Esta noche corre de mi cuenta (LIBRE)

Sin ánimo de que aquello sirviera como precedente, la costumbre de reconfortar a aquel niño, librándolo de su demencia durante un breve periodo de tiempo, se había convertido en el único buen acto que practicaba de manera altruista en casi toda mi vida; tan sólo porque la debilidad que sentíaiento hacia los marginados y sin recursos, y el recuerdo de mí mismo reflejado en él, me colocaban en una situación en la que negarme no era una opción. Quizá aquello era el único resquicio de bondad que podía quedar en mí interior.

Demian, un niño gitano de ocho años había nacido con un mal que le afectaba a su mente. Tras los intentos en vano de sus allegados por liberarle del todo mal con oraciones, falsos hechizos y ritos innecesarios, la búsqueda por aliviar la carga del muchacho había comenzado hasta que me habían encontrado a mí. Bien cierto era que yo nada podía hacer por devolverle la choerencia a sus pensamientos; pero sí podía poner parches temporales sin demasiado esfuerzo o evadirle de su distorsionado mundo.

Como en cada visita, su madre me había recibido con agradecimientos y su padre, en cambio, con recelo; no por miedo, o rechazo a mi persona en sí, sino porque consideraba que todo aquello que no era "su mundo", el que no había alviado los delirios del pequeño, debía ser rechazado de manera tajante. No obstante, habían sido los ruegos de la madre los que le habían forzado a acceder, siendo la principal causa de mi presencia en aquella humilda casa.

Decorada con lo justo, austera y casi en penumbra constante, la morada se constituía bajo un local comercial que la familia regentaba. Constaba de apenas dos habitaciones y otra más pequeña como cocina, obligandoles a pisar la calle en caso de tener que atender las llamadas biológicas de todos los cuerpos.

Tan solo unas velas a punto de consumirse iluminaban la estancia. Unas mantillas de graciosas filigranas colgaban del techo haciendo sus veces de improvisados separadores entre un cuarto y otro. Hacía algo de frío aunque las velas proporcionaban una falsa sensación de calidez y el reducido tamaño de los muros, confinaban la temperatura de los cuerpos que estabamos en su interior.

"Demian, escúchame" le decía dentro de una ilusión perfectamente elaborada "Aquí no hay nada a lo que debas tener miedo" Recitaba las palabras como un mantra; todas las sesiones comenzaban igual solo porque al niño parecía tranquilizarle.

En sesiones anteriores, y tras una incensante búsqueda en sus recuerdos, había descubierto lo que fuera, posiblemente, su pensamiento más lúcido, el menos turbado. Había recreado al milímetro todos y cada uno de los detalles de los que fui conocedor; por su puesto, había agregado ciertas pinceladas propias a un lienzo con el que el pequeño pudiera sentirse cómodo. ¿Y que mejor manera que recordarle en la aldea donde vivía su abuela, rodeado de los animales que ocupaban la granja? Tal era el esmero que, sin conocerlos en realidad, me había cuidado de que los olores, sabores y sensaciones del sol en la piel o el viento en la cara fueran lo más reales posible. Y al niño, parecía funcionarle.

Era un tiempo largo y agotador en el que debía permanecer concentrado permanentemente. Nunca habíamos estado menos de una hora y en ese tiempo, procuraba que su estado de tranquilidad durase unos cuantos días antes de la siguiente visita, habiendo hecho verdaderos avances desde entonces.

Normalmente nadie interrumpía el recurrente ritual que se gestaba allí dentro pero aquella tarde, en cambio, fue una campana en la puerta y dos golpes en la misma las que me derrotaron , obligándome a abandonar la conexión.