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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

¿Estás dispuesto a regresar más doscientos años atrás?



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Mensaje por Fausto Mar Oct 12, 2021 3:56 pm

Habría otros acertijos, quizá, que una vez resueltos darían acceso al lugar donde se alojaba. Un rompecabezas, pudiera ser, cuya solución levantaría el cerrojo del jardín del paraíso o el acceso al País de las Maravillas. Esperaría y vigilaría con la esperanza de que aquel acertijo llegara algún día a sus manos. Pero si no llegaba a aparecer, no se afligiría demasiado, por temor a que la reaparición de un corazón roto fuera un acertijo que no pudieran resolver ni el ingenio ni el tiempo.

«The Hellbound Heart» – Clive Barker


-:-

Soñaba con moscas de alas rotas, que transportaban vid rojiza en sus patas y se deshacían en entrañas después de posarse sobre su piel. El rincón perfecto donde los insectos podían guardar sus huevos, pues esa misma piel se abría mágicamente bajo ellos y un viscoso paisaje de vísceras se descubría ante la multiplicada y verdosa visión de sus ojos. El mundo desde los ojos de las moscas se asemeja a un caleidoscopio incandescente, donde Dios y el Diablo juegan a retorcer el escenario hasta que la razón de su pueblo quede tan demacrada como las yagas de un mártir, o como las quemaduras de un condenado. Las moscas están por todas partes, las creó el Señor con un propósito mundano, pero parecen haber nacido para restregarse en la inmundicia del infierno.

Quien sueña con moscas es porque está atrapado en su propio purgatorio.

Fausto soñaba con moscas de alas rotas, hasta que el manto de su acumulación, aquel ejército arremolinado que se confundía con un cuerpo más, formaba dos alas enteras, tan grandes que encajarían en su espalda. Y cuando hallaba todo Taroudant a sus pies sólo con descender la mirada hacia sus talones, se daba cuenta de que estaba volando cerca del sol. Pero sus alas no se derretían, como las de Ícaro, se convertían en una nube negra que devoraba el astro rey entre zumbidos y, entonces, todo pasaba a ser oscuridad. Todo, menos las pupilas del impertérrito cazador, que paradójicamente no privaban al cielo de su color natural.

Y, aun así, tampoco bastaban para salvar la tierra.

Se despertaba siempre en el mismo momento, en ese instante que movía la mano para tratar de tocar el sol pútrido y desfigurado por una plaga naciente de poder marchito. Esa vez, los golpes de un chiquillo de las calles que aporrearon torpemente la puerta le trajeron de vuelta a la realidad, además del correo. Con la pulcra y esmerada escritura de Irene entre los dedos permitió que el sol real y anaranjado de África se escurriera por las ventanas de aquella casa hecha de madera y caliza que había obtenido para camuflarse entre la pobreza de los barrios más discretos. El germano permitió que su vista vagara por encima de los esmirriados tejados, más arriba de cualquier arquitectura marroquí, y se clavara en lo alto de un firmamento que había soñado desquebrajado y llorando tripas.

Otro producto más de su subconsciente que jamás olvidaría. Aunque aquella vez, el origen del sueño en cuestión estuviera ligado a sus últimas y palpables peripecias. No era normal, definitivamente nada lo era desde que él y el hispano con el nombre de Yaveh en su significado salieron de aquel laberinto que les había obligado a regurgitar sus pasados. No era normal que no hubiera dado ya con el beleño sin ayuda de engañosos genios, ni que las voces de todos los transeúntes se escucharan con una intensidad menor, como si fueran el susurro de sus propios pensamientos antes de abandonar un trance. No era normal que, pese a su orgullosa y pérfida autosuficiencia, encontrara en la posible unión con una figura rival la salida más efectiva a su misión personal. Pues a todas las misiones de un errante solitario no les queda más remedio que serlo. Él, que sólo debía preocuparse por su propio pescuezo, no podía usar esa definición a la ligera.

Se guardó la carta de la duquesa de Baviera en el bolsillo interior de su abrigo, pues no la leería con otra persona ocupando su cabeza, y no demoró más la partida a lomos de su corcel, con el fin de llegar cuanto antes a su inusual destino. No acostumbraba nada a volver a acercarse a quien ya había tenido muy cerca —y por accidente— de un apartado de su vida anterior a las enseñanzas de Georgius que le habían librado de vivir en el vulgo intelectual. Sin embargo, tampoco dejaba de reconocer una buena estrategia donde la había y, por muy satisfactorio y magnánimo que le hiciera ser —que le confirmara que era— el hallazgo de su mágico objetivo, éste no iba a servirle de nada sin una mano nigromante a la que estrechar. Aceptar abiertamente a otro acompañante en el camino se lo allanaría por completo y Fausto ya no podía ignorar un buen movimiento cuando lo imaginaba. Si aquel tablero se agrietaba, lo llenaría de arena. En compañía.  

Hacía un par de días que había averiguado dónde encontrar al otro hombre que visitaban las sombras, aunque su vestuario fuera mucho más colorido. Detuvo el caballo cerca del primer abrevadero de la zona y tras volver a pisotear aquella tierra roja que moría un poco bajo sus pisadas, se aproximó a pie hasta el concurrido lugar y al tenerlo de frente, una vez más, se deshizo del turbante que, entonces, aparte de su rostro, revelaba sus intenciones.

