"Un entierro a medianoche" [François]

-Cuanto brillo.- François contemplaba con éxtasis su nueva adquisición: era un anillo, un hermosísimo anillo de diamantes perteneciente a una respetadísima dama que había fallecido la mismísima noche de su matrimonio. ¡Qué tragedia había sido! Ocurrió en la noche, ella bajaba por algo de agua y su pie tropezó con el filo de la escalera. Rodó sin remedio y al llegar al suelo se dio un golpe tan fuerte en la cabeza que murió en el acto. Su marido, fiel y devoto como todos los recién casados, había decidido enterrarla con su vestido de novia, incluyendo el anillo. Si tan sólo hubiese sido más discreto, no lo hubiesen escuchado sus empleados y jamás habría llegado a los oídos de François.

-Monsieur Renoir debió haberla amado muchísimo.- Continuó con su charla sin poder apartar los ojos de aquella joya que llevaba en su dedo como si fuese suya. -¿Cuánto cree que me paguen por él, bella dama?- Escuchó ruidos algo lejos e inmediatamente todos sus sentidos se pusieron a alerta.

–Madame.- Hizo una reverencia y tapó la caja; con sus brazos se agarró del filo del hueco mortuorio y, haciendo alarde de su agilidad y fuerza, salió sin dificultad aparente. Lo que seguía no era tan difícil, sólo era cuestión de tapar nuevamente el hueco con la tierra que había sacado y finalmente colocar la placa honorífica en su lugar.


-Perfecto.- Contempló la tumba de todos los ángulos, se había demorado casi media hora en acomodarla pero sí que había valido la pena. ¡Era perfecta! Nadie jamás notaría que alguien la había profanado. –Y ahora esto por aquí…- Tiró la pala en donde caiga. Igual, él la había encontrado arrimada a un árbol.

Emprendió su caminata hacia la salida pero en el trayecto un par de voces masculinas captaron su atención.

“Po – por - fa – fa – vor”

Guardó el anillo con rapidez en el bolsillo de su pantalón, ¿qué estaba sucediendo? Se quedó plantado, decidiendo si ir o no ir pero el sonido inconfundible de la pala hurgando en la tierra lo terminó convenciendo. ¿Acaso eran profanadores de tumba?

Caminó sigilosamente hacia el lugar de los hechos, procurando siempre refugiarse en las sombras o detrás de algún árbol oportuno, hasta que finalmente llegó. Se trataba de dos hombres: uno era alto y de porte elegante; y el otro era regordete y con cara de miserable. Pasó la mirada de uno al otro intentando entender la situación. El señor alto tenía cara seria, y además fumaba con tranquilidad como si no le interesara lo que ocurría en sus narices; el otro, por el contrario, lucía temeroso y su cuerpo presentaba ligeros espasmos cada vez que cavaba. Estaba siendo obligado a hacer lo que estaba haciendo. Pero, ¿por qué hacían aquel hueco? Ni siquiera había lápida en aquel lugar. Además…

-¡Madeimoselle Fleur!- Susurró al ver su cadáver, ¿cómo no lo había visto? Estaba allí, justo frente a él. Dilató un poco las pupilas para asegurarse de la identidad del mismo; y sí, era Madeimoselle Fleur, su hermosísima cabellera rubia era inconfundible. ¿Quién había sido capaz de hacer eso? Matar a Fleur, la amante de Monsieur Charles-François Lebrun –actual cónsul de Francia.- era tener agallas. Todos en la corte sabían cuanto la amaba, ¡era su favorita! Si llegaba a enterarse de su pérdida quedaría destrozado y sólo Dios sabría lo que le haría al culpable de semejante atrocidad. –Lo que le haría al culpable de semejante atrocidad…- Saboreó las palabras, acababa de tener una idea; y para llevarla a cabo debía entrar en escena antes de que entierren el cadáver. Ellos debían saber que él lo había reconocido.

-¿Pero qué han hecho?- Levantó la voz y salió de detrás del árbol.

Lo escucharon demasiado rápido, quizá más rápido de lo que él hubiese deseado. No había tenido tiempo si quiera de planear un segundo movimiento y ya tenía allí a aquel hombre, mirándolo de frente y con tanta prepotencia impregnada en sus pupilas que parecía que en cualquier momento le saltaría encima y lo atacaría. Tragó saliva. Quizá había sido mala idea intervenir, es que si no hubiera sido por ese loco presentimiento en estos momentos estaría en los callejones de París, buscando un lugar para descansar y teniendo fantásticos sueños en los que él vendía el anillo a un elevadísimo precio y compraba el mundo con aquel dinero. Pero bueno, allí estaba y ya no podía deshacerlo, tenía que atenerse al plan inicial y era bastante simple: extorsionar al caballero. Sí, extorsionarlo. Era obvio que no era cualquier vagabundo; y por su porte y su vestimenta se atrevía a decir que tenía dinero y bastante.

Pasó por alto, momentáneamente, a su pregunta –o más bien afirmación- acerca de su capacidad visual. Lo entretuvo el anciano el cual había tomado en brazos el cadáver de Madeimoselle Fleur y lo llevaba hacia la fosa que él mismo había cavado. Tenía algo extraño en su mirada, parecía estar bajo una especie de trance, como si alguien lo hubiese hipnotizado, como si alguien le estuviese ordenando hacer todo aquello y él no tenía voluntad para negarse. ¿Acaso era él? Miró al caballero el cual mantenía un semblante imperturbable. ¿Cómo lo hacía?, ¿no sentía tan siquiera el mínimo de culpa por estar haciendo lo que estaba haciendo? La única explicación era que… Sus pupilas se dilataron inmediatamente, allí estaban, aquellos blanquecinos caninos más grandes que el promedio. Era un vampiro, como la señorita Aleeah. Ahora tenía una mejor idea de lo acontecido en aquel lugar.

