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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

¿Estás dispuesto a regresar más doscientos años atrás?



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Mensaje por Edouard F. Carrouges Miér Feb 20, 2013 4:13 pm

I had a dream my life would be
So different from this hell I'm living
So different now from what it seemed
Now life has killed the dream I dreamed.


Se fue al mismo tiempo que se extinguía la luz del día, trémula y cansada como una hoja seca forzada por el viento a desprenderse de la rama de la que pendía. Sus facciones se veían hundidas bajo la luz del quinqué que Edouard, solícito, mantenía encendido para velarla todo el día y toda la noche desde hacía mucho, tanto que ya había perdido la cuenta. Sabía que daba cabezadas a ratos porque de vez en cuando se despertaba sobresaltado, temiendo haber desatendido algún ruego de la enferma por haberse despistado. Pero madre no pedía nada: no tenía hambre, ni sueño, ni sed... en ese sentido los brazos de la parca no parecían un lugar tan desapacible para descansar, sobre todo cuando una era tan anciana y artrósica como Betrice Carrouges. La señora podía presumir de tener una bonita historia que contar al final de su camino, pues se había labrado una vida que le había dado en la vejez el consuelo de algo parecido a un hijo. El muchacho que permaneció sentado a su lado desde que enfermó hasta el final fue siempre su mayor orgullo, pero no tuvo la oportunidad de recordárselo antes de marchar. Edouard sabía que había personas que llegaban lúcidas al último momento de su existencia, que se comunicaban con sus seres queridos y se despedían de ellos, pero él no tuvo ni siquiera ese ligerísimo alivio. Madre se apagó como una vela y falleció con los párpados cerrados, sin hacer ademán ni de reconocerlo, y entonces el chico se dio cuenta de que hasta ese momento no había sabido realmente lo que era la soledad. Sí, no tenía la vida plena que anhelaba, pero demasiado tarde se percató de que el amor de una figura maternal era mucho más de lo que cualquiera podría necesitar. Aquella vieja nodriza había ido poniendo nudos al tronco joven y verde para que creciera más o menos recto y se convirtiera en un árbol fuerte y recio. Y el criado nunca se lo agradecería lo suficiente.

Supo que se había ido porque exhaló un suspiro que indicaba que estaba en reposo al final, sin grandes aspavientos ni lloros, solo la ausencia. El muchacho se quedó en su banqueta encorvado un lapso de tiempo que podría haber sido un minuto o una hora antes de que entrase la doncella a llevarle la sopa y se diera cuenta de lo que sucedía. Después todo fue rápido, porque ya estaba decidido de antemano: Madame no había querido llamar al médico para que restableciera la salud de los pulmones de Betrice y Edouard tampoco le pidió nada para el funeral. Ni siquiera dijo que se despedía, pero la señora debió de ver algo en sus ojos porque se hizo a un lado y le dejó marchar sin osar ponerse en medio. Si hubiera hecho siquiera un gesto el chico la habría matado. Empacó sus cosas mientras llegaba el carro y encargó el ataúd esa misma tarde, los preparativos estuvieron listos al anochecer. El cochero fue el único testigo del traslado de ese extraño joven que miraba al frente como ido y de su peculiar equipaje: una maleta gastada y una gran caja de madera de pino. Tener solo veinte años y perder a la única persona en el mundo a la que uno se siente ligado es como recibir un golpe del que resulta arduo levantarse. El sirviente ni siquiera lo intentó, estaba demasiado anonadado, ni siquiera pareció consciente del hecho de que el sepulturero se cobró las monedas requeridas para encontrarle a madre un agujero, meter dentro su féretro y echar encima un montón de tierra.

Y después nada.

No llovía, no se oyó un trueno desgarrador, nadie cantó un salmo ni ofició una misa. Edouard se quedó solo con su maleta parado al lado de la parcela de suelo removido como si fuera una estación de ferrocarril por la que hace años que no pasa el tren. ¿Qué hacer? Se sentó sobre la grava y tembló, porque de pronto tenía frío. ¿Había cogido algo de abrigo? ¿Qué llevaba puesto? No lo sabía. No sabía nada. No sabía quién era ni qué iba a hacer a continuación. Cuando Madame había ido a buscarle al hospicio a los ocho años él lloró desconsolado al principio, al separarse de las monjas y de los niños con los que había crecido, pero entonces Betrice lo acogió sin reservas y le secó las lágrimas, y desde entonces jamás había vuelto a derramar ninguna. Ahora, doce años después, el joven se abrazó las piernas y enterró la cara en las rodillas sollozando como un infante desconsolado. Tenía una pena tan honda que ni siquiera los hipidos le aligeraban el nudo del pecho.

La vida se ensañaba de nuevo con los que tenían menos para perder.



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Mensaje por Anuar Dutuescu Miér Feb 20, 2013 8:34 pm

Terror, era el único sentimiento que acompañaba a las memorias del atentado que su mente se negaba en permitirle pasar por alto. El monumento caía con lentitud pero no era el rugido de las piedras lo que tañía el aire en derredor, el grito humano de aquel hombre resonaba una y otra vez agolpándose en su sien, con la clavícula de la mujer habitando en alguna parte de su desecho esternón. Se levantaba entonces bañado por un sudor frio que perlaba la herida de su cuello amenazando con no permitirle sanar con tranquilidad, mermaría en su salud, infectaría su propio cuerpo para llevarlo al borde de la desesperación. Un acontecimiento que había desatado a la muerte.

Desasir a su labor como velador, sin embargo, era un lujo que no se podía otorgar mientras aquel incauto corazón siguiese latiendo hondo en su pecho hinchado como estaba ahora de necesidad, necesidad de saber que su vida no se reduciría a un suspiro asfixiado en su interior, a unas palabras de auto consuelo o a una mirada de solidaridad de un ajeno. Comprendía con falta de claridad. Y no hacia mayor falta atragantarse con los pensamientos racionales que dejaban un vacio superior al que pretendían llenar, no valía la pena seguirle buscando lo mecánico a lo que se movía por sentimiento e intuición.

Y fueron aquellos sentimientos, de terror y plenitud, los que lo acompañaron el resto del día y durante toda su estadía en el cementerio de la consternada París. Habían sido tantos los muertos que las personas habían ido a enterrar en los pasados días que el aviso de un nuevo entierro no lo tomo por sorpresa, ajeno a aquello, un sentimiento de extrañada humanidad había comenzado a tomar por habitáculo su interior obligándolo a realizar su labor con algo más que fingida indiferencia y oculto hastió. El nombre que se encontraba escrito con pésima caligrafía en la hoja que llegaba ahora a sus manos no pudo sino hacerle estremecer.

Deseo con tanta fuerza que no tuviese nada que ver con el francés que de ser los anhelos el motivo de dirección de la vida seguramente la mujer hubiese recobrado el aliento y los dos Carrouges podrían entonces haber partido sin saber, sin llegar a comprender su incompleto encuentro con el rumano. Sus piernas le hicieron avanzar antes de caer en cuenta de su tarea como velador, avanzaba a tientas entre las tumbas y mausoleos que se alzaban como farallones aquí y allá como en un laberinto del cual conocía con certeza el final. Encontró, después de mucho buscar, el terreno donde la tierra se alzaba a un lado del camino cual improvisado monte.

Hubiese dado la vida por qué no fuesen aquellos crespos cabellos los que lloraban la partida de la mujer. El rumano desconocía el sentimiento de tener que decir adiós, de enterrar a un ser querido en un lugar como aquel, jamás había asistido a un funeral y aunque comprendía el dolor de la perdida desconocía el sabor de abrazar a la muerte en pos de alguien más. No había estado con su padre los últimos años de su vida y aunque hubiese sido así su partida no sería dolorosa y mucho menos un mártir. Se despojo de la gabardina que llevaba puesta, porque las noches en la necrópolis solían ser frescas y, extinguiendo la distancia entre el desecho joven y él, deposito la prenda sobre sus hombros.

“A menudo el sepulcro encierra, sin saberlo, dos corazones en un mismo ataúd.”