—Estoy aquí por ti, Melquiades. Sal a recibirme.


Última edición por Fausto el Miér Ene 26, 2022 2:14 am, editado 4 veces


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Mensaje por Melquiades de Oria Jue Oct 14, 2021 4:36 pm


Los sueños de Fausto eran, en realidad, pesadillas. Pesadillas que se abrían paso a través de todos los conductos de su cuerpo junto al torrente sanguíneo hasta teñirle las ideas de amargura. Para Melquiades las cosas no habían sido muy diferentes, pues como había vaticinado sin necesidad alguna de tener el don de la visión, recordar con tanto ahínco a la que había sido su primera maestra solo había hecho que aquel humo que se había mimetizado con el resto del aire en sus pulmones adquiriera la forma de una persona que era capaz de estrujarle el corazón.

¿Era Gob el autor de tales quimeras? Un bosque, el olor de las velas y el canto de sirenas imaginarias que iban a morir a orillas del mar Cantábrico. Las hojas de los libros que había frente a él pasaban tan rápido que apenas le daba tiempo a vislumbrar los vocablos que formaba la tinta; una tinta que parecía engullirle las uñas, los dedos, los brazos… Todo el cuerpo hasta alcanzarle la lengua y los ojos, tan negros como su alma. Se ahogaba. Quería coger aire, pero todo sabía a cenizas. Intentaba aferrarse a una mesa, a una silla, a lo primero que pillara. Salió tambaleándose de la cabaña que una vez, hace mucho tiempo, fue su hogar. La visión no era nítida, sino borrosa. Las náuseas iban a provocar que su estómago se vaciara y tras un par de arcadas, ahí estaba en sus manos: el corazón; no el suyo, sino el de ella. El de Miriam. Aún latía entre sus dedos, viscoso, sangrante, a punto de ser también invadido por la tinta. Se le cayó al suelo porque no paraba de temblarle todo el cuerpo. Las rodillas pronto impactaron contra aquella superficie de madera y la frente fue detrás de ellas, seguida de un llanto que la arrugó como una hoja de papel, como esas hojas que no paraban de pasar a pesar de que nadie las estuviera tocando.

«Querías esto desde el principio. ¿A quién pretendes engañar?».

Las palabras parecían resonar en su subconsciente, pero en realidad las pronunciaban sus labios. El mal sueño se desvanecía para dar paso a una realidad igual de cruenta, aunque mucho más tediosa. Melquiades se despertó con la boca pastosa y la frente empapada de sudor y no solamente por el calor que hacía, inevitablemente, al estar en mitad del desierto.

Déjame en paz —dijo en voz alta como si realmente conversara con alguien.

Sabía que Gob lo escucharía. Podía parecer que le había dado un descanso, pero estaba claro que aquel pérfido demonio estaba inquieto y no pararía hasta destruir a su hospedador. Eso solo significaba que iba en buena dirección: el beleño no debía de andar lejos. ¿Pero dónde se ocultaba aquella maldita hierba que lo tenía día y noche literalmente sin descanso, sin pegar ojo? Y cuando caía en los brazos de Morfeo, solo porque estaba agotado, una espiral negra, repleta de calaveras, con olor a sangre y sabor a sal amarga, que le dejaba los dedos como garfios, agarrotados y temblorosos se enroscaba alrededor de sus extremidades como una serpiente y lo arrastraba a las tinieblas de sus peores miedos.

Miriam había muerto por su culpa.

¿Había día que no pensara en  aquella cantinela? De hecho, no lo hacía nunca. Quizá ahí estaba el problema y por eso ahora le abrumaba todo tanto. Pero debía concentrar todas sus fuerzas en conseguir la planta que había ido a buscar. Abdur-Rahim llevaba sin dormir tantas horas como él, obligado a trabajar intensamente con tal de hallar el paradero de lo que en ese momento parecía su única salida… sin éxito. Había intentado sonsacarle a aquel vidente de Taroudant todo lo que pudiera y no había conseguido averiguar nada simplemente porque no sabía nada. Si seguía sometiéndole a torturas cada vez más crueles, además de la que consistía en privarle del sueño, se quedaría tanto sin lacayo como sin beleño.

Como quieras.

De repente, una voz le contestó en un español con un fuerte acento procedente de la zona en la que se encontraban. Era Abdur-Rahim. Por supuesto. Melquiades no estaba solo en aquella tienda, una más dentro del conjunto que había en medio de la arena. Aquel aquelarre nómada no estaría allí durante mucho tiempo y no porque sus miembros fueran a irse a otro lugar, sino al contrario: porque el hechicero español se encargaría de que no llegaran nunca a hacerlo.

Apenas le dio tiempo a ser consciente de lo que acababa de pasar y reaccionar en consecuencia, ya que seguía ligeramente aletargado, así que el clarividente se marchó y lo dejó solo. Tras unos segundos, pareció volver en sí y salió a toda prisa para atraparlo, pero no fue a Abdur-Rahim a quien se encontró de frente bajo un sol cegador, sino al que había sido su rival unos días atrás. ¿Era otra quimera de Gob?

No se te ocurra usar ese nombre aquí —murmuró en respuesta mientras el adivino se le escapaba, pues no era «Melquiades» la forma en la que allí lo conocían.