-¿Ciego?- Retomó por fin la conversación luego de pocos segundos que parecieron una eternidad para François. –No mi señor, no estoy ciego.- Le respondió haciendo alarde de unos finísimos modales que no iban con él. –Pero permítame decirle que usted sí lo está.- Se atrevió a dar unos cuantos pasos hacia el lugar de los hechos y se ubicó junto a la fosa en donde ya se encontraba descansando la hermosa Fleur. La miró por unos segundos con algo de tristeza y luego le regresó la mirada al caballero. No podía descuidarse ni un solo segundo, y mucho menos ahora que sabía que era un vampiro.

-¿Sabe quién era ella?- Nuevamente miró a la fosa y, tal y como lo había hecho antes, subió la mirada hacia el vampiro a los pocos segundos. Su interlocutor se notaba confundido y a juzgar por su expresión, hasta fastidiado; casi podía escucharlo decir: “Ve al grano”. – Madeimoselle Fleur de Cremont.- Se adelantó a responder. –Una hermosa, muy hermosa cortesana. La favorita de, nada más y nada menos que, Monsieur Charles-François Lebrun.- Sonrió, profundamente complacido por estar tan enterado de los asuntos personales de la crema innata de París.

-Lo conoce, ¿no?- Se cansó de estar en el mismo sitio y caminó hacia la lápida vecina en la cual se recargó con aires de importancia. Esperaba realmente que el caballero esté comprendiendo más o menos por donde iba todo aquel teatro. Odiaba tener que ser muy directo ya que, a su parecer, le hacía perder elegancia.

El dinero era una de las más grandes debilidades de François y era totalmente comprensible. Estaba en la naturaleza humana –incluso en los que no eran completamente humanos- desear con más ansias aquello que no se podía tener. Algunos deseaban amor, otros a la mujer de su hermano, otros un viaje a tierras lejanas; y otros, como François: dinero. Desde que tenía memoria su vida había sido una miseria; siempre teniendo que mendigar por alimento, robar para comer, dormir en callejones de mala muerte, pero ya se había cansado de eso. Quizá y la culpa era del espíritu revolucionario que se había impregnado en el pueblo parisino esos últimos años, pero estaba harto. Harto de tener que huir, harto de tener que robar. Él era más que eso, él se merecía más que eso pero nadie lo notaba. Era invisible para el resto del mundo y, la única forma de hacerles saber al resto que existía, era con el dinero. Lo sabía muy bien, la gente siempre tan superficial veía con interés aquello cuyo costo monetario era mejor: un anillo era más interesante mientras más diamantes tenga y no mientras mejores eran los sentimientos tras él; incluso un amigo era mucho más interesante si traía consigo fortuna, carruajes y hermosas mansiones.

Y por eso estaba allí esa noche: por el dinero. No le bastaba con el anillo que guardaba en su bolsillo, había encontrado la oportunidad de obtener más y se había lanzado tras ella. Era consciente que su plan no tenía pies ni cabeza todavía, pero confiaba en que poco a poco iba a ir tomando forma. Sólo era cuestión de decir las palabras correctas. ¿Pero cómo?, ¿cómo hablarle si lo estaba ignorando? Había hecho la introducción de los protagonistas de su cuento –la cortesana y el cónsul- pero el caballero allí presente parecía no inmutarse. ¿Acaso no había entendido el mensaje oculto? Tal vez sí lo entendía pero fingía que no. Astuto. Debía moverse y recuperar su atención, así que no vaciló y tomó una pequeña piedras que se encontraba por sus pies y la arrojó directo a la cabeza del regordete señor. Su puntería era perfecta, como la de un cambiaformas.

-He visto ese truco antes.- Se movió con pasos lentos y certeros por detrás de las lápidas. –Ustedes lo hacen todo el tiempo, sí.- Se refería a los vampiros, era evidente. –Pero me he fijado que todo está en la mirada, ¿no es así?- Volteó el rostro para mirar al humano por encima de su hombro. Parecía confundido y recién acababa de darse cuenta que una piedra lo había golpeado en la cabeza. No tardaría en darse cuenta también que había una fosa delante de él con un cadáver fresco y la situación se pondría un tanto caótica. Claro que para el vampiro eso no significaba ningún problema, porque podría volverlo a hipnotizar –o lo que sea que hiciese- y todo regresaría a la calma. –Una vez que se pierde la mirada, escapan del trance.- El señor miraba hacia abajo horrorizado y seguía el guión que François había previsto a la perfección. Comenzó a gritar por ayuda y el francés sonrió con complacencia. Si eso no captaba su atención, no sabía qué lo haría.

-El punto es que os puedo delatar, mi señor.- Lanzó su veneno en medio de todo ese caos. –Y la solución es simple: usted me da dinero y yo callo.- Se estaba arriesgando demasiado al hacer enojar de esa manera a aquel fugitivo de la muerte, pero… el dinero lo valía. Sí que lo valía.