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Mensaje por Edouard F. Carrouges Jue Feb 21, 2013 2:30 pm

Había mucha gente que perdía familiares y amigos en París, en Francia y en cualquier lugar del ancho mundo, pero Edouard se sentía completamente aislado y solo en su infortunio. Todos podían añorar a alguien, sí, pero únicamente él sabía lo que sería tener que vivir sin Betrice. Madre, madre; una palabra tan sencilla y que encerraba tantas cosas... que ni siquiera tenía por qué representar un parentesco biológico real. Maman. Nunca la había llamado así cuando aún vivía y ahora se arrepentía, se lamentaba de tantas cosas que no podría enumerarlas. Un corazón no podía cargar con tanta culpa sin resquebrajarse, y así el del muchacho se había ido descomponiendo durante el largo tiempo que la anciana pasó enferma. ¡Maman! ¿Dónde estaba ahora que su hijo la necesitaba tanto? Quería su abrazo y su calor, el mismo que tantas veces le había agobiado antaño. En cuántas ocasiones había reprochado a la nodriza querer ser demasiado inquisitiva... Maman no va a volver.

Como si hubiera estado esperando a aquel momento para plasmar su congoja en forma de manifestaciones físicas el cuerpo del chico decidió enfermar. De pronto le subió la fiebre y le cogió una tiritona que lo hizo arrebujarse más en sí mismo, al menos hasta que alguien tuvo la bondad de taparlo con una gabardina providencial que Edouard recibió como agua de Mayo. En un principio se resistió a alzar la vista porque de ese modo podía fantasear con la idea de que era madre quien lo arropaba. ¿Y quién quiere despertar cuando el sueño es mejor que la vida? Nada quedaba ya de apetecible para él en los planos de la realidad terrenal, así que refugiarse en sus delirios parecía una idea atractiva y sobre todo cómoda. Entendió un poco mejor a los que enloquecían. Incorporó finalmente el cuello para encontrarse como entre brumas un rostro conocido, unos ojos grises y dulces. Se encontraba tan mal que no pudo decir nada, pero lo miró fijamente antes de que se le empezaran a entrecerrar solos los párpados. No sabía si era por el cansancio que arrastraba o por la temperatura que seguía subiéndole, pero cada vez se le hacía más complicado mantenerse alerta y medianamente lúcido.

Alargó una mano que posó lánguidamente sobre su maleta, una vieja pieza de cuero cubierta de lona de cuadros, y se concentró solo en respirar. Hinchar los pulmones cada vez que tomaba aire se le había vuelto un trabajo bastante costoso, así que sollozó por última vez, se frotó la nariz y las mejillas con la manga de la camisa y después claudicó. Ninguna palabra podría describir la situación mejor que esa: Edouard se rindió. Su organismo tomó el poder y decidió que ya era hora de dar a su dueño un merecido descanso reparador, así que se apagó como la llama titilante de una vela, y el chico se sumió allí mismo - sobre la tierra - en un estado de sopor semejante a la inconsciencia.



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Mensaje por Anuar Dutuescu Jue Feb 21, 2013 4:14 pm

No se preocupo cuando el cuerpo del joven se desvaneció ante él pues con anterioridad había presencia acciones similares en condiciones parecidas, las mujeres que asistían a los sepulcros solían romper en un amargo llanto que terminaba por colapsar abruptamente mientras ocurría el último adiós, caían a un lado y otro de los presentes sin mayor aviso que el silencio de sus sollozos. Se incorporaban al mundo de los vivos minutos después, atrapando bocanadas de aire para continuar con el dolor a flor de piel, con los rostros cubiertos por perlados riachuelos de salado caudal. Sin embargo, no comparaba su reacción con la de una mujer y no podría jamás juzgar su pesar.

Avanzó algunos pasos hasta ubicarse a un lado de el, su rostro humedecido le contrajo la respiración e hizo lo único que él hubiese deseado tiempo atrás. Tomo el cuerpo ajeno entre sus brazos y le resulto más liviano de lo que hubiese llegado a imaginar, liviano como las cajas de pescado que solía cargar en el mercado. Era una lástima que su encuentro se debiese a una desdicha y no a su propia decisión, pensó, percatándose del calor que despedía su enfermo cuerpo o quizás era su alma la que tiritaba en realidad. Observo la maleta que llevaba el francés y aunque hubiese deseado llevarla consigo para no tener que regresar la verdad era que, no poseía la destreza para maniobrar tanto peso a la vez.

Emprendió el camino de regreso con los pensamientos dispersos por doquier, pensaba en la suerte que tenía el mismo de seguir en pie y en la desdicha que se cernía sobre el menor. Porque la vida parecía deleitarse de darle mucho a unos cuantos y quitarles todo a los demás, se pregunto si Edouard había pensado en lo que iba a hacer después o se limitaría a improvisar y actuar conforme la irracionalidad, lo asalto de pronto un sentimiento que se mimetizaba con la solidaridad ¿Seguiría bajo el yugo de su madame o había sido ese golpe el ultimo para su decisión? La curiosidad pareció de pronto pasar a un segundo plano, la preocupación de no saber qué sería de el se adueño de cada idea y pensamientos que lograba concebir.

Y era extraño, de pronto, encontrarse ante la posibilidad de preocuparse tanto por alguien que parecía no desearlo, un joven que esquivaba con certeza cada acción bien intencionada que le llevaba por destino, algo tan parecido a lo que hubiese hecho el de haber tenido una mano para sujetar. Pero la realidad era que no había sido así, Anuar no había podido llorar sobre un hombro amigo, no había podido hablar de su pesar y ni siquiera se había molestado alguien en escuchar las ofensas que tenia por gritar. El rumano comprendía esa necesidad tan bien como comprendía la soledad.

Maniobro una vez se encontró frente a la puerta de madera que cerraba la cabaña, rebusco en sus bolsillos encontrado el objeto de metal, buscando a tientas la hendidura en la cerradura para hacerle ceder con suavidad. Había olvidado la delicadeza con la que podía actuar, deposito el cuerpo del francés sobre la cama desordenada para percatarse entonces de la ausencia del gabán más aquello fue irrelevante en comparación a los otros objetos por los que debía ir. Por algo de agua fresca para bajarle la fiebre y la maleta que mantenía contenidas en su interior no sabía cuales pertenencias del francés -No tardo- y sin más, emprendió el camino de regreso por los objetos.


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Mensaje por Edouard F. Carrouges Sáb Feb 23, 2013 1:25 pm

El chico no fue consciente de que alguien lo levantaba en brazos y lo transportaba de ese modo, como a una novia recién casada, hasta el cobertizo que ya había visitado una vez con anterioridad. De haberse dado cuenta se habría negado por todos los medios a que Anuar cargara con él alegando que era perfectamente capaz de cuidar de sí mismo, aun cuando eso no fuera cierto. En ese sentido era mejor que estuviera desmayado porque así su orgullo - ese molesto e impertinente orgullo - se quedaba guardado donde debía estar, en las profundidades del alma del muchacho, de donde sería mejor para todos que no saliera tan a menudo como lo hacía. Edouard era demasiado altivo para su propio bien, y en ocasiones como ésa tenía que aprender a deshacerse de los sentimientos inútiles porque la gente como él no podía permitirse tenerlos. Generalmente la soberbia iba reñida con la supervivencia, y con el futuro incierto que se cernía sobre su cabeza tendría que replantearse su actitud si de veras quería darse una oportunidad. A saber dónde iba a vivir, de qué iba a comer... cualquier alternativa resultaba poco honrosa.

Su piel no tardó en perlarse de sudor cuando el rumano lo depositó sobre la cama, y al mismo tiempo la tiritona se intensificó forzándole a castañetear los dientes. Cualquiera diría que estaba desnudo bajo la nieve en lugar de hallarse bien resguardado en el interior de la cabaña del sepulturero, que de forma tan altruista y diligente había salido para recoger las cosas del francés. Ojalá pudiera aprender más de él en lugar de evitarlo como había estado haciendo desde su primera clase de escritura. Entre las pertenencias que Edouard había empacado de casa de Madame - a donde no pensaba regresar - estaba la hoja donde amablemente Dutuescu le había escrito la mitad del alfabeto. Había estado practicando con ella hasta que Betrice enfermó, pero después no tuvo tiempo material para continuar sus lecciones, ¡si casi no había dormido!

Se removió un poco en aquel lecho extraño ajeno al hecho de que otras personas pudieran deambular cerca de él. No veía ni oía nada, y en sus sueños solo le inquietaba la vaga impresión de que cuando abriera los ojos tendría que enfrentarse a alguna desgracia que de momento mantenía relegada a un segundo plano. Edouard no quería despertar, estaba más protegido de esa manera, y si la fiebre seguía subiendo y enfermaba de gravedad... bueno. Entonces ya nunca más tendría que preocuparse por nada.
- Maman... maman... - Murmuró.