Rara vez lo era a pesar de que no era ni siquiera su verdadero nombre —¿pero no era igual de verdadero que el que le habían dado sus padres al nacer si era el que llevaba empleando años y le definía mucho más que «Eliseo»—, así que eso ponía a Fausto en una suerte de ventaja respecto al resto: tenía información privilegiada.

Hizo un movimiento con la cabeza para indicarle que lo siguiera y desanduvo el breve recorrido que había hecho, volviendo al interior de la tienda. Cuando ambos varones estuvieron dentro, al amparo de la oscuridad que les conferían aquellas telas y pieles que hacían de paredes y techo, el brujo dijo:
Yo no te he pedido que vengas —sonaba más confuso de lo que quería, ¿era porque todavía estaba medio dormido?—. ¿Qué quieres?


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Mensaje por Fausto Mar Mar 22, 2022 5:11 pm

Quimeras iridiscentes jugando a despellejar al tonto. Así se veían ese par de almas destinadas a sus propios tormentos cuando éstos habían acabado entrelazados por accidente. Bien se dice que los títulos de los juegos y las canciones infantiles son los más cruentos; que la sangre salpica mejor desde la carne tierna y que en la incertidumbre del limbo —pues la pureza de la niñez aún no puede catalogarse de buena o mala, ni mandarse al cielo o al infierno— es más fácil entonar una marcha fúnebre que nadie se molestará en recordar.

En la incertidumbre, allá donde nadie tiene el valor de mirar y enfrentarse al vacío más incompleto, hay desequilibrio y el desequilibrio está hecho para el hambriento, el cansado, el sediento. El desequilibrio es el opio de la ambición, la trampa hecha de marfil en la que cae todo explorador incansable, con el corazón en un puño y los sueños roídos. El desequilibrio es el hijo no reconocido de la perfección. El auténtico final que nunca se les cuenta a los débiles moralistas, ni a los eruditos casados con el confort. Quien contempla el mundo en ese intermedio tan peligroso alcanza la eternidad mucho mejor que cualquier mordisco de Caín.

Mas a Caín se le paró el corazón y dejó de soñar. ¿Y qué son los sueños al lado del poder imperecedero? Moscas hechas de carne onírica y demonios de la tierra gimoteando a orillas del Cantábrico, por ejemplo. De ese modo, un genio había estado en lo cierto al haber juntado dos piezas errantes que vivían con la mirada brumosa y que ya no distinguían la realidad del oasis de sus pesadillas. Y, aun así, henchían el pecho.

¡Oh, cuán henchido se veía también el fuego que avivaban sus cruzadas y que abrasaría el mundo entero con ellos dentro, antes de que la ceguera del orgullo abandonara sus fríos ojos de autómatas!

—Es el único nombre que tú usaste conmigo —respondió, con desquiciante calma frente al curioso descontento de Melquiades por haberle apuntado con un arma que no había pretendido empuñar… aquella vez—. ¿Qué has venido a tramar aquí, hispano? ¿Acaso es más urgente que salir del laberinto en el que nos adentramos por propia voluntad?

El interior de la tienda a la que su «anfitrión» le había guiado les reunió en torno a sus atenazadas sombras de arena. Un escenario oscuro, pero con luz, sugerente en su encapotada atmósfera, con adormilada predisposición a tensar ese nudo entre sus rostros, separados únicamente por el aire de la tensión y de una desconfianza que, en ese momento, venía ataviada con otros ropajes extrañamente distintos. Ni abrigos azules ni vestimentas tuareg portaba aquella abstracta desconfianza que, por el contrario, se aparecía tan desequilibrada como la insana perfección que ambos perseguían a su manera.

¿Era posible que, en el reconocimiento de sus propios reflejos, al otro lado de la borrascosa suspicacia y del ácido de la presunción, hubiera una innata comodidad? Porque de la melodiosa confusión en la voz de Melquiades, Fausto recibió una tregua que no estaba planeada, pero sin la que ninguno podría haber acabado allí, en reclamo de una respuesta enmudecida por la vanidad.

Y despertada por el subconsciente.

—No, no me lo has pedido. Ése ha sido tu primer error. —Ése, y no haberle retado en el zoco del genio. Ése, y no haberle replicado todos y cada uno de sus comentarios. Ése, y haberse negado a despegarle la vista cada vez que aquellas germánicas pupilas reclamaban su completa atención y la obteníanQuiero lo mismo que tú, Melquiades. —repitió el nombre vetado, en la cálida y suspirante privacidad de esa tienda, lejos de otros oídos que no fueran los del asturiano que ya no podía renunciar a su bautizo en presencia de otra víctima del Diablo— Y ésa es la maldita cuestión. Lo ha sido desde el principio. ¿Pretendes hacerme creer que también soy el único que lo ha pensado?

Lo dispuso todo de esa forma velada que competía con el murmullo del viento; un eco de la enésima tormenta de arena que podría verse contenida en su mirada añil. Igual de cercana, de estremecedoramente cercana, que cuando sus historias se abrieron en canal durante el perturbador interrogatorio al que los sometiera el dueño y señor del beleño. Sólo que, en aquella ocasión, ya no había genios visibles incitándole a superar pruebas mágicas, impredecibles, que despiezaran su psique en público. En aquella ocasión, el cazador se acercó voluntariamente a la verdad, en aquel desequilibrado limbo donde se habían encontrado.

