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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

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Mensaje por Tahlly Caym Ahgony. Sáb Dic 25, 2010 8:06 pm

¡Oh! París tenía el olor más abominable jamás conocido. Ese desagradable efluvio oloroso que despedía las calles perpetuamente, capaz de entretejer ideas sobre un sepulcro subterráneo en cualquier mente. Solo la noción de los cadáveres por debajo de las calles parecía surcando la mente era suficiente para provocar arcadas insoportables. Y no solo las calles principales atiborradas del bullicio hediendo de los transeúntes, también los bares, restaurantes, tabernas. Callejones por igual. Resultaba tan intolerante el pasearse ocasionalmente por París, la ciudad más grande de Francia; por consiguiente la más apestosa, porque de esa forma se cruzaba con los aromas encendidos que se enganchaban en la nariz y que podían despertar inclusive a un cuerpo inerte. El mercado ambulante olía a cáscaras de fruta, harina vencida, bacterias concurriéndose en lugares inasequibles, cabezas de pescado, sangre coagulada y queso agrio. El burdel despedía incansablemente cuerpos friccionándose, chocando sexos, encontronazos ocasionales y placeres que propiciaban la perdición del alma, de la pureza humana en sí. Y, ¿para qué mencionar entonces el resto que consistía París? Inclusive los monarcas que se pavoneaban con atuendos reales y caminares imperiosos hedían a amarga vejez, a vida fácil y al abuso del vino recién extraído de los barriles. Oh, París, reconocido París, ¿en qué lugar de ti cabía una mujer como Tahlly? Que movía la nariz con descontento y sufría numerosos mareos por esa problemática sensibilidad en su nariz.

Pero todo por sobrevivir, sugirió una vez la mente de la chica que caminaba entre callejones engullidos por la penumbra, prescindiendo del dolor que laceraba sus pies amancillados y rezando silenciosamente porque la taberna donde le servían –La medianamente más aromática, pues, pese a que resultaba curioso, muchos de los varones que acudían allí estaban poco, muy poco menos que aseados– aún tuviese previsiones para ella. Su estómago rugía con la cadencia de la hambruna de por medio, con un sonido sofocado por el grueso y precario chal que le cubría de igual forma que una túnica. Allá arriba, en el cielo, una luna pendía entre nubarrones que dejaban entrever profusos zarpazos lumínicos ocasionales, que dejaban una efímera estela de luz a su paso, tan fugaz como un parpadeo. Tan absoluta y poderosa era la oscuridad que se cernía que Tahlly Caym estaba a solo un paso de retroceder y retirarse a la seguridad del…Bosque. Bueno, la seguridad, en aquella ciudad, era relativa también. Los ricos y las bestias tendrían, por igual, las garras y capacidad para defenderse.

Ella no. Solo unos ojos empobrecidos por la semipenumbra y unas piernas ralentizadas por punzadas en las pantorrillas y demás dolores y, por eso, se llevó ambas manos al rostro y se lo frotó con insistencia, persistente en el hecho de que lo que traía encima solo era una ridícula paranoia causada por la falta de cabezadita. Gimió quedamente, virando el rostro que partía hacia arriba para volver a apreciar el cielo encapotado. Un trasteo. Jadeó, recogiéndose a sí misma y absteniéndose a respirar para escuchar mejor. Otro trasteo y…Un maullido.

De entre unas cajas en plena putrefacción se apareció un pequeño pero galante gato negro con ojos más profundos que la oscuridad que contornea. Otro maullido del animal y en Tahlly crepitó una sensación de alivio que fue seguida por los talones por otra de duermevela. El gato se acercó perezosamente, rozando su pelaje tupido y lustroso contra la pierna derecha, acción que erizó la piel de la muchacha. El gato poseía una fragancia antinaturalmente inodora, con cierta pincelada de pescado y humedad, característica del mercado ambulante, donde intuía que el gato pasaba varias tardes en busca de comida.

Walburga. —regañó con el ceño arrugado, aunque con un sonoro suspiro escapándosele en contradicción—. Avísame cuando hagas tales apariciones, gato maloliente.


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Mensaje por Therèse Mercier Sáb Dic 25, 2010 8:43 pm

Tras más de 12 horas trabajando sin descanso en la taberna, en el turno diurno, sirviendo desayunos, almuerzos, comidas, bebidas. Tras limpiar los servicios, todos los platos, vasos, copas y cubiertos sucios, dejando sus manos totalmente magulladas a causa del agua fría que utilizaba para limpiar y los fuertes productos de limpieza que se utilizaban para desinfectar suelos, sanitarios y cocinas. Productos naturales, pero que sin duda resultaban tóxicos e irritantes en la piel si se estaba expuesto durante tiempo.