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Mensaje por Anuar Dutuescu Lun Feb 25, 2013 7:12 pm

Avanzaba lánguidamente en inestable dirección, buscando la manera más rápida de llegar sin necesidad de correr o precipitarse en su caminar. Tenía el vago presentimiento de que el francés necesitaba en un tiempo asolas con su enfermedad, no el suficiente para permitirle a la fiebre mermar en su interior pero lo necesario para llorar su dolor. Dolor que no estaba seguro fuese a ser capaz de expresar estando una vez en perfecta condición, sin embargo, no podía apresurase a juzgarlo o poner el dedo sobre el camino que creía llegaría a seguir ¿No había sido su partida una contradicción? ¿Y no lo había sido por igual su petición de aprender a escribir? Ahora, no sabía que esperar.

Llego hasta el lugar en que había encontrado a Edouard desplomado en espíritu sobre el suelo, fundiéndose con la tierra, tomo la valija que en soledad había esperado a su regreso con la certeza de un reencuentro. No tardó más de diez minutos en ir y regresar en compañía de la valija y el cuenco con agua fresca por el cual había caminado tres veces el ancho del cementerio, la cubeta no había estado donde podía perjurar la había dejado. Tuvo que dejar la cubeta en el suelo para abrir la pesada puerta, ahora oxidada en los soportes que la mantenían pegada a la pared, y adentrarse en el cálido interior. Una calidez reconfortante y no agobiante aunque, nada benefactora para la condición del francés.

Anuar deposito la valija sobre la mesa que se quejo sonoramente por el repentino peso que le fue impuesto e, ignorando la amenaza de venirse abajo y con la cubeta en mano fue testigo de las palabras que emergieron en pos del francés. Una cuerda pareció anudarse en su interior, formando difíciles nudos que oprimían su garganta –Cuanto lo lamento- y no hacía falta asegurar que tales palabras iban saturadas de verdad. Deposito el cuenco de madera a un lado de la cama para remojar en el la estopa de la que se había acido en su trayecto de regreso a la cabaña, humedeció el trozo de tela desgastada para ubicarlo después sobre la frente perlada de Carrouges ¿Qué estaría pasando por su mente en aquellos instantes?

Más no tenía tiempo para idear la respuesta necesitaba hacer memoria y recordar las mil y un maneras en que su madre solía bajarle la fiebre a Angeliqué ¿No le envolvía los tobillos con trapos remojados en agua fresca? ¿Y no frotaba su cuerpo con ungüentos para dormir? El rumano no era docto para actuar con rapidez, si mente trabajaba con lentitud, repasando una y otra vez las posibilidades y opciones que tenia para realizar. Y era por ello que prefería no apresurarse en su actuar, las cosas solían salirse de su alcance cuando decidía hacer lo contrario.

Después de colocarle la estopa húmeda sobre la frente lo despojo de los zapatos utilizando sus calcetas por igual para remojarlas y enredarlas entorno a sus tobillos, si funcionaba con los infantes debía hacerlo también con el. Cambiaria el siguiente turno para poder pasar la noche velando no a los muertos sino a los vivos, al que parecía ahora necesitar de su presencia aunque al despertar, seguramente, decidiría volverse a marchar con el cabello oliendole aun a dolor.


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Mensaje por Edouard F. Carrouges Mar Feb 26, 2013 8:19 am

Todavía descansaba envuelto en confusas ilusiones, producto de la fiebre, cuando Anuar regresó con su equipaje y un cuenco de agua fresca. Ajeno al hecho de que alguien se preocupaba por él Edouard seguía angustiado en medio de su letargia, como si en el fondo su espíritu supiera que el chico se hallaba en un apuro del que no iba a escapar ni dormido. En cuanto despertara tendría que enfrentarse a su nueva realidad, una bastante más desesperanzada y descorazonadora que la que había conocido hasta la fecha. Creía que tendría que plantarse frente al mundo completamente solo, y esa certeza hacía que las pesadillas se colaran como intrusas en su sueño y pertubaran su reposo. Se agitó sobre la cama una vez más balbuceando cosas inconexas que no tenían por objeto más que espantar sus fantasmas. Desde lejos le llegó una voz distinta a la suya propia, y aunque luego no sería capaz de repetir lo que había escuchado sí es cierto que las palabras de Dutuescu tuvieron un efecto ligeramente calmante en él. El muchacho se percató de algún modo de que tenía compañía, y eso pareció apaciguar momentáneamente sus miedos.

El trapo fresco sobre la frente le inquietó en un primer instante, pero después lo aceptó y su piel con calentura agradeció el contraste. Se humedeció los labios secos con la lengua y se quedó quieto sobre el colchón, respirando pausadamente. Costaba creer, visto su estado, que hacía apenas dos horas había sido capaz de cargar con su maleta y con un ataúd, él solo, en un carro hacia el cementerio. Cualquiera diría al contemplarlo que llevaba días enfermo en vez de deducir lo que en verdad había ocurrido: había sido cuestión de minutos. Quién sabe lo que habría pasado si nadie se hubiese hecho cargo de él, seguiría abandonado a su suerte sobre el barro, pero afortunadamente... sí, gracias al cielo Anuar estaba allí. En cuanto el artista le quitó los zapatos el chico abrió perezosamente los ojos y por un momento pareció que trataba de enfocar a la figura que lo velaba. Durante varios segundos miró al rumano a la cara y tragó saliva, como para saludarle, aunque al final terminó por delirar como antes.
- Maman... lo siento.
Se dejó caer de nuevo, parecía cansado, sus párpados volvieron a entornarse y bajo sus orbes se adivinaban dos ojeras oscuras y hundidas.



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Mensaje por Anuar Dutuescu Mar Feb 26, 2013 4:48 pm

Parecía que el francés comenzaba a despertar de su ensoñación, sus parpados se abrían con galbana para dejar entre ver solo una fina rendija de su mirada, aquella ahora lejana de la realidad o quizás más consiente de ella de lo que se podía pensar. Era consciente de la conexión que existía entre cuerpo y alma, o aquella sustancia o conjunto de elementos que conformaban el interior de cada ser, un manojo de sentimientos, pensamientos y creencias que eran tan fundamentales como el habitáculo que poseían desde la encarnación. El rumano era consciente de lo que la tristeza y el dolor eran capaces de producir en la salud.

Sus ojos se volvieron a cerrar dejando tras de sí, titilantes en el aire, las palabras que inconexas habían emergido de sus labios por motivos que fácilmente, y casi con seguridad, se ataban a las altas temperaturas que sufría su cuerpo ¿Y que podía decir o hacer que sanara sus heridas? Nada realmente valioso, ninguna mágica cura ni rebuscada solución. Se limitó pues, a callar y mantener frescas y húmedas la estopa y los calcetines que buscaban como único fin la pronta recuperación de Edouard y a verlo, sin embargo, se retorcía algo en su interior. Como aquel otro pintor que se negaba en olvidar su partida, aquella parte de si que intentaba mantener hundida en su interior.

Una lucha con su propio yo, con los propios demonios que se escondían en su interior y se obligaba en reducir a voces molestas que atormentaban su actuar. Cambio la estopa de su frente en un intento de mantenerse ocupado en algo más que simples cuestionamientos y pesares que parecían no poderse encaminar a ningún otro tema fuera de la perdida de a quien Carrouges llamaba Maman ¿Cómo habría sido aquella mujer? Se la imaginaba como los escritores solían pintar a las viejas nodrizas. Con las sienes bañadas en nieve y la piel surcada por los signos de la edad, con aquella severidad y amor latente en sus miradas, con unos fuertes brazos que podían cargar la hoya más pesada pero jamás perdían su suavidad a la hora de abrazar. Y de haber sido así, el francés había sido bendecido por un tiempo quizás demasiado corto.

