Una calada de desesperación [Flashback]

El fumadero de opio más famoso de la capital francesa escondía con gran celo a su dueño. Nada tenía que ver la humareda que uno se encontraba al entrar en el local, sino que se trataba de algo mucho más estudiado. Melquiades de Oria, dentro de que le gustaba hacerse notar, mantenía un perfil bajo en cuanto a su identidad y eso le interesaba cuando se estaba haciendo pasar por otra persona, pero sobre todo cuando no camuflaba su rostro y se mostraba tal y como era.

Una parte de él confiaba en que nadie lo reconociera. Total, había pasado una década desde sus últimas aventuras en París. ¿Quién quedaría de aquella época que pudiera asegurar que él era él? ¿Quién quedaba que conservara sus recuerdos intactos?

Llevaba la mitad de su vida estafando a ricachones y moviéndose por los bajos fondos de cualquier sitio en el que había habitado, mundos diametralmente opuestos, pero con mucho más en común de lo que en un principio aparentaban. La capacidad camaleónica de Melquiades le permitía moverse sin problema por ambos, causando estragos por donde pasaba y aun así siendo capaz de borrar su huella. ¿Su secreto? La magia. Si no era la suya propia, se lucraba de la de otra persona, aunque rara vez trabajaba en equipo; por tanto, si eso sucedía, la otra parte acababa pereciendo de la manera más atroz posible.

Pero no todo era muerte y oro en la vida del brujo, también había hueco para el descanso y el jolgorio. Y por eso, en ese momento se encontraba en su propio negocio, el fumadero que le había arrebatado a un miembro de la Tríada en una partida de póker tras su llegada a París. Después de dos incursiones de la mentada mafia en el local, el hechicero había tomado medidas y ahora administraba el lugar alguien de su confianza, también versado en el arte de la magia. Podía estar tranquilo por el momento, aunque a decir verdad también lo había estado anteriormente. Rara vez algo le hacía sentir en peligro porque tenía la mala costumbre de creerse invencible cuando la realidad era que toda la fantasía que creaba al chasquear los dedos podía desvanecerse en cualquier instante.

Pero nada de eso ocurriría esa noche.

El establecimiento estaba lleno. El humo era denso, casi verdoso, mimetizándose con el mobiliario y los tragos de absenta. Los desconocidos se relacionaban entre sí y los que se conocían fingían no hacerlo. Los ricos y los pobres volvían a utilizarlo como nexo, allí reunidos hombres y mujeres sin importar su poder adquisitivo, aunque obviamente solo había gente que de una forma u otra podía pagar por la mercancía.

Con el chaleco medio abierto, de un bonito y brillante morado oscuro casi negro decorado con flores del mismo color y que descubría debajo una camisa blanca, también medio abierta y un poco sudada, Melquiades estaba repantingado en uno de los sofás del fumadero. De su boca socarrona y altiva colgaba una pipa y el humo ascendió hasta juntarse con el que había expelido una mujer a su lado al toser.

—¿Primera vez? —preguntó al aire, sin siquiera mirarla—. Bebe esto —añadió extendiendo la mano para ofrecerle un vaso poseído por el diablo verde y justo después se giró hacia ella—. Bienvenida. Será la primera de muchas.

Poca culpabilidad, por no decir ninguna, había en Melquiades al saber que contribuía a que un segmento de la sociedad acabara tan destrozado como él. Por supuesto, los demás se libraban de la parte de aguantar que literalmente un demonio los usaran para sus propios fines, y eso incluía la muerte de muchísima gente. Pero todos tenían sus propios demonios internos, que también perforaban mentes y corazones como lo hacía Gob con Melquiades. Y a veces la única forma de acallar sus voces era mediante el opio y el alcohol. Era reventándose hasta casi morir, pero con la certeza de que al día siguiente se continuaría con vida.

No siempre era así. De tanto en tanto, los cadáveres protagonizaban las fiestas y las portadas de periódicos. Nunca se decía la causa. Sería indecoroso hablar de un noble así. Mejor maquillar la escena en la que se lo había encontrado sin vida. A la ciencia le quedaba mucho por avanzar, y le costaba hacerlo, así que morir relativamente joven no era raro en absoluto.

Si Melquiades seguía vivo después de lo que se metía en el cuerpo era, precisamente, por Gob. Y también por algunos remedios que él mismo elaboraba o que otros elaboraban para él.

—Tampoco recomendaría abusar de este líquido tan… seductor —respondió.

Conocía la atracción de la absenta. Se había perdido entre sus hierbas y aunque, efectivamente, a la ciencia le quedaba mucho hasta que llegase el momento de prohibir esa bebida, el brujo había visto y experimentado su efecto lo suficiente como para saber que tampoco era bueno abusar de ella.

