de ese instante, porque eso era, y además una asquerosamente aduladora y petulante. No dijo nada al respecto, pero en su rostro anguloso de nuevo se hizo presente —y con más intensidad— aquel gesto de disgusto, similar a una mueca de asco, y esa mirada que poco disimulaba el rechazo que le provocaba la sola idea de tenerla cerca. No, disimular no era propio de Alexander, no se le daba bien y tampoco era algo que le interesara. Cuando algo no le gustaba, elegía expresarlo.

¿Mujer, has dicho? —Replicó con cierto tono de burla en cuanto la tuvo enfrente, lo suficientemente bajo para que solo ella pudiera escucharlo. Acto seguido, desvió la mirada y por unos segundos fingió que buscaba a alguien, para terminar regresando sus ojos verdes a la intrusa—. No veo a ninguna por aquí. ¿Tú? Sólo eres una mocosa insignificante.

Pero, justo en ese instante y en total contraste con sus hirientes palabras, mientras se tomaba unos segundos para estudiar el rostro de su contrincante, a la mente del sueco llegó un pensamiento bastante absurdo y definitivamente inoportuno: realmente la creía atractiva. Ya se había atado el cabello negro en una coleta alta, revelando aún más sus delicadas facciones, que le parecieron más hermosas que nunca. No podía dejar de mirar. Sus enormes ojos, de tonos verdosos como los suyos, parecían absorberlo. Fue en esa breve porción de tiempo que ella, posiblemente consciente de que la mente de su adversario no se encontraba donde debía estar, supo aprovecharse de la situación para tomar la delantera y le atestó el primer golpe, mismo que el distraído Alexander no logró esquivar.

Recibió el impacto en el rostro, lado derecho, específicamente en esa área entre el pómulo y la oreja, y éste fue lo bastante fuerte que no solo lo sacó violentamente de sus estúpidas cavilaciones, también le hizo perder por un momento el equilibrio, dejándolo con un agudo zumbido en el oído.

Tuviste suerte. No volverá a ocurrir —le espetó, hablando de manera atropellada y confusa, mientras movía la boca de un lado a otro, como si intentara reacomodarse la mandíbula. Ya no la miró con desagrado, sino con odio. Había logrado ponerlo verdaderamente furioso.  

Decidido a dar batalla, sin importar si se trataba de una mujer, tomó posición y decidió atacar. Lanzó un golpe, otro, y uno más… y no logró tocarle un maldito pelo. La chiquilla era escurridiza, tan ágil como una pantera, y eso lo sorprendió, aunque no lo demostró. Fúrico, como se sentía, volvió a intentarlo, él debía recordar las lecciones de su maestro, eso era la clave para derrotar al oponente, la concentración, las tácticas, pero sólo podía pensar en lo mucho que deseaba borrarle la sonrisa de satisfacción a Rumanella. Sus manos apenas lograron rozarle un brazo, fallando de nuevo.

Hazlo de nuevo, Rumanella —incitó Sebastiano con una inquietante calma ante la desconcertada y reprochante mirada de Alexander, que no daba crédito a lo que escuchaba—. Golpea esta vez con más fuerza. Termínalo.

La mirada que dedicó Alexander a su maestro… Dios, tan difícil de describir. Estaba furioso, sí, demasiado, la sangre le hervía, pero también muy dolido. Se sintió tan increíblemente traicionado.
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