Exprimió el exceso de agua, apartando los húmedos rizos que se adherían a su frente para presionar la estopa sobre su piel, algunas gotas de agua se alejaron del resto cayendo por sus sienes hasta perderse y acunarse en sus cabellos. Se sintió pues, como el padre y hermano que jamás llegaría a ser, acerco sus labios a su oído recapacitando lo que estaba a punto de decir –Descansa- fue la palabra que emergió de sus labios, no lo que tenía pensado pero lo que parecía más adecuado a la ocasión, la que no lo dejaría entre la espada y la pared. Se irguió, regresando a su labor de velador, arreglando los papeles aquí y allá, releyendo los nombres y los espacios en que eran enterrados. Sin dejar de echarle una hojeada al francés, remojando los trapos y revisando que la fiebre comenzara a decender.


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Mensaje por Edouard F. Carrouges Miér Feb 27, 2013 1:20 pm

He's lost the will, He can't decide
He doesn't know who's right or wrong
But there's one thing that He's sure of
This has been going on too long.


En su mundo de sueños se disiparon parcialmente el miedo y la oscuridad. Como si de un día nublado se tratara, poco a poco los cúmulos grises henchidos de amenazas se licuaron y dejaron pasar la luz del sol. Edouard podía decir que se sentía derrotado, acabado y solo, pero tenía veinte años y los cuerpos jóvenes de los muchachos luchan por sobrevivir, se reponen a casi cualquier daño y de un modo asombroso, que roza el milagro algunas veces, salen adelante. El chico sabía que no era el momento de rendirse, después de todo, y su espíritu maltrecho cedió a darle una tregua como recompensa a su coraje. Sus pesares más profundos se convirtieron en una niebla ligera y suave que lo acunó mientras duró su letargo, quizá de media hora o quizá de días enteros, sanándolo de dentro hacia afuera, que es como deben cicatrizar todas las heridas. Betrice había dejado germinando en el interior del criado algo más que un recuerdo marchito y triste. La anciana nodriza había sabido calcar en el joven los más bellos y certeros versos de poemas que hablaban de la vida, del valor y de la amistad. Dios solo ayuda a los que se ayudan a sí mismos. Dios le había hecho un flaco favor a Edouard hasta ese momento, y todo apuntaba a que continuaría sin acordarse de echarle una mano, pero eso parecía un mal menor en ese momento. El muchacho solo dormía, alejado ya por completo del peligro y del suspiro de la muerte, ajeno a lo cerca que había estado caminando del borde del abismo.

Quizá sin saberlo las palabras amables de Anuar habían hecho su efecto, pues comenzó a inundarlo un sentimiento más cálido que el desamparo: el de estar acompañado. Se dejó mecer por esa agradable sensación y navegó durante cierto tiempo a la deriva entre olas caritativas que lo dirigían a buen puerto. Lentamente se fue relajando la tensión que se adivinaba en su rostro y al sufrimiento vino a sustituirlo una expresión más plácida. Los quejidos de sus labios se convirtieron en una respiración tranquila y pausada que hacía subir rítmicamente su pecho y su abdomen acompañando a los suspiros de la boca. Sus manos, que en un comienzo se agarraban a las sábanas como temiendo que en cualquier momento el chico fuese a ser arrancado del mundo, acabaron reposando sobre la misma almohada en la que tenía la cabeza. Los paños frescos le aliviaron la fiebre y la temperatura comenzó a descender. Tardó en bajar bastante más de lo que se había demorado en subir, pero lo consiguió finalmente.

La estela de esa noche llena de convulsiones del corazón se difuminó como la cola de un cometa que surca el firmamento, y con las primeras luces del alba el chico regresó como un caminante pródigo. Abrió los ojos, exausto y sediento, y supo de inmediato dónde se encontraba. Se le hacía extraño que después de su convalecencia las cosas se le presentaran con tanta claridad, pero así era. Fue perfectamente consciente del hecho de que Betrice había muerto la tarde anterior, y también de quién lo había encontrado, cobijado y cuidado como un hermano. Giró la cabeza a un lado y se notó la nuca húmeda por el sudor que había estado bañándolo toda la jornada.
- Anuar. - Le llamó, flojito.
Se sentía insoportablemente débil y dependiente, pero estaba demasiado cansado como para permitirse ponerse orgulloso en ese momento. Le daba igual lo que pudiera parecer, necesitaba saber que el rumano andaba cerca, su presencia le tranquilizaba. Iba a requerir de su ayuda para poder beber, levantarse, buscar un modo de llevar a cabo su aseo personal y probablemente comer algo. Pensar en enfrentarse a su nueva vida de vagabundo en ese estado se le hacía demasiado arduo.



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Mensaje por Anuar Dutuescu Sáb Mar 02, 2013 12:00 pm

Las primeras horas de vigilancia habían transcurrido con tranquilidad, como cualquier otra noche en que el rumano tenía que deambular con quinqué en mano o dedicarse a realizar hábiles manuscritos que expresaban con claridad y dedicación los nombres de los recientes fallecidos, como una carta de memorias a los olvidados. Si se fe hubiese estado mejor cimentada inclusive se molestaría en rezarle a las animas para pasar del purgatorio, alcanzar aquella gracia eterna de la que los religiosos hablaban con tanto fervor, el motivo por el cual las iglesias y cátedras se encontraban rebosantes los días de guardar. Anuar siempre había tenido la sospecha que era el temor del fuego eterno y no el amor por Dios lo que llevaba a las personas a encomendarse a Él.

Ahora encomendaba a la vieja Carrouges, algo que no había hecho siquiera con su propia madre. Pasó las siguientes horas entre pensamientos erráticos y trazos inconexos que le intentaban mantener despierto para seguir cambiando las estopas y calcetines, de nada hubiese servido todo su esfuerzo si de pronto se olvidaba en seguir su labor, la fiebre aumentaría nuevamente. Termino agobiado por el cansancio, cuando hubo pasado con creces las horas a la que solía volver a su vivienda para dormir, entregarse a los brazos de Morfeo sin recelo ni descontento, aliviado, por poder descansar al fin.

Se levanto de su asiento dando vueltas en torno al lugar con un andar disimulado, teniendo por única compañía los esporádicos suspiros que habían comenzado a remplazar los quejidos del francés, las pesadillas siendo suplidas por placidos sueños para dormir. ¿Le habría ocurrido a Edouard como a él? La demencia lo había seducido con sus más bajas artimañas, le había presentado con elegancia y belleza las puertas para entrar, había sujetado su mano y le había hecho caminar hasta donde el mundo daba la vuelta y no existía nada más que figuras y sombras extrañas. Aquel mundo apócrifo que le invitaba a habitar.

Anuar no podía adivinar si había sido solo un sueño o la realidad lo que le había salvado de aquella decisión ¿Qué hubiese sido de él? Quizás, su vida sería mejor, un engaño de su propia mente para poder vivir en paz o enloquecido por sus propios pensamientos, cualquier fuese el caso no lo planeaba descubrir. Escucho su voz en pos ajena y fue consiente entonces de los vestigios de alba que se colaban por la ventana, por los espacios que la madera no podía cubrir, virutas luminosas que danzaban en el aire hasta desaparecer en la obscuridad. Se acercó sin saber que decir ¿Prometerle un mejor mañana? Podía prometer tantas cosas y al final decidió, no prometer ninguna.

-¿Te sientes mejor?- apoyo el dorso de su mano sobre su mejilla para revisar su temperatura –Debería ir a buscar algo para desayunar- sabia de ante mano que a aquellas horas de la mañana los panaderos sacaban el pan horneado, las calles se inundaban con su aroma y la gente se arrebujaba en derredor para comprar la comida del día, los pobres se conformaban con una pieza de pan y algo de fruta pasada, los ricos, mandaban a sus sirvientes por carne y pescado. Ellos, deberían conformarse con poco menos de una pieza de pan para los dos.


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Mensaje por Edouard F. Carrouges Dom Mar 03, 2013 3:41 am

Parecía que con las primeras luces la personalidad acostumbrada de Edouard empezaba a despertarse, al igual que su dueño, y sus muchos defectos - que habían permanecido adormilados por la fiebre - pugnaban por emerger y trabar como de costumbre cualquier intento del chico por establecer relaciones sociales de persona normal. Anuar le había cuidado de un modo totalmente desinteresado y quizá incluso le había salvado la vida, nunca lo sabría. ¿Qué más necesitaba para confiar en él? Sabía racionalmente que le debía todo al rumano, y que en ese instante era la única persona que le servía de nexo de unión con el mundo de los vivos. Y sin embargo su reflejo cuando le puso la mano en la mejilla para calcular su temperatura fue apartar el rostro, como si el contacto le quemara. ¿Por qué no podía relajarse? Solo hacía doce horas que se había marchado de casa de Madame, esa mujer nociva que había envenenado su libre albedrío y cortado sus alas cuando solo era un niño. Esa horrible señora que le había enseñado que todo se paga, cualquier favor por nimio que sea, y que la única moneda de cambio que tenía un sirviente como él, pobre y huérfano, era su propio cuerpo. De una forma humillante y enferma había obligado al muchacho, desde que apenas comenzaba a crecerle el pelo entre las piernas, a abrirlas casi todas las noches para ella. Edouard sabía que iba a ser muy costoso desembarazarse de esa sensación de que todo el mundo le miraba como si fuera un trozo de carne, sopesando si valía la pena o no hincarle el diente.