Los dos.


Última edición por Fausto el Sáb Feb 04, 2023 7:08 pm, editado 3 veces


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Los cenobitas | Melquiades de Oria [Flashback] Empty Re: Los cenobitas | Melquiades de Oria [Flashback]

Mensaje por Melquiades de Oria Sáb Abr 16, 2022 4:30 am


El cobijo que les proporcionaba la tienda era tan irreal como el resto de las ilusiones y sueños que habían experimentado en esos días. Las pesadillas se arrastraban por su psique como un fango difícil de limpiar, siempre quedaban restos de suciedad en algún recoveco al que era difícil acceder. Fuera de aquellas telas el mundo, por suerte o por desgracia, seguía existiendo. Todo aquello era un paréntesis, no se sabía si de tranquilidad, en mitad de su rutina de autotortura diaria, pero si se aguzaban los sentidos, podían escucharse a lo lejos murmullos de voces en un idioma que Melquiades no sabía hablar, pero que últimamente identificaba con estar a salvo, pues así se sentía, más o menos, cuando él tenía el control.

Por eso no estaba cien por cien tranquilo en ese momento, porque no era él quien decidía las cosas, no era él el que había pedido al otro hombre que viniera y desconocía qué hacía allí, en «su casa» —un término que había perdido todo el sentido del mundo para él hacía muchos años ya—. De nuevo, se preguntó si aquello no era otra ilusión más, otra pesadilla, un sueño que se esfumaría en cuanto fuera capaz de abrir los ojos. Solo tenía que encontrar la manera de sacar la cabeza y respirar, como si estuviera sumergido en un mar de dudas y pesadumbre. Por esa razón, alzó una mano que devoró toda la distancia que podría haber entre ellos, la misma distancia que habían devorado esos ojos de fuego helado, la misma que habían devorado sus corazones maltratados y sus cerebros rotos, la misma distancia que había devorado la desesperación con la que ambos deambulaban por la vida y con la que ambos se miraban a pesar de que quisieran encubrirla con falsa seguridad.

Aquella mano se posó sobre los ropajes del que había vendido su alma a Mefistófeles, analizando en la brevedad que duró aquel contacto la rugosidad y veracidad de las telas. Durante esos efímeros segundos, Melquiades se aferró a los tejidos como si se estuviera agarrando a un salvavidas, pero pronto la realidad le golpeó como una ola furiosa, ahora que había conseguido sacar la cabeza para boquear, y le soltó de inmediato.

Es el único nombre que usé contigo, pero no es mi único nombre —dijo con cierta sequedad, contrastando no solo con su anterior tono de voz, sino también con la calma con la que Fausto le había hablado previamente—. Y lo que haga aquí no es asunto tuyo. ¿Acaso yo cuestiono lo que haces o dejas de hacer en los periodos en los que no estamos el uno frente al otro? No es relevante saber de dónde vienes para darme cuenta de que tengo que andarme con ojo contigo. Para mí tiene la misma importancia o más estar aquí que en un sitio imaginario persiguiendo algo que quizá no existe.

¿Era cierto aquello? Probablemente no, pero las cucarachas y los escarabajos siempre tienen que luchar por sobrevivir. Y eso se traducía en que mientras daban con el maldito beleño egipcio o no, tenía que seguir matando a gente porque la otra opción era morir él. No esperaba que Fausto lo entendiera. Le daba igual si pensaba que era un monstruo porque aun sin conocerlo de nada, sospechaba que él también era un monstruo a su manera, pues solo los monstruos caminan por la vida de forma tan atormentada, solo los monstruos se acercan al epicentro de la muerte para jugar su última baza a la desesperada. No le hacía falta saber nada del hombre que tenía delante para asegurar que tenían muchas más cosas en común de las que nadie podría pensar en un principio. Pero tampoco acostumbraba a hablar de sus cosas, mucho menos de la verdad.

Por otra parte, ¿por qué había dicho que aquel hierbajo quizá no existía? ¿Es que había tirado la toalla definitivamente o es que intentaba disuadirlo de la búsqueda para tener más probabilidades de hallarlo él? Puede que fuera lo primero, que se hubiera rendido ya, que se hubiera resignado a seguir simplemente con sus matanzas de siempre. Cada vez veía más imposible librarse de Gob. Sentía que aquella era su última oportunidad y solo por eso no podía rendirse, pero cuando se pasa varios días sin apenas dormir, la vida se ve mucho más borrosa y confusa, concentrarse se convierte en una tarea imposible y darle forma a las palabras con las cuerdas vocales cuesta cada vez más.

¿Quieres morirte? —soltó a bocajarro, cada vez más incapaz de aguantar tras una barrera sus verdaderos pensamientos.

Seguía muy confuso, estaba muy cansado. Él, la elocuencia en persona, no era capaz de formular ni una frase que pudiera ocultar que se sentía completamente derrotado. Y por eso, sin importarle que Fausto estuviera allí increpándole con calma y fuerza al mismo tiempo, se dio media vuelta y dejó caer su cuerpo sobre una cama repleta de cojines y más telas. No sabía si quería dormir o si es que simplemente se estaba rindiendo.

Te cedo toda esta lucha inútil.