Tanto trabajo, y tan poco tiempo para respirar ¿algún día me olvidaría de respirar?, a veces dudaba cuando me preguntaba eso mismo, pues habían días en los que me veía casi incapaz de detener mi frenético ritmo. Piés ligeros, así me llamaba uno de los meseros, el cual siempre decía que me movía más rápido que ellos, que poseía una agilidad que ya desearían muchos. Y todo ello era gracias a las clases de Ballet que tomé en mi adolescencia en la casa de los feudales.

Por suerte, siempre que tenía el turno diurno en la Taberna, podía llevarme algo de comida y bebida para poder cenar en casa. Aunque casi todo se lo daba a mi padre y yo me conformaba con una quinta parte de la comida y la bebida. Un cuerpo menudo como el mío era fácil de mantener, aunque debido a la escasa alimentación que recibía y al ritmo frenético que mantenía mi cuerpo durante la mayor parte del día, era muy habitual que perdiese peso durante algunas épocas, e incluso llegase a tener una extrema delgadez. Pero ahora gozaba de buena salud, me mantenía delgada, pero dentro de unos parámetros sanos. Mi padre necesitaba más alimento que yo, pues su cuerpo estaba más indefenso que el mío.


Así pues, terminado mi turno, me bebí un suculento vaso de leche fresca y me comí un pedazo de pan con lacón antes de preparar la cena de mi padre y meterla dentro de una pequeña cajita de madera, para poderla transportar con facilidad. Metí la caja dentro de mi bolsa de tela en la cual llevaba algunas de mis pertenencias, las cuales eran limitadas a una muda de ropa por si me manchaba mucho y una triste pastilla de glicerina para poderme asear un poco.

Con un aspecto algo desaliñado y un rostro que mostraba ojeras y cansancio cargué sobre mi hombro la bolsa de tela y salí de la Taberna empezando a caminar hacia los callejones para alejarme del bullicio. El frío de la noche cortaba mis mejillas y mis labios, los cuales estaban algo secos y deshidratados, mostrando leves grietas en ellos. Los humedecí y me cubrí como pude la boca y la nariz con un raído pañuelo de lino, que poco me protegía del frío, pero al menos algo hacía.
Mi olor no era de lo más agradable, mis ropas olían a vino, a comidas varias, a cerveza, e incluso a perfume de prostituta. Pero sin duda, mi piel, no poseía ese aroma, permanecía con un peculiar aroma suave a jazmín y magnolia, al igual que mi pelo, que aunque estuviese algo despeinado, permanecía limpio y con aquel tierno y dulce aroma.

Podía sentir como si aquellas calles que recorría cada día varias veces, fuesen mías. Caminaba con el paso acelerado y con la cabeza agachada para que no chocase de frente con el frío aire de la noche y me helase el rostro. ¿Para qué mirar si podría hacer el recorrido con los ojos cerrados? Pero no conté con el factor sorpresa, siempre puede haber un obstáculo en el camino.

Y así fue, con pasos raudos y veloces me dirigía por una de las calles algo más amplia, ya que estaba cerca de la zona más cercana al mercado, cuando escuché un maullido y una voz hablando. Quise alzar la vista para ver de qué se trataba, pero para cuando alcé el rostro, ya era demasiado tarde. Vi la figura femenina casi encima de mí, aunque más bien diría que era yo la que se le tiraba encima.
Por miedo a hacerle daño hice un ágil giro sobre la punta de mis piés y roté sobre mí trasladándome hacia uno de los lados del callejón, donde tuve que mostrar peripecia y esquivar al importuno gato. Tan mala suerte la mía, que al esquivarle tuve que pegarme hacia la pared del callejón y apoyé mal la mano en la fría piedra y la bolsa con la caja de comida cayó al suelo derramándose la comida, convirtiéndose en el mayor festín que el gato podría tener durante aquella noche.

Miré al gato y suspiré pesadamente mordiéndome el labio inferior con fastidio. Alcé la mirada hacia la joven y me incorporé acercándome a ella para mostrar una sincera disculpa – Siento lo ocurrido, yo… supongo que debería mirar más por dónde voy. ¿Se encuentra bien? – pregunté con sincera preocupación. Dejé que el gato continuase con su festín, a fin de cuentas, aquella comida ya estaría inservible. Debería detenerme en el mercado, de camino a casa, y comprar cualquier cosa con el salario del día.