Arrepentido por su muestra de desconfianza alargó una mano y tomó la de Anuar entre la suya, que aún estaba débil y temblorosa.
- No te vayas. - Le pidió.
Sí, tenía hambre y sed, pero aún no estaba listo para quedarse solo en esa cabaña. No estaba preparado para enfrentarse a la voz de sus propios pensamientos recordándole que Betrice se había marchado, que volvía a ser un húerfano miserable, que su búsqueda de la felicidad - que ya parecía inalcanzable cuando las cosas le iban mejor - se derrumbaba de nuevo obligándole a comenzar de cero. El chico no veía allí ninguna oportunidad de rehacerse a sí mismo, y lo único que deseaba era cerrar los ojos otra vez. A veces lo más arduo de la lucha es hacerse a la idea de que debe comenzarse. El primer monstruo al que debería vencer Edouard era a sí mismo y sus prejuicios, sus estúpidas ínfulas de señor orgulloso.
- Tengo... tengo miedo. - Reconoció.

Después de decir eso soltó la mano del pintor y con esfuerzo se sentó en la cama, apoyando la espalda en el cabecero y subiendo las sábanas para cubrirse hasta la cintura. Ese pequeño trabajo físico lo agotó por completo y descansó la cabeza contra la pieza de madera, humilde pero cómoda, que coronaba aquel lecho sencillo. Habría deseado preguntarle tantas cosas a Dutuescu que las palabras se agolpaban en su mente: ¿qué voy a hacer ahora? ¿puedo quedarme contigo? ¿dónde vives, qué haces para ganarte el pan? Pero por motivos obvios de decencia no podía pedirle nada de eso. Tenía claro que antes prefería morirse en la calle que ser una carga para otros. Siempre había añorado tener libertad, y ahora el destino se la ofrecía de pronto de una forma tan irónica como cruel. Apáñatelas.
- Ya puedo escribir medio alfabeto. - Dijo en vez de eso.
Sabía que no era exactamente lo que su anfitrión esperaría escuchar en sus circunstancias, pero no podía hablar de cosas que le hacían daño, no podía abrir su corazón en ese momento, y tampoco quería dejar que el silencio le volviera aún más nostálgico.



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Mensaje por Anuar Dutuescu Dom Mar 03, 2013 11:16 am

¿Cuántas veces más iba a empujar la daga y sanar la herida? Aparto la mano cuando su rostro se alejo y se quedo inmóvil cuando la sujeto en aquel trémulo tacto que le pareció contrastante con el francés en su totalidad, caía a pedazos y sin embargo su orgullo seguía en pie –No lo hare- susurro, y era consciente que no lo hubiese hecho aunque aquellas palabras no salieran de sus labios y en su lugar una marejada de ofensas y blasfemias azotaran su ser, aun así, el rumano seguiría ahí de pie aguardando a que pasara lo peor. Como un rompeolas ante la volátil marea pero él no era una piedra y cada cosa que decía escocía en su interior.

Se alejo algunos pasos para acercar la silla que se encontraba expuesta a un lado del escritorio, ese rustico trozo de madera que algún benevolente había decidido donar por simple caridad, o quizás sencillamente ocupaba demasiado espacio en su vivienda. La llevo a rastras hasta un borde de la cama, no el que se encontraba más cerca de Carrouges sino el que quedaba a sus pies y una vez ahí decidió tomar asiento para pasar seguramente una buena parte de su día en un turbio silencio de los dos –No es malo sentirlo- era el miedo lo que muchas veces incitaba a las personas a algo mejor, la desolación tenía dos vertientes, la permanencia en la aflicción o el descubrimiento de la consolación.

El rumano se levanto segundos después de sentarse, avanzando con lentitud hacia un pequeño baúl que se encontraba en la esquina contraria de el lugar. Se arrodillo frente a el rebuscando en su interior aquellas objetos que había olvidado mas no desechado semanas atrás, había prometido devolver los libros cuando los terminaran de usar, no saber si alguien día podría regresar le mantenía atados a ellos, a la posibilidad de comenzarlos a usar –Ha estar alturas yo no creo que los sigan buscando- sonrió de medio lado irguiéndose para regresar sobre sus pasos y depositar a un lado del francés los libros que habían tomado prestados y una hoja con la mitad restante del alfabeto.

-Puedes quedártelos- no dudaba que encontraría un mejor tutor que tuviese los conocimientos y la gracia de enseñar, había escuchado que había maestros que se apasionaban con la educación, que cosechaban en sus estudiantes el amor por las letras y la lectura. Anuar era incapaz de sembrar ninguna flor –Creo que también tengo algunas plumas y tinteros que podrían servirte- miro en derredor, los tenía en su piso, entre las pinturas secas y las brochas sin usar, detrás del joyero sin joyas y el vaso sin agua. Inspiro, intentando encontrar en el aire del lugar alguna muletilla para seguir en pie.


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Mensaje por Edouard F. Carrouges Dom Mar 03, 2013 11:54 am

El muchacho lamentó haber apartado el rostro, pero ya era tarde para deshacer el movimiento. Por un lado se arrepentía porque sabía que había herido los sentimientos del otro, que le había estado cuidando sin tener ninguna obligación y encima recibía como pago ese desaire. Pero por otra parte... bueno, no había sido desagradable la caricia del rumano en su mejilla. No todo lo desagradable que había imaginado las caricias de otros, al menos. Edouard siempre había rehuído el contacto con las personas, hasta las más allegadas a él, en una especie de reacción alérgica que le hacía quedar como un arisco y un ingrato. Sabía que la mayoría de la gente no buscaba nada especial cuando le tendía una mano a otro ser humano, que tocarse formaba parte habitual del lenguaje no verbal, pero nunca había considerado que fuera para él. El chico prefería las expresiones comedidas y mantener una distancia en la que se sentía seguro. Hasta ese momento únicamente madre había tenido permiso para abrazarlo, palmearle un hombro o acariciarle el pelo sin recibir a cambio un bufido de gato irritado. Quizá era la fiebre la que le nublaba el sentido. A lo mejor como estaba débil ansiaba la intimidad de la que normalmente renegaba, no lo sabía, pero de igual modo se quedó mirando la mano que el pintor había posado brevemente en su cara, deseando no haberla alejado de sí. Lo achacó a que se sentía solo.

Agachó la vista y la fijó en la sábana que le cubría las piernas, dándose cuenta de que aquello solo era un arreglo temporal. Cuando se repusiera completamente tendría que irse.
- Madre ha muerto. - Explicó como respuesta, aunque seguramente él ya debía saberlo. - Me he marchado, ya no puedo seguir allí. Esa casa...
Sus ojos se deslizaron solos hacia el ventanuco que tenía más próximo y quedó en silencio unos minutos, presuntamente recordando malos momentos ligados a la morada donde había habitado desde niño y a la mujer que la regentaba.
- ¿Dónde están tus padres? - Preguntó.
Normalmente no habría sido tan indiscreto, y menos aún de manera tan cortante y repentina, pero necesitaba tener la certeza de que Dutuescu comprendía de lo que hablaba cuando le expresaba su profunda pena por la pérdida de Betrice. Sí, el rumano tenía familia o la había tenido, ésa era una de las cosas que sus ojos le decían cuando los miraba con fijeza. Edouard no se atrevía a observarlo directamente porque sabía que, al igual que él obtenía información, la estaba dando como pago. ¿Y realmente era eso algo tan peligroso? Ya no le importaba que pudieran conocerle otros, ya que el rastro de sus sentimientos no podría llevarlos hasta la única persona a la que había deseado proteger. La vieja nodriza había dejado este mundo y con ella se iba el ancla que unía a su hijo adoptivo a la esclavitud forzada.