No hay cosa que más enfade a un rival que el hecho de que su adversario se rinda sin pelear antes.


Última edición por Melquiades de Oria el Miér Dic 14, 2022 4:04 pm, editado 1 vez


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Los cenobitas | Melquiades de Oria [Flashback] Empty Re: Los cenobitas | Melquiades de Oria [Flashback]

Mensaje por Fausto Lun Dic 05, 2022 7:03 am

El tacto del hispano en sus ropas fue pleno. Quizá demasiado para el vacío que había en sus ojos… ¿cansados? El germano analizó sus expresiones faciales, por arriba de aquella fricción física, paralelo a la breve presión de sus yemas que llegó a notar a través de la tela.

El idioma de la desesperación buscaba el contacto. No en vano acabaría inspirando un alfabeto con las manos.

—Por eso no he dicho que fuera tu nombre.

Un nombre, una capa. Un arma de doble filo que se alimentaba de las entrañas del enemigo, pero que no discriminaba al beber paulatinamente de tu propia sangre. Fausto sabía de buen grado que el día que muriese, sería el mismo día que mataran su nombre.

No obstante… ¿Se puede matar el nombre de una tragedia? ¿Se puede, cuando te ha bautizado un demonio que supo exactamente cómo llamarte antes de que nadie más te conociera?

—No son tus estratagemas personales, ni tu suspicacia, lo que se cuestiona aquí. Y si tanto te ha molestado mi osadía, es porque te ha removido algo. Lo que no esperaba es que le dieras la espalda tan pronto.

Él lo sabía, porque también le perturbaba mirarse en el espejo. Y así acababan ambos, mermados por aquel escenario arenoso que se relataba en los cuentos, vapuleados por las trampas del sueño, con una sangre emponzoñada de iridiscencia que les enviaba falsas imágenes al cerebro.

No, falsas no. Simplemente intensificadas. Para dos seres con problemas sensoriales, eran un enemigo más a batir. Mucho mejor en compañía. Incluso si ese tipo de enemigo les traía de vuelta las armas de doble filo y las blandía frente a ellos. Quizá era eso lo que veía precisamente el genio desde su alegórica guarida: a dos hombres que se apuñalaban directamente en el estómago, directamente en el pecho, a la vez que no podían soltarse porque, con ello, también se habían ensartado a sí mismos.

Si las gotas unidas de la mezcla de sus sangres caían al suelo, allí mismo brotaría el beleño.

«¿Quieres morirte?»

Y así, se hizo realidad el cuerpo híbrido que conseguía que una pregunta pudiera ser vejación y alivio al mismo tiempo. Una puñalada inaudita en la vida del niño criado por el vampirismo; en la vida del parricida que escondía sus cuernos; en la vida del cazador que ejecutaba la inmortalidad. Tanto tiempo definido por los poderes de la eternidad que nunca nadie le había situado con tal precisión en sus deseos actuales. Y lo peor es que había sido culpa de la más visceral de las casualidades, pues Melquiades había expuesto aquella cuestión como reflejo de lo que también agonizaba en sus orbes. Unos que, por primera vez, a Fausto se le antojaron arena mojada. Fruto de los desvaríos de las distancias cortas.

¿Quería morirse? Definitivamente, ya no quería vivir para siempre.

Cuando el supuesto rival volvió inesperadamente dolorosa la literalidad de darle la espalda, actuó sin pensar, inspirado por una narcótica falta de sentidos que les transportaba, otra vez, al maldito laberinto. Avanzó los pasos precisos y, de un golpe tan furtivo como su oficio, partió en dos, con la suela de su bota, la pata de la cama donde se había tumbado. De ese modo, Melquiades acabó postrado en el suelo, los cojines escurridos por su cuerpo y a los pies de Fausto, contemplándose sin el descanso que jamás viviría en ninguno de aquellos diabólicos corazones.

—Me cedes. Esta lucha. A mí. —Y en contra de lo que se esperaría de la perenne declaración de principios de aquel monstruo humano, puso fin a su simbólica posición de superioridad al arrodillarse a la misma altura que él. Hundió los dedos en su pechera y, esa vez, el contacto a través de sus ropajes no fue efímero, ni temeroso, cuando estiró de ellos para acercarle y acorralarle el rostro, aunque le estuviera hablando con algo más allá de la mirada— Oh. Ya entiendo. He venido en el peor momento para la elocuencia de un español: cuando todavía no se ha echado la siesta. Mea culpa, anciano.

A veces, la humillación puede tratarse de la última baza salvadora. La humillación recuerda la vergüenza. La vergüenza suele ser una emoción intensa y sentir con intensidad conduce al miedo. Y el miedo... ¡Ah, el miedo! Es lo único que verdaderamente nos devuelve el valor que siempre nos ha definido, o un valor que creíamos que no existía.

Pero en la oscuridad de la cueva de las maravillas, incluso los tormentos se visten de seda. No sirve de nada contraatacarlos con sangre y barro. Ahora podían verlo con claridad.

Los dos. De nuevo.


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Mensaje por Melquiades de Oria Vie Dic 16, 2022 3:59 pm


No, por supuesto que Fausto no había dicho que ese era su nombre. A cualquiera aquella corrección tan minuciosa del lenguaje le habría irritado, pero si alguien era consciente de la importancia de la sutileza del lenguaje, ese era Melquiades.