—Quizá te lo pueden cambiar por otra cosa —añadió y en ese momento llamó a un camarero con la mano—. Gracias por el halago, ricura —contestó cuando ella mencionó que «no parecía demasiado consumido para ser un asiduo», soltando una leve carcajada al final—. Un poco las tres, aunque realmente ninguna. Salvo lo de conversar contigo. —En ese momento, llegó el camarero y le pidió dos vasos de whiskey—. Cambio mi respuesta: estoy intentando empezar una conversación contigo. Y yo diría que de  momento va muy bien, pero tienes razón, mejor si nos vemos las caras con mayor comodidad. ¿Aunque de veras hace falta que te invite? Puedes sentarte donde te plazca —agregó echándose a un lado para dejar que se sentara junto a él—. Ven a mí, delicada dama —dijo entre la seducción y la comedia antes de fumar un poco más de la pipa que sostenía en la mano—. Un poco delicada sí que eres, en realidad, con esa tosecilla que tu boca se empeña en escupir. Inhala y exhala suavemente para evitar toser. Así. —Hizo lo propio, sirviendo de ejemplo de su enseñanza y esperó a ver si la muchacha lo imitaba, pero mientras tanto no perdería su oportunidad de seguir conversando—. ¿Qué te ha traído hasta aquí?

Melquiades sabía de sobra que no era ningún caballero. Que, en su lugar, era un canalla. Un embaucador y un asesino, también, pero obviamente no dejaba los modales de lado y se había pasado demasiado tiempo al lado de los nobles como para saber imitarlos. Ellos eran, de todos modos, los menos caballerosos del mundo. Todo pompa y engaño. Por eso se le daba tan bien. Allí, en el fumadero, no buscaba aparentar ser un caballero y aunque la joven escondió la ironía de su voz, él sabía que la frase tampoco iba en serio. No pudo evitar reír.

—Un caballero de la cabeza a los pies —respondió señalándose ambas partes del cuerpo a la vez que simulaba el gesto de quitarse un sombrero que no tenía—. Estás de suerte al haberte topado conmigo aquí en lugar de con algún gañán. Y a este caballero le has caído en gracia de momento, así que, obviamente —recalcó esta última palabra como parte de la broma que estaban protagonizando ambos—, señorita, usted no tendrá que pagar nada.

Sonrió. A pesar de aquella pantomima y de que estaba muerto por dentro, estaba disfrutando en ese momento. La neblina que los envolvía parecía dejar hueco únicamente para que fueran capaces de mirarse el uno al otro. Le daba la sensación de que la muchacha era demasiado joven como para echarse a perder. ¿Pero acaso no había sido a esa misma edad cuando él se cruzó con Gob y se truncó toda su vida? Decir que no se sentía tan joven e inexperto en aquel entonces sería mentir, pero sí que lo hacía mucho menos que observándolo ahora desde la distancia que le otorgaba su edad actual.

Lo cierto era que le daba igual todo eso. No le importaba la edad de los demás ni si querían destrozarlo todo con un giro drástico de los acontecimientos, ni si tenía que ser él quien truncara sus vidas. El local estaba lleno de gente que quería evadirse de esas vidas que, de alguna forma, ya estaban truncadas. Él solamente les ofrecía un refugio donde hacerlo. Era, al final, un caballero.

—Para ser alguien que no suele airear sus trapos sucios has dado demasiada información. —Volvió a carcajear y bebió del vaso de whiskey—. ¿Hace cuánto murió tu madre? —preguntó como si realmente le importara, como si, efectivamente, estuviera interesado en entablar una conversación con ella—. Quizá lo que necesitas es, precisamente «airear tus trapos sucios». —Él, que nunca hablaba de sus sentimientos, pretendía decirle que lo mejor era hablar las cosas—. Hay métodos más rápidos, por supuesto, pero no son baratos ni se puede asegurar que vayan a ser cien por cien efectivos o seguros. Tampoco que no puedan generar adicción. Al final es mucho más atractivo no sentir nada en absoluto que retorcerse de dolor, aunque sea figuradamente. Dormir los sentidos y con ellos, los sentimientos. Sentirse como si flotaras en una nube. Eso te lo pueden dar el alcohol y el opio, claro, pero luego siempre está la realidad al otro lado. —Bebió de nuevo y la miró de tal forma que pareció que veía su alma—. No, claro que tú no buscas eso. Quieres algo más efectivo. Dime, ¿qué estás dispuesta a dar a cambio?