Tomó los libros y el papel, encontrando extrañamente surrealista que Anuar se los ofreciera en ese momento. No sabía cómo habría reaccionado si hubiera podido dominarse a sí mismo, pero las manos empezaron a temblarle con más violencia y lo apartó todo a un lado, sin importarle si los viejos tomos robados caían al suelo desde el borde de la cama. Su expresión se contrajo súbitamente y un gemido desesperado se escapó de su garganta.
- ¡Ya no voy a necesitarlos! - Gritó.
Se frotó la nariz con el brazo derecho, rabioso por estar llorando otra vez.
- ¡No tengo donde vivir, no tengo nada! ¿Cómo voy a tomar clases de lectura?
Lo convulsionó una carcajada amarga e histriónica y luego una nueva acometida de sollozos. Parecía que hubiera perdido totalmente el juicio, no le extrañaría nada que después de semejante demostración de esquizofrenia el sepulturero llamara a los guardias del manicomio más cercano. No podría culparlo si lo hacía.
- Lo... lo siento.
No era la primera vez que se lo decía. En eso consistía su relación con Anuar, el rumano intentaba ayudarle y él lo echaba todo a rodar. Era como el Rey Midas, todo lo que tocaba se convertía en mierda. Abrázame. Ya no sabía si se lo pedía a su madre, a Dutuescu o a nadie en particular. Ni siquiera lo estaba diciendo en voz alta. Abrázame.



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Mensaje por Anuar Dutuescu Dom Mar 03, 2013 1:16 pm

Comprendía que el motivo por el cual Carrouges pronunciaba aquellas palabras en voz alta no se debía exclusivamente, y seguramente no se debía en lo absoluto, a darle el conocimiento que poseía desde la noche anterior. Cuando su apellido apareció de pronto en una hoja de papel como el recuerdo de quien había llegado a ser y a quien dejaba atrás con un legado tan grande y tan doloroso como el que solo una madre puede dejar, suponía, como tantas otras cosas de las que no estaba seguro y no llegaría a comprender jamás. Más no era tiempo de sumirse en los fantasmas que con los que había aprendido a vivir con el tiempo.

Lo observo mientras hablo, lo observo cuando su vista se aparto y le pareció adivinar en esos ojos las memorias que lo seguirían día si y noche también, despertaría entre pesadillas con el rostro perlado por el sudor, rompería en llanto cuando se percatase de la obscuridad que lo acunaba en compañía de la soledad y aquellos recuerdos que se fundían en sus pupilas Sabía que sería así. Sus palabras respondieron sus cuestionamientos y por un segundo se alegro de saber que podía esperarle al fin una vida mejor, conocer en las calles la alegría de la libertad y encontrar en la sonrisa ajena la propia felicidad ¿No se trataba de eso ser joven? ¿Vivir?

-Hace años que no los veo- pero eso lo había dicho ya, no había consuelo en sus palabras, no había ninguna verdad –Mi padre podría seguir con vida en Rumania- lo cierto era que aunque Anuar se había llegado a cuestionar aquella posibilidad y aunque se había subido a un tren para ir a su encuentro dudaba enormemente, con un grave dolor, que aquel hombre que le había engendrado pudiese sentir algo parecido a la consolación cuando llegara a el y si había ya fallecido, había muerto sin familia, sin su amada Angeliqué –Mi madre murió hace tiempo- y presuntamente había sido perendeca los últimos años de su vida, tal cual lo era ahora su hermana. Comprendía que, no era momento de contarle de su pasado por que en el no encontraría nada que le pudiese ayudar.

El ruido de los libros al golpear el suelo lo obligo a desviar su mirada a ellos y encontró la esquina doblada de la hoja con los trazos que había hecho para el sobresaliendo de debajo de los tomos abiertos, asfixiada. Lo observo sin inmutarse por su ataque de no sabía que, un manojo tan disperso que apuntaba a demasiados sentimientos a la vez –Podrías quedarte conmigo- inclino su cuerpo para recoger el desastre del francés, plancho con sus manos la hoja doblada a la que aun así le quedaron arrugas por doquier –No es un lugar grande, ni siquiera agradable pero puedes quedarte ahí mientras encuentras algo mejor- un sitio al que pudiera llamar hogar.

Ignoro su perdón porque sabía que vendrían desfilando una decena más después de cada rechazo –Edouard- pronuncio su nombre con parsimonia, con aquella delicadeza casi implícita en todo su actuar. No supo a ciencia cierta si el francés lograría descubrir todas esas cosas que se pronunciaban en silencio con su mirada, aquella verdad que latía sobre sus labios, todo estaría mejor y el rumano estaría ahí para verlo vivir quizás por primera vez.


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Mensaje por Edouard F. Carrouges Dom Mar 03, 2013 1:45 pm

Se hizo un ovillo entre las sábanas revueltas y esperó. Esperó a que pasara la vergüenza, la rabia, la pena. Esperó que Anuar lo sacara a patadas de allí, esperó el frío de la soledad, esperó a la muerte... pero nada sucedió. En la vida, al contrario que en las óperas, rara vez sucedían los grandes y trágicos finales a los protagonistas. A uno le tocaba seguir adelante aun cuando no quisiera. Edouard deseó que se lo tragara la tierra, pero estaba demasiado cansado como para que la humillación le importara tanto. Sus mejillas estaban arreboladas ahora, además de húmedas, pero podría achacarlo a la fiebre y no a la autocrítica que se hacía por la rabieta de niño mimado que acababa de escenificar. Se odiaba a sí mismo porque no se comprendía. ¿Quién o qué demonios era? ¿Qué habían hecho con él? Pero no, no tenía que escudarse en los demás, era hora de aceptar sus responsabilidades. Era el momento de encarar el hecho de que hacía mucho que había dejado de ser un crío, y de que él mismo era el primero que no soportaba al adulto en el que se estaba convirtiendo. Se miraba y solo veía un sirviente con ínfulas, un quiero y no puedo, un pobre como tantos otros que se creía con derecho a ser orgulloso.
- No creo que pueda quedarme contigo. - Suspiró.
Sus palabras sonaban ligeramente entremezcladas unas con otras porque se había agotado de hacer aspavientos un minuto antes. Tomar decisiones correctas dolía, pero no podía vivir huyendo. Y desde luego no podía cargar en otros el peso de su existencia.
- Creo que no soy buena persona.
Y no necesitaba más razones. Si permanecía junto a Anuar lo envenenaría, porque no podía dejar de comportarse como alguien demasiado independiente para compartir nada con nadie. No sabía confiar.

Se rodeó con los brazos y respiró rítmicamente unas cuantas veces más, tomando fuerzas. Estaba desfallecido de hambre, pero era una sensación a la que iba a tener que acostumbrarse si de veras se proponía abrirse camino en las calles de París. Se negó en redondo a mirar al rumano a los ojos cuando le oyó pronunciar su nombre. No sabía si tenía más miedo o vergüenza, pero ambas cosas le impedían enfrentar a Dutuescu como el hombre que debería ser en lugar de ese ratón asustado. Se sentó en la cama y comenzó a calzarse los zapatos que el otro le había quitado la noche anterior para que estuviera más cómodo. El simple esfuerzo de anudarse los cordones le costaba todo el aliento del que disponía, pero no cejó en su empeño.
No mereces la forma en la que te he tratado, pero no sé hacerlo mejor. ¿Debería decírselo? No veía por qué. ¿Qué podía importarle a Anuar? Si de verdad quería hacerle un favor lo que tenía que hacer era salir de su vida cuanto antes.
- Buscaré un trabajo.
Sabía tan bien como el sepulturero que eso no era ni la mitad de fácil que había querido aparentar con su tono despreocupado, pero ya había llorado suficiente delante de él.
- Tengo dos manos. Y un cuerpo. Supongo que podría valer algo... para alguien.
Se levantó del catre y caminó como un sonámbulo en busca de su maleta. Se sentía muy pequeño y a la vez grande y devastador, como una nube de lluvia. No tenía respuestas para casi nada, pero llegados a ese punto había dejado también de hacerse preguntas, así que no había lugar para reflexiones. Mientras se acomodaba la ropa intentó volver a construirse esa coraza invisible que había llevado puesta toda su vida, esa que le aislaba del exterior. La iba a necesitar. Estar vacío era mucho más cómodo que sentir cosas.