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Mensaje por Tahlly Caym Ahgony. Sáb Dic 25, 2010 9:46 pm

El olor que enfundaba los callejones como un telón maloliente le recordaba fugazmente a las vísceras de animales, al azufre de las afortunadas chimeneas del algunos y los restos alimenticios desechados. París era reconocido, como muchos otros países –En algún momento de su infancia así le había relatado su hermano, de cuya procedencia conforme el conocimiento hoy por hoy aún desconocía– por sus extraordinarios y muy injustos métodos de castigo. Hogueras, ahogos, golpizas, ¡pero cuán cuerdo e inteligente era aquel que dijese que los olores que presidían en París también poseían la cualidad de asesinar! Marchitar los sentidos y agrietar la virginal alma de cualquier niño que esperaba un primerizo encuentro con la naturaleza etérea. París, en definitiva, con sus silentes homicidas denominados fragancias fétidas. Inclusive algunas hectáreas acuáticas y silvestres eran mancilladas por el empedernido aroma de los homo sapiens y, Tahlly, esa fémina de indómito carácter, siquiera podía limitar el daño nocivo que los alrededores pestilentes de París infringían hacia sí. Ahora si acercaba su nariz la piel de sus antebrazos, de sus pies, de sus hombros, podía percibir los resquicios de un tortuoso día como parisino. Finalmente, ¿padecería ella? ¿Su asesino, al final, sería un quienquiera personaje camuflado en invisibilidad que atacaría a su punto sensible, la nariz? Qué destino más irónico para una luchadora nata, cuyo talón de Aquiles se situaba centralizado en su rostro marfilado y relativamente rugoso.

Pero no se detendría sin luchar. París no debía tener en su total plenitud la consistencia repulsiva. Tahlly soñaba con lugares que irradiaban olores de la mantequilla caliente, del profundo olor de la madera, de esa roja que arde lentamente y exuda un aroma que prodiga bienestar y reconcilio, así como calor. Pero, ¿los soñadores no eran entonces los más buscados? Los asesinos más geniales, que descuartizaban cuerpos, seguramente eran soñadores. Asimismo los inventores. Todos ellos debieron ser soñadores, y aún así estaban muertos. ¡Pues más desgracia, por amor a la Iglesia! Si entonces su reloj biológico no era detenido por los olores, sería asesinada por la carencia de lógica en su mente. Los revestidos de negro vendrían a por ella, azotándola con látigos encuerados y halando de sus extremidades hasta que un crujir inundara el aire, colmado de los alaridos de los espectadores. Esa Tahlly Caym, que parecía vislumbrarse en una encrucijada sin salida donde cada sendero pautaba su final. Aún cabía la posibilidad de fallecer por ese indescriptible y poderoso dolor que solía someterle. Qué temerario era el considerar las causas de su muerte, decía a veces.

Podía morir también si no apresuraba su paso y recibía su habitual porción de alimento porque por ahí decían que el estómago era capaz de consumirse a sí mismo. Tomó a Walburga entre sus brazos y el calor anido rápidamente, proveniente del minino. Pero tan rápido como lo tomó, el gato respingó donde lo tenía y se escurrió, soltándose y saltando hasta estar nuevamente en el suelo. Tahlly se quejó cuando en el proceso Walburga arañó la piel interior de su muñeca, pero toda búsqueda gatuna fue interrumpida con un tropiezo que no pudo prever. Resultó tan rápido ante sus ojos que antes que pudiese situarse verdaderamente, el gato festejaba su salida ilesa consumiendo comida que salía de entre una caja en el piso de piedra. Tahlly parpadeó, con su rostro dibujando una mueca en suspensión, las cejas disparadas hacia arriba y la boca entreabierta, exhalando el vaho visible por la época hibernal. En algún momento del suceso había dado dos instintivos pasos hacia atrás, sin percatarse que una silueta maniobraba frente suyo y evitaba ágilmente el choque que Tahlly no había podido detener, por la sumisión en sus pensamientos. Las palabras de la joven se internaron lejanamente por sus lagunas mentales, pero tuvo la suficiente conexión a la realidad para responder.

¿Qué? Ah… —graznó sin ser consciente, mirándole sin captar verdaderamente—. ¡Oh! Yo…No, ha sido culpa mía. Siquiera aprecio hacia dónde llevan mis pasos. —se acercó al animal, que se arqueó al ver la proximidad amenazante hacia su alimento, pero posteriormente se relajó al ver que solo era su presunta dueña—. ¿Es vuestro tal sustento? —miró a la muchacha por encima de su hombro, el flequillo casi tapándole los ojos—. ¡Walburga, déjalo! No te pertenece…Aunque ya esté incomible para algunos.

Como ella, sugirió con pereza su mente. No estaba tan desesperada para comer directamente del suelo, siquiera por el gruñido amortiguado que lanzó su estómago.



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