El brujo conocía y dominaba varios tipos de magia, pero la palabra siempre había sido su punto fuerte. El inicio de su andadura en el terreno de la magia, bajo la tutela de Miriam, tenía su base en el lenguaje. Miriam le había enseñado a leer y a escribir, tanto para entender los libros que le ayudaron y ayudarían a adquirir conocimientos como para crear sus propios hechizos.

Melquiades entendía que Fausto era igual, sin necesidad de haber nacido bajo la marca del Diablo —¡ah, si él supiera!—, que había seleccionado meticulosamente cada uno de los vocablos que había utilizado para formar aquellas frases, pero daba lo mismo. No iba a discutir. No iba a añadir nada más a lo que el otro hombre había dicho porque aquella actitud derrotista, provocada inevitablemente por el cansancio y la frustración, que le habían quitado las ganas de todo, lo tenía dominado.

Sin embargo, aquella apatía no le duró demasiado. Fausto se encargó de mover todo su mundo, literalmente, al romper una de las patas de la cama y hacer que su cuerpo resbalara hasta el suelo. Apenas le había dado tiempo a erguirse cuando su ceño fruncido y sus ojos llenos de enfado se toparon de lleno contra los de su adversario, mucho más cerca de lo que planeaba o podía imaginar. Ahora sí que le quedaba claro que todo eso no era un sueño. Aquel tacto era tan real como el aliento del germano sobre su rostro. No pestañeó. No se inmutó lo más mínimo cuando aquel tipo le provocó, pero estaba claro que algo le removía por dentro.

Porque de los dos el único que le daba cierta importancia al origen de Melquiades no era él, sino Fausto. Desde que se habían encontrado por primera vez aquel hombre había hecho alusión a su tierra de origen, esa que se había ocupado de borrar de su lengua, de su vestimenta, de su piel. Esa de la que renegaba porque todo lo que le asociaba tenía un estrecho vínculo con todos sus traumas y miedos. Y ahí debían quedarse. Ya tendría ocasión de visitarlos en el futuro. Ahora no había tiempo para hundirse en miserias. ¿Y entonces por qué lo había estado haciendo?

En parte, el hombre que lo observaba tenía razón. Le hacía falta dormir. Y mucha. Parpadeó con cierta pesadez antes de aunar toda su energía, nacida de la rabia que alimentaba su interlocutor, y asirle las muñecas; no con excesiva fuerza, pero sí la suficiente como para que sus dedos, extrañamente fríos, se clavaran en ellas. Pero pronto el frío pasó a arder. A Fausto comenzó a quemársele la piel y por mero acto reflejo soltó a Melquiades. Y Melquiades lo soltó a él. Y cuando ambos hombres estuvieron libres, el hechicero miró fijamente al cazador mientras se levantaba del suelo. Seguidamente, le ofreció la mano para ayudarle a hacer lo mismo. Eso era lo que hacían los caballeros, ¿no? Casi se echó a reír, aunque la realidad era que podía ser el hombre más educado y elegante del mundo si así quería y, sobre todo, si así lo requería la ocasión. Y si no era capaz, podría hacerle creer a la gente que lo era, del mismo modo que le había hecho creer a Fausto que le ardían las manos.

Esta vez sin trucos. —Mantenía su enorme mano frente a él, esperando que la cogiera y al mismo tiempo dudoso de que lo fuera a hacer—. Y me vas a contar qué narices haces aquí. Es lo mínimo por romperme la cama. ¿Has hablado con la criatura del zoco y te ha dicho que tenías que venir a buscarme? —bromeó sin saber que sus palabras se acercaban bastante a la realidad que estaba a punto de ser desvelada, aunque quizá en forma de espejismo, pues era lo propio si se encontraban en mitad del desierto.


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Mensaje por Fausto Mar Feb 14, 2023 2:05 pm

Que la respuesta del tacto de Melquiades ardiera en aquella broma tan sádicamente literal de sus atributos mágicos, tuvo sentido a su manera. Una tan retorcida como el estómago de un cazador que no parpadeaba ante ninguna salpicadura de sangre en el rostro. Pero ese hechicero que acababa de confirmárselo tampoco era una de sus ensartadas víctimas, era otro demonio disfrazado entre la multitud, que se daba la vuelta para descubrirse como el único transeunte en devolverle la misma muerte de su mirada. Podría haberse fundido bien con la satánica temperatura de su niñez, tan desértica como la ambientación que les había reunido, pero si algo había aprendido el hijo humano de la inmortalidad era que en las dunas de Shaitán hacía mucho más frío que calor.

El hispano consiguió lo que quería y Fausto obedeció a sus impulsos biológicos al apartar la mano del fuego, mientras su domador de sensaciones se alzaba por encima de él para ofrecerle, acto seguido, una tregua que, aunque les hubiera costado una quemadura de ego —o precisamente porque las mentes blindadas sólo entendían el lenguaje de la carne—, había sido necesaria desde que saliera en busca de su enemigo. Y porque ni siquiera él mismo había logrado desentramar todos los motivos que le habían conducido a su guarida hasta que le había observado voluntariamente desde el suelo, aceptó esa nueva mano traicionera. La apretó entre sus propios dedos, tras el impulso que precedía a toda incorporación, añorando la fricción de una fogata en la arena cuando la unión de sus pieles no acababa en desastre. La retuvo los segundos de más que permanecieron cara a cara, por fin igual de erguidos ante la tormenta que sólo ellos veían.