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Mensaje por Anuar Dutuescu Dom Mar 03, 2013 2:20 pm

Y de nuevo una fuerte sacudida que lo hacía volver a perder el control, que lo hacía trastabillar y preguntarse en qué momento se terminaría de derrumbar el suelo bajo sus pies. El pensamiento lo tenso, le helo la sangre, le erizo el vello del cuerpo y lo obligo a contener la respiración “Como el monumento” y si no salía corriendo de aquel lugar los pedazos que como pesada lluvia caerían por doquier terminarían sepultándolo en aquel preciso lugar, lo enterrarían hasta que no quedase nada de él, un suspiro hundido entre piedras grises e insensibles.

-¿Y quién puede afirmar que lo es?- el rumano comprendía la escala de colores que las personas podían tener, el mismo, aun en su actual solidaridad ocultaba tantas cosas que no había pronunciado nunca a nadie en viva voz, atrocidades que de saberse lo condenarían al patíbulo sin una segunda valoración. Suspiro profundamente con el cansancio de no haber dormido pesándole sobre la espalda, más fácil sería dejarle partir, permitirle hacer y deshacer su vida a su parecer, dejarse de preocupar por su bienestar y su dolor, permitirle sufrir y llorar su pena. Quizás era él quien se equivocaba, pretendiendo ayudarlo cuando no era más que un extraño entrometido.

-Puedes volver cuando quieras- no podía detenerlo si era aquella su decisión, si realmente su orgullo le impedía estrechar la mano ajeno y aceptar la ayuda no podía obligarlo a cambiar de parecer. Saco unas monedas de su bolsillo y las ubico sobre la mano de Carrouges sin preguntar, necesitaría arrojarla al suelo si pretendía dejarlas en aquel lugar y aun así Anuar no las recogería, las dejaría ahí para que el siguiente velador creyera en la buena suerte y pudiese irse feliz. Qué más daba si igual aquel dinero le servía más al francés que a él.

Apoyo su mano sobre su hombro y sin saberlo, y sin pensarlo, beso su mejilla como alguna clase de adiós y aunque deseo que supiera que le apreciaba pensó que aquella muestra había ido muy lejos para lo que estaba bien para Carrouges. No le sorprendería si salía corriendo del lugar o si atisbaba un certero golpe sobre su rostro alegando a las distancias y la inherente burla en su actuar. Frunció el ceño contrariado porque Edouard no alzaba en su interior los sentimientos necesarios para creer que aquel gesto iba encaminado a algo más. Simple aprecio, simple fraternidad.

No se disculpo porque en realidad no lo lamentaba –No necesitas partir, deberías descansar más. Te traeré algo de comer y después podrás marcharte- azorado, salió de la cabaña sin darle tiempo a contestar. Esperaba no encontrarlo al regresar pero aquello no importaba porque había quedado ya sepultado bajo los escombros.


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Mensaje por Edouard F. Carrouges Dom Mar 03, 2013 2:48 pm

Él sabía la respuesta: Anuar. Anuar era una buena persona, y no le importaba lo que hubiera hecho antes de llegar hasta allí. Querer sobrevivir, pasar por encima de otros por necesidad, incluso reclamar venganza, eran cosas inevitables que uno cumplía motivado por las emociones que comportaba ser humano y tener un corazón. El problema estaba en las personas que, como Edouard, cubrían las necesidades más básicas y podían escoger entre conseguir el resto de cosas siendo amables o siendo egoístas. El muchacho no había tenido una vida excelente, de acuerdo, pero tampoco tan desgraciada. Siempre había tenido comida para llevarse a la boca, una cama donde dormir y una madre que lo había querido. Si en algún punto decidió torcerse había sido simplemente porque era demasiado débil para enfrentar las adversidades de un modo constructivo. Con Edouard casi todo era destructivo.

No vio venir las monedas del rumano, de otro modo habría cerrado el puño, pero se las introdujo en la palma antes de que pudiera quejarse.
- No tienes que...
Pero entonces Dutuescu lo hizo fenomenal, porque con aquella muestra repentina de cariño lo anuló completamente. Tanto que ni se acordó de que estaba sosteniendo unos cuantos francos entre los dedos, ahora tan apretados que las uñas se le pusieron blancas.
Quizá sí, le habría empujado o golpeado, si el otro no hubiera decidido oportunamente escabullirse fuera de la cabaña con un comentario que sonó a excusa en sus oídos. Las piernas le flaquearon y se sentó sobre el colchón, mirando a la puerta por donde Anuar acababa de desaparecer. ¿Por qué le temblaban las rodillas? Se daba cuenta de que su aversión al contacto no era normal, no era la misma que tenían los demás. En su ingenuidad fruto de la falta de costumbre creyó que aquello - besarse - era algo que tal vez la gente hacía habitualmente porque se apreciaba. No encontró nada raro en que un hombre le hubiera dedicado ese gesto, o tal vez no quiso encontrarlo. Pensó que su incomodidad se debía solamente a su propia anormalidad, a su manía de alejarse de todo y de todos antes de darles tiempo a acercarse a su alma lo bastante como para herirla.

Miró las monedas que sostenía, enajenado, y terminó por guardárselas en el bolsillo mientras recapacitaba. Su corazón latía desbocado en el centro de su pecho y él se hallaba más confundido que nunca. Habría jurado que se había salido de su cuerpo y que observaba la escena desde arriba, objetivamente, como una tercera persona. ¿Qué debía hacer? Al diablo, eso no le servía, jamás se había guiado por los protocolos ni las normas en cuanto a relaciones sociales se refería. Madre ya no estaba con él y se encontraba tan extraño que pensó que nada podría sorprenderle en ese instante. ¿Qué pasaba si se quedaba a vivir con Anuar? Sería agradable. Podría dejar que le enseñara a escribir, podría limar sus asperezas, aprender de él, dejarse acunar por la delicadeza que el rumano desprendía. ¿Acaso no le había agradado su caricia en la mejilla? Se llevó unos dedos indecisos a la franja de piel donde habían descansado los labios del pintor por un momento y, en el silencio de la caseta, en medio de aquel cementerio, esbozó una sonrisa tenue pero que permaneció bailando en su boca.

Si Anuar hubiera regresado entonces todo habría sido diferente, pero se demoró y Edouard volvió a caer en las garras de su escepticismo. Comenzó por colarse en su mollera la idea absurda de que él no merecía el afecto de nadie. Sus labios se tensaron y su mano cayó a un lado de su cuerpo, inerte. Tragó saliva. El temor que había creído arrinconar con éxito regresó con la fuerza de un huracán y lo envolvió en el pánico. Se puso en pie de un salto y se asomó a la puerta, mirando en derredor, buscando el rastro de Dutuescu y su aura salvadora, su presencia dulce y tranquila. Al no hallarlo cerca dejó que su amargura habitual terminara venciéndolo, y convenciéndose de que había sido un estúpido que había estado a punto de dejarse engañar tomó la firme decisión de largarse de una vez por todas. No, no dejaría que le tomaran el pelo, no permitiría que nadie abriera un agujero en su cáscara. Cogió la maleta y salió de la cabaña corriendo, furioso, herido.

Como si en el fondo supiera perfectamente que no lo perseguían más que sus fantasmas, y que estaba huyendo una vez más de la felicidad.



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Mensaje por Anuar Dutuescu Dom Mar 03, 2013 8:01 pm

Avanzo por la necrópolis en compañía del astro rey, necesitaba despertar de aquella ensoñación en la cual había comenzado a caer, azorado por los pensamientos que lo seguían por doquier. No supo con claridad el motivo por el cual se había descuidado en realizar dicha falta de aprecio, no era propio en el ir derrochando sus afectos como un santo o beato. Se meso las aletargadas lenguas de fuego que dormitaban en su cabeza empapándose del calor del sol, de aquellos rayos luminosos que hacían a sus melados orbes lucir más claros –Eres un idiota- bufó, no suficiente había tenido con ser rechazo en tres y más ocasiones, no le bastaba con recibir un no, ahora parecía necesitar de una inminente partido fruto exclusivo de su actuar irracional, de su cariño.