—Hay una guerra dentro de ti, de eso no me cabe duda. En realidad, confío en que puedas vencerla algún día  —declaró, en un tono extrañamente falto de desprecio, lleno de un entendimiento que, a pesar de su habitual desconsideración, se reconocía en lo que había dicho.

Y esa vez, no necesitaron ninguna inflamación de los sentidos para dar la bienvenida a un calor que jamás podría haber desaparecido del aire que se respiraba en Marruecos. Estar experimentándolo de una manera distinta por culpa de las palabras y el contacto de Fausto desbancaba, en partes iguales, a la lógica y a la magia.

¿En qué limbo de turbaciones les situaba, entonces, ese hecho?

Le soltó demasiado pronto para responder a esa pregunta y se centró de una maldita vez en las que sí le habían sido formuladas en voz alta.

—Es lo mínimo por romperte la cama y también es justamente el motivo por el que he tenido que hacerlo.  —Pero antes, las cabriolas verbales se dilatarían unos masoquistas segundos más en aquella pulcra e insufrible oratoria— No he necesitado hablar con ningún genio para acabar entendiendo que, a efectos prácticos, ninguno de nosotros ha salido verdaderamente de aquella tienda.

De aquel laberinto, de aquellos pasillos que se alargaron más y más en las argucias del espacio, en las trampas del tiempo. Aquellas falsas paredes que dejaron de ser reales para transformarse en las de sus propias cabezas, permitiendo la entrada —o más bien, la salida— de sus miedos personales, que sólo allí tenían la suficiente potestad para adquirir una forma corpórea.

—¿Te gusta estar encerrado, Melquiades?  —inquirió, después de dar otro paso hacia él, sin más represiones, ni desconfianzas prudenciales, a la hora de aceptar una cercanía que no se conformaba con el plano abstracto—. A mí tampoco. Y cuando la nueva remesa de pesadillas te haya consumido hasta la vigilia y te des cuenta de que esta parada en el camino se ha convertido en otro viaje para el que no tenías voluntad, ni tiempo ¿Esperarás a ese momento para buscarme tú a mí? Yo prefiero ahorrarnos tanta maldita circunferencia.

Podía verla perfectamente en los ojos, en las pupilas, del hombre al que volvía a sostenerle la mirada. Un círculo marcado, varias veces recorrido, que tan pronto oscurecía sus tostadas sombras como destelleaba el agónico espejismo de su verdad.

—Dime, pues ¿Hasta dónde llegan tus poderes y por qué les interesa tanto el beleño? Tal vez, logres convencerme de que me conviene más quedarme a ver lo que es capaz de hacer en tus manos…


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Mensaje por Melquiades de Oria Dom Mar 26, 2023 6:25 am


Las palabras que le dirigió Fausto al ponerse de pie, frente a él, habrían sonado muy diferentes si hubiera empleado otro tono al pronunciarlas. Sin embargo, actuaron como una prolongación de aquel contacto entre los dos. Alargaron aquel apretón de manos que se sintió cálido, no tanto como la quemadura imaginaria que él mismo había provocado en el otro, pero sí lo suficiente como para que se notara por encima del ambiente canicular que los rodeaba. Al menos dentro de la tienda no estaban tan expuestos al abrasamiento del desierto, solo al de sus propios, maltrechos, corazones.

¿Acaso no viven todos los hombres en guerra? —murmuró haciendo que su voz se perdiera entre las alfombras que pisaban.

Todos los hombres no vivían en guerra, pero sí ellos, con humo, pólvora y cañonazos tras las pupilas en forma de recuerdos torturadores. A veces, la única forma de terminar una guerra pasa por morirse. Y a eso no estaban dispuestos. Ni siquiera Melquiades, que había manifestado lo contrario, segundos atrás, en mitad de su delirio derrotista.

En ese momento, el otro hombre le soltó y a la breve calidez del encuentro entre sus manos le siguieron las rígidas palabras que se le clavaron como témpanos de hielo, demostrando que el calor podía ser helado igual que el frío podía quemar. ¿Cómo que no habían salido de la tienda? ¿Quería decir que seguían atrapados en la ilusión de un genio perverso que se divertía jugando con sus pobres mentes? ¿Y cómo es que se había dado cuenta de ello Fausto en lugar de él, versado en el arte del engaño? Puede que por eso, porque sabía que contaba con esa ventaja, confiase ciegamente en que sería consciente de que estaban jugando con él y en medio de aquella seguridad en sí mismo, la criatura sobrenatural había encontrado una brecha por la que adentrarse hasta pudrirle los sentidos.

El primer paso había sido privarle del sueño para que no pudiera distinguir la realidad de lo que no lo era. Mezclar lo invisible con lo tangible, adormecer su capacidad de respirar en la verdad y avivar la intensidad de la mentira.

Quizá toda esa conversación también lo era.

Eso que dices no tiene sentido —sentenció, aunque realmente no estaba seguro de ello. Sin embargo, esa duda no pudo percibirse en su habla—. Si siguiéramos dentro de la tienda, me habría dado cuenta.

¿De verdad? ¿De verdad podía afirmar sin miedo a equivocarse que todo lo que le rodeaba era real? Pero había notado el golpe al caer al suelo desde la cama. Había palpado las ropas y la piel de Fausto. Sentía el calor que le resecaba la boca al hablar y que le urgía que le dieran agua. ¿Cómo iba a ser mentira todo eso? ¿Mas acaso no conseguía él lo mismo con sus ilusiones? ¿No era capaz de dibujar todo un mundo como si fuera cierto? Él mismo lo había experimentado alguna vez por parte de otros como él. Las ilusiones podían parecer la cosa más real del mundo.

Había caído en la trampa.

Más que nunca, veía el beleño egipcio lejos de su alcance. No obstante, su interlocutor lo trajo de vuelta mediante la palabra.

¿Pretendes también que te hable de mis sueños? —Mala elección, sin duda, aquella pregunta dado que se encontraban atrapados en uno—. No tengo que convencerte de nada. Tú haz tu camino y yo haré el mío, aunque tenga que apartarte de él —añadió, efectivamente, apartándolo al atravesar la tienda hacia la entrada de la misma con intención de salir al exterior.

Tenía que encontrar a Abdur-Rahim y ponerse, de nuevo, manos a la obra para dar con la maldita planta.


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Mensaje por Fausto Jue Mar 07, 2024 2:45 pm

Fausto no era ninguna criatura sobrenatural, ni había nacido con ninguna habilidad mágica. Su carne no era más que la de un humano corriente que, sin embargo, carbonizaba cualquier adjetivo semejante con una sola mirada del color de los gélidos mares. Toda definición que lo acercara a la normalidad erraría en su burda simpleza, en su nefasta ignorancia. Él mismo se había encargado de aniquilarla en todo su ser, pero los demás tampoco estaban dispuestos a encontrar en su interlocutor algo a lo que subestimar. Sobre todo, cuando les unían muchas más cosas que el oxígeno.

Ya sólo el simple hecho de quitarlo, como sucedía con aquel supuesto compañero de aventuras.

El extranjero de ojos azules se dedicaba a cazar a las criaturas sobrenaturales, y sabía valerse muy bien de las habilidades mágicas, aunque sólo fuera como estratega del papel que cobraran brujos, hechiceros y personas especiales dentro de su cruzada. No estaba tan familiarizado como Melquiades con las ilusiones reales, por paradójico que se presentara el término, pero tenía el alma rota y las pesadillas de un demonio sobre la tierra. Sólo le había hecho falta hallar algo de descanso para detectar su posible falsedad. Sólo le había hecho falta sentirse un poco menos loco para confiar en su propia intuición de titiritero.

Por fortuna para toda esa demencia, había dejado de soñar con la inmortalidad.

—No lo sé  —desvió retóricamente su pregunta sobre la guerra en los hombres, siendo muy consciente de la respuesta—, pero la tuya es tan grande que te impide reconocer una buena alianza.

A pesar de todo, no podía, ni le nacía, juzgar su escepticismo. Había estado en su lugar cientos de veces. El teólogo que desmitificaba la fe por el mundo no solía aliarse con nadie si podía evitarlo. Aquello también se había salido de sus propios planes.

—Tampoco he dicho que sigamos dentro de la tienda en un sentido literal o físico necesariamente. Conozco los detalles tan poco como tú, pero, sin duda, hay una parte de nuestra consciencia que se ha quedado allí, atrapada por ese maldito genio. Sabes que algo así es perfectamente posible, a esos seres les gusta jugar con el entorno y desfigurar hasta la última de nuestras certezas. Dirige tus desprecios hacia él, no hacia mí.

La terca actitud de Melquiades por no quitarse la venda sí que podía juzgarla. Con su propio reflejo sí estaba más familiarizado.

—Ya veo —suspiró, el filo del sarcasmo cada vez más decepcionado en su voz—. Entonces, eliges perder el tiempo. Sin duda, debes de disponer de una suma cantidad de ello. Mis felicitaciones.

A fin de cuentas, Fausto aborrecía lidiar con el incordio de las interacciones humanas que implicaban hurgar en las emociones del contrario para comprenderlo y llegar a un acuerdo. Pero su vínculo accidental con el hispano estaba teniendo un desarrollo mucho más complejo de lo esperado. Por eso, aunque para él fuese mucho más cómodo hacerlo, no podía ignorarlo.

«¿Pretendes también que te hable de mis sueños?.»

—¿Por qué? ¿Acaso eres un soñador?  —El cinismo y la sorna permanecieron y, aun así, de algún modo ese nuevo retoricismo se escuchó con más cercanía que desdén.

«Tú haz tu camino y yo haré el mío, aunque tenga que apartarte de él.»

En cuanto el otro hombre le hizo a un lado, empeñado en tener vía libre para dirigirse al exterior, el germano volvió a interponerse entre él y su camino, mientras le fulminaba con la verdad y el juicio cosidos al rostro, cansados de acertar en soledad.

—Pues apártame de él si crees que puedes, porque en estos momentos es exactamente el mismo y yo sé ver que para ganar esta batalla no bastará con iniciar otra guerra. Al menos, no entre nosotros.

Aquel sería el último intento de convencerlo. Para discutir sobre moralidades ya tenía a cierta duquesa.


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