Salió del cementerio con rapidez, formulándose mil cuestionamientos y otros más ¿Qué haría si al regresar lo encontraba sentado sobre la cama? Cuidaría entonces de él, decidió de pronto. No le importaría tardar una vida en cortar aquellas púas que emergían desde su interior, no dudaba que pudiese ser una ardua labor pero la gratificación seria mayor al saber que había hecho un bien mayor que el de solo existir, se convenció conforme avanzaba de lo necesario que le era ahora ocuparse de el, de enseñarlo por las doctrinas esenciales para subsistir. Pintaría otra vez, vendería sus cuadros a cualquiera que pudiese pagar por ellos para conseguir los recursos para darle una educación.

Negó violentamente para deshacerse de dichos pensamientos, pensaba en darle aquello que el mismo se había negado, accedía a aquellas cosas que antes sonaron a esclavitud en sus labios. Termino por llegar a la panadería más cercana, aquella que asistía la hija dueño –Marie- llamo de entre la multitud, abriéndose paso hasta su presencia, necesitaba un favor, favores que no estaba acostumbrado a pedir –Se lo pagare en cuanto tenga el dinero, Marie te lo prometo- su voz emergió como una súplica, como un rezo in factible para Dios. Termino con tres piezas de pan y una naranja en una bolsa que la hija del panadero le había prestado por convicción con la única condición de devolverla junto a la paga.

Hubiese ido en búsqueda de algo para tomar si el tiempo que demoro en convencer a la panadera no hubiese sido tanto. Decidió tomar un atajo a la cabaña saltando entre las tumbas para evitar los largos caminos que usaban las personas para avanzar, no había tiempo que perder, había tomado una decisión, pero la puerta de la cabaña estaba abierta y en su interior no yacían ni el francés ni sus pertenencias, solo aquellos libros y la hoja que había trazado para el. Dejo caer la bolsa girando sobre sus tobillos para comenzar a correr ¿Qué tan lejos podría haber llegado? Su cuerpo exhausto y su alma herida no le permitirán llegar a ningún lado, no demasiado lejos.

-Edouard- llamo despacio y volvió a gritar su nombre tan fuerte y tan alto que la garganta le escoció. Necesitaba entregarle las piezas de pan y la naranja para que tuviese que comer, no podía irse sin la comida que había ido a buscar para el pero se encontró entonces ante la inminente realidad corría, pero no llevaba la bolsa con él.


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Mensaje por Edouard F. Carrouges Lun Mar 04, 2013 12:13 am

Como casi todo en la vida, la escena que comenzó como una huida trágica se tornó en algo casi cómico. Cualquiera que hubiera visto a aquel muchacho corriendo entre las tumbas con una maleta se habría parado a observar y se había preguntado a dónde se dirigía. Lo cierto era que ni él mismo lo sabía con certeza. ¿A dónde se puede escapar cuando se está huyendo de uno mismo? Estaba todavía mareado y se limitaba a salvar los obstáculos que se le iban presentando de forma inmediata sin trazar un plan: sorteaba una lápida, saltaba un arbusto, rodeaba una roca. Al cabo de poco tiempo jadeaba y las tumbas y las piedras le empezaban a parecer todas iguales, por no hablar del peso insoportable de su valija. Era cuestión de tiempo que ocurriera: sus pasos se hicieron torpes y terminó por tropezar e irse al suelo, sin saber siquiera si estaba más cerca de la puerta del camposanto que cuando comenzó su carrera. Se hizo daño en las rodillas y en las manos, pero el golpe tuvo el efecto beneficioso de la bofetada que se le da a un histérico. Se sentó sobre el suelo tratando de recuperar el aliento y oyó el grito de Anuar rasgando el aire. ¿Tan cerca estaba? En realidad no servía ni para esconderse.

Se miró las palmas de las manos, ahora raspadas, y dictaminó que no se había hecho ninguna herida digna de consideración, nada que no fuera a curar solo con un poco de agua y jabón. Levantarse en ese estado se le hacía una tarea titánica, así que se quedó donde estaba con la espalda apoyada en una cruz de piedra, esperando que Anuar le encontrara. Le extrañó que el rumano le buscara todavía. Su mente le quiso dar una última oportunidad de aferrarse al pasado, al Edouard que había sido, y trató de convencerle de que podía sacar provecho de la situación: no sabía por qué era pero Dutuescu le tenía aprecio, ¿por qué no aprovecharlo? Ahora no tenía dónde vivir ni de qué comer. ¿Qué había de malo en dejarse mimar un poco? Toda su vida había sido un mantenido disfrazado de sirviente, no estaría mal cambiar de manos y seguir haciendo exactamente lo mismo.

Volteó la cabeza y miró sobre su hombro, y vio acercarse al pintor. Creyó haber tomado su decisión, pero como solía ocurrirle con el artista nada le salía como había planeado. El otro estaba corriendo, buscándole, con la preocupación pintada en esos ojos que Edouard ahora sabía desentrañar. Supo que no podría llevar a cabo su absurdo plan de aprovecharse del afecto de Anuar, porque el suyo propio deliraba por ser encontrado y rescatado. Era él quien necesitaba al rumano, y no al revés. Se detestó por haber siquiera considerado la posibilidad de... ¿de qué? El terror que sentía lo advertía de que estaba delante de algo que se quedaba grande para todo lo que había sentido hasta ese momento. No volvió a decirle que lo sentía porque su cupo de perdones se había agotado ya, pero algo en su expresión debía de ser diferente. Seguía medio dormido y tenía una cara horrible, pero nunca había estado tan despierto.



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Mensaje por Anuar Dutuescu Lun Mar 04, 2013 5:37 pm

No fue prolongado el tiempo que tardo en encontrarlo, tirado, a los pies de una prominente cruz que se alzaba como un mástil entre diminutos palos. Con las manos magulladas y la valija desplomada a un lado de el, no muy diferente al día anterior, no muy diferente a la primera vez que lo había visto plantado en medio del jardín con sus prepotentes palabras escuchando su ser, con el cabello quemado por los rizos artificiales que le obligaban a portar, encerrado en un disfraz que había considerado su propia piel, la que recubría sus anhelos silenciosos y sueños rotos. La que ahora, por primera vez, lo veía rasgar.

Se detuvo frente a él, con las explicaciones que había ideado escapando de entre sus labios en compañía de su precipitaba respiración, se lamio los labios que ahora le parecían ásperos y quebradizos, como una hoja seca de otoño –Traje algo para desayunar- se aberró por no encontrar ninguna oración mas errada que aquella pues con sinceridad podía asegurar que al salir de la cabaña no había pensado en regresar con la comida que había prometido y no había planeado salir corriendo detrás de él ¿No había ansiado que no estuviera a su regreso para así no tener que enfrentar sus rechazos? Rechazos que sin embargo recibía sin protestar, debía haber nacido con alguna clase de enfermedad, un masoquismo extremo que le impedía pensar con claridad.

-Sera mejor que te ayude con eso- aseveró, tomando entre sus manos la valija que se encontraba ahora herida con polvo y ramillas. La sacudió distraídamente, o con demasiada atención, para impedir a sus pensamientos disiparse nuevamente en búsqueda de algún cuestionamiento con que atosigar su mente. El rumano comprendía con ciega claridad lo que implicaban cada una de sus acciones, lo que suponían sus proposiciones y lo que significaban en realidad, una vida lejos de la soledad. Encontro la pregunta que había estado evitando, una de las miles que no lo dejaban en paz ¿Por qué la necesidad de ser su padre cuando su rostro no era menos efebo que el del francés? Supuso que tenía que ver con Angeliqué ¿No la había cuidado a ella toda su infancia? ¿No necesitaba cuidar de alguien más para ser feliz? Se dejo convencer, se dejo cegar.

-Todavía queda agua en la cubeta de la cabaña, también están las estopas- indico observando por el rabillo del ojo las heridas en sus manos. Le ofreció entonces su ayuda extendiendo su brazo, con el que no sujetaba el equipaje, y aguardo a que el francés decidiera que podía levantarse por sus propios medios, espero a que le observara como a un leproso y se hiciera a un lado para echarle en cara su preocupación ¿No era a eso a lo que se estaba acostumbrado? Pero no podía quejarse, no lo hacía por un fin menor, no lo hacía para escuchar palabras de agradecimiento o recibir alguna clase de favor. Simplemente sentía que era lo que debía hacer y el rumano había aprendido, con el tiempo, que era mejor hacer que dejar de hacer.


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